1. Introducción: Vivimos un mundo nuevo y salvaje, no «feliz» como en la mala traducción del título de la famosa novela utópica-irónica de Aldous Huxley («A brave new world», 1932), en que el vocablo «brave» debiera haber sido traducido como espléndido o admirable, adjetivos que tampoco aplican al caso, como examinaré. En este artículo invito a los lectores de SchoenstattVivo a reflexionar sobre este, nuestro mundo, que el Padre Jaime Fernández en un interesante video recientemente ofrecido en este mismo medio, citando al padre Kentenich, califica como uno en que se está experimentando una «revolución del ser». 2. «Revolución» de naturaleza cultural. Desde luego, en mi opinión, desde una perspectiva politológica, considero que no estamos frente a una revolución propiamente tal. Las revoluciones históricamente conocidas son pocas: la revolución francesa, la mexicana, la rusa, la china, la cubana, y alguna otra. Estas revoluciones se caracterizan por cambios sociales, económicos y sobre todo políticos extendidos, profundos, generalmente rápidos y siempre violentos. Empíricamente, la violencia es propia e inseparable de las revoluciones, tanto para su inicio y desarrollo como para los procesos posteriores de mantención por un tiempo, que tiende a ser largo, de los revolucionarios triunfantes en el poder. Desde mi perspectiva, entonces, la violencia es la compañera inseparable de la revolución; ello se puede ilustrar, entre otros muchos ejemplos, en que ninguno de los generales de la revolución mexicana murió en su lecho, de muerte natural, causada por alguna enfermedad.
1. Introducción:
Vivimos un mundo nuevo y salvaje, no «feliz» como en la mala traducción del título de la famosa novela utópica-irónica de Aldous Huxley («A brave new world», 1932), en que el vocablo «brave» debiera haber sido traducido como espléndido o admirable, adjetivos que tampoco aplican al caso, como examinaré.
En este artículo invito a los lectores de SchoenstattVivo a reflexionar sobre este, nuestro mundo, que el Padre Jaime Fernández en un interesante video recientemente ofrecido en este mismo medio, citando al padre Kentenich, califica como uno en que se está experimentando una «revolución del ser».
2. «Revolución» de naturaleza cultural.
Desde luego, en mi opinión, desde una perspectiva politológica, considero que no estamos frente a una revolución propiamente tal. Las revoluciones históricamente conocidas son pocas: la revolución francesa, la mexicana, la rusa, la china, la cubana, y alguna otra. Estas revoluciones se caracterizan por cambios sociales, económicos y sobre todo políticos extendidos, profundos, generalmente rápidos y siempre violentos. Empíricamente, la violencia es propia e inseparable de las revoluciones, tanto para su inicio y desarrollo como para los procesos posteriores de mantención por un tiempo, que tiende a ser largo, de los revolucionarios triunfantes en el poder. Desde mi perspectiva, entonces, la violencia es la compañera inseparable de la revolución; ello se puede ilustrar, entre otros muchos ejemplos, en que ninguno de los generales de la revolución mexicana murió en su lecho, de muerte natural, causada por alguna enfermedad.
En cambio, en nuestro tiempo, particularmente desde las últimas dos décadas del siglo XX y en esta primera parte de nuestro siglo XXI, hemos vivido y estamos viviendo un fenómeno más complejo, más sutil, de naturaleza esencialmente cultural, lento, casi silencioso, no necesariamente acompañado de violencia, que está modificando las actitudes, conductas y valores de una gran masa de población. Ello ocurre en los ámbitos individuales-sexuales-matrimoniales y en el ámbito societal. A tales cambios me refiero enseguida de un modo general, tipificando tendencias centrales, no ciento por ciento aplicables a todas las sociedades y a toda la población a que se alude.
3. Ya no existe el sexo hombre y mujer sino el «género».
Para mi generación, que supongo será la de muchos de los lectores de SchVivo -ojala no todos- existían simplemente dos sexos: hombre y mujer. Por cierto, estábamos conscientes que existía la homosexualidad pero no era un «sexo» distinto y propiamente tal sino una situación especial, rara, incorrecta, que más bien debía ocultarse y que no se expresaba abiertamente. Hoy no existen más simplemente esas categorías de sexo masculino y femenino sino el «género». En mi época los únicos géneros que conocíamos eran el tocuyo, el casimir y la gamuza, pero ahora, merced a un cambio cultural en la materia, existen hombre, mujer, bisexual, homosexual, lesbiana, transexual y algún otro sexo/género que se me escapa. Todos estos géneros son reconocidos como propios y naturales de la sexualidad y naturaleza humana, se expresan abiertamente y exigen respeto para no solo su existencia y expresión abierta sino también para sus actividades proselitistas en favor de esas otras preferencias de género u orientación sexual.
4. El matrimonio ¿en crisis de término?
Por su parte, el matrimonio era entre personas de los sexos antes mencionados: entre un hombre y una mujer, y la intención fundamental, muchas veces hecha realidad, era que el vínculo matrimonial sería para toda la vida. Ahora se pretende que los contrayentes no necesariamente puedan ser un hombre y una mujer sino que personas del mismo género o de distintos géneros, admitiendo, graciosamente, que también pueda ser entre un hombre y una mujer. En todo caso, al parecer muchos desean contraer matrimonio pero solamente para así poder ejercer el derecho a divorciarse, ya que el matrimonio no es para toda la vida sino «por ver», «quizás», «ahí veremos», «tengo derecho a rehacer mi vida» o similares expresiones.
Asociado a esta materia, para mi generación la relación sexual llevaba, por regla general, a la concepción de un nuevo ser vivo, el que debía ser respetado, traído a la vida y cuidado con dedicación y afecto. Hoy, ni lo uno ni lo otro. La relación sexual parece tener por único objetivo el placer (el cual está bien, por cierto, pero no como único fin), y si se produce una concepción no deseada ni programada la alternativa puede ser simplemente matar a la creatura por la vía del aborto.
Los cambios en estas materias, solamente aludidos, son de gran profundidad. Sin embargo, nos guste o no, la cultura griego-romano-judeo-cristiana-occidental fue fundada y se mantuvo por siglos sobre la base del matrimonio y la familia. Si la concepción tradicional de esta institución está en crisis y ella termina por desaparecer se derrumbará algo muy fundamental de lo que hemos conocido y desarrollado por siglos y, además, debemos tener en consideración que no está claro qué la reemplazaría.
5. El predominio económico: «adáptate y hazte rico, a la brevedad»; hecho, «consume».
En el plano social o societario, mi generación -al menos la elite de mi generación- sostuvo alternativas propias de una crítica intensa y contestataria al sistema socio-económico y político vigente, sea por medio de cambios del tipo reforma o del cambio revolucionario aludido al comienzo, del cual la Revolución Cubana era para algunos algo así como el modelo a seguir. La generación de hoy parece tener como tendencia prevaleciente y como regla general el adaptarse al orden establecido, básicamente liberal, del libre mercado y democrático, pero, sobre todo y en primer lugar, «hacerse rico» dentro de las reglas del juego, a la brevedad posible. Todo ello ignorando o no haciendo mucho caso a las enormes diferencias socio-económicas insertas de manera casi indeleble en el sistema al cual uno se adapta y dentro del cual trata de hacerse rico. Enseguida de la adaptación y una vez hecho rico, hay que consumir y consumir. Esto último, conviene anotar, es obligatorio hacerlo aún sin ser rico, por la vía de acumular deudas de todas clases, básicamente de plástico.
De esta manera, y de muchas otras en realidad, se expresa un predominio indiscutido e indiscutible de la dimensión económica de la vida en sociedad, que caracteriza muy centralmente el cambio cultural a que me refiero.
6. La intensidad de los medios de comunicación y la aldea global.
De otro lado, mi generación estuvo acostumbrada a la radio y a la televisión en la última mitad del siglo XX y a los medios de comunicación tradicionales, persona-a-persona, la correspondencia escrita, el teléfono, por ejemplo. Y nos comunicábamos, mucho, en materia sustantivas. La de hoy tiene una inmensa variedad de medios de comunicación y se comunica intensamente, casi febrilmente diría, pero solamente para eso, para comunicarse, sin que interese ni importe demasiado el contenido sino solamente la utilización del medio de comunicación, el continente. En este sentido puede argumentarse que nunca habían existido tantos medios de comunicación para comunicar tan poco. «Twitter», red social creada tan recientemente como en el año 2006, es un ejemplo de esto último: no se pueden enviar comunicaciones de más de 140 caracteres; muy pocos para decir algo de mayor profundidad o sustancia, evidentemente.
Por último, en un listado de asuntos que puede por cierto ser más largo, el mundo de las relaciones internacionales era para nosotros algo limitado, que decía relación con los vecinos más cercanos y el vecino omnipresente y potente del Norte, los Estados Unidos, con su enorme influencia política y cultural (sin ignorar nuestros lazos con Europa Occidental y la influencia de la Unión Soviética para algunos sectores). Para la generación actual el mundo es un pañuelo, una aldea grande, al alcance expedito de los medios, un mundo global y globalizado, enorme, pero que está aquí mismo, al alcance de la mano, por así expresarlo. O, visto desde otro ángulo, se trata de una generación que está bajo el alcance y la influencia poderosa de ciertos modos de vivir, actitudes, conductas y valores de carácter global.
7. Una cultura sin una impronta clara.
«Last but not least» -por último, aunque no en importancia- considero importante señalar que, en general, para mi generación Dios y la religión judeo-cristiana, el catolicismo en nuestro caso, no solo existían sino que constituían una inspiración esencial de nuestras actitudes, conductas y valores. Nos religaban con el mundo sobrenatural y nos inspiraban, o así fue para al menos un segmento grande de la juventud y adultos de la época. En el nuevo mundo que va surgiendo no es que Dios y el cristianismo no existan. Existen. Pero no están inspirando y dando su impronta a la vida del día a día, dándole un sello a las actitudes, conductas y valores que en su esencia terminan, culturalmente, conformando, dando su identidad, a la sociedad. La inspiración misma subsiste pero no está presente, culturalmente hablando. O, mejor expresado quizás, está pero en las Iglesias, en los templos, en la intimidad de grupos de personas y de personas individuales, pero no para inspirar -no digo dominar o reinar sino inspirar- la vida social, económica, política.
De otro lado, si bien la inspiración asociada a la creencia en la existencia de un Dios de quien todo proviene, y del cristianismo como fuerza plasmadora de la cultura, están tendiendo a declinar e incluso podrían desaparecer, no está claro qué la reemplazará. Es en este sentido más profundo que utilizo y aplico el vocablo «salvaje» del título de este artículo al nuevo mundo que lenta pero de modo persistente va surgiendo en el siglo XXI. Al respecto considero que existe un gran riesgo: que el nuevo mundo sea inspirado por un conjunto de ideas y orientaciones que no respeten la vida y dignidad de toda persona. Como sabemos, el siglo XX experimentó dos de esas corrientes deshumanizadoras: el nazismo y el colectivismo marxista, con sus campos de concentración y sus gulags, respectivamente.
8. A modo de conclusión.
Conviene examinar, compartir, debatir y profundizar los cambios culturales a que me he referido en este artículo. No pretendo en modo alguno haber agotado la materia abordada. Estimo que, desde un punto de vista laical, debemos examinar los cambios, evaluarlos, sin adoptar una posición «pesimista» ni «optimista» sino una de carácter realista y moderada – en la moderación está la virtud decían los viejos y sabios filósofos griegos. Quizás ese diagnóstico sea nuestro primer paso para diseñar una estrategia que permita a la Iglesia y a nosotros, los laicos de Iglesia, recuperar nuestra capacidad de inspirar y dar una cierta identidad a la cultura que nace en este nuevo y salvaje mundo al que me he referido en el presente artículo.
Patricio Chaparro N.
Santiago de Chile
Mayo de 2011