¿Cómo educar en tiempos de imperativos sociales? – Cecilia Sturla (Argentina)

Sin dudarlo, uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos en nuestra época es el tema de la educación.

Varios son los imperativos de nuestra época que nos arrastran al modo kantiano: ¿Quién dijo que si uno no sigue una carrera universitaria quedaría relegado «del sistema»? ¿Por qué ya un título de Posgrado no alcanza para alcanzar determinados puestos? ¿Quién dijo que la excelencia académica se mide por resultados numéricos y no humanos?

Esos condicionamientos nos influyen hasta las últimas raíces de nuestro ser. Si tenemos hijos, está clarísimo que los vamos a impulsar a una carrera. Si somos docentes, vamos a exigirle a nuestros alumnos que alcancen la nota esperada, porque si no se irán a examen sin contemplaciones. Caso contrario, «el sistema» los dejará afuera o tendrán más probabilidades (debemos admitir que las estadísticas nos dominan casi por completo) de fracasar en la vida.

En Latinoamérica el rasgo es muy marcado. Están los que acceden a una carreara universitaria y suelen conseguir empleo (generalizando siempre), y los que no han terminado el secundario y obtienen en la mayoría de los casos sub empleos. El fracaso escolar se toma como un fracaso ante la vida. Es tanta la pobreza a nuestro alrededor, que lo mejor es que no miremos al otro y nos concentremos en nosotros mismos para poder salir adelante. Entonces apostamos con toda nuestra fuerza a la educación de excelencia. Si la educación incluye acciones sociales, mejor, si no, la vida misma las generará.

Si el desafío que se nos presenta es el hombre nuevo en la nueva comunidad ¿cómo estamos preparando a nuestros alumnos para que sean esos hombres nuevos que cambien la sociedad o siquiera la mejoren?

En la excelente película «Invictus», la primer escena en la que aparece la caravana de autos llevando al recién electo presidente Nelson Mandela, pasa por una calle en la que de un lado están los blancos en un colegio que enseñan a jugar al rugby, y del otro lado un potrero donde los negros juegan al fútbol. Esa calle divisoria es la misma división que tenemos nosotros en la educación: quienes fuimos a colegios privados y católicos, cuando terminamos continuamos con la educación universitaria también en universidades privadas (o no), para salir a trabajar en el ámbito privado. Nos quedamos con la tranquilidad que siempre hacemos algo, pero pocos se comprometen en la vida pública. Si contamos que el catolicismo tiene mucha influencia en la educación en todos sus niveles debido a sus incontables colegios, academias, terciarios y universidades promovidos por la Iglesia o por gente de Iglesia, tenemos como resultado un gran porcentaje de católicos (practicantes o no) que salen de la esfera de la Iglesia. Esta gran influencia tiene sin embargo, un «agujero negro». En Argentina es llamativo que de los colegios y universidades privadas y confesionales, no hayan surgido grandes líderes en la cosa pública. El catolicismo en la educación no tiene la suficiente fuerza como para promover un compromiso social y político duradero. Hay misiones, hay movimientos en que la responsabilidad va más allá de lo que uno se imagina, pero no con lo público. ¿Es una falla en la enseñanza católica que se ha aburguesado y se quedó con la excelencia académica, dejando de lado lo verdaderamente humano o simplemente no dándole la misma importancia?

Un alumno mío hizo una reflexión muy interesante la semana pasada. Está en su último año del colegio secundario (de un colegio que apunta a la excelencia en todas sus aristas), y su promoción participó como todos los años, en una misión que hace el colegio a Buena Vista, un paraje perdido en la precordillera salteña. La vida de la gente de los cerros es muy dura debido al clima y a la altura: casi 2500 mts. sobre el nivel del mar, viven en casas de adobe, muchas veces sin las mínimas comodidades a las que estamos acostumbrados (gas, luz, agua corriente). El hecho es que mi alumno me dijo que él se había dado cuenta que la gente de los cerros vivía así porque estaba acostumbrada y que no era bueno que llegáramos nosotros y les dijéramos qué es lo que tenían que hacer, puesto que ellos no tenían la misma visión de la vida que nosotros. Para nosotros es necesaria una vida universitaria, pero para la gente que vive allá, se le tiene que mostrar otra cosa para que prosperen y salgan de la economía de subsistencia que tienen con las cosechas y las cabras. Inmediatamente lo increpé con la siguiente pregunta: «¿Qué harías si fueras Intendente de este lugar? ¿Por dónde empezás a trabajar? ¿De qué manera hacés realidad la Doctrina Social de la Iglesia?». No supo contestarme. Y yo me pregunté si la formación que estaba recibiendo en el colegio le alcanzaba para contestarme. Creo que no. Claro que fueron preguntas para provocarlo y motivarlo a que se dé cuenta que es bueno analizar ese tipo de realidades sociales, pero que siempre tenemos que tener en cuenta la responsabilidad que tenemos que asumir en algún momento.

Es evidente que tenemos que ayudar a «cruzar la calle» que divide a las clases sociales. Y que si la pobreza sigue creciendo de la manera en que lo está haciendo, nos estamos olvidando de llevar a cabo algún imperativo de nuestra misma religión. Algo estamos dejando de lado. La excelencia de nuestros colegios no está apuntando al compromiso social y político como se debe. Si una generación está acostumbrada a tenerlo todo en lo económico, queda anestesiada de alguna manera para reconocer al hermano que sufre y que necesita de gente que tenga valores claros, profundos y sociales para llevar a cabo políticas que tengan como interés la dignidad humana. El Bien Común no es lo que todos necesitamos de la misma manera porque nunca necesitamos las mismas cosas el conjunto entero de la sociedad. El Bien Común se logra cuando podemos captar las necesidades del otro, y no imponer las necesidades que nosotros creemos que son buenas. La gente del cerro no quiere una vida universitaria. Quiere quedarse en sus lugares, pero viviendo dignamente. Los escasos bienes de la civilización llegan, pero no saben adaptarlos. Puede que no necesiten la computadora, pero sí necesitan que los ayuden a optimizar sus cosechas y a trabajar mejor la tierra, buscando el agua tan necesaria en esos lugares.

Como docente del secundario, me pregunto constantemente cómo puedo hacer para despertar esa inquietud político-social en mis alumnos. Está claro que no es asunto solamente mío, sino de toda la Institución, y toda Institución católica debe preguntarse si estamos cumpliendo con el llamado de Cristo como debemos.

¿Estamos cómodos con nuestros colegios de excelencia? Significa entonces que debemos virar el timón hacia mares más profundos. La excelencia es tal si se lucha con el mismo ahínco por incentivar y motivar hacia los cambios sociales. Que quede claro que no me opongo a la excelencia académica. Es absolutamente necesaria en este mundo cada vez más complejo. Pero no se trata de un «aut-aut», sino de un «et-et», como sostenía en innumerables ejemplos el P. Kentenich, intentando acentuar en diferentes momentos y circunstancias lo que la época nos pide, teniendo en cuenta las voces del tiempo, del ser y del alma.

Y el tiempo nos está mostrando mucha pobreza y miseria en todos sus niveles. El testimonio del P. Sidney Fones sobre Haití es una clara muestra de «lo que está mal en el mundo», parafraseando el título de un ensayo de Chesterton. Vuelvo a repetir que las generalidades son siempre incómodas, porque quien lea este artículo y tenga un compromiso social y político fuerte, se sentirá dolido. Pero la gran mayoría no tiene ese compromiso, porque si no, el mundo sería distinto a como es. La Iglesia debe ser quien muestre el verdadero rostro del hombre. Y la Iglesia somos nosotros, laicos que vivimos en este mundo y que estamos a cargo de la educación. ¿No debemos volver a reflexionar sobre nuestra misión como educadores? El hombre nuevo en la nueva comunidad no se logra sólo con la excelencia académica. Se logra con el compromiso por el otro, y sabiendo que esa excelencia está subordinada al quehacer común. ¿Para qué nos formamos si no es para poner a disposición del otro mis conocimientos? Es la parábola de los talentos convertida en educación.

Ojalá que nuestros colegios y universidades católicas puedan hacer vida la Doctrina Social de la Iglesia, forjando líderes que desde sus deberes de estado influyan positivamente en la sociedad. Porque si no aspiran a ello, no nos diferenciaremos de cualquier otro colegio o cualquier otra universidad. Seremos lo mismo, pero con un barniz católico que queda socialmente bien visto.

Cecilia E. Sturla.

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