Existe hoy que duda cabe- una gran crisis de la Iglesia Católica y de la sociedad.
La crisis de la sociedad a la que me referiré en este artículo- no es solo local, nacional, sino también internacional o mundial y abarca aspectos económico-financieros, políticos, culturales, ecológicos o del medio ambiente, etcétera. Esto es, tiene, a mi juicio, un carácter integral.
Frente a tal crisis, todos experimentamos ciertos sentimientos y ello está bien, así somos los seres humanos. Pero, me pregunto ¿bastará con ello? A mi juicio no. Elucidados o develados los sentimientos, a mí me parece que debemos también, de inmediato, tratar de pensar, reflexionar, intentar describir y entender qué está pasando, objetivamente, en la realidad.
A su vez, hecho el análisis de la realidad, podemos tratar de encontrar respuestas algunas- a la crisis. Que lo hagamos con fe, optimismo y esperanza dependerá de cada uno de nosotros; ello no se puede exigir por decreto ni por una prédica, por buena que ella sea.
Tampoco debiéramos calificar de «pesimista» o «desesperanzada» una constatación de hechos, si tal constatación responde a la realidad, que suele ser dura.
A mi juicio, en la actual crisis no hay mucho espacio para optimismos fáciles e infundados ni esperanzas ingenuas que expresan que todo resultará bien en definitiva. Puede que así sea; ojala que sea así; Dios quiera que así sea. Al respecto se puede intentar tener optimismo y esperanza, pero previo un sano realismo.
Un ejemplo: el Padre Kentenich no se hizo ilusiones respecto del nazismo ni aceptó que los campos de concentración eran lugares de trabajo como expresaba la propaganda de Joseph Goebbels -«el trabajo hace libre» decían los carteles a la entrada de los campos de exterminio nazis- sino que describió Dachau como una «ciudad de muerte, de locos y de esclavos», habitada por una «población de fantasmas vacilantes y tambaleantes». Cruda descripción, pero de la realidad. Sin embargo, como todos sabemos, fue en esa realidad que el Padre Kentenich desplegó todo su sentido sobrenatural y toda su creatividad y capacidad organizativa para hacer aquello que hizo en tan brutales circunstancias.
Ahora bien, enfrentados a la dura realidad de la crisis actual, aprecio que, en general, los sentimientos que tendemos a experimentar, entre otros, son más bien de frustración, de cierto agobio, preocupación, enojo, desafección, ansiedad e impaciencia por su intensidad y duración.
Sentimientos que se intensifican si se considera que en el caso de Chile la crisis puede llevarnos a la incapacidad de seguir avanzando en nuestro proceso de desarrollo que, hasta no hace mucho, parecía bien «aspectado», como se expresa actualmente.
En mi caso tales o similares sentimientos surgen porque percibo que lo que ocurre tiene un trasfondo de naturaleza cultural, esa especie de incapacidad que tenemos los chilenos para ponernos de acuerdo mucho conflicto, poco consenso- y avanzar; esa intransigencia, irracionalidad, altos grados de emocionalidad en casi todo lo que hacemos que nos impide transitar de situaciones malas a situaciones mejores cosa que nos ha ocurrido a lo largo de nuestra historia política, y a veces de manera muy dramática, como en la crisis de comienzos de los años 70 del siglo pasado.
Todo lo anterior agravado ahora porque estamos insertos en un mundo que está en una crisis que tiene la potencialidad de impactarnos severamente.
Sin embargo, desde esos sentimientos paso al examen de ciertos rasgos más específicos de la crisis societal que me parece es posible tratar de describir.
La crisis contiene desde luego elementos de ingobernabilidad y anarquismo, esto es, de falta de autoridad, de un orden político aceptado y legítimo para todos o casi todos y la existencia de cierta violencia anti sistema extendida (conviene señalar aquí que el ideal anarquista es que el mejor Estado es el que no existe).
De otro lado, en el ámbito ético, estamos carentes de referentes comunes, en el sentido que no existen parámetros de orden moral básico, compartidos societalmente, en materias esenciales tales como el matrimonio, la familia, el aborto, la eutanasia.
Así mismo adolecemos de una gran incerteza respecto del futuro, por cuanto no sabemos para dónde vamos y queremos ir pero para allá vamos y a toda velocidad. Ello está asociado a la intensidad y rapidez acelerada de los procesos de cambios nacionales y mundiales, que ocurren día a día y que conocemos por los medios informáticos de forma prácticamente instantánea.
La intensidad de la crisis tiende a ir acompañada de movilización, ira y violencia, lo que hace que la sociedad quede abierta a que ocurra una revolución, las que siempre son violentas. O reformas sustantivas de todo tipo especialmente de carácter económico atendida la pobreza, concentración de la riqueza y pésima distribución del ingreso en el caso de Chile- que siempre son muy difíciles, incluso, a mi juicio, más complejas y difíciles que una revolución.
En el plano socio-económico la crisis se caracteriza también por la intensidad y variedad de las demandas, asociadas a grandes expectativas de consumo de bienes y servicios ¡ahora, ya!- dentro de un régimen económico en que se trata de ganar y tener más, para consumir más de todo y por ende endeudarse vía tarjetas de crédito y otros expedientes financieros y vivir agobiados y angustiados por las deudas, básicamente de plástico pero no por eso menos deudas.
Además, la crisis se caracteriza por esa codicia y afán de lucro incesante y desmedido que permean y guían a casi todos pero especialmente a los actores económicos en una economía de mercado que tiende al abuso si no se acompaña de una intensa y efectiva regulación estatal.
De otro lado, desde un punto de vista religioso, nos encontramos con una extendida ausencia de sentido trascendente de la vida, a veces militantemente expresada, pero mayoritariamente vivida en la práctica y que se resume en la creencia que existe solamente esta vida y el ahora. En otras palabras, el secularismo, tan propio de la modernidad y pos modernidad.
La intensidad de la crisis aquí solo someramente descrita- nos empuja a auto-decirnos y convencernos que nada podemos hacer. Y reconozco que algo de cierto hay en ello. Individualmente casi nada poderoso podemos hacer cada uno de nosotros- aunque sin duda habrá excepciones, respecto de personas y grupos pequeños organizados que son altamente relevantes en lo que pueden hacer y hacen.
En tal sentido, me parece que nuestra tarea consiste en descubrir qué podemos hacer cada uno de nosotros, en nuestro ámbito, matrimonial, familiar, laboral y, junto con otros, en ciertos otros espacios, quizás pequeños, de la sociedad. Y entonces hacerlo bien, extraordinariamente bien.
Por otra parte, considero que la crisis que experimentamos tiene una cierta virtud: abre espacios a la creatividad organizativa de los ciudadanos y a su libre expresión y participación activa en la sociedad.
Quizás en Schoenstatt a los laicos nos esté faltando precisamente eso: creatividad, capacidad organizativa, ocupar espacios y abordar temas que sean del interés, del conocimiento y expertise de grupos pequeños quizás, pero que pueden tener un impacto poderoso a nivel societal.
Me consta que algunos han emprendido la ruta que describo y estimo que valdría la pena que compartieran sus experiencias en este mismo sitio y así alentar a otros para que hagan lo mismo, en el ámbito de sus intereses, competencias e ideales.
Al concluir, permítanme agradecer la invitación que el equipo de SchVivo me formuló para compartir mis reflexiones como columnista estable de este sitio Web.
Espero seguir colaborando, compartiendo ideas, iniciativas, informaciones con todos ustedes, estimad@s lectores del sitio.
Patricio Chaparro N. (Chile)
11 de octubre de 2011