3. a. La pedagogía del ideal
Los pilares fundamentales del sistema pedagógico del P. Kentenich son tres, a saber, la «pedagogía del ideal», la «pedagogía de las vinculaciones» y la “pedagogía de la alianza”.
La «pedagogía del ideal»
Schoenstatt proporciona un mundo de ideales que enaltecen y estimulan a la persona y provocan en ella una dinámica creadora que la impulsa a la superación de sí misma y a un vigoroso afán de conquista. La pedagogía del ideal está orientada a formar personas libres y autónomas en medio de una sociedad masificada y despersonalizada.
El P. Kentenich frecuentemente describe al hombre actual como un hombre sin yo; lo llama «el hombre-cine», que no se posee a sí mismo ni sabe usar su libertad. La pedagogía del ideal se orienta a superar esta despersonalización reinante: es una pedagogía anti masificación; de defensa y promoción de la personalidad.
¿Cómo formar este tipo de hombre libre, que se posee a sí mismo, que está consciente de su valor y asume la misión que Dios le ha dado? La pedagogía del ideal busca que cada persona se vea y sienta como un ser único y original, llamado a ocupar en el mundo un lugar y a cumplir su misión. En otras palabras, le muestra que él es un pensamiento y deseo encarnado de Dios; que Dios ha puesto en su ser talentos que esperan su pleno desarrollo y le ha asignado un rol activo e importante en este mundo.
Pedagogía del ideal no significa aplicar moldes preestablecidos, o anunciar simplemente una doctrina moral, o el alto valor de las virtudes. El educador conoce por cierto la doctrina y moral cristianas, también conoce el ideal objetivo del ser humano y del hombre católico. Pero esta verdad e ideales objetivos, los muestra como la gran meta que estamos llamados a encarnar cada uno de forma original, de acuerdo a los talentos que Dios ha puesto en él. No estamos hechos «en serie».
En este contexto, lo más importante, pedagógicamente hablando, es el hecho de que Dios ha depositado en cada persona una semilla (una entelequia) que posee en sí misma la tendencia a desarrollarse. El niño ya cuenta con los gérmenes y el impulso interior para ser lo que está llamado a ser. Cada persona cuenta además, con la conducción sabia de la Divina Providencia, que dispone las circunstancias para que la persona se realice a sí misma y cumpla su vocación en medio del mundo.
Ahora bien, Dios trata al hombre como quien es: un ser libre. Éste por lo tanto, puede o no asumir el llamado a ser y la misión que Dios le ha conferido. En caso negativo, se aparta del ideal y desbarata el plan de Dios para con él o ella lo que también tiene consecuencias para los demás. Sin embargo, una y otra vez la gracia salvadora de Dios le mostrará y dará nuevas posibilidades.
En este proceso se ubica la pedagogía del ideal. El educador ayuda al educando a tomar conciencia del plan de Dios; muestra los grandes ideales válidos para todo cristiano hijo de nuestro tiempo, y procura que cada uno descubra, en el contexto de esos ideales, su propio Ideal Personal. Llama al educando a ser algo grande – apela a su magnanimidad – lo mueve a trascender a sí mismo y a superar el ambiente mediocre y cómodo en que vive.
La pedagogía del ideal, por una parte, muestra los valores positivos, busca entusiasmar por ellos y por otra parte, desenmascara los antivalores, es decir, aquello que en una primera instancia atrae como algo valioso, pero que visto más profundamente es un engaño, un «ídolo» o una pura ilusión.
Por esto la pedagogía del ideal enaltece; hace mirar a lo alto. Cultiva también un sano espíritu de crítica, de descontento e inconformismo, porque siempre en nuestra realidad concreta no logramos alcanzar plenamente las metas que se propone propuestas. Sin embargo, esto último no es el centro de su preocupación, pues, para desvanecer el brillo de las estrellas engañosas, más vale hacer salir el sol que tratar de ir tapándolas a cada una. La fuerza y la luz del sol, del ideal, disipa las pequeñas luces, que en la oscuridad, a veces parecieran brillar como un sol.
La pedagogía del ideal invita, alienta, entusiasma, abre horizontes, da alas; es una pedagogía «de la eterna juventud», o de la magnanimidad. Supone y fomenta la libertad, la decisión propia, pues el ideal se ofrece, se propone, nunca se impone. Fomenta, en el mismo sentido, la liberación de las ataduras de esos múltiples ídolos que subyugan y esclavizan a nuestro yo.
El pedagogo del ideal debe ser él mismo un idealista, alguien que aspire a lo alto, que quiera construir un mundo nuevo. «No se enciende un fuego con un trozo de hielo», decía el P. Kentenich. Si estamos captados por el mundo de ideales de Schoenstatt; si nos orientamos por María y la vemos como la vencedora de todas las herejías antropológicas de nuestra época; si nos entusiasma luchar para forjar familias sanas y aportar en forma decisiva a la renovación de la Iglesia y del mundo, entonces nos será fácil entusiasmar a otros por estos ideales: nuestra propia realidad como educadores será así el factor pedagógico decisivo.
Sin embargo, esto no significa que ya hayamos alcanzado el ideal o que seamos «perfectos». De ningún modo. Siempre estaremos en camino y una y otra vez caeremos o nos apartaremos del ideal. Lo importante es que no claudiquemos; que con humildad, lo reconozcamos y pidamos perdón al Señor y que siempre tengamos el valor de comenzar de nuevo. También así mostramos el ideal.
Mostramos también ideales en la medida en que ponemos a los nuestros en contacto con personas y comunidades que encarnen los ideales del Evangelio: «los ejemplos arrastran, las ideas ilustran», dice un proverbio citado a menudo por el P. Kentenich. El testimonio vivo entusiasma y hace que las personas se sientan identificadas y atraídas por el mundo que perciben, por la alegría y la paz que irradian los que se confiesan hijos de Schoenstatt.