01. Los santuarios en la vida de la Iglesia

P. Rafael Fernández

Así como la vitalidad de la Familia de Schoenstatt está ligada a la vinculación al fundador y a María, de modo semejante, está también estrechamente ligada a la vinculación al santuario de Schoenstatt. De hecho esta tríada conforma un solo proceso vital.

Los santuarios en la vida de la Iglesia

El Santuario de Schoenstatt es un “lugar de gracias”: una pequeña capillita situada al sur de Colonia, en Alemania. Actualmente sus réplicas (llamadas “santuarios filiales”) están diseminadas por los cinco continentes. Es un santuario de María, que surgió a inicios de la Primera Guerra mundial, en 1914, que ha llegado a ser un importante centro de irradiación mariano en la Iglesia de nuestro tiempo.

Schoenstatt, se ha dicho, no es “un Movimiento que tiene un santuario, sino es un Santuario que tiene un Movimiento”, desde el cual surge una corriente de renovación para la Iglesia.

A lo largo de la historia siempre se han dado lugares de gracias, donde el cielo toca la tierra, donde se palpa la acción de Dios en forma extraordinaria, donde cientos y miles de peregrinos acuden para agradecer, para pedir y ofrecer. Un lugar privilegiado ocupan en esta “geografía de la fe” los santuarios marianos.

Cuando el Papa Juan Pablo II visitó México por primera vez, peregrinó al santuario de Zapopán. En aquella ocasión dio el siguiente testimonio:

“Cuando los fieles vienen a este santuario, como he querido venir yo también hoy, peregrino en esta tierra mexicana, ¿qué otra cosa hacen sino alabar y honrar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la figura de María, unida por vínculos indisolubles con las tres personas de la Santísima Trinidad? Nuestra visita al santuario de Zapopán, la mía hoy, la vuestra tantas veces, significa, por el hecho mismo, la voluntad y el esfuerzo de acercarse a Dios y de dejarse inundar por Él, mediante la intercesión, el auxilio y el modelo de María. En estos lugares de gracia, tan característicos de la geografía religiosa mexicana y latinoamericana, el Pueblo de Dios, convocado en la Iglesia, con sus pastores, y en esta feliz ocasión, con quien humildemente preside en la Iglesia a la caridad, se reúne en torno al altar y bajo la mirada maternal de María, para dar testimonio de que lo que cuenta en este mundo y en la vida humana es la apertura al don de Dios, que se comunica en Jesús, nuestro Salvador, y nos viene por María. Esto es lo que da a nuestra existencia terrena su verdadera dimensión trascendente, como Dios la quiso desde el principio, como Jesucristo la ha restaurado con su muerte y resurrección y como resplandece en la Virgen Santísima”.

Cuando Dios se comunica con nosotros, lo hace adaptándose a nuestra naturaleza, que es corporal y espiritual a la vez. No somos sólo espíritu, como los ángeles, sino un espíritu encarnado. Nuestra existencia es corporal y, por lo mismo, está vinculada a un lugar. La persona humana no vive “en el aire”, sino que tiene un “donde”, un terruño, un hogar. Si esto le falta, carece de algo inherente a su misma condición humana.

Dios, quien nos creó, sabe cómo tratarnos. Por eso Él se revela y se comunica con nosotros valiéndose de lo material y lo sensible. Lo hace a través de palabras, de signos, de cosas y lugares. En el Nuevo Testamento esta realidad alcanza su expresión cumbre cuando “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En Cristo, el Dios espiritual se hace cercano, sensible y asequible. Recordamos en este sentido las palabras de san Juan, el apóstol predilecto, cuando comunica su experiencia del Señor:

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de vida, pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”. (1 Jn 1, 1 ss.)

Ésta es la “ley de la encarnación”. El Verbo Encarnado, Cristo Jesús, nos hace llegar sus gracias a través de los sacramentos, que son signos sensibles y eficaces de la gracia. La filiación divina, por ejemplo, la recibimos por el agua bautismal; el perdón de los pecados nos llega por la absolución que nos da un sacerdote, y, sobre todo, la extraordinaria gracia de la presencia eucarística del Señor se nos da a través del signo del pan y del vino consagrados.

Junto a los sacramentos, está lo que se llama «sacramentales». Son otros signos sensibles por los cuales Dios nos regala su gracia condicionándola particularmente a nuestra disposición interior para recibirla. Por ejemplo, el agua bendita o una imagen sagrada. Es en este ámbito donde se sitúan los “lugares de gracias” o «santuarios».

Dios no se limita al hacer que el pan eucarístico o el agua bautismal sean caminos que nos comuniquen su gracia. Al contrario, muestra con ello su poder y permite que accedamos con mayor facilidad a sus dones. No se limita cuando se hace presente en un lugar para regalarse a nosotros en forma especial o cuando María establece en él su trono de gracias.

María, Madre nuestra y Medianera de todas las gracias, se ha querido hacer presente espiritualmente en sus santuarios para congregar a sus hijos y llevarlos al Señor. Allí la pueden encontrar todos los que la invocan con fe y confianza filial. Lo ha hecho en nuestro tiempo, de modo especial, en su santuario de Schoenstatt, donde ella ha establecido su trono de gracias y se muestra como la gran educadora, como “la pedagoga del Evangelio” (Doc. De Puebla) en nuestra época.