4. b. La pedagogía de confianza
P. Rafael Fernández
b. La pedagogía de confianza
El educador schoenstattiano funda su praxis pedagógica en una convicción: cree en los suyos, confía en sus capacidades, cree en la comunidad y en cada persona; es decir, confía en que tienen las fuerzas necesarias para crecer y superarse a sí mismos.
Guiado por la pedagogía de confianza, su actitud ante las personas es positiva y enaltecedora. Lo que no quiere decir que no vea las limitaciones de cada uno o los defectos que se dan en la vida del grupo. Cuenta con ello, porque pertenecen a nuestra naturaleza herida por el pecado. Pero también sabe que la gracia sana y perfecciona la naturaleza, que el poder de la oración y de la intercesión de María es una realidad.
El pedagogo de la confianza es paciente, nunca desespera; corrige con sabiduría, pero sobre todo, anima a seguir luchando y a superarse. Junto con movilizar las fuerzas naturales, moviliza las fuerzas sobrenaturales, implorando del Señor y de María en su Santuario las gracias que necesitan las personas y el grupo para crecer y realizar los necesarios procesos de conversión interior. Reza por cada persona que le ha sido confiada y ofrece contribuciones al Capital de Gracias, según la consigna del Señor: «Por ellos me santifico» (Jn 17:19).
Cuando se actúa guiado por esta actitud de confianza, se despierta lo mejor que existe en el alma de los educandos y a la vez se les infunde confianza en sí mismos y ese optimismo que tanto necesitan para crecer y actuar en medio de un mundo muchas veces adverso.
La pedagogía de confianza lleva a compartir tareas y responsabilidades, a confiar en los talentos de las personas, y también a arriesgarse a que las cosas no salgan tan bien como quizás nosotros lo habríamos hecho. Puede ser que objetivamente sea así, pero es a costa de que las personas no crezcan y que no lleguen a asumir vitalmente por sí mismas las tareas de autoformación. De hecho, amamos más lo que más nos ha costado, aquello en lo cual hemos puesto parte de nosotros mismos. Si las tareas que éstos se imponen no han resultado, el educador estará al lado de los suyos para animarlos y para enseñarles a crecer en las dificultades y en medio de los fracasos. Si las cosas resultan, tampoco será parco en el reconocimiento de los logros y en la alabanza.
En nuestro sistema pedagógico no tienen cabida actitudes paternalistas y sobreprotectoras. El buen educador sabe que “echando a perder se aprende”, que la persona se desarrolla y consolida en la medida que asume responsabilidades y actúa por sí misma. Esta actitud, por cierto, exige desprendimiento del yo egoísta en el educador, que pide éxito en su gestión, que quiere que su gente “no destiña” y que por eso les “ayuda” a que salgan bien las cosas.
Las personas crecen con las tareas. Crecen cuando ellas mismas deben realizarlas y asumir la responsabilidad. La misión del educador es estar detrás, apoyar subsidiariamente, pero no adelantarse y hacer las cosas por los otros. A veces un fracaso puede ser más educativo que muchos éxitos.