He seguido con atención la lectura de las cifras del censo 2012 y el acento que ha colocado parte de la prensa en lo de un «menor número de católicos». Hay que decir aquí que, en números absolutos, éstos han aumentado en más de un millón en este decenio, lo que no es poco para un país que aún no alcanza los 17 millones. Es cierto que, en proporción, bajaron algo más de 2%.
La verdad sea dicha, todos esperábamos una caída mucho mayor. Analistas serios auguraban una caída de hasta un 10%; que los católicos serían «con suerte» algo más de un 60% de la población. Y no nos hubiese asombrado. En estos dos lustros la Iglesia católica dio razones suficientes para una decepción grande de los fieles. Pero nada de eso ocurrió.
Aunque, insisto, hubiese sido comprensible. La Iglesia católica sufrió fuertes golpes que se los infringieron algunos de sus miembros. De quienes se esperaba seguridad, confianza, acogida y respeto vinieron iniquidad, soberbia, atropello. Los abusos cometidos por sacerdotes golpearon fuertemente la conciencia religiosa de miles de personas, lo que los llevó, comprensiblemente, a poner en duda su pertenencia a la Iglesia. Pero las mismas cifras hablan de que la gente sabe distinguir entre su fe, la institución y las personas que la componen y guían; de que todos somos parte de ella, pecadores finalmente.
Este censo se realizó en el tiempo de quizá mayor impacto negativo, en que la sociedad chilena ha tenido conocimiento de prácticas inaceptables de miembros de la Iglesia. Durante estos años, la población fue muy bien informada sobre cada uno de los casos de abusos de sacerdotes, casi diariamente y con todo tipo de detalles. Hay que alegrarse de la mayor exigencia de transparencia a todas las instituciones y del gran bien que realiza la prensa en este punto. Gracias a la denuncia, se han combatido con eficacia y coraje estos atropellos. Hoy los fieles son más ilustrados, exigentes y conscientes. Por lo mismo, más maduros y responsables de su fe. Podemos decir que tanto el 67,2% de católicos como todos los que confesaron su credo o no, lo hicieron con un grado de conciencia mayor que hasta hace unos lustros. Si hay un ítem respondido en este censo muy a conciencia y que revela con certeza lo que los chilenos son, es el de la confesión religiosa.
Por lo mismo, lo que sorprende no es la «disminución de católicos» sino la «baja disminución». Pero no se trate de triunfalismos ni de sacar cuentas alegres. Cada católico, cada cristiano que da vuelta la espalda a su fe, es un dolor para la Iglesia y lo debe ser para cada uno de sus integrantes. Aunque sea uno, es importante y sujeto de preocupación. Son personas, no fríos números. Es alguien colega, hermano, amigo-, que se va herido, decepcionado o peor, indiferente.
Es una responsabilidad el que Chile sea mayoritariamente cristiano. Que sobre el 85% de sus habitantes se confiesen cristianos es tarea y misión; es desafío a testimoniar con la vida aquello que confesamos con la boca. Ser cristiano implica llevar una vida recta, honrada, fiel, creíble y consecuente; cercana a los pobres, ancianos, enfermos y encarcelados.
Ahora bien, no es un asunto sólo de cifras. Se trata ahora de dar consistencia y valor a lo que se cree; crecer en responsabilidad, en calidad de la fe. Ella no es una chapita pegada en la solapa ni una cruz colgada al pecho. Menos una simple respuesta a un cuestionario, por importante que sea. Es coherencia, imagen de esperanza y caridad.
Hay que poner atención a los alejados, a quienes se sienten heridos, poco considerados. Como dijo el Papa Francisco antes de asumir su pontificado «es hora de ir a las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las de toda miseria». Es hora de ponerse al servicio de quienes sufren para anunciarles, con renovado entusiasmo, la buena noticia de Jesucristo.