«Amour» fue la película ganadora del Oscar al mejor filme extranjero. Es la historia de dos profesores jubilados, Anne y George, cuya placentera pero solitaria vida se ve drásticamente interrumpida por un accidente cerebro vascular que sufre Anne. El precario equilibrio de sus existencias – confortable, en un amplio y cómodo departamento en el centro de Paris se quiebra. Desde ese momento, sus alicaídas fuerzas se deben destinar a esfuerzos denodados por «sobrevivir» al cuidado de Anne. George muestra un cariño dormido por la costumbre de la vida en común. Toda la película resume una búsqueda de afecto perdido en el tiempo, la nostalgia por un amor solo regalado a gotas, el que ahora surge a borbotones sorpresivos y artificiales. George «descubre» y se confronta a la fragilidad humana y de paso, debe reinventarse para amar con nuevo amor a Anne. El final, trágico y deprimente, no es más que el resultado de una vida llevada con distancias, pensando en que ésta no conocerá tropiezos ni menos declive.
Pensé en la película al ver la gran cantidad de personas que viven solas en Chile. Quizá no es tan alta. De hecho, muchos viven en parejas, pero igualmente declaran «soledad», aunque están acompañados ¿Un signo de la modernidad en la que nos adentramos? Puede ser. Pero una mala modernidad. Lo propio humano es vivir con el otro y para el otro. Hacer sociedad, familia, supone esfuerzo, dedicación, deberes, generosidad, entrega y abnegación.
Temo por la vejez de los chilenos. Quizá los medios para mantener a la gente mayor aumenten, pero lo esencial, vale decir, cariño, dedicación, escaseen cada vez más. Nada más terrible que una vejez solo. Y hay algo más que extrañé en «Amour» y que el magistral director Michael Haneke dejó conscientemente fuera: la referencia a un más allá, la trascendencia a que apunta la vida humana, el vacío en que se puede caer cuando Dios desaparece del horizonte existencial. Genial muestra de la soledad humana en todo su esplendor. Debe ser terrible terminar la vida sin contemplar un más allá, el que finalmente se encuentra «más acá» de lo que pensamos, más cerca de nuestro mundo finito y frágil. Quien vive de cara a la eternidad vive mejor. Quien se deja acompañar por el Dios escondido y presente aquí, vive más feliz. Como dice el papa emérito Benedicto XVI: «La vejez es el momento de la verdad, aquel en que lo contingente deja traslucir lo absoluto, porque quien cree y espera sabe estar más cercano a Dios, más familiar con Él. La línea de paso a la vida definitiva se hace cada vez más transparente». Al revés de «Amour», quien está con Dios, nunca está solo.