Domingo de Resurrección de 1952. En Paso Hondo, Patagonia Argentina.

Plática del Padre José Kentenich.

Mis queridos amigos:

No sé si alguna vez han tomado conciencia de cuánta melancolía y nostalgia resuena en la melodía de sus cantos. Ellos me recuerdan todas las melodías y cantos que escuché en el tiempo del campo de concentración de Dachau, de labios de los prisioneros, sobre todo de los rusos. Es evidente que ahí resuena algo de la ilimitada estepa rusa que predispone al alma rusa, en forma tan extraordinariamente profunda, hacia lo infinito, hacia la nostalgia.

¿Por qué presento este pensamiento al comienzo de la plática de Pascua? Puede ser que, en el correr del año, hayamos vivido en forma superficial, que hayamos adoptado las formas y el color del medio que nos rodeaba y que nos hayamos orientado fuertemente hacia el más acá. Así como el buey y el burro inclinan la cabeza hacia abajo, hacia el pesebre, así nosotros notamos, de tiempo en tiempo, que, sin embargo, en nuestras almas se esconde algo más grande. Allí todo impulsa hacia lo infinito. Creo que una nostalgia de este tipo irrumpe, sobre todo, en los días de nuestras grandes fiestas. En una ocasión, alguien ha dicho que las festividades católicas son ilimitadamente profundas, tan profundas que las podría vadear un elefante, pero, por otro lado, de tan poca profundidad que allí se podría bañar un gorrión.

Recordemos cuántas veces ya hemos celebrado la Pascua. ¿No nos ha dejado cada vez algo nuevo, algo profundo? ¿Nos podemos comparar con un elefante, que siempre busca lo profundo, o con un gorrión, que muy pronto se halla satisfecho con un poco de agua? Si el elefante quiere atravesar por el agua, tiene que ser un vado profundo. ¿Ha sido siempre Pascua, para nosotros, un vado profundo? Al ver extenderse aquí, delante de mí, las ilimitadas extensiones de campo (la pampa) creo que lo que la estepa rusa le ha dicho a nuestros abuelos, es lo que nos quiere cantar en el interior de nuestras almas la tierra de este país. Es la nostalgia por el infinito, es una nostalgia ilimitada, adormecida en el fondo del alma y que aflora de tanto en tanto. Para la fiesta de Pascua, los santos nos dicen -al sentirse impulsados a mirar más profundamente-: ¡cómo me repugna la tierra al contemplar el Cielo! Yo no pienso únicamente en la generación mayor sino también en nuestra generación joven. ¿No nos asalta, de vez en cuando, en horas silenciosas, un sentimiento similar? Puede ser que, económicamente, estemos bien y tengamos el futuro asegurado. Nuestra casa está asegurada. Como esposo y esposa, podemos hacer frente al futuro, tomados de la mano. Claro que tenemos preocupaciones, y sin una medida equilibrada de preocupaciones, a la larga, un hombre no puede mantenerse sano. Así como se ha de salar la carne para que se mantenga en buen estado, así también nosotros hemos de ser «salados» con preocupaciones. ¿No irrumpe y aflora en nuestros adolescentes, de vez en cuando, la nostalgia por el más allá?

Aún cuando yo quisiera gozar de todo lo hermoso que hay en el mundo, hay tiempos en que todo me repugna. Conocemos la expresión que solía utilizar San Luis: «Vanitas vanitatum et omnia vanitas» («Vanidad de vanidades y todo vanidad», Ecl 1,2; 12,8). Ahora no tienen que malinterpretarme; no es que no tengamos que movernos para adelantar económicamente. Esto no debe significar que los católicos deban ser un pueblo pobre. No, adelantar económicamente, debe ser para nosotros un motivo de orgullo. Pero esto no impide que comprendamos las palabras que marcaron la vida de San Luis: «¿De qué me sirve todo esto para la eternidad?» Queremos vivir de tal modo que también en el panorama de nuestra vida demos cabida a la idea de la entrada a la eternidad, de tal modo que pensemos con gusto en la muerte y nos alegremos de poder volver a vernos en la eternidad.

Precisamente recién, en la primera prédica, tomé como objeto de la misma, las palabras: «Creo en la resurrección de la carne». Nosotros creemos que nos podremos volver a ver transfigurados, en la eternidad, tal como somos. El misterio de la fiesta es ilimitadamente profundo. Se pueden destacar constantemente puntos de vista y escuchar constantemente que existe una respuesta a las necesidades más profundas.

Creo que ahora debería destacar otro aspecto de la fiesta de Pascua. Los teólogos, al señalarnos el cuerpo transfigurado del Salvador, nos dicen: así como el Salvador aparece transfigurado ante nosotros, así también nosotros nos veremos alguna vez, transfigurados, en el Cielo, pero no solamente en el alma sino también en el cuerpo. Las cualidades que posee el cuerpo transfigurado del Salvador, se volverán, aquí en la tierra, cualidades de nuestra alma, en parte ya transfigurada. Por un momento queremos contemplar el fondo de nuestra alma, abandonando todo lo superficial. En general, parece como si nosotros no fuésemos religiosos y sin embargo, lo somos mucho más de lo que nosotros mismos nos imaginamos.

Vamos a examinar por un momento cuáles deben ser las cualidades de mi alma. ¿No participo ya un poco en la vida transfigurada del Salvador? ¿No está transfigurada mi alma, ya ahora? Ahora tenemos que observar el cuerpo transfigurado del Salvador, traer a la memoria sus cualidades.

La primera cualidad es la agilidad. Entonces nos preguntamos: ¿Qué significa esta cualidad del cuerpo transfigurado del Salvador? Ella indica las cualidades de mi alma. Ahora oímos: «Pero el Señor había desaparecido de su vista» (Lc 24,31). El cuerpo transfigurado del Salvador ha participado de las cualidades de su alma.

¿Qué sucede en nuestro caso? Por ejemplo, estoy vinculado a una chica. Estoy comprometido. Ahora, cuando pienso en ella, estoy junto a ella con mis pensamientos, con mi corazón, pero el cuerpo permanece siempre aquí. En el caso del Salvador era distinto. Cuando el Salvador, transfigurado, pensaba en algo, el cuerpo se dirigía inmediatamente hacia ese lugar. Es decir, cuando yo esté transfigurado, en el cielo, con mi alma transfigurada, estaré siempre junto al objeto amado. Ustedes no deben creer que allá arriba termina la relación. No, mi esposo seguirá siéndolo por toda la eternidad. Entonces el cuerpo no estará más sometido a la ley de la gravedad, aunque sea muy corpulento… El peso del cuerpo desaparecerá. Así de ágil debería llegara ser mi alma frente a lo divino.

Por eso, ¿poseo aún sensibilidad para lo religioso? ¿O soy tan pesado que no me llega nada de lo religioso, nada de lo que sea moralmente elevado? ¿Poseo únicamente sentido para los caballos, para el campo o para las chicas, para lo puramente exterior, para lo que tiene en cuenta únicamente lo sensitivo? Si yo soy un manojo de afectos exteriores, no puedo decir que soy un cristiano auténtico. Si soy un cristiano auténtico, mi alma tiene que ser ágil. Por eso me pregunto seriamente: ¿me gusta escuchar una prédica? ¿Leo con agrado algo en el boletín dominical? ¿Leo únicamente en él las novelas o leo también otras cosas? ¿Qué leo? ¿Qué escucho? ¿Soy capaz de rezar a Dios de vez en cuando en forma personal o simplemente le repito algo de lo que aparece en los libros? Yo tengo que ser ágil.

Dejen que la vida de la Madre de Dios o la vida de San José ejerza su influencia sobre ustedes. «El ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ¡José, tienes que ir a Egipto con tu esposa!» (Mt 2,13). Ahí no había vuelta que dar. Inmediatamente, se puso de pie y marchó a Egipto. Cuando Dios exige algo de mí a través de las circunstancias, ¿soy espiritualmente siempre ágil, abierto para el deseo de Dios o soy terco y pesado como un caballo?.

 

Contemplemos por segunda vez, la vida del Salvador y veamos cuál es la segunda cualidad de su cuerpo transfigurado. Con él podía atravesar puertas y ventanas cerradas.

El podía traspasar las paredes. Nosotros no podemos hacer esto. El Salvador podía estar, de repente, aquí o allá. Podía atravesar las paredes. La doctrina cristiana dice: las cualidades del cuerpo transfigurado del Salvador deben ser las cualidades de mi alma transfigurada, ya aquí en la tierra. Yo también debo estar, con mi alma, junto a Dios. Esto no es únicamente válido para los religiosos y los sacerdotes; no, esto es también valido para mí.

¿Qué es lo que debemos traspasar? Con la luz de la fe debemos traspasar el poderoso y ancho muro de lo terreno y ver al buen Padre Dios detrás de todo. Tenemos que transformarnos en hijos de la Providencia. No puedo imaginarme otra cosa que ustedes, aquí, dependan, de un modo especial, de la Providencia paternal.

En parte, conozco a nuestros viejos de Suabia. La sustancia de la fe católica es la fe en la Providencia. A mí me gusta mucho pensar en algo que escuché una vez en Suiza. Un terrible granizo había destruido, de una sola vez, una cosecha muy valiosa. Un pobre campesino se hallaba delante de la puerta de su casa y contemplaba el desastre. Pasó un turista, un forastero -tiene que haber sido de Berlín-, y lo quiso consolar. La respuesta sencilla del campesino, fue: «¡Bah! Esto es cosa del buen Dios. El está detrás de todo.»

Es decir, no ser ágil únicamente para algo de tipo religioso sino ser capaces de traspasar todos los acontecimientos con los ojos de la fe. Al observar sus ojos, creo que lo que les dije al comienzo fue acertado: deben albergar mucha nostalgia. Por eso creo que debería decir también, con la misma seriedad: debemos traspasar aún más los muros de la vida y ver detrás de ellos a Dios. Es la voluntad de Dios, por eso, cállate. ¡Nada sucede por casualidad, todo proviene del amor de Dios! Sí, Padre, sí, hágase siempre tu voluntad, sea que me traiga alegría, dolor o pena. Esta es la actitud correcta ¿Poseemos una actitud así? Nuestros mayores, seguramente sí. ¿La posee también nuestra juventud? Generalmente se dice: como cantaron los viejos, trinan los jóvenes. ¿Ya pueden trinar nuestros jóvenes? Primero solos, luego en coro, hasta que vuelva a resonar el canto de la Providencia de Dios: nada sucede por casualidad, todo proviene de la bondad de Dios.

 

¿Puede predicarnos la fiesta de Pascua? La fiesta de Pascua nos recuerda que nosotros somos hombres pascuales, que ya ahora tenemos una parte del alma transfigurada. Se dice tan hermosamente de la Madre de Dios: «Ella conservaba todas esas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51) ¿No deberíamos guardar también nosotros estas palabras en el corazón? ¿No deberíamos, también nosotros, aprender a hablar con Dios? ¿Aunque trabaje afuera? No tengo mucho tiempo para leer, no tengo mucho tiempo para rezar, pero estoy en medio de la naturaleza, ¡dependo tanto de Dios! Nadie depende tanto de El como el hombre del campo.

¿No creen ustedes que cuando les falta la lluvia deberían decirle al Señor que se las envíe? Ustedes deberían hacer siempre esto, con la misma sencillez, pero no mendigarle a Dios únicamente el pan y el buen tiempo, o sólo cosas terrenales -podemos y tenemos que hacerlo-, pero también queremos pedirle que personalmente nos mantengamos moralmente íntegros, que honremos los mandamientos de Dios y que salvemos todo lo que nuestros abuelos nos trajeron de la antigua patria. Es decir, ¿somos ya, en parte, hombres pascuales? ¿No tenemos que serlo más aún?

 

Ahora, la tercera cualidad del cuerpo transfigurado del Salvador. Contemplemos una vez más la vida del Salvador. Ahora no necesita sufrir más. ¡Qué júbilo revelan los antiguos cantos!: «Madre de Dios, tus sufrimientos han terminado». La alegría espiritual debe vivir continuamente también en mi alma. El hombre pascual es el hombre de la alegría, de la alegría interior. ¿Conocemos esa alegría interior? Esta es, realmente, una pregunta. ¿Cuándo han sido ustedes interiormente más felices? ¿Cuándo han descansado en la alegría? Esto ya lo habrán experimentado alguna vez.

Pero nosotros sabemos que las alegrías más profundas son de otro tipo: son las alegrías espirituales. Es la alegría de saber que Dios nos quiere y que tiene en sus manos las riendas de nuestra vida, la alegría de una joven auténtica, que se ha mantenido pura, la alegría de poder hacer algo bueno con total desinterés, sin esperar nada en recompensa. ¿Poseemos esa alegría en la posesión de bienes espirituales?            ¡Qué hermoso es recorrer las casas del pueblo y ver qué sencilla es la construcción, pero a la vez tan limpias, que se podría comer en el suelo!

¿Qué significa ser un hombre pascual? Pienso que, en parte, aquí nos encontramos con ese hombre pascual. Nos alegramos por ello, pero también debemos preocuparnos para que siga siendo así. Tengo que llamarles la atención sobre el hecho de que, si bien la Madre de Dios fue la «Mater dolorosa», fue siempre también la «Mater gloriosa». De los quince misterios del rosario, solamente cinco nos hablan de sus sufrimientos y los otros diez nos cantan sus alegrías. Ella ha cantado su «Magnificat» (Lc 1,46-58) en medio de su sufrimiento porque siempre estuvo conforme con la voluntad de Dios. Quien se apoya en la voluntad de Dios, está siempre alegre, porque Dios es la causa de su alegría.

 

La cuarta cualidad del cuerpo transfigurado del Señor: el Salvador ya no morirá jamás ni padecerá sufrimiento alguno. Esta es la cuarta grandeza que nosotros quisiéramos conquistar con tantas ansias: participar en algo de la inmortalidad, de la gracia de la perseverancia. Nosotros, al hacernos hombres pascuales, al habernos consagrado al Señor y al participar de su vida, podemos esperar recibir la gracia de la perseverancia, la gracia de no cometer más ningún pecado grave y si tuviéramos un accidente, al menos poder morir en estado de gracia.

¿Y quién nos ha de mediar todo esto? La Madre de Dios. ¡Con cuánto temor han mirado hacia el futuro nuestros padres y abuelos! ¿Qué sucederá? Ellos pueden decir que han dominado la vida, que han sido heridos, pero se han levantado nuevamente. Podemos suponer que Dios nos quiere, que El nos llama a su seno. Pero, ¿y los grandes peligros a los que están expuestos nuestros hijos?

 

Este es el sentido de la pequeña celebración que realizamos por la tarde: queremos pedirle a la Madre de Dios que, si no podemos ayudar más a nuestros hijos, Ella tome las riendas en sus manos. Ella debe velar para que nosotros, no sólo creamos firmemente en la resurrección de la carne, sino que, desde ya, nos convirtamos en hombres pascuales, en personas abiertas para todo lo bueno, que veamos detrás de todo, el deseo y la voluntad de Dios, que siempre vivamos en alegría espiritual y recibamos la gracia de la perseverancia. Luego se enterarán qué significa: «¡Servus Mariae nunquam peribit!» Un siervo de María nunca se perderá.

Por eso, pienso que hablo haciéndome eco del sentir de los padres, si digo que la sencilla ceremonia tiene que ser una profunda incisión en nuestra vida. Nosotros descargamos sobre la Madre de Dios una gran parte de la responsabilidad que tenemos como padres, y velamos para que nuestros hijos se consagren a la Madre y Reina tres veces Admirable de Schönstatt. Nosotros hemos hecho lo que estaba de nuestra parte, entonces podemos cerrar tranquilamente los ojos en la hora de la muerte y confiar en que volveremos a ver a nuestros hijos en la eternidad. Este debe ser el sentido de la fiesta de Pascua, del Aleluia que hoy hemos cantado. Me alegro por lo que me han dicho: La Madre de Dios celebra su entrada triunfal y, desde ahora, Ella velará para que nosotros nos mantengamos auténticamente católicos.