Casi sin advertirlo intentamos fijarle la ruta a Dios. Sacamos nuestras propias conclusiones desde nuestra lógica y conveniencia. Rezamos pidiendo no porque se haga realmente la voluntad de Dios, sino para que se realice lo que nosotros consideramos correcto y bueno. Así no dejamos a Dios ser Dios, soberano y libre; de esta manera nos cuesta dejarnos sorprender por su amor inesperado. Los verdaderos ejercicios espirituales son aquellos que nos ayudan a entrenar los músculos del alma, para que su elasticidad nos permitan descubrir al Espíritu Santo siempre sorprendiendo, apareciendo por los lugares donde menos lo esperamos y en las personas que nos asombran por su sabiduría escondida y misteriosa.
La elección de un nuevo Papa despierta esperanzas, abre nuevos horizontes, responde nuevas preguntas, acoge nuevas sensibilidades. Un nuevo Papa trae consigo su historia, su tierra, las palabras que iluminaron su vocación, las vivencias que lo hicieron madurar y la espiritualidad que le regaló una luz en el camino. Un nuevo Papa aporta sus certezas y experiencias religiosas. Seguramente dos santos han marcado la vida del actual Papa: San Ignacio y San Francisco, dos hombres de Dios que se complementan maravillosamente: uno trae la sencillez y cercanía cordial de Jesús, el otro nos introduce en las claridades del discernimiento de la voluntad de Dios.
Con San Francisco recibimos autenticidad, alegría de ser otro Cristo, pobreza evangélica necesaria en este mundo excesivamente materialista, «yo necesito muy poco y, ese poco, muy poco». La Iglesia vuelve a ser más pura, sin pompa y sin buscar el alago de los poderosos; la Iglesia vuelve a ser Madre que ama incondicionalmente, que cree en el Dios «que perdona siempre» y, sobre todo, que vuelve a entregarle al Espíritu Santo el timón de la barca de Pedro. Cuando el Papa le lava los pies a una mujer musulmana o besa a un discapacitado o simplemente camina con la gente, la saluda con cariño, entonces surge nuevamente el carisma franciscano en toda su originalidad encantadora.
Con San Ignacio se lanza a conquistar esas «periferias», magistralmente expuestas en la breve alocución a los Cardenales, un bello programa para su pontificado, donde sólo bastan pocas palabras: «ir hacia las periferias, no sólo las geográficas, sino también las existenciales; las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria». Aquí brilla el carisma de San Ignacio en toda su plenitud.
Cuando la Iglesia navega por aguas turbulentas en medio de grandes tempestades, lo mejor es dejarse guiar por brújulas seguras: ellas son los grandes Santos, aquellas vidrieras de la Iglesia por donde entra la luz de Cristo, aquella música que nos recuerda a Jesús. De la mano de San Francisco y de San Ignacio volvemos a navegar por mares que nos llevan a puertos seguros.
«Qué manera tan franciscana por lo sencilla y tan ignaciana por su lucidez de señalar un nuevo estilo eclesial. Porque si lo que deseas es que se nos reconozca por la fraternidad, el amor y la confianza, empiezan a sobrar y a estorbar (hace tiempo que a bastantes ya nos estaban sobrando y estorbando…) tantas conductas, prácticas y costumbres en las que se han ido confundiendo la dignidad con la magnificencia y lo solemne con lo suntuoso. Resulta una sorpresa balsámica sentir que ahora te tenemos como cómplice en el deseo de ir cambiando esas usanzas e inercias que nadie se decidía a declarar obsoletas y ante cuya incongruencia habían dejado de dispararse las alarmas. No son cuestiones irrelevantes, son indicadores que revelan una preocupante atrofia de los sensores que tendrían que haber puesto alerta, hace mucho, de que estaban en contradicción con los usos de Jesús. Así que bienvenida sea esa tarea que emprendes de volver a la frescura del Evangelio y a la radicalidad de sus palabras: ya nos estamos dando cuenta de que, en lo que toca a los pobres, no vas a darnos tregua.» (Dolores Aleixandre RSCJ+)
Se exige a la Iglesia reformas, pero inconscientemente se esperan aquellas reformas que a mí me convienen o yo creo que son las adecuadas para este tiempo. Sin embargo, al igual que en la vida de Jesús, muchos querían un líder político liberador del yugo romano o un hermano predicando paz y amor o un gran maestro espiritual. Las reformas de Cristo fueron todas ellas, pero de una forma totalmente inesperada, distinta, esencialmente profunda. Ahora no se trata de mis reformas o las reformas anunciadas por los medios de comunicación, se trata de discernir (desde la más honda tradición de San Ignacio) por donde amanece la verdad y soplan los vientos del Espíritu Santo. Ésta será la auténtica reforma del Papa Francisco.