Cuentan que a San Francisco de Sales, a quien en vida consideraban ya un santo, la gente le decía: «Rece por mí, que usted está más cerca de Dios». A lo que él contestaba: «No. Rece usted por mí, que soy capaz de lo peor». La verdad, en el mundo de las virtudes, nadie está libre de caer bajo. Y, a veces, muy bajo. El verdadero cultivo de la virtud lleva a un mayor realismo y humildad. Este gran santo conocía la naturaleza humana y se conocía a sí mismo; sabía bien que en cosa de segundos podemos tomar decisiones erradas que nos cuesten la carrera, el prestigio y la vida. Por ello cultivar un sano realismo, ser conciente de las propias limitaciones y dejarse «chequear» cada cierto tiempo por alguien externo, un amigo o colega, es un signo de prudencia y sensatez, no de debilidad o flaqueza. El ejercicio sencillo de preguntar si lo que estoy haciendo va por el buen camino, puede salvar un proyecto de vida. Una buena autocrítica a tiempo, escuchar otra opinión, por incómoda que nos resulte, puede evitarnos muchos problemas. De quien más debemos desconfiar, es de nosotros mismos. Pensaba en esto a raíz de las críticas soberbias de algunos sectores y personas, que se sienten sobre el bien y el mal. Criticar es fácil. Irrita la gente que mira el país, la política, su cultura, con distancia, como si todo fuera cosa de otros y ellos, muy campantes, vinieran de otra galaxia. Hemos construido una sociedad algo más justa, algo más participativa, algo más democrática, no gracias a los que critican «el sistema y los políticos», sino a pesar de ellos. Lo peor de todo es que su desdén le juega una mala pasada a la convivencia nacional. Un ítem es la crítica a la corrupción, que cuando no va acompañada de sugerencias concretas para afrontarla, lo único que logra es mayor corruptela. Qué mejor combustible para la corrupción que críticas al voleo, generalizaciones y miradas despectivas ante el ejercicio de la política. Hemos diseñado un modelo institucional relativamente eficiente, donde los caminos para cambios y modificaciones están al alcance de todos. La ley de transparencia constituye un avance notable, regalando acceso a todos a saber qué se hace con sus impuestos, cómo y en qué se gastan. Constituye, además, un sano freno a las malas prácticas; un «chequeo» externo, necesario para evitar tentaciones que lleven a errores graves. La fiscalización de las instituciones, de las personas en cargos públicos, así como la personal siempre será oportuna y sabia. La naturaleza humana es imprevisible. Los más nobles propósitos se pueden quebrar ante la menor tentación de dinero o poder. No hay que dormirse en los laureles, pensando que virtudes como la honradez, la verdad o el respeto al otro son materias conquistadas. Hoy no existe más corrupción que antes: ahora sabemos más sobre ella, se la localiza mejor y, lo más importante, se la corrige y castiga. Nadie está libre de caer en corruptelas. Las mejores y más nobles intenciones pueden cambiar en un santiamén. Todos conocemos gente que, de haberse dejado aconsejar a tiempo, tanto en el orden profesional como afectivo, su vida sería otra, feliz, realizado. La soledad es mala consejera. La arrogancia lleva a los peores errores. Por lo mismo, entre más compleja una sociedad, tanto más importantes las decisiones colectivas. Buscar buenos consejeros puede ser tanto y más valioso que las más geniales de las ocurrencias.