Isaías 9, 1-6; Tito 2, 11-14; Lucas 2, 1-14; Lucas 2, 41-52
«Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre»
«Me detengo ante este Niño que está despierto y me mira. Me dice que todo es posible si confío. Si yo hago el bien las cosas serán más fáciles. Si renuncio por amor el cielo se llena de estrellas»
La mirada es muy importante. Lo que veo, cómo lo veo, lo que parece que es, lo que de verdad es en su interior. En la película Wicked me llamó la atención ese juego de las apariencias. Quién es una persona. Es fácil que me deje llevar y crea lo que parece ser. Hay una frase que se repetía mucho dicha respecto a Glinda: «¡Qué buena es!». Era el comentario de la gente al ver una acción de ella en apariencia buena. Pero detrás el espectador ve egoísmo o egocentrismo y no se le escapa que no es tan buena la acción. Es lo que suele pasar. Yo miro y veo lo que los demás quieren mostrarme. Y exclamo lo mismo en mi corazón: «¡Qué buena es!». Puede que tenga razón en mi juicio, puede que no. No todas las acciones aparentemente buenas lo son en su complejidad. Y no todo lo malo que veo de los demás es una maldad absoluta. La apariencia me confunde. Pienso en lo buenas que son ciertas personas y puedo confundirme. Nadie es totalmente bueno, inmaculado, santo. Nadie es totalmente malo, culpable o pecador. Aprender a mirar el corazón no es tan sencillo. Llego a un lugar y observo. Veo rostros y no siempre veo corazones. No consigo traspasar la piel de las personas, lo que ellas quieren dejarme ver. No me cuentan su pecado, ni su fragilidad. Simplemente me dejan ver la superficie del agua. El problema de las apariencias es que confunden. En un momento de la película dice una de las protagonistas, Glinda: «No se trata de aptitud, sino de cómo te ven. Así que es muy inteligente ser muy, muy popular, como yo». En el mundo de hoy prima el ser popular. Que te vean en tu mejor estado, con tu mejor cara. Y así los demás apreciarán tu belleza aparente. No importa que no seas tan bella, déjate ver así y lo parecerás. La apariencia, los filtros, la imagen que queremos dar a los demás. Lo malo es que en las distancias cortas las apariencias caen. En la vida en familia, con los más amigos, ahí no hay apariencias que valgan, sólo hay realidad. Lo que soy de verdad en la intimidad del hogar. Ahora en Navidad me encuentro con la humanidad de mi propia familia. Quisiera que mi Navidad fuera perfecta. Abrazos plenos, sonrisas auténticas, palabras sinceras. Luego la realidad y la imaginación difieren. Lo que quería que se diera y lo que al final sucede. Un abismo de distancia que me angustia al ver que no consigo estar a la altura de lo esperado y no logro mirar con la mirada de Dios que ve el corazón de cada uno y lo ama. Y es que yo puedo acoger o rechazar. Puedo hacer sentir en casa a los demás o poner una barrera. Y al fin y al cabo las heridas que todos traen es una herida de amor. Cuando no me aceptaron como soy, cuando me juzgaron por mi apariencia sin conocerme, cuando no encontré un hogar, un nido en el que descansar y ser aceptado en mi pobreza. Ahí comienzan mis heridas. No hay nadie que haga cosas malas que no sea porque va cargando con sus heridas. Cuando me rechazan puedo ocasionar daño en los demás. Normalmente la persona herida hiere. Y mi juicio y mi condena sobre ella agravan su herida. No soy malo en mi totalidad, simplemente sangro por una herida abierta que no me deja en paz. Glinda se pregunta en la película: «¿Las personas nacen malvadas o se les impone la maldad?». Cuando juzgo, cuando me dejo llevar por la apariencia, cuando hablo mal de mi hermano, lo condeno y agredo. Estoy sembrando el mal en su vida, estoy ayudándolo a que el mal se haga fuerte en su corazón. Tal vez la maldad se acaba imponiendo. Entonces pienso en mi responsabilidad. Puedo hacer con mis actitudes, con mis palabras y silencios, que el bien se haga más fuerte en los demás o que sea el mal el que venza. No es tan sencillo. No es fácil acoger a todos sin pensar en la imagen que tengo de ellos. Quiero acercarme en Navidad y abrazar al que me produce rechazo, a aquel que no piensa como yo, al que es distinto. Al que no tiene un lugar en mi corazón. Navidad es dejar que el amor de Dios llegue a través de mí a los demás. Quiero acoger a todos para que nadie sienta ese rechazo. Quiero traer paz para que el que siente odio sea pacificado. No quiero dejarme llevar por la opinión que los demás vierten. La apariencia no siempre es la realidad, es sólo lo que se ve y que no siempre es tan seguro. Quiero tener un corazón abierto que no juzgue, que no condene. Quiero mirar a mi hermano y pensar en mi corazón: «¡Qué bueno es!». Esa mirada mía sobre mi hermano lo puede llegar a cambiar.
Nace el Niño Dios, un niño envuelto en pañales. Es la señal que recibieron los pastores: «En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: – No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: – encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: – Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Los pastores son hombres rudos, trabajadores, que viven en la montaña cuidando los rebaños. Pasan la noche velando en sus cuevas. Esa noche era una noche más, una noche cualquiera. Una noche en la que nada especial iba a pasar. Se equivocaron. Aparecen unos ángeles. Algo extraordinario en medio de la oscuridad de lo cotidiano. Unos ángeles que les anuncian lo imposible. Ha nacido el Salvador. Ya no tienen que vivir con miedo. Todo está cambiando en sus vidas sin que ellos sepan. Algo grande está sucediendo y parece mentira. Un niño ha nacido y le dará la vuelta a todo. A partir de ahora las cosas serán diferentes. ¿Cómo se puede creer en lo imposible? Su vida era la de pastores. ¿Qué podría cambiar? Una luz brilla en la oscuridad: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián. Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: – Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del Señor del universo lo realizará». Una profecía imposible. ¿Por qué se les manifestó a ellos? No lo sé. Sólo creo que Dios tiene predilección por los más débiles, por los más niños, por los que conservan intacta su inocencia. ¿Eran ellos esos niños capaces de creer en lo imposible? Me cuesta creer en los pastores. Pero ellos sí creen en los ángeles que rompen la oscuridad de su noche. Creen en la luz que brilla junto a ellos. Y se ponen en camino. El ángel no le da ninguna otra señal que un niño envuelto en pañales. No les promete otro signo más extraordinario, una voz más fuerte que rompa los silencios. Unos pañales, un niño indefenso, unos padres tal vez cuidando a un recién nacido. ¿Cómo puedo pensar al ver esto que todo está cambiando, que Dios está haciéndolo todo nuevo? ¿Cómo puedo pensar que en la oscuridad de mi vida un niño indefenso y vulnerable está naciendo para cambiarlo todo en mi vida? Me falta la fe de los pastores. Ellos vieron y creyeron. No dudaron. Dejaron a los pies del niño alimentos, lo que tenían, tal vez una manta para calentar al niño. No eran ellos un ejército dispuesto a proteger al niño recién nacido. No podrían ellos protegerlos de una muerte muy probable, indefenso y rodeado de enemigos. ¿Cómo podrían ellos ayudar a mantener la esperanza? ese niño es la expresión del pabilo de una vela, vacilante, frágil, a punto de apagarse merced a los vientos que soplan. Ellos creyeron que ese niño crecería sano y fuerte y lo cambiaría todo por fin. No sabían cómo, no entendían por qué las cosas parecían tan difíciles. Lo humano, lo cotidiano. Pienso en los pañales de mi vida. ¿Qué significa un niño con pañales? Un niño que es totalmente dependiente de su madre, de su padre. Un niño que no puede manejar su vida, no la controla. ¿Cómo podrá Él cambiar el mundo? Si me hubiera dicho Dios: – Verás un ejército poderoso, un rey que vencerá a todos los reyes de este mundo. Si me hubiera mostrado en una imagen grabada en el aire lo que va a hacer ese niño para cambiarlo todo. Si me hubiera enseñado que el camino era el de la victoria en el que los débiles caerían ante el poder de un hijo amado. Pero no, los ángeles sólo me dicen que ha nacido un niño envuelto en pañales. Expresión de su indefensión y vulnerabilidad. ¿Cuáles son mis pañales? ¿Dónde puedo ver con mucha claridad mi fragilidad? Dios me habla de esa forma, en lo más cotidiano de mi vida. me dice que en los pañales de este año está Él naciendo, haciéndose fuerte. Que no tengo que negar mis debilidades, ni las caídas sufridas, ni los fracasos vividos. Que en esa vulnerabilidad mía, en esa impotencia, en esa incapacidad para controlarlo todo está Él naciendo, haciéndose fuerte sin que yo me da cuenta. Está ahí a mi lado abrazando mis pañales, mi debilidad. Ensenándome que no tengo que vivir con miedo, como les dice a los pastores. No temas, me repite, para que confíe, para que sepa que su amor es más fuerte y sus planes superan mi imaginación. Una puerta abierta en la tierra que me muestra el cielo. En mi carne herida y frágil, tocada por el pecado, nace un niño. Un niño indefenso que es rey, que es luz, que es el príncipe de la paz y de las esperanza.
Nace el Salvador en Belén, en una gruta, en un portal. Nace en el único lugar en el que le dan una posada, un espacio en el que nacer: «Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada». Nace donde le dan posada, donde abren la puerta del corazón para que Él entre. Donde su voz resurge en mi interior para llenarme de esperanza. Un niño envuelto en pañales. Unos padres que no saben bien cómo seguirá su camino. Hoy no es un momento para pensar en el futuro, sólo para alegrarme por el presente que Dios me regala. Hoy exclamo yo unido a toda la Iglesia: «Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra: regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad». Me gusta cantar en Navidad y me alegro. Porque ha nacido el Salvador y viene a darle sentido a todo lo que hago. Su presencia hace que la vida sea mejor. Me alegro incluso aunque no tenga motivos reales para alegrarme. Quizás no se han resuelto todos mis problemas. El mundo no es mejor que antes. Tal vez lamento alguna enfermedad o la pérdida de un ser querido. A lo mejor no todo está en un orden perfecto en mi familia. Hay rencores, dolores, heridas, perdones no dados. Hay silencios llenos de dolor. O palabras que se dicen para hacer daño. Puede que no haya luz y brillo como pretendo lograr en el nacimiento que decora mi casa o en ese árbol lleno de estrellas y luces. A lo mejor no soy tan profundo como me gustaría y no hay tanta esperanza como yo quisiera. Quiero que la comida de Navidad sea perfecta. Que mi propia vida lo sea. Y no lo es. No todo encaja. Cuando menos lo espero surge algo que turba mi armonía, mi paz interior. Un problema con el que no contaba. Es Navidad, me digo, tratando de encontrar respuestas y alivio en estos días mágicos llenos de misterio. Me gustaría que todo fuera ideal, y no lo es. Como no lo fue tampoco aquel primer nacimiento. Y ahora de la misma manera nacerá en las circunstancias que vivo. En la realidad política de mi país y de mis países vecinos. En medio de guerras que no acaban. En la familia que tengo, cada uno con sus límites y sus problemas. Nace en esa posada estrecha y pequeña que le doy en mi corazón. En esas paredes que apenas estoy levantando para darle cabida al Señor. Navidad sigue siendo un misterio. No llega cuando estoy preparado, sino cuando estoy como los pastores, velando en la noche sin imaginar siquiera que algo burno pueda suceder. No sospechan nada y algo increíble sucede sin que lo entiendan. Hoy vuelve a ocurrir. Nace Jesús y al nacer quiere que algo cambie en mi interior: «Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras». Nace el Salvador para que mi vida cambie, para que no siga todo igual después de su nacimiento. Para que aumenten mis buenas obras y mi entrega a los demás, para que no dude del amor de Dios en mi vida. Me da miedo que todo siga igual. Tal vez lo mismo les pasaba a los pastores cuando amaneció al día siguiente. ¿Algo habría cambiado realmente? ¿Algo quiero que cambie en mi interior? Lo primero es aprender a agradecer. Por lo malo y por lo bueno. No sólo cuando todo son triunfos. Especialmente cuando las cosas van mal. Siempre podría haber sido todo peor. Y doy gracias porque Dios no se ha ido de mi lado en esos momentos. En un Dios con nosotros, conmigo. Un Dios amigo. Quiero además pedir la paz de este día para mi vida y para toda mi familia. Quiero pensar que puedo ser un pacificador. Alguien que calme los miedos y las ansias de los que me rodean. Que con mi buen carácter y mi sonrisa sea capaz de sembrar alegría en los que me rodean. Puedo dar mucho más de lo que doy. Puedo ser luz en mi hogar. Esperanza en medio de la desesperanza. Puedo calmar las guerras y no iniciar ningún conflicto ni altercado. Aprenderé a dominar mi lengua si dejo que Dios lo haga. Sé que mis silencios son más elocuentes que mis palabras. Mis silencios siembran esperanza y dan alegría cuando son silencios alegres y llenos de amor. Quiero repartir abrazos esta navidad. Porque he escuchado que un abrazo de más de siete segundos es sinónimo de buena salud mental. Aprender a abrazar y dejarme abrazar por mis seres queridos. Que no le tenga miedo a ese amor que se expresa en lo más humano. Esta Navidad quiero estar atento a los que sufren. Buscarlos. Estar con ellos. Calmar sus miedos y sostenerlos en sus debilidades.
Me conmueve ver el santuario a medio construir. Una ventana abierta al cielo y al fondo se ve una torre muy alta y otros edificios visibles desde todas partes. El santuario no se ve, es pequeño, pero tiene hondura. Raíces hondas y auténticas que llegan a lo más hondo de la tierra. El santuario está construido sobre roca, no sobre arena. Con el esfuerzo de muchos, hay tantas piedras enterradas bajo sus cimientos firmes. Es duro construir en esta tierra rocosa. Es necesario excavar en la dura roca o inventar un camino al cielo en medio de una montaña. Fue duro levantar un primer santuario en lo alto de un cerro, allí desde donde los problemas se vuelven problemas, al tocar las nubes. Parecía una misión imposible. Luego resultó una labor ingente construirlo en un pequeño terreno en Obispado, un lugar rodeado de hospitales y viviendas. Sé muy bien que basta con un lugar así de pequeño para que nazca Jesús, una gruta, un pesebre. Basta ese lugar oculto en medio del olvido. En una noche en la que los silencios son interrumpidos por las voces de los ángeles. Y unos pastores escuchan la voz del cielo. Y un Niño nace sin que muchos vengan a adorarlo. Un sencillo Niño envuelto en pañales. Puede ser que las cosas importantes sucedan así, sin que parezca algo importante. Que surjan con mucho esfuerzo oculto y sin que nadie sepa lo que está pasando, sin que el mundo reconozca la presencia de un Dios que viene a salvarme. Sé muy bien cómo llego a estas fechas navideñas. Tengo claras cuáles son mis penas y mis alegrías. Reconozco mis miedos e incertidumbres. Acaricio mis grandes sueños y mis pequeños proyectos. He llorado mis decepciones y cantado con alegría mis triunfos. Sé bien lo que traigo en mis manos vacías, porque no poseo nada de valor, tan sólo un regalo sencillo para el Niño Dios. Tengo algo de ese S. Juan Diego que me impulsa a querer construirle una casita sagrada a María con lo poco que tengo, en medio de una noche de frío, en Navidad. No importa que sea poco lo que llevo conmigo, es todo lo que hay en mi alma. Y seguro que es suficiente. Es mi piedra frágil y rota que será fundamental en la edificación de este santuario vivo que se está levantando. Pienso en los colores y olores de mi Navidad, en los cantos y en las risas, también en los llantos tapados, porque no es noche de llantos, aun cuando el alma a veces llora. Y con todo eso me arrodillo ante un niño envuelto en pañales. Ante ese niño al que quiero abrazar para calmar su llanto, para quitarle el frío, para darle el amor que siento que el mundo lo ha negado. Quiero pedirle que me ayude a ser niño, como él, a confiar en medio de mis noches, a gritar con los ángeles en la montaña, a abrazarme al cielo con furia. Siento nostalgia de lo que ya no es en mi Navidad, de los que un día fueron testigos de mi vida y ya no están. Abrazo también nostálgico a ese mismo yo que ha dejado pasar un año por su piel, por su alma. Y agradezco al cielo por lo que hoy tengo en mis entrañas. Soy mejor que ayer, más maduro y al mismo tiempo más pobre, más libre, más niño. Estoy más herido o más sanado. Soy más del cielo o más de la tierra. Ha llovido más en la tierra que tengo dentro. Se han hecho más sólidos los pilares del alma. He navegado más mares. Y he permanecido en la orilla quieto, callado, esperando. Soy más paciente o al menos he ejercitado más esa virtud esquiva. He sonreído más, con más hondura. Me he sentido más pleno y más vacío casi al mismo tiempo. Menos esclavo quizás, algo más humano. He tocado la misericordia en manos humanas y he acariciado un perdón que era inmerecido. He recibido un amor sin condiciones amando yo tan poco. He dejado volar mi canto a las nubes desde ramas frágiles. He llorado y he reído. Me detengo ante este Niño que duerme o está despierto y me mira. Me dice que todo es posible si confío. Que si yo hago el bien las cosas serán más fáciles. Que si renuncio por amor el cielo se llenará de estrellas. Que si dejo de compararme seré más feliz y mi vida será más ligera. Que si sueño cosas grandes e imposibles lograré alcanzar altas cumbres. Que si no pongo mi confianza en mis fuerzas estaré abierto cada día a la fuerza de Dios en mi interior. Su poder se hará fuerte en mi impotencia. Su amor en mi incapacidad para controlar nada. Me siento impotente tan a menudo para lograr que las cosas que me rodean sean mejores. Sí que puedo hacer algo como María esa noche, como José. Puedo seguir caminando un paso más. Confiando un día más. Estando ahí firme y fiel en medio de la noche sin dudar del poder de ese Dios que hace posible lo imposible. Creo en esta noche de Navidad que devuelve la sonrisa a mis labios y me hace creer que todo será mejor si yo mismo me dejo hacer por Dios. Hágase, digo en voz baja, para que sólo Dios me oiga. Hágase, para que la tierra cambie y se llene de luz y de esperanza. Hágase para que el mal sea vencido por el bien de muchos hombres. Hágase para que la paz reine y desaparezca el odio de la faz de la tierra.
Ha comenzado el jubileo de la esperanza. Jubileo es el nombre que se da a un año establecido como tiempo especial para renovarme. En palabras del Papa Francisco: «Que nos ayude también a recuperar la confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación». Un año de júbilo, de alegría, de gozo. El corazón estalla de paz al notar que Dios me mira conmovido. Un año jubilar, de fiesta, son veinticinco años y cada veinticinco años se renueva todo, se condonan todas las deudas, se perdonan todos los pecados y se comienza de nuevo, de cero, como si fuéramos niños inocentes y puros que se entregan a Dios con el corazón en paz. Me gusta esta imagen con la que comienza este año jubilar, de fiesta. Se abrió la puerta Santa de S. Pedro en el Vaticano como signo de la mayor esperanza. La puerta del perdón en un año de misericordia significa que, al pasar por ella, toco el perdón de Dios en mi alma y recibo la paz y la misericordia como un baño de gracia. Comenta el Papa Francisco: «El momento de un nuevo Jubileo, un tiempo de gracia que nos llama a la reconciliación, a la conversión y a un renovado encuentro con Dios. La Puerta Santa no es solo un umbral físico, sino un símbolo de la invitación divina a cruzar hacia un nuevo comienzo, un camino de esperanza que se abre ante todos». Esta puerta me llama a redescubrir la alegría del encuentro con Jesús. A renovar mi fe, mi amor más hondo a ese Dios que sale a mi encuentro en mi propia carne. Me invita a construir un mundo mejor donde reinen la justicia y la paz. Pasar por la puerta del perdón exige humildad y el deseo de comenzar una nueva vida. Para poder recibir el perdón tengo que estar arrepentido. Necesito ser consciente de mis fragilidades y carencias, de mis heridas que me hacen herir a otros con mi odio, con mi rabia, con mi envidia, con mi codicia, con mi egoísmo. En este año del perdón quiero experimentar la misericordia de Dios en mi vida. A veces me miro y veo mi pobreza. Veo la oscuridad de mi alma y ese pecado que me esclaviza y envenena y pienso que Dios también lo ve y se escandaliza. ¿Es eso verdad? No, Dios me mira con misericordia. Me mira en mi verdad, sin tapujos, sin máscaras. Ve la belleza escondida debajo de mi fealdad. Ve la luz que brota de mi oscuridad. Ve todo lo que puedo llegar a ser, no sólo lo que soy. Ve la mejor versión de mí escondida bajo los escombros de mis fracasos y mis miedos. En medio de mi fragilidad puedo tomar una decisión, la de perdonarme, la de mirarme bien, la de quererme como me quiere Dios. Leía el otro día sobre cuál es la decisión más importante que puedo tomar: «La decisión de aceptarme como soy: humana, imperfecta. Y la decisión de ser responsable de mi propia felicidad. De perdonarme mis defectos y reivindicar mi inocencia. Puedo tomar la decisión que todos podemos tomar. No puedo cambiar el pasado. Pero puedo salvar una vida: la mía. La que estoy viviendo ahora en este precioso momento»[1]. Es un año para salvar mi vida y volver a comenzar. Vivir en presente soltando el pasado, dejándolo ir. Mis errores y mis caídas. Mis defectos que hacen daño a otros y despiertan el mal. Mi incapacidad de hacer el bien y de amar a todos. Puedo perdonarme y aceptarme para ser una persona nueva en este año que comienza, este año de la misericordia y el perdón. Este año que está llamado a ser un año de esperanza. Somos testigos de la esperanza. Dice el Papa Francisco: «Hay esperanza para cada uno de nosotros. Pero no olviden, hermanas y hermanos, que Dios lo perdona todo, Dios perdona siempre. No lo olviden. Y esa es una manera de entender la esperanza en el Señor». Hay esperanza para todos, para el que la ha perdido, para el que cree que en su vida no puede haber perdón. Soy un peregrino que lleva en una vasija de barro la esperanza. Espero porque Dios me ha mirado con misericordia y no quiere que piense que no hay esperanza en mi vida. El otro día leía: «La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo salga»[2]. Se trata de «un estado del espíritu que nos eleva por encima de lo ya dado, lo ya visto y, sobre todo, lo que no debería ser»[3]. Espero y no desespero, no me hundo. Creo más allá de lo imposible. Camino sobre las aguas, no porque crea que no me voy a hundir nunca, sino porque la mano de Jesús está esperándome para darle sentido a todo lo que haga. Caminar y hundirme. Soñar y realizar mis sueños. Fracasar y volver a levantarme. La esperanza es ese rostro lleno de bondad y misericordia que me espera en medio de mi camino dispuesto a sostenerme. No todo saldrá bien, como yo espero, pero todo, en un plan misterioso de amor, tendrá un sentido.
Celebramos este domingo el día de la Sagrada Familia. José, María y el Niño Dios que nace para quedarse conmigo lo hace dentro de una familia. Nazaret es expresión de la vida sagrada de la familia. El silencio de esos años en los que poco sabemos de la vida de José, de María, de Jesús. Jesús nació en el seno de una familia para dignificarla y para decirme que tengo yo que santificar mi propia familia. Jesús se queda conmigo, en mi casa, en mi hogar, para nacer y darme vida. Por eso me gusta tanto esa frase que se repite siempre en las posadas: Me quedo contigo. El Niño Dios se queda conmigo, no se va. No me va a abandonar nunca. Justo el evangelio de hoy me habla de un momento en la vida de esta familia de Nazaret: «Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: – Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados. Él les contestó: – ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres». Un momento de miedos e incertidumbres. Un niño que crece y asombra. El misterio se hace más grande. Hablaba palabras sabias. Palabras llenas de vida con hombres sabios. Y María guardaba todo esto en su corazón sin comprender. Él debía estar en las cosas de su Padre. ¡Qué difícil para ellos como padres aceptar esa realidad tan confusa! El hijo crecía y estaba sujeto a ellos. Hasta que un día salga y comience su vida pública. Lo que sucedió en esos años secretos y ocultos de Nazaret será siempre un misterio. No necesito saberlo, pero me lo imagino. Imagino a una madre como María, pendiente de enseñar a su hijo y cuidarlo. Ese padre, José, que tendría que enseñarle a su hijo a rezar siendo Él mismo Dios y transmitirle su oficio, lo que él sabía hacer. Unos padres que se quedan confusos cuando el misterio es demasiado grande para ellos. La fiesta de hoy es una ocasión para agradecer a Dios por la familia que me ha regalado. Tener una familia, un nido en el que echar raíces, es un regalo de Dios. El drama del hombre de hoy es su falta de hogar. No tiene raíces, no tiene dónde volver. Por eso es un regalo tener con quién celebrar Navidad o vivir cada día de mi vida. Aun así lo que deseo de mi familia y lo que luego es no siempre coinciden. Veo las carencias y los límites. Las tensiones y las dificultades. Y pienso en qué contribuyo yo para que mi familia sea mejor, más feliz, más plena. Pienso de qué forma entorpezco con mis actitudes su crecimiento. Lo que no suma acaba restando. Si yo en casa soy oscuridad mientras brillo estando fuera, los más cercanos se perderán lo que puedo aportarles. Si no hablo, callo y no cuento qué me está pasando. Si no traigo alegría sino tristeza y críticas. Si sólo estoy en casa para comer y dormir sin aportar nada mejor. En esos momentos estaré restando algo a la vida familiar. Lo que yo soy es lo que necesita mi familia. Que regale el don que tengo escondido en mi interior. Fuera todos dicen lo simpático y alegre que soy. En casa sólo ven mi cara triste y mis enojos. Algo está fallando. Quisiera ser el mismo en casa que fuera. Quisiera dar en mi hogar mi mejor versión. Que no me cueste nada estar con los míos en una comida, en un rato de descanso. Perder el tiempo con ellos. Juegos de mesa, películas, comidas. Que no priorice siempre el trabajo o los amigos antes que mis familiares. Que no huya de casa buscando lugares en los que me sienta valorado. ¿Cómo me siento cuando llego a casa? ¿Qué espero de mis padres, de mis hermanos, de mis familiares? ¿Cuál es mi aporte cuando estoy con los míos? ¿Qué necesitan de mí? Creo que la familia es el gran desafío en este mundo tan individualista. Es el valor por excelencia. Esos vínculos profundos que no pasarán. Al final siempre van a estar ellos. La sangre une, pero tiene que existir un amor tierno y cálido entre nosotros. Que nos guste pasar el tiempo juntos. Que nos alegre la vida estar unidos en todo lo que hacemos. Las dificultades no las expongo fuera de casa. No hablo mal de los míos con nadie. No critico, no juzgo sus actitudes. Acojo, perdono, acepto. Regalo sonrisas en lugar de quejas y críticas. Si siempre hay algo mal que yo tengo que juzgar quizás tengo que mirar en mi corazón y preguntarme por la razón que me lleva al desánimo. Mi familia es sagrada y quiero yo hacer que lo siga siendo.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] Byung-Chul Han, La tonalidad del pensamiento
[3] Byung-Chul Han, La tonalidad del pensamiento