10. La gracia del cobijamiento o arraigo espiritual
P. Rafael Fernández
La gracia del cobijamiento o arraigo espiritual.
Todos los que acudan acá para orar deben experimentar la gloria de María y confesar: ¡qué bien estamos aquí! ¡Establezcamos aquí nuestra tienda! ¡Este es nuestro rincón predilecto! (Primera Acta de Fundación, Documentos de Schoenstatt, n. 7)
Por esta gracia, la Madre y Reina Tres Veces Admirable de Schoenstatt quiere sanar una honda llaga del hombre de nuestro tiempo: el múltiple desarraigo o descobijamiento en que éste vive. Un hombre sin hogar, sin familia, pieza de una máquina económica, política o de la propaganda, que desconoce el arraigo en un tú humano y en el tú divino. Este hombre es acogido en el corazón de María. En ese corazón es amado y puede echar raíces, entregar toda su miseria y debilidad y sentir su dignidad como hijo de Dios, especialmente amado por Él. En el santuario, María nos concede la gracia de un encuentro profundo con ella y, a través suyo nos encontramos con el corazón de Cristo. Y en el corazón de Cristo nos encontramos con nuestros hermanos y con Dios Padre.
Ella nos comunica la seguridad de la fe, la certeza de la confianza en Dios, el sabernos de verdad miembros de Cristo, revestidos de su nobleza y partícipes de su misión; de ser hijos de la Divina Providencia, del Padre que nos ama con infinito amor de misericordia y que nos hace cooperadores suyos en Cristo Jesús. María nos regala el sabernos, como ella, templos del Espíritu Santo y miembros de una familia de hermanos en Schoenstatt y en la Iglesia. Ella nos regala el terruño de Schoenstatt, su santuario, como símbolo y signo sensible de este arraigo y cobijamiento profundo en su corazón y en el corazón de Dios. Por eso podemos decir con toda verdad que el santuario es nuestro «hogar».
No se trata de que María en el santuario nos dé en primer lugar un cobijamiento sensible. Ella nos regala la gracia de sabernos y experimentarnos profundamente arraigados y anclados en Dios. Lo puramente sensible es de suyo pasajero. En cambio, esta gracia del arraigo y cobijamiento cala en lo más hondo de nuestro ser. Esto no excluye, sin embargo, que a veces ella también nos regale el sentirnos afectivamente cobijados, aunque lo más importante es ese cobijamiento en la profundidad de la fe y la confianza en Dios.
La importancia de este don de María es inmensamente grande. Esta gracia vence la angustia típica de nuestro tiempo, ese nerviosismo e inseguridad existencial en la cual casi constantemente nos movemos, atemorizados por el presente y el futuro, en todos los órdenes de nuestra vida. Con María nos sentimos seguros como «sobre roca»; bajo su manto nada podemos temer. Esa es la convicción que recibimos en el santuario. Por eso su imagen en el santuario lleva la inscripción: “Servus Mariae numquam peribit»: “un siervo de María nunca perecerá».
En otras palabras, en el santuario, María nos regala la gracia de sabernos niños ante Dios. El don por el cual Cristo entregó su sangre. María que es Madre, nos abre el camino a esa infancia de los cielos, sin la cual no tenemos acceso al Reino. Ella la regala a quienes se la piden con fe, en forma extraordinaria. Ella realiza el “milagro” que hace de nosotros, hijos de nuestro tiempo, hombres y mujeres de fe profundamente anclados en el corazón de Dios Padre.