Sofonías 3, 14-18a; Filipenses 4, 4-7; Lucas 3, 10-18

«¿Entonces, qué debemos hacer? Él contestaba: – El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

15 diciembre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«La verdadera alegría es interior. Es la certeza que me da saberme amado. La alegría serena que permite que no viva preocupado ni angustiado. ¿Dónde están las fuentes de mi alegría?»

Me gusta mirar a María con los ojos de Juan Diego. Siento el miedo en el alma al ver la misión inmensa que se yergue ante mis ojos. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo recomponer mi propia vida? ¿Cómo se hace para nacer de nuevo desde las entrañas del mismo cielo? Tiemblo. Me escondo y busco otros caminos por los que Dios no me encuentre. María sale de cualquier lado sin que yo me dé cuenta. Aparece y me dice: «¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en donde se cruzan mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?». Estas palabras siempre me han emocionado. El más pequeño de sus hijos, Juan Diego, un hombre poco importante. ¿Por qué a él? En la vida nunca hay respuestas para los porqués. Generalmente suceden las cosas y Dios las pone ante mí. Yo decido cómo enfrentarlas. Decido cómo mirarlas. Una enfermedad, un dolor, una pérdida. Una alegría inmensa, un triunfo, un logro. Y luego una misión que supera mis fuerzas. Me siento desfallecer. Parece imposible que lo que me pide Dios se pueda hacer. Imposible que lo que me pasa sea realizable. Me cuesta creer en ese poder inmenso de Dios en mi vida. Yo me veo como Juan Diego y pienso que no voy a poder. Y María me recuerda su elección. Me llama a mí no porque sea mejor que otros, simplemente porque Ella quiere. Es su obra, eso me tranquiliza: «Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad». Yo podré poner todas las excusas del mundo, no importa. María me ha llamado a mí a estar ahí, en este momento, donde Ella quiere. Podré huir y esconderme, me encontrará. Podré negarme, eso es cierto, la libertad siempre la tengo. Y todo se llevará a cabo de otra manera. Pero no ya a través de mí, de mi entrega. Está en mi mano hacer lo que me pide o no hacerlo, hablar o callar. Eso siempre puede ser. Me gusta la actitud de Juan Diego. No se siente mejor que nadie, al revés, se ve pequeño, es tan humilde que me conmueve: «Mucho te suplico, Señora mía, Reina, Muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor dispénsame». Así me siento yo con frecuencia. He visto la flaqueza de mi carne, la pobreza de mi espíritu. He comprobado con dolor que no llego tan lejos como podría. Que me faltan el empuje y el valor para hacer lo que parece imposible. Si pudiera conseguirlo. Entonces María le pide algo que sí puede hacer, algo sencillo: «Sube, hijo mío el menor, a la cumbre del cerrillo, a donde me viste y te di órdenes; allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas; luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia». Flores, solo son flores. Las tiene que colocar en su tilma. Con eso basta. A mí me pide lo mismo. Que cargue con mi cruz, con el peso que puedo llevar. Que lo lleve con alegría. Que no me turbe. Es lo que puedo hacer, está en mi mano. Luego Ella hará todo lo demás. Y yo pienso que son mis flores el milagro, mis palabras, mis obras pequeñas e insignificantes. Pienso que soy yo con mi aplomo, con mi fuerza humana, con mis talentos limitados. Creo que soy yo el que convence al obispo, orgulloso por esas flores que he logrado llevar en mi tilma. Son realmente preciosas, es cierto, y raras en esta época. Porque raro es que alguien entregue su vida por amor y sirva sin esperar nada a cambio. Es raro amar sin esperar. Cuidar sin querer ser cuidado. Acompañar sin exigir ser acompañado. Parece tan sencillo y al mismo tiempo es único, son flores. Juan Diego sonríe al ver el asombro del obispo y de los presentes. Él mismo no comprende porque no logra ver su propia tilma. Sólo ve las flores caídas. Le miran a él y son las flores las importantes. No es consciente del milagro que sucede. Porque es María la que queda impresa en la tilma para siempre. Para que no me olvide que nunca va a dejarme solo y siempre me va a sostener en el hueco de su manto.

Las luces del adviento me emocionan. Los adornos, los colores, la ciudad de fiesta. La luz habla de alegría, de esperanza, de gozo. Ya se vislumbra el nacimiento del Señor. Ya Jesús va a vencer la oscuridad de la noche. Va a triunfar sobre la muerte. «Alégrate, hija de Sión, grita de gozo Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén». Es la alegría por saber que la victoria es de Dios. El amor de Dios triunfa en mi vida, en mi corazón. Estoy alegre y le pido a Dios que mantenga encendida mi alegría: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». La verdadera alegría es interior. Es la certeza que me da saberme amado. La alegría serena que permite que no viva preocupado ni angustiado. ¿Dónde están las fuentes de mi alegría? ¿Qué cosas me alegran cada día? El corazón tiembla ante las dificultades del camino. Me da miedo caer, morir, enfermarme, sufrir. Me da miedo que todo resulte mal en esta vida. Cuando mi alegría depende de circunstancias ajenas a mi voluntad, sufro. No levanto la cabeza, no consigo permanecer tranquilo, ni en paz. Quisiera confiar más en el poder de Dios. Enciendo las luces de mi vida, del alma. Enciendo la vela interior para que el fuego no se apague. Si supiera mantener la alegría del corazón. El otro día leía un cuento que me dio qué pensar: «El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: – Esta clase de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero sólo hace ligero la felicidad. Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado por fin: – ¿Eres feliz? – Sí, padre, soy feliz -había sido su respuesta. ¡Oh, si de eso se trataba, no había peligro alguno! Era tan feliz que creía poder volar incluso sin alas, pues amaba. Amaba con todo el fervor de su joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una duda. Y sabía que su amor era correspondido de la misma manera incondicional. Sabía que la amada le esperaba, que al final del día, tras superar la prueba, iría a su habitación azul celeste. Entonces ella se echaría en sus brazos ligera como un rayo de luna y en ese abrazo infinito se elevarían sobre la ciudad, dejando atrás sus muros como un juguete arrinconado, volarían sobre otras ciudades, sobre bosques y desiertos, montañas y mares, lejos y más lejos, hasta los confines del mundo»[1]. Sólo soy ligero si soy feliz. Y para poder volar tengo que ser feliz. La felicidad me la da amar y ser amado. Y todas mis infelicidades proceden de la experiencia de no sentirme amado lo suficiente, por muchos, por aquellas personas que realmente me importa. Una felicidad honda que nadie me pueda quitar. ¿Y qué hago con esas tristezas que se adhieren al alma sin que me dé cuenta? Vienen de pensamientos negativos que merodean el corazón. Temo perder la paz que ahora tengo. Las certezas que me dan alas para ascender rápido en el cielo, volando sobre las ciudades y los campos. Quisiera conservar esa alegría del alma. Esa alegría honda que me llena de paz el corazón. No quiero vivir con miedo porque ese miedo me lleva a la violencia y me aleja del bien que quiero conseguir. Deseo una vida más plena, más llena. Deseo que la vida que vivo sea mejor de lo que ahora es. El adviento me ayuda a buscar las fuentes de mi alegría. ¿Qué me llena de paz cada mañana? ¿Qué me hace sonreír? Cuando sonrío el alma se ensancha. Y los temores y tristezas me abandonan. Cuando sonrío alegro el corazón del que me mira. Quiero aprender a reírme de mí mismo, de las cosas que tiene esta vida. Aprender a alegrarme con las luces del adviento, con los nacimientos llenos de colores, con las imágenes que me hablan de un cielo al que quiero llegar, no por mis méritos, mucho más por la misericordia de un Dios que viene a mi encuentro. Quiero vivir con la paz de los niños que saben que la vida se juega en presente. Sin las nubes de posibles problemas que pueden apagar el sol. Se ensancha el corazón y nada parece tener poder para quitarme la alegría. Sueño con una vida más plena que la que tengo y eso también me da alegría. Crecer me da alegría. Cambiar y mejorar también me alegra. Saber que puedo ser mejor, más pleno. Que mi vida puede llegar a tocar el cielo. No desconfío de los días grises que parecen traerme malas noticias. No me importa, porque tengo alas. Aunque la rama sobre la que me poso tiemble, no dejo de sonreír, porque mis alas apuntan al cielo. Y tengo alas porque soy ligero. Y soy ligero porque soy feliz. Porque me sé amado y amo. Porque mi vida está inscrita en el libro de la vida, en lo más profundo del cielo. Porque allí Dios me ama y ha mandado ángeles para recordarme cómo de grande es el amor de Dios. Para que no sufra la soledad, para que no me amargue. Para que no dé importancia a lo que no es importante. Para que confíe en ese cielo que se abre ante mis ojos. Sé que lo que ahora poseo es parte de lo que un día tendré plenamente en mi alma. Eso me alegra.

Si siempre me he sentido responsable pensaré que no puedo pedir ayuda. Y sentiré que si yo no estoy presente, ayudando, sirviendo, algo les faltará a los míos. Y es cierto, siempre van a necesitar algo y yo no podré estar ahí para dárselo. No siempre podré darles a mis hijos lo que necesitan, a mi cónyuge, a mis padres, a mi hermano, a las personas con las que trabajo, a los que acompaño. Leía el otro día: «A veces nos volvemos adictos a la necesidad. Nos volvemos adictos a que otros nos necesiten. Tenemos la necesidad de ser necesarios. No nos sentimos funcionales a menos que estemos rescatando a gente. Pero, cuando necesitas ser necesaria, lo más probable es que acabes casándote con una persona alcohólica»[2]. Me siento imprescindible para los demás. ¿Qué harán si yo no estoy? ¿Cómo resolverán sus problemas, cómo enfrentarán su propia vida sin mis consejos? Soy yo el que necesita ser necesario, no ellos que los ayude con mi vida. Hay una herida de valor en mi corazón que me acaba enfermando. Hay una búsqueda enfermiza en el alma: «Pronto aprendemos a ganarnos las tres aes: atención, afecto y aprobación. Descubrimos lo que hay que hacer y en quién debemos convertirnos para satisfacer nuestras necesidades. El problema no es que hagamos estas cosas, sino que sigamos haciéndolas. Mentalmente, creemos que tenemos que hacerlo para que nos amen»[3]. Busco llamar la atención, el afecto y la aprobación de los demás. Y ser necesario es una forma que tengo de lograrlo. Cuando me necesitan me siento útil, valioso, necesario. Si yo no estoy el mundo dejará e dar vueltas. Me encadeno a los demás o los encadeno a mí mismo. Que me consulten, que me busquen. Si no lo hacen siento un vacío profundo en el corazón: «Cuando tenemos sed de afecto, atención y aprobación—las cosas que no tuvimos de jóvenes—, nada nos va a bastar para satisfacer la necesidad. Allí no vamos a poder llenar el vacío»[4]. Es un vacío inmenso que nunca podré llenar, es imposible. Es un vacío que busca continuamente ser saciado. Que alguien me busque, me necesite, me diga que yo valgo, que mi vida es necesaria para él. Por eso busco la aprobación del mundo en todo lo que hago. Quiero que vean que soy útil, que mis obras merecen la pena, mis palabras y mis silencios, mi presencia llena los vacíos de los demás.Nno soy consciente de lo pequeño que soy. Me siento importante queriendo lograr que los demás me hagan sentir importante y necesario, imprescindible. De vez en cuando me viene bien desaparecer. No cumplir las expectativas de los demás. No estar pendiente de lo que los demás requieren. No pasa nada si no hago nada. No es necesario que siempre esté. La decepción les hará bien a ellos. Madurarán, serán más libres. Me criticarán y eso no es tan grave. Una crítica es un juicio de los demás sobre mi vida. Pero a mí no me cambia en nada. Que hablen mal de mí no es el final de mi fama. No dependo de los demás para ser feliz. No puedo darles tanto poder a las personas sobre mi paz interior. No pueden ellos decidir si tengo que estar triste o alegre. Soy libre. Y no soy siempre necesario para los demás. No todos me necesitan. Puedo no estar y el mundo sigue girando. Mi FOMO o miedo de no estar presente no tiene que quitarme la paz. No necesito ganarme la atención, el afecto y la aprobación de los demás para ser feliz. Si están enojados conmigo no es una tragedia. La vida sigue y puedo vivir sin esa atención, sin ese afecto y sin esa aprobación. Aun así me detengo hoy y me pregunto si soy tan libre. ¿Hago las cosas para ganarme la atención de los demás? ¿Busco que me admiren, que me vean? ¿Busco su afecto y por lo tanto trato de comportarme con ellos con afabilidad, con amor? Eso está bien siempre que la razón de hacerlo así no sea ganarme su afecto. Quiero que me quieran de forma incondicional. No puedo estar toda mi vida tratando de decirte las cosas que te agradan, intentando alegrar tu alma. No puedo ganarme tu afecto cada mañana. Esa lucha sin cuartel me desgasta. Quiero que me amen sin yo merecerlo. Incluso cuando no sea mi mejor día y no sea capaz de darle a nadie lo que espera de mí. Quiero pensar más en mí y no tanto en lo que los demás necesitan. Como leía el otro día: «No pasa nada por ser egoísta: por amarse y cuidarse a uno mismo»[5]. Pienso en mí, me cuido, busco estar bien. Quiero pensar en mí y no en los demás. Ser egoísta en este aspecto no necesariamente es un pecado. Dios quiere que me cuide y me ponga en el centro. Quiere que descanse en su corazón y no viva desangrándome por los caminos. Quiere que no busque ser necesario para los demás. Si están descontentos conmigo no es mi problema. Trataré de hacer las cosas lo mejor que pueda, pero no será a costa de mi paz interior, de mi alegría.

Hoy las lecturas me hablan de esperanza, de alegría. Ya se acerca el nacimiento del Mesías. Ya está cerca la liberación: «¡No temas!, ¡Sión, no desfallezcas! El Señor, tu Dios, está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta». Dios está conmigo y nada temo. De su mano es posible la salvación en mi vida, la plenitud anhelada. Está en medio de mí, es valiente y salvador, se alegra y goza conmigo, me renueva en mi amor. Hace todo eso y a menudo no me doy ni cuenta. Pero así es Dios. Hay personas que siempre ven lo que está mal, lo que no funciona a la perfección, lo que falla. Son personas que critican con rapidez, se quejan de todo y siempre hay algo que mejorar en su vida y en la de los demás. Estas personas no sonríen mucho y cuando lo hacen tienen algo de ironía en sus labios, como una queja solapada, como una tristeza oculta. Me dan pena estas personas que me vacían el alma. Al fin y al cabo somos lo que damos, es la verdad. Lo que soy es lo que queda de mí en los demás. Mi mirada positiva se posa con calma en el corazón de quien me escucha. Y mi sonrisa ensancha el alma de quien quisiera sonreír más. Hay personas que fuera de casa se comportan como ángeles, parecen santos vestidos de piel humana. Pero luego cuando llegan a casa siembran rabia, enojo, tristeza o frustración. ¿Por qué hay tanta distancia entre el que actúa fuera y el que descansa al llegar a su hogar? ¿Qué versión de mí mismo doy cuando estoy con los lejanos y cuál guardo para los más cercanos? Me da pena esa ruptura interior. Esa incapacidad de ser yo mismo siempre. Fuera, donde nadie me juzga ni me condena. En casa donde a lo mejor me siento juzgado. Soy lo que doy. Al final me aman las personas porque reciben amor de mí. Mi amabilidad, mi sonrisa, mi ser optimista y positivo despiertan lo mismo en quienes me ven y escuchan. Dios es siempre el mismo. Vive en mí y me sostiene, me abraza y se goza conmigo. El amor se concreta en el tiempo. El tiempo que le doy a los míos. El mejor o el peor tiempo. Cuando estoy lleno de energía o cuando estoy cansado. «Muchas veces digo que el «amor» es una palabra prácticamente sinónima de tiempo. Tiempo. Aunque nuestros recursos internos son ilimitados, nuestro tiempo y energía son limitados. Se agotan»[6]. Quiero cuidar mi tiempo en esta Navidad. Dar lo mejor de mí a los míos. No son los mejores regalos, los más caros, los que cuentan. No es ese amor material el que al final importa. Es el tiempo que es más intangible, es mi sonrisa que suele ser escasa, o mis palabras alegres y de esperanza. ¿Cuántas veces le pregunto a mi hermano cómo se siente? ¿Cómo escucho cuando me cuentan, cuando me hablan? ¿Cómo trato a los que viven conmigo y son mis hermanos? Mi tiempo, mi forma de darme, mi alegría o mi tristeza. Hoy miro al Dios de mi vida que viene a salvarme y lo hago con las palabras del salmo: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel. Él es mi Dios y Salvador: confiaré y no temeré porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación. Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso. Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: porque es grande en medio de ti el Santo de Israel». Quisiera estar lleno de júbilo para gritar, para cantar, para alegrar a otros con mi alegría. Quisiera vivir siempre agradecido. Las palabras que me digo, lo que agradezco al final del día. Agradezco por los dones recibidos, por todo lo que Dios me ha regalado. Doy gracias por la vida que Dios me ha dado. Por los pequeños regalos que he recibido. En este tiempo de Navidad es bonito agradecer por los dones recibidos. Porque uno sólo quiere recibir y a veces no queda contento con lo que le dan. Como si el corazón se volviera exigente y le pidiera más a la vida. Como si nunca uno estuviera contento del todo. Que todo me salga bien, que todos estén contentos conmigo, que la vida siempre me sonría. Eso no es posible. Navidad es tener un corazón alegre en días de niebla. Un corazón sonriente aun cuando haya una cierta tristeza en el corazón. ¿Por qué los demás tienen que aguantar mis estados de ánimo cambiantes? ¿Por qué tienen que cargar con mi cara triste, con mis palabras ácidas, con mis críticas y mi malhumor? No, nadie está obligado a aguantar mi rabia, mi enojo, mi ira. Nadie tiene la culpa de mi propia insatisfacción. Creo que Navidad es un tiempo para recapacitar quién quiero ser para los demás. Para pensar qué quiero dar con mi vida, con mi tiempo, a los que me rodean. No soy perfecto, habrá días malos y grises. En medio de ellos quiero ser capaz de mirar con una sonrisa y decir palabras amables. Es lo mínimo que la vida puede esperar de mí.

El adviento es un tiempo que me invita al cambio, a mejorar, a convertirme. Me cuesta tanto la palabra conversión. Es como si nunca acabara de cambiar. Y en realidad, lo que de verdad deseo, es que sean los demás los que cambien. Que cambie mi hermano con sus actitudes orgullosas. Que cambie aquel al que no tolero. Que cambien sus ideas los demás, porque me hacen daño. Que cambien los que gritan e insultan. Que cambien los pecadores. Son los demás los que tienen que cambiar, yo estoy bien. Este pensamiento me enferma. Me creo superior, mejor que los otros. Creo que yo tengo la razón y los demás están equivocados. Que me pidan perdón, que se disculpen, que me traten con respeto, que me amen. Quiero que me traten como yo no los trato a ellos. Y que me hablen como yo no les hablo. Que cambien, que se transformen, que mejoren. Mientras yo me conformo con lo de siempre y hago las cosas a mi manera. Por eso en este adviento me pregunto: ¿Quiero cambiar, quiero mejorar, quiero crecer? Hoy escucho: «En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: – ¿Entonces, qué debemos hacer?». La gente se acercaba a Juan para preguntarle en qué tenían que mejorar. Me parece una actitud muy humilde. A mí me cuesta mucho preguntarle a otro lo que ve que debo cambiar. No es tan sencillo. No estoy dispuesto a que me juzguen, me critiquen, me cuestionen. Lo bonito es que ellos son como niños y le preguntan a Juan su opinión. Juan les responde cosas muy concretas: «Él contestaba: – El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo. Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: – Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros? Él les contestó: – No exijáis más de lo establecido. Unos soldados igualmente le preguntaban: – Y nosotros ¿qué debemos hacer? Él les contestó: – No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». Juan entra en el caso concreto. No habla de vaguedades, de cambios etéreos. No les dice que tienen que ser mejores sin concretar esa mejoría. Y es tan concreto que toca la vida. Aquel que tiene de más, que reparta con los que tienen menos. Al publicano, pecador público, no le pide que renuncie a su oficio, sino más bien que no abuse, que no se exceda en su beneficio. Lo mismo a los militares, que no abusen de su poder. A cada uno según su estado, su misión en esta vida. ¿Qué me diría a mi Juan si yo llegara hasta él con esta pregunta? El otro día leía: «El amor implica amarnos a nosotros mismos, intentar ser generosos y compasivos con los demás y con nosotros»[7]. La respuesta a la pregunta sobre el amor siempre tiene que ser concreta y tocar la vida. Si estoy casado y tengo familia, ¿en qué tengo que cambiar? Dale a tu esposa o esposo un lugar principal en tu corazón. Trátalo como a lo más valioso que tienes en esta vida. Respétalo y cuídalo con delicadeza. Y a tus hijos ámalos con caricias, con ternura. No les hagas perder nunca su inocencia. Edúcalos con el ejemplo más que con las palabras. No les exijas nunca lo que tú no haces. No los trates nunca con desprecio ni hables de ellos de forma despectiva. Perdona a tus hermanos y no te vayas a la cama con un rencor más guardado en el alma. Ten misericordia con las caídas de los demás, míralos como si fuera Dios Padre el que los mirara. No minimices nunca tus defectos y no agrandes los de los demás. Pide perdón muchas veces al día. Y da gracias por todo lo que tienes porque es un don inmerecido. Nadie se merece la vida, ni la salud, ni la paz ni el amor de nadie. Que me quieran para siempre es un don inmerecido y nunca me puedo cansar de dar gracias. No te acuestes pensando cosas feas o recriminándote por los errores cometidos durante el día. No pierdas la paz por cosas pequeñas, pásalas por alto, porque no eres tan importante. que el orgullo no te lleve a exigir que te pidan disculpas, no eres el centro del universo. No olvides nunca tus errores, porque si los olvidas pensarás que eres mejor que los demás. Perdónate a ti mismo, es el camino para poder perdonar a los demás. Ámate con ternura y no te digas cosas duras. Porque dependiendo de esa mirada tuya sobre ti mismo dependerá la mirada que tengas sobre los demás. Escucha con atención cuando te hablen y no vivas pensando sólo en tus cosas. Consuela a los que están tristes y heridos. Porque sólo así tu vida será más plena. Si tienes un trabajo, piensa en la manera en la que puedes mejorar tu rendimiento. No seas perezoso, no procrastines. Asume tu responsabilidad y no cargues en los demás lo que tú no estás haciendo. No juzgues a otros si no quieres que a ti te juzguen. Mira con benevolencia a tu hermano, sin cuestionar sus intenciones. Ama a los demás como te amas a ti mismo. El amor propio es la base de un amor hondo y maduro a los demás. El que no se ama a sí mismo tampoco podrá amar a otros. Sé pacífico y no busques la guerra continuamente. Busca el diálogo y la comprensión. Aceptar la vida como es sin pretender que sea distinta. Cada uno ha de mirar en su corazón lo que cambiar. En este adviento me pregunto en qué puedo mejorar. Pienso en esas esclavitudes que me hacen daño. Esas dependencias que me atan. Esas adicciones que condicionan mi libertad. Hay tantas cosas en las que puedo ser más libre y más de Dios.

Juan Bautista es figura central en el adviento. Porque él pasa toda su vida esperando al Mesías. Prepara el corazón de los demás, prepara su propio corazón. La vida de Juan Bautista tiene que ver con la oración, con el desierto, con la búsqueda. Hay en mi corazón una insatisfacción permanente. Algo que no sucede, que no llega. Y el deseo al mismo tiempo de llegar al final. No siempre sucede y me impaciento. Juan predica la conversión porque es necesario el cambio para que pueda suceder algo nuevo en mi vida. Necesito cambiar cosas, introducir mejoras, hacer lo posible para que mi vida sea distinta. Es lo que él sueña para los suyos y por eso todos van al Jordán a escuchar sus palabras. Quieren cambiar de vida porque no están contentos con la vida que llevan. Sus palabras tienen tanta fuerza y su testimonio es tan atractivo, que se preguntan si él ya es el Mesías: «Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: – Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga. Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio». Él no es el Mesías. Solo prepara el camino, nada más. Sólo va delante de Jesús para que los demás se abran a su vida. Me gusta el papel de Juan. No se predica a sí mismo, habla siempre de Jesús. Es como Juan Diego, que no habla de su valor, de su humildad, sino de María, a quien lleva impresa en su tilma. Así quisiera ser yo. Predicar a Jesús, hablar de Él, mostrarle a los demás su gran corazón herido. Esa es la actitud que quisiera vivir en este tiempo navideño. Un corazón nuevo, alegre y fiel es lo que necesito para que nazca Jesús. Y lo que más necesito es tener paciencia, esperar, no apresurarme y no dejar de caminar. Juan Bautista es el camino, no sólo es la espera. Es el que sale de su comodidad para ir al encuentro del Maestro. Si no hubiera estado en el Jordán bautizando Jesús no hubiera podido venir a dejarse bautizar por él. El camino es una espera activa, no pasiva. Espero poniéndome en marcha, no quedándome sin hacer nada, triste por mi situación. Juan me invita a no conformarme, a no decir que con lo que tengo es suficiente. Nunca bastará. Siempre podré dar más y recibiré más en mi entrega. Cuanto más dé, más recibiré. No me detengo, no dejo de hacer cosas. Juan bautizaba sólo con el agua del Jordán. Pero Jesús bautizará con fuego y cambiará los corazones. Me gusta la actitud de Juan que está inquieto, esperando y dándole sentido a su vida en el presente que le toca vivir. Porque así es la vida. Hay que ponerse en camino y salvar, hacer, conquistar y dar. Me gusta pensar en Juan como alguien que sabe lo que Dios le pide. Le pidió ir al desierto y luego le pide anunciar la conversión y el perdón de los pecados. Invita a todos a que cambien de vida. Lo hace con pasión, con fuego. Me gustaría vivir así mi vida, encontrar el sentido de mi vida, lo que Dios quiere de mí. Saber que haciéndolo con humildad Dios lo utilizará para un buen fin. Y todo siempre desde la humildad y desde la certeza de saberme amado por Dios y por mí mismo. Me gusta pensar en la autenticidad de mi amor. Sólo desde una sana autoestima y amor propio es posible amar a los demás en su verdad. Como leía el otro día: «Obviamente, queremos hacer todo lo que está en nuestras manos para apoyar a nuestros seres queridos, ser sensibles a sus necesidades y deseos, trabajar en equipo y depender unos de otros. Pero la generosidad deja de ser generosidad si damos eternamente a nuestra costa, si el altruismo nos convierte en mártires o alimenta nuestro resentimiento. El amor implica amarnos a nosotros mismos, intentar ser generosos y compasivos con los demás y con nosotros»[8]. Quiero que mi amor en este adviento y navidad comience en mi propio corazón. Jesús viene a recordarme que soy profundamente amado por Él. Me quiere como su hijo predilecto y quiere que ame desde la paz que me da saberme amado. Es la certeza que mueve mi corazón. Soy amado y por eso puedo entregar un amor más grande, un amor que me viene del cielo. Mi vida tiene valor porque me ama Dios profundamente, porque me ama como soy. Eso es el adviento y la navidad. Eso es lo que vive Juan con la paz de sentirse un instrumento útil en las manos de Dios.

[1] Michel Ende, El espejo en el espejo

[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[5] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[6] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[7] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[8] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger