Génesis 3, 9-15. 20; Filipenses 1, 4-6. 8-11; Lucas 1, 26-38
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús»
8 diciembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Dios me quiere enseñar su rostro en la sencillez de una cueva. En la ternura de una madre, de un padre y de un niño recién nacido y envuelto en pañales»
Hoy escucho: «Acércate». Y yo me acerco. Es una llamada que Jesús me hace para mirar mi corazón al comenzar el adviento. Que pide que me acerque hasta Él. Que lo deje todo y lo siga. Jesús nace, se hace carne, viene a mi encuentro. Y me dice: «Acércate». Me grita muy dentro de mi alma para que le escuche. Quiere que me acerque. Que me deje tocar por Él. Pienso que este verbo es el que utiliza la publicidad para que me acerque a una tienda y consuma. El Black Friday, los regalos de Navidad, las fiestas navideñas. Son fuerzas que desde fuera me piden que me acerque a comprar todo lo que pueda. Yo me dejo tentar. Quieren que me acerque y me enganche con algo. Quieren que me acerque y adquiera nuevas necesidades. Necesidades que antes no tenía. Y todo porque ahora es más barato. Es una oferta. Y sólo si me acerco veré lo que me ofrecen. Sólo de cerca seré vulnerable y compraré, o daré, o haré. Hoy no es la publicidad la que me llama. Hoy es Jesús el que me pide que me acerque hasta Él. Hoy escucho este imperativo en labios de Jesús y me da miedo acercarme. ¿Qué espera de mí? Jesús me compromete. Estar a su lado implica cambiar, salir de mí, dejar cosas que me atan, invertir mi tiempo junto a Él. Y yo no quiero que se me haga difícil la vida. No quiero que me pida lo que no deseo hacer. O que me quite lo que no quiero perder, permita en mi vida una cruz o haga realidad mis temores. Tengo una imagen equivocada de Dios. Lo veo como un Dios que da y quita. Pero me cuesta sentir su amor. Me llama por mi nombre y me pide que siga sus pasos. Quiero comprender que lo hace movido por el amor. Quiere estar conmigo. Quiere que busque su cueva, su pesebre, el calor de su hogar. Quiere que deje mi seguridad y me acerque a Él. Y me haga vulnerable a su lado. Me quiere enseñar su rostro en la sencillez de una cueva. En la ternura de una madre, de un padre y de un niño recién nacido y envuelto en pañales. Me da miedo acercarme. Tengo el corazón vacío, a veces triste, o lleno de cosas que no me llenan ni me dan la alegría anhelada. Una canción resuena hoy en mi alma: «Dios mío si pudiera comprender que naces también en mi alma; mi corazón es pobre ya lo ves, un pobre establo en Belén. No hay fuego que te acoja en esta noche, no hay canto ni paz en el dolor, la lámpara de aceite se ha apagado, alguien la descuidó. Señor, ven, habita esta noche mi alma. Dios mío si pudiera comprender que naces de nuevo entre los hombres, que se hace realidad una vez más un Niño nace en Belén. No hay pastores que adoren el misterio, no hay cantos que anuncien hoy la paz. La estrella se oculta entre las nubes, alguien la verá. Dios mío si pudiera comprender las sombras que ocultan hoy tu amor. Que tu pobreza es sólo aquel camino que tienes trazado para mí. Hay sangre derramada por tu amor, hay vidas entregadas en silencio, aun brilla una luz en las tinieblas alguien la seguirá». Quisiera comprender todo lo que Dios hace por mí, en mí. Quisiera verlo actuando dentro del alma. La lámpara de aceite se apaga con frecuencia en mi alma. Yo la descuido. Por eso me haría bien acercarme al que es la luz, el fuego, el hogar. Es una luz en medio de la noche que ilumina mis pasos. Hoy escucho: «Acércate». Quiero acercarme. Enciendo una luz. ¿Cómo voy a poder acercarme a quien no veo en medio de mis días? ¿Cómo puedo hacer para tocar a Jesús oculto en medio de la noche cuando la lámpara de aceite se ha apagado? Tiemblo. Tengo dudas. Jesús quiere que lo siga y yo no veo el camino. Quiere que me acerque pero no sé dónde ir. Me gusta este Dios que es seductor en su llamada: «Acércate». Quiere que deje lo mío, lo de siempre. Ese lugar en el que estoy cómodo. El camino seguro. Mi lugar tranquilo. Quiere que salga de mi seguridad para aventurarme dentro de las aguas profundas donde Él me espera. Confiando en que va a estar conmigo. Esa certeza me anima. Escucho su llamada firme. Quiere que me acerque para estar con Él. Dios me invita a acercarme al mar de su corazón. «Acércate». Me dice. «Ven. En mi mar podrás descansar y vivir aventuras que te llenen de vida». ¿Dónde creo que Dios me grita para que me acerque? ¿Dónde quiere que vaya y yo me resisto a ir? ¿Qué quiere que cambie al comenzar este adviento? Quiere que me acerque y yo me quedo lejos. Porque estoy más tranquilo. Porque lejos no me altero, no me canso, no me involucro. Y su llamada hoy vuelve a resonar en mi corazón. Quiero pensar dónde me está llamando Dios en este adviento.
Al comenzar el adviento me pregunto dónde están las fuentes de mi alegría. Juan saltó de alegría en el seno de Isabel al sentir sin ver la presencia de Jesús en Ein Karen. Un misterio. Un niño que ya veía la fuente de su alegría. Jesús había venido para salvar a los hombres. Hay esperanza. Me retiro al comenzar el adviento para echar la vista hacia atrás y descubrir el paso de Dios por mi vida. Quiero agradecerle por todo lo que me regala. Y mirar a ver dónde mi corazón ha saltado de alegría al presentir la presencia del Niño Dios a mi lado. Miro mi cielo. Miro mi mar que se abre ante mí. Paseo por mi orilla. A todos nos gusta pasear. Creo que el adviento es un poco eso, pasear por la orilla, pasear por los caminos cubiertos de hojas de otoño, recorrer la orilla de un río bajo ramas desnudas. Quisiera aprender a mirar tierra adentro y al mismo tiempo mirar mar adentro. Sentir mis pies descalzos en la arena seca, tocar el agua, tocar el frío, buscar con mis sentidos la presencia de un niño envuelto en pañales que me da alegría, que me hace estar feliz. Porque el corazón feliz es un corazón agradecido. Me vuelvo capaz de dar gracias por lo que vivo. Detengo mi reloj. Me retiro en silencio. Desconecto todas las interferencias que me sacan del centro. En medio de la vorágine de la vida busco a Jesús, la fuente de mi alegría. En medio de los miedos y de las preocupaciones que me envuelven busco la paz de un recién nacido. En medio de las vicisitudes de mis pasos no busco el sentido de todo lo que me sucede, sino más bien intento escuchar lo que Dios desea. Necesito pasear sobre hojas caídas para estar con Él, para acercarme. Me da miedo perder el tiempo, sentir que no soy útil. Por eso vivo corriendo y me canso. Llego al adviento con las pilas casi descargadas y demasiado lleno de impresiones diferentes. Llego cargado de preocupaciones, de problemas y de alegrías. Dejo pasar las horas sin aprovechar esta oportunidad que Dios me regala para hacer silencio y encontrarme con Él en mi alma. Me pide que me acerque a Él, pero ahora tengo que hacer silencio para escuchar su voz. Como Juan en el seno de Isabel. En el silencio saltó de alegría. El corazón, cuando está acelerado, no quiere detenerse a pensar, no se calma. ¡Cuánto cuesta el silencio interior! Me asusta el silencio porque me enfrenta con mi fragilidad, con mis miedos, con mis preguntas sin respuestas. Me da miedo ese abismo en el que yo callo y Dios habla. El Niño Jesús salta en el seno de María y yo salto lleno de alegría. Me asusta enfrentarme con mi propia vida, con mi realidad, con mi pasado, con mi dolor. Pero necesito aprender a hacerlo. Necesito pararme y mirar las hojas de mi otoño caídas. Quiero hacer del silencio una oportunidad para tocar a Dios en mi alma, en mi historia, en mi vida. Una oportunidad de conversión, una ocasión para alegrarme. Jesús es la fuente verdadera de mi alegría. La única razón para seguir esperando. Sé que el hecho de convertirme no implica dejar de pecar. La conversión significa reconocer a Jesús sosteniéndome y amándome en mi pecado. Ese cambio en la mirada es el que me salva. Para ello quiero aprender a hacer silencio. Al mirar mi presente junto a Jesús veo el abismo que se abre entre lo que estoy viviendo y lo que me gustaría vivir. Entre la realidad que me abruma y mis sueños. Entre los dolores inevitables que enfrento y la paz que había soñado para mí. Es ese presente bendito en el que tengo que aprender a vivir, a respirar, a caminar. Lo beso. No quiero quedarme anclado en la arena del pasado. Ni aventurarme en un horizonte de sueños que aún no suceden. Miro mi momento presente, mis pañales que me abruman, mi propia fragilidad. Miro al mismo tiempo en mi interior buscando la voz de Jesús. Su risa que despierte mi risa. No temas, me dice, no te asustes. Paso a paso, confía. Y yo quiero hacerle caso. S. Juan de la Cruz me enseña que «el silencio interior es el sitio donde el Espíritu Santo unge el alma secretamente y sana las más profundas heridas». Al callar siento que duelen mis heridas. Mis heridas más profundas son sanadas en el silencio de Dios. ¿Cuáles son esas heridas que me quitan la paz porque no dejo que en ellas entre la risa, ni el amor de Jesús? ¿Cuáles son mis oscuridades, mis sombras? No es tan sencillo dejar que entre la luz del amor de ese Niño que grita de alegría en el seno de María. Me siento inquieto. Salen a la luz mis rencores, mis miedos, mis inseguridades, mi llanto. Es verdad que sé que Dios en el silencio puede sanar mis heridas y secar mis lágrimas. Pero me da miedo ese camino que tengo que recorrer. Hoy al comenzar el adviento y le entrego al niño envuelto en pañales, a ese niño que sonríe en el seno de María, todo lo que me quita la paz y la alegría. Le pido a ese niño indefenso que me sane, que me levante, que me sostenga, que triunfe en mis batallas. Quiero que Jesús sea la fuente principal de mi alegría. Si Él me sostiene todo será mucho más fácil.
Me gusta pensar en el adviento como un tiempo que me da Dios para vivir en presente. La señal es un niño envuelto en pañales, indefenso y vulnerable. No hay nada esperanzador en algo tan humano, tan frágil. ¿Cómo va a cambiar este mundo un niño recién nacido? ¿Cómo va a tener el poder de derrocar a los poderosos e instaurar un nuevo reino en esta tierra? El corazón tiembla ante un signo tan poco importante. El presente es así, es como es. Una piedra que ha sido demolida en una excavación. Signo de un futuro santuario que aún no se ve. Un niño que no habla ni se defiende es la esperanza de un Dios que me salvará. Es una cruz sostenida entre el cielo y la tierra, gesto de un amor que se da hasta el extremo. No puedo cambiar el presente que me toca vivir. Pero sí puedo cambiar la actitud con la que enfrento la vida y sus problemas. Puedo sonreír en medio de las lágrimas. Puedo esperar contra toda esperanza, sabiendo que de un presente imposible será posible cambiar. Como siempre recuerdo: como no sabía que era imposible, lo hice. Y es verdad. Si me hubieran dicho que no iba a poder hacerlo, tal vez no lo hubiera hecho. Necesito encontrar personas que me den esperanza, que me hagan creer en la vida después de la muerte, en la alegría después de la tristeza, en la comunión después de la soledad. Adviento no es futuro, es espera. Me habla del que aguarda un futuro mejor, por encima de un presente que duele. Espera aquel que cree que todo puede cambiar. Es posible si dejo que Dios habite en mi alma ahora, en este momento, no mañana, no dentro de mucho tiempo. El presente es poderoso. Es el que marca mi forma de enfrentar el futuro y aceptar el pasado: «Puedes vivir para vengarte del pasado o puedes vivir para enriquecer el presente. Puedes vivir en la prisión del pasado o puedes dejar que el pasado sea el trampolín que te ayude a alcanzar la vida que deseas»[1]. Puedo evitar que el pasado sea mi cárcel. Puedo dejar atrás el resentimiento. Todo es posible. Puedo sembrar la semilla. Valoro el presente como un don de Dios en mi vida. Me habla Dios en presente y yo escucho aquí y ahora. Yo me pongo en marcha y acepto las cosas que tengo que hacer. Es el ahora lo que determina mi felicidad o mi desdicha. No quiero vivir deprimido ni amargado por lo que ya fue. No puedo angustiarme por lo que ha de venir. Sólo Dios sabe lo que será mejor para mí. Me da paz saber que la vida comienza cada día en esa decisión que tomo. María decide ir a Ein Karén en una hora y un día concretos. No se olvida del pasado, un ángel que le dijo: Alégrate María. Ella creyó y se puso en camino. Decidió salir de sí misma, de su comodidad, de su alegría presente para llevar esa alegría a muchos corazones. Ese camino hasta su prima Isabel es el presente que María elige. No todo es fácil. En medio de las sombras tiembla y lo medita todo en su corazón. ¿Qué le quiere decir Dios ahora? No importa el mañana. Hoy tengo que sembrar, que excavar, que esperar. No pienso que todo esté ya perdido, ni tampoco ganado. Cuando peco no soy la peor persona del mundo. Y cuando gano no soy la mejor. Sólo estoy en camino, ni al final de este, ni al principio. Siempre cargando un pasado que tengo que besar, aceptar y reconocer. Siempre con un futuro por delante que no me puede asustar. ¿Qué puede pasar si fracaso? ¿Cuánto influyen los demás en mí, con su forma de mirarme y de pensar sobre mí? Quiero ser libre para entregar mi vida ahora. En este momento, sin hacer cálculos. Con mi barca en la orilla esperando su momento. No importa lo que suceda. Cada día del adviento es una nueva oportunidad para vivir, para amar. Un día menos hacia la meta, una día más de camino al cielo. Todo suma, lo que hago y lo que omito, lo que digo y lo que callo. Mis decisiones son importantes porque en ellas se juega mi futuro. Lo que hago con el día que comienza, con las horas que tengo ante mí. Quiero ser un motivo de esperanza para los que viven sin esperanza. Una razón para la alegría para aquellos que están tristes. Una razón para la lucha para los que ya no se esfuerzan. Una razón para la confianza para los que han dejado de confiar en Dios y en sus hermanos. Es difícil que pueda confiar siempre. Es difícil que me mantenga firme en todo momento. Las decisiones tomadas son las que puedo tomar con el conocimiento que tengo en ese momento. No puedo saber lo que va a pasar más tarde. No tengo todas las herramientas para juzgar la realidad. Sólo confío, espero, porque creo en el amor de Dios. Un amor incondicional que me sostiene. Haga lo que haga Dios me ama. Me quiere en mi vulnerabilidad. Cree en mi pobreza en medio de tantas luchas. Sabe de mis anhelos de santidad y conoce mi humanidad herida. Sé que las cosas no serán tan fáciles, pero el amor de Dios me anima a caminar en adviento esperando. Jesús sale a mi encuentro, me busca y desea que tenga paz. Dejo de mirarme para buscar a mi hermano, dejo de querer ser cuidado para cuidar a otros, dejo de querer ser alabado para alabar a los demás, de querer ser tomado en cuenta para valorar al que está a mi lado.
La narración del pecado de Adán y Eva siempre me conmueve. Se esconden cuando pecan: «Después de comer Adán del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: – ¿Dónde estás? Él contestó: – Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Tiene miedo el que ha pecado. Se le abren los ojos. Su conciencia no está tranquila porque el corazón del hombre está hecho para el bien, no para el mal. ¿Por qué era malo ese árbol, por qué estaba prohibido? «El Señor Dios le replicó: – ¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Dios les pidió que no comieran de ese árbol del bien y del mal. El árbol de la sabiduría. Y la serpiente los tentó, los sedujo, diciéndoles que serían tan sabios como Dios, serían dioses, si comían. ¿Acaso no es eso lo que desea mi corazón? Quiero ser Dios, quiero ser perfecto, quiero saberlo todo y controlarlo todo. No quiero el error en mi vida. Deseo que todo salga como a mí me conviene, a mi manera. Quiero ser Dios para decidir lo que está bien y lo que está mal. Quiero que las cosas sean de una forma concreta. No quiero ni la muerte ni el mal en mi vida. Si comiera de ese árbol no necesitaría a Dios, ya no sería vulnerable ni menesteroso, ya no experimentaría la miseria en mi vida. Es lo que piensan los primeros hombres. ¿Para qué necesito a Dios realmente? Comen del fruto y nada de eso pasa. No cambia su mirada, al revés, pierden la inocencia. Es bonito pensar que antes del pecado soy ingenuo, inocente, puro, inmaculado. Antes de desobedecer y ansiar lo que no me conviene soy virgen, tengo una mirada pura sobre las cosas. Puedo estar desnudo pero no veo pecado en ello, no me escondo, no me tapo. La necesidad de esconderme surge cuando peco. En ese momento pierdo la inocencia y acuso a otros, busco culpables: «Adán respondió: – La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí. El Señor Dios dijo a la mujer: – ¿Qué has hecho? La mujer respondió: – La serpiente me sedujo y comí». Me cuesta mucho reconocer cuando hago algo mal y peco. Aceptar que hay envidia en mi corazón. O ver mi egoísmo, o mi ego que me lleva a hacer las cosas de una determinada manera. A veces me asombra encontrarme con personas que no se ven en su corazón, no son capaces de percibir su miseria, no la reconocen. Y entonces la culpa siempre es de los demás, como si ellos fueran inmaculados y no cometieran pecado. Cuando estoy muy herido tapo lo que hay en mi corazón. echo la culpa a los demás, a los que me tentaron, a los que me hicieron daño. Yo no soy culpable, pienso en mi corazón. justifico mis actos. Pero algo permanece en mi alma, una mancha gris que todo lo cubre. No he hecho las cosas bien y me siento culpable. Algo salió mal. Algo no funcionó. Me duele el alma. El pecado me deja herido. Quiero darme cuenta siempre de mis faltas y reconocer lo que no hago bien. Cada vez que pienso mal de alguien, cuando critico y juzgo, cuando agredo sin un motivo justificado, cuando me dejo llevar por el egoísmo o mi ego me hace sentir menos cuando alguien habla mal de mí o me deja de lado. Mis pecados son muchos y variados. Hago el mal a los demás, los hiero sin tener una razón para ello. Me asusta comprobar la fragilidad de mi alma. Yo también me escondo cuando peco. Es como si intentara ocultarle mis actos a Dios. Como si pudiera esconder algo de su mirada. Me cuesta creer en la misericordia de Dios. Pienso en el castigo y resuenan en mí las palabras del Génesis: «El Señor Dios dijo a la serpiente: – Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón». El hombre luego tendrá que trabajar con el sudor de su frente. Y la mujer dará a luz con dolor. Es decir, el paraíso, esa realidad anterior al pecado, es el lugar donde se dan los dones preternaturales, la inmortalidad, el dominio de las pasiones y la ausencia de sufrimiento. Cuando dejan ese estado previo al pecado saben que van a morir, van a dejarse dominar por las pasiones y van a experimentar el sufrimiento. El pueblo judío busca en este relato no tanto una explicación histórica de cómo fue el comienzo de todo, sino una mirada teológica. Hay una razón de ser detrás de lo que hoy vemos. Hay un paraíso del que salimos y al que anhelamos regresar. Allí ya viviré para siempre, no sufriré y ya no habrá pasiones desordenadas en mi vida. María Inmaculada vivió ese orden de sus pasiones en su corazón, en Ella no hay pecado. Yo no vivo así, tengo ese desorden que me lleva a desear lo que no me conviene y a hacer lo que de verdad no quiero realizar. El pecado me aleja de Dios, porque hace que me dé vergüenza y me quiera esconder. Lejos de Dios me siento con más paz porque temo el castigo, la reprobación, la crítica o el juicio. Yo mismo me juzgo y condeno con mucha facilidad lo que hago, me hablo mal, me digo lo que realmente pienso de mí. Esos pensamientos míos me hacen tanto daño. La experiencia de fe me hace tocar la misericordia de Dios en mi vida. No tengo que esconderme porque Dios me ama. Me ha creado por amor y para que yo sea capaz de amar a los hombres. Ha puesto en mi corazón una promesa de felicidad eterna y un deseo inmenso de infinito. Quiero que lo bueno sea eterno. Quiero hacer el bien aunque mi división interna me lleve a realizar justo lo que no me hace bien.
Muchas veces me he detenido a meditar el Evangelio que narra la anunciación del ángel a María. Y cada vez que lo medito escucho nuevas voces de Dios. Porque así me habla la Palabra de Dios. Siempre se despierta algo nuevo: «El ángel, entrando en su presencia, dijo: – Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: – No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: – ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó: – El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». El ángel anuncia el amor de Dios a una niña de Nazaret. A una virgen que había escuchado ya muchas veces la voz de su Padre del cielo. Esta vez sí le dice algo totalmente nuevo y el Verbo se hace carne en su seno. Lo primero que le pide el ángel a María es que se alegre. Le va a dar una gran noticia y tiene que alegrarse no por la noticia en sí sino por algo más maravilloso: El Señor está con ella. Dios estará siempre en su corazón. ¡Qué saludo tan bonito! Alégrate, no porque todo te va bien, no porque te vamos a dar una buena noticia. Alégrate porque tu Dios está a tu lado y permanece siempre dentro de ti, está en ti. Me parece tan bonita esa expresión. Alégrate llena de gracia. Alégrate porque la gracia está en ti y no te deja. Porque has sido concebida sin pecado, porque eras Inmaculada. Alégrate porque eres profundamente amada por tu Padre Dios. Alégrate. Hoy me dicen eso cuando me va bien, cuando algo bueno me sucede. Me dicen que me alegre porque he tenido éxito y he logrado lo que quería. Una alegría más del mundo. La alegría de hoy es del cielo. Ante esa noticia tan bella María se turba porque no entiende. Ella no se sabía llena de gracia. Se siente demasiado pequeña ante Dios. Y al verla turbada, el ángel sigue: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios». María ha sido mirada por Dios con amor. No debe temer nada porque Dios está a su lado. Y en todo lo que le suceda será cuidada por su amor. A veces el miedo me paraliza. Aunque me digan que no tenga miedo, igual temo. En este caso el ángel le regala todo el amor de Dios. No temas, le pide, porque eres amada, porque Dios te mira como su hija más valiosa. Me conmueven las palabras del Ángel y el temor tan humana de María. Sus miedos son los míos. Entonces María duda: ¿Cómo será eso si no conoce varón? ¿Cómo ocurrirá todo si Ella es tan pequeña y débil? A menudo, ante una misión imposible, he sentido lo mismo que María: miedo, angustia, sensación de abandono. Me he visto tan pequeño y limitado. He pensado que yo solo no podía. Y las palabras que hoy escucho me dan paz: «Porque para Dios nada hay imposible». Para Él nada es imposible, todo se puede lograr. María mira al Ángel y cree en el poder de Dios. Y da su Fiat: «María contestó: – He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». María no le dice al ángel yo lo haré, yo seré capaz, yo conseguiré que ese niño cumpla su misión. No lo dice porque no tiene ese poder. Ella no puede hacer que nazca Dios. No puede lograr que ese niño indefenso sea un rey todopoderoso. No podrá hacer nada Ella con su poder. Por eso no dice sí, puedo, sino hágase, Fiat. Supone dar el sí para que Dios se encarne en su seno. Y así el Niño Dios nazca. Algo milagroso que sólo puede suceder porque Dios lo hace realidad en Ella. Eso sí, hace falta su sí, su voluntad de dejarse hacer. En la vida puedo decir que sí o negarme. Puedo acceder o rehusar. Abrir la puerta o cerrarla. Puedo complacer a otros o dejar de hacerlo. Puedo escuchar el querer de Dios o seguir de largo. Hay en México una expresión que me parece muy clara. Uno accede a hacer algo, da su sí, pero luego, llegado el momento de actuar, dice: Siempre no voy a ir. Siempre no voy a poder ayudarte. Es decir que ahora ya no puedo. Nunca entendí porque se dice siempre cuando antes la actitud era que sí iba a hacerlo y ahora es que no. Es como si María hubiera dado su sí y al final le hubiera dicho a Dios: siempre no voy a querer ser madre de Dios. Me cuesta entender que las personas cambien su opinión cuando se habían decidido a hacer algo con entusiasmo. Entiendo las razones. Incluso en su lugar puede que yo hubiera hecho lo mismo. Pero no sé, me cuesta aceptarlo. Es como si el sí tuviera que ser siempre sí y no siempre no. Es decir que si digo que voy a hacer algo, lo haga y no me justifique si al final no puedo. La fidelidad en el sí, mantenerlo a lo largo del tiempo, es realmente un milagro. Mi corazón está hecho para la eternidad. Hay una nostalgia de infinito muy dentro de mí. Deseo un sí que sea para siempre. Siempre sí voy a estar a tu lado. Siempre sí voy a cuidarte. Siempre sí voy a entregar la vida. No depende de otras cosas. Lamentablemente el corazón humano, sujeto al pecado, roto, herido, se deja llevar por las tentaciones y los miedos y cede a la presión de este mundo. Necesito la gracia de Dios para ser fiel. Necesito mirar a María y suplicarle a Ella que me enseñe a decir un sí para siempre, un sí constante mantenido en el tiempo, un sí alegre y convencido. Un sí para que Dios pueda hacer conmigo lo que quiera. Un Fiat que me pueda cambiar la vida, sin miedo a las consecuencias. Porque decir que sí siempre tiene consecuencias. Hay renuncias y sacrificios. Hay elecciones que marcan mi camino. Un sendero u otro, un camino o el siguiente, un desvío ahora o más tarde. Quiero aprender a decir que sí siempre. Sí al querer de Dios, sí a su voluntad.
En el segundo domingo de adviento aparece la figura de Juan Bautista. «Ha resonado una voz en el desierto: – Preparad el camino del Señor, haced rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». El desierto es la imagen, es el lugar en el que resuena la voz de Juan. Grita para que se conviertan, para que el pueblo cambie su actitud. Me gusta esa voz poderosa que viene a pedirme un cambio. Ese cambio que yo mismo deseo y no logro. Resuena su voz y muchos no la escuchan. No por mucho que me digan que es bueno hacer las cosas de forma diferente yo voy a hacerlo. No puedo lograrlo. Soy débil y su voz sigue gritando. Es como si quisiera que cambiara algo en mi corazón y yo no pudiera hacerlo. El desierto me habla de soledad, de silencio, de frío por la noche, de calor en el día. El desierto me habla de sed y de hambre, de necesidad. El desierto es lugar de tentaciones. Allí me habla Dios y me tienta el demonio. Allí soy débil y me hago fuerte al mismo tiempo. En el desierto escucho hoy la voz de Juan que viene a levantarse en medio de su pueblo. Conviértanse y crean en el evangelio. Juan es figura del adviento siendo solo un niño. Se alegra al sentir a Jesús en el seno de María. salta de gozo. Ese Juan niño ya anticipa lo que va a suceder. Por eso la Iglesia lo señala como precursor. El que va delante del Señor allanando los caminos. es lo que hace Juan. Invita al pueblo a cambiar el corazón. si se abren a la gracia de Dios estarán más abiertos para recibir a Jesús en su corazón. cuando Él venga en el Jordán serán capaces de reconocerlo y de seguirlo. La palabra conversión tiene que ver con el adviento. Quiero cambiar para que Jesús al nacer cambie mi vida. Quiero dejar lo que me ata y endurece para que Jesús pueda caber en la cueva de mi alma y hacerlo todo nuevo. Porque es un fiat el que doy con humildad. Yo solo no puedo pero para Dios nada hay imposible. «Ésta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena la obra, llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios». Él ha iniciado una buena obra en mi corazón y Él podrá llevarla a buen fin. Quiero crecer limpio e irreprochable, cargado de frutos. Es el don de la conversión. Lo árido se vuelve fecundo. Lo rígido se ablanda. Lo empinado se allana. Y lo que está muy bajo es elevado. Es la realidad de la conversión, todo cambia cuando doy mi sí, cuando lo digo con humildad, esperando a que Dios obre milagros de gracia: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad». Estas palabras del salmo hablan de esa esperanza que quiero vivir. Ha hecho maravillas Dios en mi corazón, en mi vida. Ha hecho milagros de gracia. Confiemos en que su obra pueda ser llevada a término. Tengo que dejarme hacer y permitir así que la vida crezca de mi corazón. Lo que está roto será sanado. Lo que está abandonado será recuperado. El que está solo encontrará el amor de sus hermanos. El que ha perdido la paz será pacificado. Y el que llora encontrará consuelo. Me gustan las palabras de Juan que hablan de esperanza. Realmente todo es posible para Dios. Su obra comienza cuando yo le abro la puerta para que pueda entrar. Está a la puerta y llama. Le dejo entrar y cenaremos juntos. Esa experiencia de la comunión con el Señor es la que me llena de vida. Confío en su amor y sé que todo lo que tengo es obra suya dentro de mi alma. Me da paz esa voz que me invita a pronunciar mi sí alegre y confiado. Siempre sí, le digo a Dios. Para que Él haga todas las cosas nuevas. No soy inmaculado como María. Mi barro está sucio y vivo apegado a la tierra. Dios puede hacer cambios imposibles en mi corazón. Lo hice porque no sabía que era imposible. Esa es la actitud del que se siente profundamente amado por Dios de forma incondicional. Ya no teme nada, sólo confía. El poder de Dios es el que me salva. Mi perfeccionismo no me lleva a ninguna parte.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz