Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; 1 Corintios 12, 12-30; Lucas 1, 1-4; 4, 14- 21

«Enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. La sinagoga tenía los ojos clavados en él. Comenzó a decirles: – Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír»

26 enero 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero aprender a mirar con misericordia mi historia, mi pasado, mis heridas. Es el camino para ser feliz. El resto son evasiones»

Celebrar el 20 de enero como segundo hito de la Familia de Schoenstatt siempre me impresiona. Consiste en mirar hacia atrás y preguntarme cómo me incorporo yo en este hito para dar mi propio salto de confianza. Comenta el P. Kentenich: «La grandeza del 20 de enero no fue el decidir ir al campo de concentración, sino descubrir qué era lo que Dios quería que hiciese y en esa medida, recoger los frutos que Él nos regala». Lo heroico no es dar el salto sino saber que lo que tengo que hacer es saltar en ese preciso momento. Escucho voces distintas que me gritan en una dirección y en la contraria. Porque nunca van a apoyar todos las decisiones que voy tomando en la vida. Soy yo el que debe tener una certeza. Por ahí, esa cima, ese camino, ese mar, esa hondura. Eso es lo que me toca hacer ahora y enfrentar en este momento. Aunque me duela el alma al hacerlo, y aunque piense que puede que me esté equivocando. Porque las certezas son pocas en esta vida y las dudas son demasiadas. Por eso me gusta leer la oración que escribió San Ignacio: «Toma Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad y todo mi corazón. Todo me lo has dado Tú, te lo devuelvo sin reservas, haz con ello lo que Tú quieras. Dame sólo una cosa, tu Gracia, tu amor y tu fecundidad. Tu Gracia para que me incline alegremente a tus deseos y tu querer y tu amor, para que en todo momento me crea amado, como la niña de tus ojos y para que me sepa y a veces me sienta amado como tal; tu fecundidad, para que en Ti, y en la amada Virgen María, llegue a ser fecundo para nuestra obra común. Entonces soy suficientemente rico y no quiero nada más». Parece imposible dar ese salto de confianza cuando el desenlace de mi vida parece tan incierto. Tengo que hacer esto o esto otro. Entre dos opciones buenas no es tan sencillo. Pecar o no pecar es más fácil. Elijo no hacer el mal. Pero, entre dos bienes posibles, ¿cómo puedo saber lo que Dios me pide? Y saltar, soltar, dejar ir. No aferrarme a la vida como si fuera un tesoro innegociable. Decía Nietzsche: «Construid vuestras casas en el Vesubio, entonces creedme: la fecundidad más grande y el gozo más grande del hombre consiste en vivir en peligro». Los peligros que me rodean son muchos y vivo encadenado. Como si los miedos fueran más fuertes que mi valor. Como si la vida se tuviera que jugar en un momento determinado y yo no me sintiera con fuerzas suficientes para decir que sí. Un te quiero, un hasta siempre, un renuncio a todo por amor. ¿Es posible renunciar a lo que uno ama por amor? Amar a Dios supone estar dispuesto a soltar lo que quiero retener con todas mis fuerzas. En medio de los gritos de esta vida que me piden que me aferre, que no suelte. Y luego me desgarro por dentro, porque no es fácil soltar y tampoco lo es mantenerlo todo atado. Quiero que las cosas encajen y que los vientos no me aparten de la meta marcada. Como si quisiera que todo en mi vida tuviera sentido. Descubrir los planes de Dios y abrazarlos. Confiar en que tal vez las cosas no sean siempre como esperaba. Y en esos momentos de duda no abandonar la barca aunque parezca que se va a hundir en medio de la tormenta. Ni siquiera tendré fuerzas para intentar caminar sobre las aguas. Sólo sé que puedo confiar cuando conozco el amor que Dios me tiene. Un amor inmenso. No me suelta, no me deja. Me espera al final de mi naufragio, en medio de mis ruinas, cuando todo se ha derrumbado ahí está su abrazo infinito. Cuando lo he perdido todo me espera con una sonrisa y los brazos abiertos. Quisiera ser más libre en mi interior. ¿Cómo se vencen las esclavitudes y los miedos? Un milagro de Dios es lo único que puede destrozar ese miedo tan instintivo a perder la vida, a perderlo todo. Ese miedo a fracasar cuando sé que el éxito es lo único que me dará la paz esperada. ¿Por qué dudo del amor de un Dios que no me juzga continuamente? No vive midiéndome a ver si doy la talla. Y eso que sabe que el único amor que logra salvarme es un amor sin medida, un amor que no lleva cuentas, un amor que no espera ser correspondido. Si tuviera un corazón más grande y valiente. Un corazón magnánimo que esté dispuesto siempre a entregar la vida. Todos los talentos y todo lo que tengo. Toda mi belleza y mis logros. Entregarlo todo y quedarme vacío sin títulos que justifiquen mi existencia. Así quiero vivir, anclado en el corazón de Jesús que está roto por haberme amado hasta el extremo. En el corazón de María que no me suelta porque soy su hijo amado. Eso basta para saltar, para soltar y dejar ir, para soñar con una vida más grande en la que aprenda a amar sin medida.

A veces quiero que me sucedan las cosas de una determinada manera. Me empeño en intentar que la realidad se adapte a mis deseos. Y entonces viene a mi memoria un dicho mexicano muy cierto: «Si está para ti ni aunque te quites. Si no está para ti ni aunque te pongas». Aunque me ponga no me va a llegar a mí, ni aunque lo fuerce. Hay cosas que suceden y no puedo yo hacerlo de tal forma que todo encaje. Como los ladrillos de un muro que levanto siguiendo un plano. Así no es la vida y no todo encaja. Cuando me empeño en ser feliz caiga quien caiga, no lo consigo. Tal vez porque lo que me da más felicidad es amar y hacer que alguien más sea feliz. Mi felicidad está unida a la de mis amigos, mi familia, mi Comunidad. Si ellos son felices yo seré feliz. Si aquel a quien amo es feliz, yo también. Porque así es de sencillo. No es el placer lo que me da la felicidad que deseo. El filósofo Robert Nozick desarrolló la idea de una máquina de placer. Él lo llamó «Máquina de Experiencias» en su libro «Anarquía, Estado y Utopía». Se trata de un máquina capaz de ofrecer experiencias placenteras y gratificantes. Son tan fuertes esas vivencias que es difícil diferenciarlas de la realidad. La pregunta que plantea el filósofo es si estaría dispuesto a conectarme a una máquina así para el resto de mi vida. El contacto con la realidad es lo que yo deseo, más que la ficción de un placer que no es real. Y aun así, el objetivo de mi vida no puede ser tener placer continuamente. Esa búsqueda de placer enfermiza del tiempo que vivo no me trae la felicidad. Es una búsqueda obsesiva que me enferma. Hay muchos medios para conseguir la gratificación instantánea en actividades que me atan. Sustancias, bebidas, juegos, sexo, redes sociales, etc. Una lista larga de ofertas que el mundo me hace. Queriendo que confunda el placer con la felicidad, la satisfacción de mis instintos con tener una vida plena. Gozar y disfrutar de todo en presente y de forma instantánea me acaba dejando vacío y con una necesidad infinita de ser feliz. Necesito amar y ser amado para ser feliz. El placer no me basta, y la satisfacción de todas mis necesidades tampoco. Decía Tim Guenard: «El mayor placer es saber compartir, aunque sean tus penas y sufrimientos». Eso da más placer que muchos de los sucedáneos de felicidad que conozco. Y es que ser feliz no se identifica con estar satisfecho. Una buena comida me deja feliz por un rato, hasta que vuelvo a tener hambre. ¿Sobre qué construyo mi felicidad? ¿Huyo de la realidad que me hace daño y hiere o la enfrento y acepto aprendiendo a vivir con ella? El otro día leía: «Si esa felicidad obtenida por un tiempo se logra gracias a un alejamiento de la realidad, con el tiempo el choque con dicha realidad terminará afectando su estabilidad emocional y cayendo en estados anímicos de infelicidad. Para evaluar la calidad de esta felicidad lo correcto es incorporar todos los momentos»[1]. Lo único que no puedo cambiar la mayoría de las veces es la realidad. A veces sí puedo hacer cambios para que mejore. Puedo dejar de hacer ciertas cosas que me envenenan y esclavizan. O dejar de frecuentar amistades que me hacen daño. Puedo cambiar las dinámicas y los hábitos y con ellos puede que la realidad cambie. Pero al final es cierto que las cosas son como son y yo vivo el resultado de las decisiones que he ido tomando a lo largo de mi vida. Algunas de esas decisiones o de esos errores me han conducido al lugar donde me encuentro. Ya no es posible retroceder en el tiempo pero sí es posible cambiar mi mirada para ser realmente feliz. No está en mi mano controlar el futuro. Ni siquiera obligar a otros a que me amen como yo espero para ser feliz. No funciona así la vida, ni el mundo. Sólo me queda aceptar las cosas como son y besar las heridas que el tiempo me ha causado. Porque para ser feliz tengo que sanar de aquello que ha sucedido y que me impide alejar la tristeza del alma. Como leía el otro día: «Hay un aforismo que dice: «El tiempo cura todas las heridas». Pero yo no estoy de acuerdo. El tiempo no cura. Es lo que tú haces con ese tiempo»[2]. Lo que yo hago con las heridas que la vida me ha dejado en el alma es lo que me allana el camino para ser más feliz o lo bloquea. Quiero aprender a mirar con misericordia mi historia, mi pasado, mis heridas. Es el camino para ser feliz. El resto son evasiones. O bien en una huida hacia una realidad imaginaria que no existe. O bien en la negación de una historia que me perseguirá el resto de mi vida. «Tal vez curar no consista en borrar la cicatriz, o ni siquiera en provocar la cicatriz. Curar es apreciar la herida»[3]. No borro nada, pero aprecio y amo mi propia herida. Esa que más duele y que está grabada en lo más hondo de mi alma. Aprecio y amo lo que soy, aquello en lo que me he convertido con el paso del tiempo y de las luchas. Y entonces aprendo a ser feliz a partir de mi realidad. Amando desde mis límites. Siendo amado desde los límites humanos de los demás. Y sé que puedo ser feliz sin necesidad de buscar una máquina del placer que me evada de mis dolores y mis miedos. Puedo ser feliz aceptando las cosas como son sin chocar con sus aristas continuamente.

Me gusta pensar en las emociones que me embargan durante el día. Me gustaría estar siempre alegre, con paz, tranquilo. Me gustaría tener siempre la sonrisa en el rostro y responder con amabilidad en todas las circunstancias. Me gustaría tener claridad para decidir lo mejor en cada momento y acertar en lo que elijo. Me gustaría sentir empatía, compasión, abrirme a lo que sienten los demás. Pero a veces, cuando no he trabajado cosas de mi historia, guardo resentimientos y no soy capaz de perdonar, pueden aflorar emociones negativas: «Cuando tenemos un dolor no resuelto, tendemos a vivir con una ira incontenible»[4]. La ira, esa emoción que arrasa con todo lo que hago. Y es que vivir con ira me hace daño. No me permite apreciar las cosas bellas de la vida, no me deja agradecer por todo lo que Dios me regala: «Cuando estamos enfadados, muchas veces es porque hay una brecha entre nuestras expectativas y la realidad. Creemos que es la otra persona quien nos estorba y nos menoscaba, pero la cárcel real son nuestras expectativas quiméricas»[5]. Me enfado, me enojo con los demás porque tengo expectativas que no se cumplen. Deseaba que la realidad fuera de una determinada manera y resulta ser todo lo contrario. ¿Cómo hago para vencer la ira, la rabia en mi corazón? ¿Cómo logro calmarme cuando algo no resulta como yo esperaba? Luego resulta que los demás tienen la culpa de mi enfado. Los demás son responsables de mis gritos. Culpables por haberme llevado al extremo de mis fuerzas. Todo eso es mentira. No son culpables. Yo mismo soy responsable de todo lo que siento. Yo puedo aprender a manejar mis emociones para ser una persona madura: «No puedes cambiar la situación, no puedes hacer cambiar de opinión a otra persona, pero sí puedes ver la realidad con otros ojos. Puedes aceptar y asimilar múltiples puntos de vista. Esta flexibilidad es nuestra fortaleza. Es lo que nos permite ser asertivos, en vez de agresivos, pasivos o pasivo-agresivos»[6]. No resultan las cosas como esperaba o aquello que soñaba conseguir acaba en un absoluto fracaso. Y por más que me repito que no importa tanto, es mentira. Claro que importa que algo me salga mal. Y claro que duele perder a un ser querido o vivir la incertidumbre o la angustia de la enfermedad, la propia o la de los seres queridos. Y en esos momentos me frustro. Quisiera que todo fuera diferente y no lo es. Mi felicidad, mi paz interior, el dominio sobre mi estado de ánimo no puede depender de cosas que no controlo. No puedo poner en manos de los demás mi felicidad. Puedo cambiar mi mirada sobre los hechos. Puedo superar mi tristeza, puedo mejorar mi ánimo. Está en mi mano. No puede ser el mundo el que condicione el resto de las cosas que hago. Si mi día se tuerce por algún motivo externo a mí puedo cambiar el rumbo de las cosas si sonrío. ¡Qué difícil resulta sonreír cuando estoy enojado, enfadado, con ira o molesto por cualquier cosa! En esos momentos tengo en mi mano el curso de los acontecimientos. Lo que haga con mi vida a partir de esa realidad está en mi mano. Las emociones están en mi interior precedidas de mensajes que las condicionan. Si yo espero que alguien actúe de una determinada manera y no lo hace, la rabia brota en mi corazón. Una emoción que se desborda provocada por ese pensamiento que no me hace bien. Si yo no espero tanto de las personas, si no condiciono mi felicidad a su actuar. Si no vivo pensando que el mundo debería ser más generoso conmigo y el universo debería tratarme mejor, seré más feliz. Cuando no pongo tantas condiciones a la vida. Que me traten bien, que me valoren todos, que me respeten, que me busquen y aprecien, que me alaben por todo lo que hago. Los pensamientos preceden a las emociones sin que me dé yo cuenta. Vivo esperando cosas de la vida que no suceden y me frustro. Vivo enojado con esta vida que no es como debería ser. Porque las cosas nunca son perfectas y la vida no es normalmente tal y como yo la había dibujado en mis sueños. Las emociones son parte de mi alma. Me siento triste y no sé cómo hacer para que brote la alegría, la sonrisa. Intento sonreír, seguro que va todo mejor. Busco razones para estar contento, para agradecer por todo lo que Dios me ha regalado. Si tuviera un corazón más agradecido sería mucho más feliz. Si pudiera alegrarme incluso en los momentos de dolor, sería más feliz. Si tuviera el don de ver lo bueno en todo lo malo que me sucede sería más feliz. Necesito hacer un camino y no siempre es fácil. Aceptar que las cosas son como son y que nada es el final de mi camino. Quiero sonreír mientras lloro y agradecer mientras me duelen las heridas. Un corazón así es capaz de vivir con calma en medio de las tormentas y no se deja nunca llevar por la ira que brota en el momento.

En la vida es importante llevar cuentas de lo vivido. Recoger mi historia y comprender de dónde vengo y hacia dónde sigo caminando. Es importante conocer mi historia para quererme más, para aceptarme. Las cosas no son así por casualidad. Hay un camino recorrido, hay una historia llena de vida que no quiero olvidar. Cuando miro hacia atrás comprendo muchas de las cosas que ahora vivo. Me entiendo mejor desde mis heridas y desde mis triunfos. Desde mis derrotas y mis victorias. Descubro cómo soy al comprender cómo me ha ido conduciendo Dios a lo largo de los años. Eso es sano, mirar hacia atrás y agradecer. Buscar entre las rocas lo vivido y ver las raíces que me dan la vida. Recorrer de nuevo en mi alma los caminos ya caminados y sonreír. Por eso me gustar hacer con mi propia vida lo que hoy quiere hacer Lucas con Jesús: «Ilustre Teófilo: – Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido». Lucas lo investiga todo. Quiere saber quién es ese Jesús que nos ha salvado. Quiere contar la historia de tal manera que muchos comprendan. A veces no es tan fácil contar una historia de forma fiable. Tolstoi en «Guerra y paz» hace una reflexión profunda y filosófica sobre la historia. Y rechaza la idea de que la historia sea moldeada sólo por grandes figuras históricas por muy importantes que estas sean. Es mucho más complejo, intervienen muchos factores. Están las decisiones de muchas personas, fuerzas que escapan al control humano, circunstancias económicas, sociales, políticas. Tolstoi cuestiona que los líderes sean el motor de los acontecimientos y afirma que son llevados por la corriente de la historia. No hay una simple relación causa–efecto. No todo es tan simple, en esto tiene mucha razón. Y los líderes históricos están dentro de un curso de la historia en el que se mueven. Cuando uno quiere contar la historia personal o de un grupo corre el riesgo de olvidar factores importantes o darles más importancia a unas cosas antes que a otras dependiendo de la mirada que tiene el que cuenta la historia, sus prejuicios y sus puntos de vista. Lucas también quiere contar una historia y recurre a los testigos oculares. Él sólo quiere resaltar a Cristo que no es cualquier personaje histórico. Es el Hijo de Dios que lo cambia todo con su presencia en la tierra. Una nueva historia comienza para el hombre con su venida. El libro de la alianza, la Torá, que narra la historia del pueblo de Israel, es fundamental para que el pueblo entienda de dónde viene. Hay textos proféticos que señalan la llegada del Mesías: «En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad: hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la ley. El escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para la ocasión. Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: – Amén, amén. Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra. Los levitas leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura». El pueblo escucha su propia historia y se alegra. Yo también necesito comprender la historia de mi propia Iglesia para amarla más. Uno no ama aquello que no conoce. Y a veces puedo juzgar a mi Iglesia sin conocer sus orígenes y su crecimiento. Y lo mismo me pasa con las personas. Me quedo en la fachada que veo sin comprender de dónde viene, por qué actúa de una determinada manera, cuál es su historia verdadera. Saber la historia personal y de los demás me acerca a la verdad. Podrá haber muchas decisiones que influyeron en quién soy yo ahora. Muchos pasos correctos y pasos equivocados. Muchas cosas que ignoro de mi propio camino. Fui libre para hacer ciertas cosas pero también estaba condicionado por mi familia, mis amigos, el lugar donde vivía. Y aun así actué movido por Dios. Igual que Jesús, que fue tomando decisiones en su camino desde su ser hombre, el hijo de una familia sencilla de Nazaret. Y en esas decisiones se fue decidiendo su camino. Me conmueve pensar en esa unión de los dos libros, el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Evangelio que escribe Lucas cuenta la historia de Jesús sin olvidar de dónde viene todo. El texto de la Torá recoge la historia del pueblo de Israel desde su origen, una historia de Salvación. Una alianza con un Dios que guía a su pueblo. Hay una coherencia entre ambas historias. Dios se encarna en la historia de hombres concretos y con ellos va realizando el futuro, va tejiendo un nuevo camino. No estoy condenado a actuar de una determinada manera porque antes que yo algunos lo hayan hecho o porque yo mismo lo haya realizado en otra ocasión. Conocer mi historia no me ata a ella sin poder hacer otra cosa. Soy historia por hacer, en realidad. Un camino ya recorrido y otro aún mayor por pisar. En ese camino decido teniendo en cuenta quién soy y todo lo que valgo. Detrás de esa historia hay un Dios que guía mis pasos respetando mis decisiones y el ejercicio de mi libertad. Me ama como soy y sé entonces que lo que mueve mi vida es el amor de Dios. Sólo puedo estar agradecido porque Dios ha venido a salvarme y me conduce. La historia que vivo, mi propia historia y la de mi Iglesia es una historia santa. Cualquier historia que me cuenten desde la verdad es una historia sagrada. Ante ella me arrodillo con inmenso respeto.

Lucas comienza hablando de Jesús de Nazaret. «En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura». Ese Jesús es hijo de su tiempo, de la historia sagrada de su pueblo. Y hace algo que han hecho muchos otros antes que Él, va a la sinagoga y lee el texto sagrado ante el pueblo. Así lo hizo Esdrás antes que Él como ya he escuchado. Leer la palabra de Dios dicha a su pueblo e interpretarla es el camino de todo profeta. La historia escrita me habla de una verdad muy profunda que puedo desentrañar. Jesús enseña a su pueblo y les explica las Escrituras. Recorre todas las sinagogas de Galilea. Y al final llega a la sinagoga de su ciudad, Nazaret. En cada sinagoga haría lo mismo, tomaría un texto y se lo explicaría al pueblo. Me gusta que Jesús vuelve a Galilea en la fuerza del Espíritu. Y esa fuerza hace que todos lo alaben porque hablaba con autoridad venida del cielo. Tomó el libro en sus manos y lo leyó: «Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: – El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: – Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús no hace lo mismo que hizo Esdrás. Ahora es Él el protagonista del mismo texto que acaba de leer. Se aplica a sí mismo las palabras de Isaías. El Espíritu está sobre Él porque lo ha ungido. La Palabra de Dios se hace vida en Jesús. Todos lo escuchan. Al principio se admiran de su sabiduría, de sus palabras. Más tarde se van a escandalizar y quieren matarlo, quieren tirarlo por un barranco. Jesús hace suya la misión contenida en ese texto. La buena noticia para los pobres, la libertad para los cautivos, la vista para los ciegos, para los oprimidos poder ser liberados y para todos un año de gracia y perdón. Justo en Él se cumple todo lo que han escuchado. Tendrían que alegrarse como se alegraron al escuchar a Esdrás: «Entonces, el gobernador Nehemias, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: – Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios: No estéis tristes ni lloréis» (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). Y añadieron: «Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». El pueblo se alegra entonces porque es un día consagrado al Señor. Ya no pueden estar tristes ni llorar. Lo mismo tendrían que sentir los que escuchaban a Jesús ese día. Había llegado la salvación a la tierra, la esperanza en medio de la desesperanza. La libertad en medio de tantas esclavitudes. Ahora podrían alegrarse y sentir que la Salvación estaba ante ellos. Me gustaría vivir mi vida así. «No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». Esas palabras me conmueven. Yo a veces caigo en la tristeza y en el desánimo. Pienso que no voy a lograr todo lo que deseo y pierdo la alegría. No confío en el futuro y siento que hay más sombras que luces, más oscuridad que claridad. Son momentos en los que me hace bien escuchar palabras de esperanza. En el salmo doy gracias a Dios por esas palabras: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, roca mía, redentor mío». Necesito oír palabras que me alegren el alma. Hay personas que, llenas del Espíritu de Dios, transmiten esa luz, esa esperanza, esa vida. Me conmueve escucharlas porque sus palabras me llevan al cielo. Hay otras personas que no tienen tanta luz y siembran oscuridad con lo que dicen. Siempre ven lo malo y se quejan de todo. Para ellas la botella está medio vacía y no hay esperanza. No creen en la bondad de las personas y prefieren las tinieblas a la luz. Me gustaría sembrar esperanza a mi alrededor con lo que digo. Ser capaz de dar confianza y hacer creer a los demás en lo bueno que está por venir.

El Evangelio de hoy me sitúa ante Jesús en un momento cumbre. Jesús habla desde el corazón, revela lo que hay en Él y lo hace ante los suyos, ante los que lo conocen desde niño. Tal vez espera que comprendan, que sepan por qué está haciendo milagros, por qué está desvelando su poder. A ellos, a su familia, a los más íntimos quiere mostrarle el sentido de su vida y les habla desde el corazón. pero ellos no comprenden, no entienden que no haga milagros, no creen en todo lo que dice, en ese poder de sus palabras. no creen que todo se cumpla con su venida. Y es que el corazón humano ha dejado de creer. Comenta el Papa Francisco: «Si el corazón está devaluado también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón. Cuando no se aprecia lo específico del corazón perdemos las respuestas que la sola inteligencia no puede dar, perdemos el encuentro con los demás, perdemos la poesía. Y nos perdemos la historia y nuestras historias, porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida contará sólo eso»[7]. Las cosas que de verdad importan suceden en el corazón, en lo más hondo de mi ser donde me encuentro conmigo mismo, con mi verdad. Y continúa: «El corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real, enteramente “propio”»[8]. Cuando mi corazón está roto, demasiado herido o lleno de basura. Cuando no tengo paz para mirar mi verdad. Cuando no me veo tal y como soy y no comprendo de dónde vengo y hacia dónde voy. En ese momento veo que la vida es injusta y que otros tienen lo que yo no poseo. En ese momento dejo de creer en la bondad de las personas porque yo mismo detesto mis mentira y mi odio. Y entonces no puedo amar a los demás en su verdad. O no soy capaz de ver lo buenos que son en su corazón. En mi interior me vuelvo duro y desconfiado. Dejo de creer en la bondad de los hombres. Dejo de ver a Dios oculto en piel humana. Dejo de pensar que unas palabras de sabiduría puedan llenarme de alegría en el futuro. El corazón de aquellos que más conocían a Jesús hombre no eran capaces de ver en Él nada especial. Era uno de ellos, el hijo del carpintero. ¿Por qué habría de ser Él el Mesías? No era lógico. Desconfían y dudan. Quieren ver milagros. A mí también me cuesta creer en aquel al que conozco bien. Si me dicen que mi cónyuge es santo, no lo creo, porque conozco su debilidad. Si me aseguran que un hermano mío, un amigo, incluso mis padres son santos, también dudo, desconfío, los conozco mucho. Cuesta más ver el brillo de los que están más cerca. Veo más su noche, su oscuridad, su pecado, su vulnerabilidad. Y no logro ver que a través de ellos me llega la Salvación. Y es así. Dios llega a mí en corazones humanos que se acercan para mostrarme un camino. No siempre veré sus buenas obras y no estaré tan abierto a ver en ellos la luz que necesito. Hoy Jesús dice que lo que profetiza Isaías se cumple en Él. No le creen aunque al principio se admiran. Yo tampoco me creo todo lo que me dicen de aquellos a los que conozco bien. Me hablan bien de alguien a quien conozco. Ellos ven su luz, yo sus sombras. O yo mismo tengo sombras y brota la envidia o el prejuicio o el miedo a aceptar a mi hermano en lo sagrado que hay en su corazón. Mi corazón está enfermo y no siempre ve la luz. Quiero alegrarme en mi hermano. Cada uno tiene una misión sagrada, como hoy escucho: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro». Comprendo que cada hermano mío tiene una función en este plan inmenso de Dios. Cada uno tiene una misión concreta que realizará desde su debilidad y con la fuerza del Espíritu. Eso me libera de compararme y querer competir. Me hace más de Dios y más libre.

[1] Ricardo Capponi, Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable,

[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[5] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[6] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[7] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[8] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo