Jeremías 33, 14-16; 1 Tesalonicenses 3,12 – 4,2; Lucas 21, 25-28. 34-36
«Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre»
1 diciembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gustaría soñar más alto. Me gustaría subir más alto, alcanzar las cimas elevadas. Estar atento es despertar mi capacidad para ver cómo está mi hermano. Eso es el adviento»
Tengo el alma tranquila. Siento la impotencia de la enfermedad. Me siento incapaz de ser yo mismo. Incapaz de expresar mis sentimientos. Incapaz de poder hablar de mis cosas con tranquilidad. La enfermedad me domina y cuando me domina no soy yo mismo. El dolor es fuerte y entonces dejo de pensar en los demás y solo pienso en mí, en cómo poder quitarme ese dolor. Es lo que tiene el dolor. Hace que me centre en lo que duele y pase por alto el dolor de los demás, sus preocupaciones, sus miedos. Sólo existe mi dolor, mi sentimiento. La enfermedad puede convertirme en un ser egoísta y egocéntrico. Es tan fuerte el dolor que lo demás pasa al olvido. La vida se vuelve pequeña cuando uno está enfermo. Y los problemas de antes son minúsculos al lado de los problemas que trae la enfermedad. En medio del dolor, sea de la gravedad que sea, llego a pensar que bastaría con que desaparecieron esos dolores para estar en paz, para ser feliz. Una pastilla, un cambio en la rutina, algo que aliviane lo que me turba. En el fondo sé que no es así, porque la salud no trae necesariamente la paz ni la felicidad. Quiero tomarme en serio lo que siento, decirlo, sentirlo, aceptarlo, no negarlo. No quiero estar bien para que todos estén tranquilos. Acepto mi realidad como es ahora, con lo que siento, con lo que me quita la paz. Sé que la enfermedad acaba con mi autonomía y mi independencia. Me cierro dentro de mí mismo y no soy capaz de pensar en los demás. ¡Qué fácil es ser egoísta estando enfermo! Siento que todos deberían girar en torno a mí. Ahora comprendo mejor a las enfermos. Siento que a veces puedo juzgarlos críticamente y ser duro con ellos. Tal vez desde fuera el dolor del enfermo me parece menos real, menos tangible, hasta pequeño. Creo en su dolor pero no pienso que sea tan importante. No va a morir de esa enfermedad, me digo. ¿Por qué no cambia su actitud? Cuando no estoy bien, puede salir de mí lo peor versión. Brotan la impaciencia, la rabia, el enojo, la susceptibilidad, la tristeza. En ese momento de vulnerabilidad dejo de mirar a los demás con bondad y paso a juzgarlos. Los critico con envidia porque ellos están bien y yo estoy mal. Ellos están sanos y yo enfermo. A ellos no les alcanzó el cáncer. ¿Por qué a mí sí? Me vuelvo crítico y duro. Les exijo entrega y actitudes que yo nunca tendría con ellos. Ojalá supiera vivir bien la enfermedad pero no sé hacerlo. Para eso tengo que cambiar algo en lo más hondo y ser capaz de aceptar la realidad como es. «La liberación empieza por la aceptación. Para lograr la curación, tenemos que aceptar la oscuridad. Caminamos a través de las sombras del valle hacia la luz»[1]. Me hago libre cuando acepto las cosas como son. No puedo cambiarlas aun buscando soluciones médicas. En esos momentos aceptar la parte de oscuridad que me toca vivir es el camino para ser libre y dejar así que una luz propia brille en mi propio corazón. Por eso me gustaría aprender de los que son alegres en medio de sus dolores. De los que sonríen cuando deberían llorar en su agonía. De los que aceptan con paz las dificultades del camino y los pronósticos que no vaticinan ningún final feliz. Me gustaría ser más libre, más autónomo estando necesitado. Quisiera dejarme ayudar sin pedir ayuda. Agradecer por todo lo que hacen por mí sin pensar que es lo mínimo que deberían hacer y sin sentirme incómodo. Me gustaría ser feliz siendo dependiente, siendo un menesteroso, un herido sentado al borde del camino que sólo espera misericordia. No entiendo que en realidad estoy llamado a vivir con paz y alegría cualquier circunstancia de mi vida. Al borde de la vida, inactivo, improductivo quiero ser feliz. Tal vez no sea útil pero la enfermedad es siempre una oportunidad para madurar. ¿Lo estaré logrando? Me da miedo dejar pasar oportunidades ante mis ojos y no crecer. Sentir que todo esto es sólo un paréntesis en mi vida y ya está. No quiero ser así. Quiero vivir con paz la angustia de no tener el control sobre mi vida. Cuando veo pacientes que son pacientes en su enfermedad siento envidia. No se alteran ante las malas noticias que les llegan. Tienen paz y sólo piensan en el dolor que su diagnóstico causa a quienes le aman. Quieren vivir y no desean morir. No cargan con su pena a los que los acompañan. Quieren hacer de esos días que les quedan los más felices para su familia, para sus seres queridos. Envidio esa manera de enfrentar los días que tienen ante sus ojos. Yo también tengo días contados aunque nadie me haya dicho cuántos. Quisiera vivirlos siempre con paz y saber que en la aceptación de la realidad está el camino de la felicidad verdadera. Aceptar la vulnerabilidad cuando estoy enfermo. Aceptar la dependencia cuando no me valgo solo. Aceptar la compasión cuando la despierto. Aceptar que otros me cuiden cuando yo cuidaba a otros. Aceptar que estén a mi lado aguardando, cuando yo mismo he acompañado con paciencia a otros enfermos. Ser yo el que ahora es cuidado exige mucha humildad. Y me lleva a aceptar con alegría la vida. Esa es la actitud que brota de mi alma hacia María. Aceptar con una sonrisa lo que pueda suceder sin angustiarme. Cada día merece la pena. No hay días más valiosos que otros. Le pido a Dios que me ayude a llenar de vida mis días y no agobiarme tratando de llenar de días mi vida. Cambiar la actitud es lo que hace que todo sea diferente. Ser el centro de la oración de los demás, de su preocupación, me hace humilde. La enfermedad me amansa. La necesidad me hace ser más agradecido. Todo es un don, es misericordia.
Me encanta recorrer las calles de mi ciudad sin pensar en nada. Me encanta pasearme y contemplar la belleza que me rodea. Sin hablar, sin decir nada. Mirar las casas antiguas y las nuevas. El otoño dibujado en los árboles, en las hojas caídas, en las que están por caer. Pasear, sin rumbo, sin prisas, sin nada que hacer, perdiendo el tiempo. Caminar sin pensar que estoy haciendo algo malo cuando no hago nada. Solo caminar, solo estar, sin importarme perder el tiempo, sin aprovecharlo. Sin que me importen el cansancio, el esfuerzo y la rutina. Mirar pensando en ese Dios escondido que permite que me detenga en esta orilla de mi mar, a descansar, a estar, a vivir. Con la barca varada, incapaz de sumergirse en el mar, incapaz de bregar contra las horas, incapaz de luchar con insistencia por llegar más lejos, más hondo, mar adentro. Me gusta contemplar la vida que me rodea porque es como detener el tiempo un instante y hacer una fotografía que quede impresa para siempre en la memoria del corazón. Me gusta vivir este tiempo pausado y cansino. Me gusta vivir el presente sin importarme el mañana que aún no llega. Me gusta abrazar las olas que rompen en la orilla sin apenas hacer ruido, sin levantar el vuelo, sin importar nada más. Me conmueve el silencio lleno de ruidos que envuelve mi alma. El ruido está dentro de mí y no fuera. El ruido lo llevo dentro, en las voces que gritan en mi alma y me confunden. Cuando escucho ruido fuera quizá es solamente el reflejo de lo que tengo dentro. Fuera veo lo que llevo en el alma. Por eso callo para que se callen las olas de mi propio mar. Callo para dejar que las sombras avancen al ponerse el sol cubriendo mi vida. Siento la brisa suave de estos vientos extraños que mueren junto a mí calmando mis miedos. Y me alegra saber que la vida se compone de momentos sagrados que guardo como tesoros llenando el pozo de mi alma. Son momentos que apenas puedo retener un instante entre mis manos para dejarlos ir. Y dejar que emprendan su vuelo en el atardecer de los tiempos, cuando ya no haya más prisas, cuando ya no haya más miedo. Me gustaría comprender que las olas son solamente el reflejo suave que provoca mi cuerpo al moverse en el mar. Incluso si me quedo quieto un instante brotan más olas. Me quedo atónito al pensar en tanta vida que tengo entre mis manos, una vida inmensa que nunca se acaba. Le suplico al Dios de mi camino que me dé alas para no perderme nada de cuanto vivo, de cuanto sueño, de cuanto anhelo. Tengo claro que desde lo alto de los cielos podría observar mi vida. Es como ese mar inmenso que contemplo al elevarme en el cielo en las alas del viento. Siento al contemplar que el tiempo no pasa y se queda detenido dentro de mí. Escucho, más que nunca, esas voces interiores que me hablan, a veces son mis voces negativas que me hablan mal. Otras veces son voces calmadas que me calman. Otras es la voz de Dios que me recuerda cuánto me ama. Lo olvido con demasiada frecuencia. Llevo grabado un nombre en mi sangre, el nombre que me ha dado Dios. Y sé que si hago lo que tengo que hacer mi vida tendrá sentido. Lo que sucede es que olvido pronto lo que aprendo y me dejo llevar por esos atajos fáciles que no me llevan a la verdadera felicidad. Los logros que he conseguido se quedan en nada al avanzar el tiempo. Siempre tengo que comenzar de nuevo. Un día más, una nueva batalla. No basta con recordar lo logrado, hay que enfrentar el presente que siempre es un nuevo desafío. Soy agradecido por todo lo vivido. Y hay muchas personas que han hecho posible lo que soy hoy. Sólo puedo estar agradecido por la vida que vivo, por los amores que toco, por los sueños que se han hecho realidad. No me asusta vivir contemplando en esta vida, dejando que el tiempo se escurra entre los dedos. No me da miedo enfrentar nuevos días cuando llegue el momento. No estaré preparado nunca para dar la vida ni para lograr alzarme por encima de mis fuerzas. Habrá momentos de debilidad en los que aceptaré las circunstancias como vienen sin querer negarlas. No evitaré los malos momentos, miraré a los ojos de cada día que comienza. Sonreiré tranquilo al saber que Dios no se bajará nunca de mi barca. Ya esté varada en la orilla, ya navegue por anchos mares.
Las hojas del otoño. El frío mezclado con un sol que aún calienta. El invierno que amenaza con llegar. Los árboles teñidos de cálidos colores. Hojas verdes, amarillas, marrones. Hojas que desafían al viento manteniéndose firmes en sus ramas. Y otras hojas que caen haciendo remolinos y cubriendo con un manto amarillo el suelo que piso. Las luces de colores, las flores de Pascua, los adornos navideños que ya aparecen señalando hacia dónde van mis pasos. Porque viene ya Jesús casi sin darme yo cuenta. Viene a hacerse carne de mi carne sin que yo comprenda. Viene a asumir mi piel, mis emociones, mis alegrías y mis miedos. Viene a teñir de un azul suave todas las angustias de mi vida. Viene a llenar esos vacíos que ha dejado el dolor como una herida abierta en mi pecho. Porque he sufrido puedo decir que he amado. O tal vez porque he amado mucho es que he sufrido. Sólo sufre el que ama. Sólo el que entrega su vida puede perderla. El que se entrega gana perdiendo. Y el que ama sufre viviendo. Porque el amor da vida y al mismo tiempo la quita. Hace que me descentre para colocar a otro en el centro. ¿Quizás es eso lo que me enseña el adviento? ¿Es ese Cristo al que amo el que viene a decirme que he puesto mal mis prioridades en esta vida? Ese Dios pequeño, niño indefenso, viene al camino ancho de hojas amarillas a decirme que tiene sentido todo lo que vivo. Pérdidas y ganancias. Encuentros y ausencias. No importa tanto cuánto haya logrado al final de la jornada. Importa más saber cuánto he amado y cómo me he dejado el alma hecha jirones en medio de los caminos. Siento una nostalgia grande, de infinito, tan inabarcable que no la logran llenar todas las hojas caídas. ¿Qué sentido tiene que mueran tantas hojas y dejen desnudo el árbol que me daba sombra? Hojas caídas que me muestran que algo tiene que morir para que nazca algo nuevo. Algo viejo se va y llega algo que está naciendo. Tiene el adviento entonces mucho de nostalgia por lo que ya no es. Mucho de asombro por lo que está comenzando. Tallos verdes que aún no veo y me dice una voz en canto navideño que es posible creer aun cuando no vea nada. Que la fe es eso, creer sin ver, esperar sin tener y confiar sin certezas. Es más fácil dejar de luchar que seguir luchando. Desesperarme aun cuando la vida me dice que es posible seguir esforzándome. No sé si lograré llegar tan lejos. Parece imposible pero intuyo que la soledad es solo la antesala del encuentro. Y que no hay una persona sola si tiene a Dios en su alma. ¿Es eso tal vez el adviento? ¿Una niña virgen embarazada que camina sola hacia Ein karem porque así Dios se lo pide? No va sola, una vida gime dentro de su vientre. Y sabe que a quien espera supera todos sus sueños. Porque si no soñara no habría adviento. Y la soledad sería fría con la muerte en su vientre. Pero cuando hay un sí oculto en los pliegues del alma, todo es posible. Decir que sí al misterio más grande que pueda contemplar el hombre. No basta el silencio más profundo para descifrar los misterios. No basta con hacer las cosas bien para vivir cien años. No basta con recorrer largos caminos para encontrar respuestas. Siempre, en la soledad de los caminos, vendrá una voz a decirme que no tenga miedo, que todo es posible. Tiene el adviento hojas caídas y miedos. Silencios y cantos llenos de esperanza. Nostalgia de un amor más grande y pobreza de un amor egoísta. Tan humano y tan de Dios al mismo tiempo. Carreras apresuradas. Caminos largos y angostos. Paisajes llenos de luz y de sombras casi invernales. El deseo de vivir para siempre y la constatación de un hondo amor que nace dentro de mi alma. Esperar, tener siempre paciencia. Saber que un día no es un año y un año no son una eternidad. Que el tiempo pasa y llega. Al final todo acontece. Lo bueno y lo malo, la escasez y la abundancia. No siempre me irá todo bien y el mal no durará cien años. Pero me da miedo confiar en mis fuerzas y no suplicarle a Dios que haga en mí un milagro de esperanza. Que me regale paciencia cuando me falte, y confianza cuando desconfíe. Que no permita nunca que mis lágrimas queden infecundas y que mis gritos no se ahoguen en un silencio oscuro. Quiero sembrar esperanza en caminos de otoño. Me detengo admirado ante las hojas que caen, ante las ya caídas. Como un hombre herido que sabe que sólo el tiempo sana desde dentro el alma. De dentro hacia fuera cierran las heridas. Desde dentro a ritmo lento crece la vida. Quisiera confiar en todo lo que Dios pueda hacer conmigo. En los sueños que tengo escondidos muy dentro. En la esperanza ciega que se anida en mi pecho. En las hojas verdes aún por nacer que auguran tiempos de cielo. Y yo soñando espero, en este adviento extraño de esperas y de vientos, de hojas y de sueños, de heridas y de miedos. Y sé que la alegría más grande es la del abrazo eterno de un Dios hecho niño que viene a mi encuentro. Un niño envuelto en pañales, vulnerable, pobre. Para decirme que no tenga miedo, que camina a mi lado, que todo tendrá un sentido. Su poder no podrá salvarme. Más que hacer quiero ofrecer. Más que lograr quiero sentirme indefenso. Más que poder quiero alegrarme de ser tan niño, tan pobre, tan vulnerable. Arrinconado en el camino, con miedo y frío, sueño. Y espero a que llegue ese Dios que me ha dicho que va conmigo. Nada temo.
En la vida tiendo al control. Quiero que las cosas salgan como las tenía planeadas. No quiero errores, ni cambios, ni fracasos, ni accidentes. No quiero que todo salga justo al revés de lo planeado. El control es la herramienta que uso para ser feliz. Si todo está controlado seré feliz, si las cosas se me escapan del control sufro, me amargo, pierdo la alegría. Tal vez por eso me gusta el adviento y me incomoda al mismo tiempo. Es un tiempo de promesas y de poca realidad: «Ya llegan días —oráculo del Señor— en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: – El Señor es nuestra justicia». Las profecías me hablan de lo que va a ser pero todavía no es. De lo que puede ser de una forma concreta, tal vez muy distinta a la que yo deseo. Esperanza y promesa van de la mano. Profecía y esa luz que brilla en medio de la noche. Pero esa no es la realidad. La promesa aún no ha ocurrido. Te prometo que sucederá, me dicen, que lo lograrás, que tendrás el control de nuevo en tu vida. Pero no me lo creo porque el presente me habla de otra realidad. Nacerá un niño y traerá la salvación. Pero quizás no sea como yo espero que sea, de la misma manera, en los mismos tiempos. Me gusta más el control. Saber que tengo que hacer algo y hacerlo. Comenzar un camino y llegar a la meta. Intento controlarlo todo en mi vida para no sufrir. Y no puedo. Me enseña el adviento que esperar es un arte. Esperar lo que todavía no es sin tener el control sobre las cosas. Esperar sin agobiarme, sin desesperarme, sin perder la paz. Esperar cuando parece imposible que suceda lo que yo espero. ¿Cómo puedo aprender a vivir sin control? Es un arte, un camino que necesito aprender. Y tal vez Dios por eso me regala este tiempo santo para que aprenda. ¿En qué aspectos de mi vida quiero tener el control absoluto sobre la realidad? Aunque quiera no es posible el control. Guardo bien mi dinero. Me reviso la salud todos los días. Como bien, hago ejercicio, descanso, me cuido. Escucho a los gurús que me muestran lo que debo cuidar para tener una vida larga y sana. ¿Quién me la asegura? Leía el otro día: «Tanto en el ámbito empresarial como en el personal la fijación de metas es importante, aunque si perdemos foco en el proceso, que es aquello que puedes controlar, podremos llegar a frustrarnos. Tal y como comentaba anteriormente, la clave es centrarnos en crear hábitos; el proceso es el que nos llevará lejos. La meta debemos tenerla, el propósito también, es decir, recordar “para qué hago esto”; eso nos dará visión, pero sin el esfuerzo y foco en el proceso nunca lograremos de forma consistente lo que queremos»[2]. La vida es adviento, es espera de un tiempo mejor, definitivo, feliz para siempre. La vida es aguardar y dejar ir, soltar. Es fracasar, perder y seguir caminando sin miedo. La vida es experimentar la vulnerabilidad de un niño envuelto en pañales y no dejar de sonreír y bromear sobre mi propia suerte. La vida es adviento, confiar en un Dios escondido en carne humana que no parece resolver todos los problemas de los hombres. Una vida en la que el control no sirve de nada porque la vida siempre de nuevo me rompe los esquemas. Sólo puedo controlar el paso siguiente que doy, el camino que se abre ante mis ojos y alcanzo a ver. El presente en el que puedo decidir qué persona quiero ser y cómo quiero vivirlo todo. Siento que el adviento me habla de la actitud fundamental para ser feliz. Sé paciente, espera, no te angusties ante lo que puede suceder. Las cosas pueden ir todavía peor que ahora mismo, no importa. Todo puede salir mal, no desfallezcas. Confía en que detrás de la noche viene la mañana. Y detrás de las tormentas la calma. No te desesperes, que puedes estar peor o mejor y aun así ese no será el final de tus días. Hay un más allá, un cielo eterno. No desfallezcas pensando que nada de lo que tienes es definitivo. No lo es y no por eso pierdo la alegría y la confianza. Controlar a las personas para que hagan lo que espero de ellas tampoco me resulta. Controlarlas para que hagan las cosas como creo que se deberían hacer. ¡Cuánta energía pierdo en hacer que todo resulte bien, de la forma como yo creo que es la adecuada! No resulta porque los demás son libres y no siempre se adaptan a mis expectativas. No se comportan como espero y no hacen lo que les pido. Me piden consejo y no me escuchan. Tenía planes para ellos y no los hacen realidad. Me desespero y pierdo el control sobre sus vidas, sobre mi propia vida. Me gustaría ser más libre, menos controlador, más capaz de amar hasta el extremo sin vivir amargado porque no resulta el mundo como yo esperaba. La vida no es así, un plan perfectamente organizado por el hombre. Es mucho mejor, más libre. Es el adviento el que me enseña a vivir de verdad. Confiando en lo que ha de venir, sin amargarme cuando debo tener paciencia. Sí, esa bendita virtud que tanto me falta. Paciencia para vivir cada día haciendo lo que tengo que hacer. Más no puedo controlar, sé que no depende de mí.
Adviento es despertar a la vida que nace, es un nuevo comienzo. Es levantar la mirada porque la salvación está cerca: «Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre». Quiero estar atento, despierto, buscando la voz de Dios en medio de los silencios y los ruidos de esta vida. Tengo poca capacidad de concentración. Ya lo leía el otro día: «Nuestra capacidad de atención en una tarea es de 47 segundos, mientras que hace 20 años llegaba a los 2,5 minutos. Cada vez leemos menos y textos más cortos»[3]. Cada vez estoy menos despierto. Cada vez me cuesta más saber lo que está pasando a mi alrededor. Tengo los sentidos embotados: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra». No quiero vivir con los sentidos embotados. Sé que la vida puede adormecer mis sentidos. Mi capacidad de mirar, de escuchar, de tocar. Mi capacidad para abrirme a todo lo que sucede junto a mí sin que sea capaz de darme cuenta de lo verdaderamente importante. Quiero estar atento y levantar mi cabeza. Escuchar, mirar, sentir. Dejar de sumergirme en las redes sociales que me atrapan. No permitir que mis sentidos dejen de percibir la vida junto a mí. Me gustaría soñar más alto, con más fuerza. Me gustaría subir más alto, alcanzar las cimas más elevadas. Estar atento es despertar mi capacidad para ver cómo está mi hermano. Eso es el adviento. Es ver al que está a mi lado sufriendo y detener mis pasos para preguntarle cómo se encuentra. Es dejar de mirarme el ombligo, lo que a mí me preocupa, para pasar a pensar en el que está conmigo y sufre. Quiero despertar del sueño de la muerte, del sueño que embota mis sentidos. Quiero caminar buscando a los que buscan, ayudándoles a encontrar lo que necesitan. En el salmo he rezado: «A ti, Señor, levanto mi alma Señor, enséñame tus caminos instrúyeme en tus sendas haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador». Quiero levantar mis ojos hacia el Señor. Para mirarlo, para que me mire. Para que descanse en mí su amor y me salve. Quiero estar atento a los signos de los tiempos que suceden junto a mí: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Signos externos y en el interior del corazón. Señales que me hablan de un Dios que viene a salvarme. Se acerca mi liberación. Está cerca ese Dios que viene a mi encuentro. Levanto la cabeza. Hoy es tan habitual ver a personas con la cabeza baja, mirando su móvil, sus redes sociales, buscando entretenimientos fáciles. No levantan la cabeza, no alzan su mirada. Es un ejercicio importante. No ir por la calle mirando el móvil, no vivir pendiente de lo que pasa lejos de mí. Centrarme en lo que acontece a mi lado. Alzo la cabeza porque Dios sale a mi encuentro disfrazado, oculto, para que me confunda y crea que no ha pasado. Y yo no lo veo porque tengo los sentidos embotados. Demasiada relajación, demasiado egoísmo, demasiada búsqueda de mí mismo. Se acerca el libertador, aquel que viene a darme la libertad que más necesito. La capacidad para elegir vivir el hoy, el momento presente, el aquí y el ahora. Esa libertad para darme por entero en todo lo que hago. Esa libertad para amar hasta el extremo sin esperar que me amen de la misma manera. Esa libertad que necesito para que mis adiciones y dependencias me dejen alzar la mirada buscando al que me salva. Así es ese Jesús que viene a salvarme. Viene a mi vida, a mi corazón, sale a mi encuentro en medio de los caminos y yo lo necesito. Quiero vivir con Él. Para eso necesito verlo, escucharlo, olerlo, sentirlo cerca. Saber que está a mi lado llamándome por mi nombre. Disfrazado de mendigo, de hermano, de familiar, de persona difícil. Oculto en los que me buscan, a los que yo esquivo porque estoy con mi cabeza agachada, mirando otras cosas, mirándome. Si alzara la cabeza vería que se aproxima mi liberación. Si alzara la mirada vería a ese niño que nace para confundir a los sabios y a los poderosos. Tengo el corazón embotado con tantas cosas que me quitan la alegría. Jesús viene a mi encuentro en este adviento y yo vivo buscando otras cosas, con otros problemas, con mil preocupaciones. Pendiente de mí y de los míos, de lo que creo que es fundamental y no lo es tanto. Jesús viene para liberarme de mis dependencias, de mis oscuridades y tinieblas. Viene para sembrar la luz en mi alma y darme esa alegría que tanto necesito. Quiero alzar hoy la cabeza y despertar, se acerca el Señor, quiero estar atento en este Adviento. ¿Dónde me habla Dios?
El adviento tiene que ver con el amor. El amor de un Dios que ha decidido encarnarse en una carne herida para estar a la altura de mis ojos. El amor que se hace abrazo en el cuerpo de Jesús. Un abrazo que me colma y me llena de paz. Sé que ese amor de Dios en mi vida saca lo mejor que hay en mí. Hoy escucho: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiance así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Por lo demás, hermanos os rogamos y os exhortamos en el Señor Jesús: ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante. Pues ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús». Vivo pendiente de agradar al mundo. De contentar a los que me exigen. De agradar a los que me buscan. Como queriendo que estén contentos conmigo. ¿Y si les fallo en algo? ¿Y si los decepciono? ¿Y si no logro estar a la altura? Me da miedo fallar, no llegar, no alcanzar la cima exigida. Es como si tuviera una pretensión de hacerlo todo bien. Las palabras que hoy escucho me dan esperanza: «El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía a los que lo temen, y les da a conocer su alianza». Misericordia. Compasión de un Dios que conoce mi pobreza, mi vulnerabilidad. La exigencia no la pone Dios, la pongo yo mismo que pretendo hacerlo todo bien y que el mundo, el universo entero, esté feliz conmigo. Si me porto bien me tratarán bien. Justamente el adviento me habla de un niño pequeño envuelto en pañales. Un niño que no se controla, se hace pis y caca delante de sus padres. No teme defraudarles con sus olores y con su suciedad. Un niño que llora porque necesita que lo socorran, no puede hablar, sólo llora, no sabe hacer nada, sólo exige con el llanto, sin contar con cuidar el descanso de sus padres. Un niño que viene a salvarme y no se puede salvar ni a sí mismo. Un niño que no se defiende, no camina, no habla, no grita, no pide, sólo exige con su llanto. Un Dios indefenso al que cualquiera puede matar. Un niño envuelto en pañales. Esa imagen me habla del abandono. Un niño incapaz de valerse por sí mismo. Digno de compasión, de misericordia. Así es el Dios al que adoro. El Dios que me llama en el Adviento no tiene poder, sólo dos padres que lo aman porque es un niño sin un aparente valor. Dos padres enamorados que aman. Una familia que cobija al recién nacido. Un Dios que exige paciencia. ¿A quién podría salvar un niño recién nacido? Dios podría haberse encarnado de otra manera. En un rey poderoso. En una edad en la que tuviera fuerza física y sabiduría para hacer frente a todos los enemigos. Pero el camino es el de la indefensión, el de la mansedumbre. El hombre llevado al Calvario es el mismo niño indefenso en Belén. La misma paradoja del cristianismo. Si quieres ser el primero, sé el último. Si quieres ser poderoso, sirve. Si quieres salvar su vida, piérdela por amor. Esas paradojas que me desconciertan y me hacen pensar que la vida es extraña. ¿Cómo voy a salvar a otros si no logro salvarme a mí mismo? ¿Cómo voy a ser ejemplo para otros si yo mismo conozco mis miserias y mis pecados y soy vulnerable? ¿Cómo voy a ser un ejemplo si no estoy a la altura de lo que los demás esperan? Me desconcierta esa misericordia de la que Jesús me habla. Un corazón que se abaja ante el pobre, ante el indefenso, ante el vulnerable. Un corazón que se arrodilla ante un niño envuelto en pañales. Nada importante, nada digno de ser alabado. Así es ese Dios que se hace carne de mi carne. Vulnerable, expuesto al dolor y a la muerte, a la enfermedad y a la pérdida. ¿Acaso no es Dios todopoderoso? Para confundir a los sabios, escucho. Y yo mismo me confundo. Porque tengo otras pretensiones. Yo mismo quiero ser perfecto aun cuando sé que es imposible. Quiero brillar, aun cuando entiendo que sólo Dios brilla. Busco los primeros puestos aun cuando sé que sólo el que entrega la vida la gana para siempre. Me asombra mi incapacidad para comprender la realidad. Las cosas son de una determinada manera y a mí me gustaría que fueran de otra forma. Sufro porque no puedo cambiarlas y no soy capaz de cambiar ni tan siquiera mi actitud. Si supiera pedir ayuda. Si aceptara la misericordia en mi vida en lugar de querer ganarme el amor del mundo. Si soportara mis pecados, mis pañales sucios, sin escandalizarme nunca. Sólo entonces estaría preparado para dejar que Jesús naciera en mi corazón herido.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[3] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo