Domingo XIII Tiempo ordinario

 

Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24; 2 Corintios 8, 7. 9. 13-15; Marcos 5, 21-43

«La cogió de la mano y le dijo: – Talitha qumi (Contigo hablo, niña, levántate). La niña se levantó y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor»

30 junio 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«No siempre mis sueños llegarán a buen término. No todo saldrá bien y aun así Dios quiere que confíe, que no tema porque Él va conmigo. Si él está a mi lado, ¿qué puede salir mal?»

No es fácil ser padre. La paternidad exige responsabilidad y entrega. Quiero ser responsable de mis actos cuando asumo la paternidad. No es fácil ser padre y acompañar y cuidar la vida que se me confía. No quiero dejar de mirar a S. José. Dios le pidió lo imposible, aceptar a María como esposa, al hijo de Dios como hijo propio. Ser padre espiritual Dios mismo. Parecía una carga excesiva y lo era. Pero ya antes José repudió en secreto a María porque era un hombre justo, de una pieza. Se puso en camino cuando el ángel le hizo ver la verdad. Dios conocía el corazón de José y su pureza y por eso quiso que él fuera el padre de Jesús, el que le enseñara a caminar, a hablar, a rezar, a conocer los secretos de la vida. Ser padre es un desafío inmenso en este tiempo que vivo y supera las capacidades de cualquier hombre. El otro día un padre decía: «Es fácil ser padre cuando los niños son pequeños y miran asombrados todo lo que les digo». Ya no sé si eso es fácil, pero los años pasan y tal vez no sea tan sencillo ser un modelo, una guía para los hijos todos los días, todas las semanas, todo el año. Para hijos que buscan la coherencia en los padres, el amor lleno de ternura y a la vez necesitan que les pongan límites. No es fácil ser consecuente con mi vida en todos los aspectos y hacer yo lo que les exijo a ellos. Los hijos me miran todo el día. No se fijan tanto en lo que digo, mucho más en lo que hago. A veces grito y no me oyen, o quedan heridos para siempre. y es que quisiera que me entendieran e hicieran lo que les pido. Ellos me miran de día y de noche, me observan en todo momento y sé que les duelen mucho mis infidelidades. Se asombran ante mis grandes gestos de amor, ante mis buenas obras y se entristecen cuando me ven hacer daño a personas que ellos aman. y puede que esa imagen que tienen de mí se destruya, se hunda. Cuando muestro el cariño a mi esposa ellos lo ven. Cuando grito y me enojo también me siguen con la mirada. Cuando no suelto el celular y vivo enganchado en las redes no dejan de mirarme. Me siguen a todas partes y se fijan en todo lo que hago y en lo que no hago. Cuando mis órdenes son contradictorias me lo dicen, reflejan como en un espejo mi debilidad. Cuando no soy consecuente con lo que les pido a ellos me lo hacen ver. Cuando estoy estresado, cansado, agobiado, lo perciben y se esconden. Nada les pasa desapercibido. Me buscan porque necesitan una roca sobre la que descansar. Una tierra firme y fértil en la que echar raíces. Y yo huyo incapaz de darles ese descanso. No quieren que yo les cuente mis dramas, mis dificultades, mis miedos. Pero al mismo tiempo se alegran cuando les pido perdón si me he equivocado en algo. Aceptan mis disculpas porque me quieren como padre. Se alegran si soy capaz de reconocer que me he confundido, que no soy perfecto. Sé que reconocer mi pequeñez me hace vulnerable. ¿Buscan un padre perfecto que no cometa errores? No, sólo quieren un padre que se sepa frágil y lo reconozca y construya una vida santa desde cimientos frágiles. No quieren una perfección que ellos no van a poder imitar nunca. Por eso no desean un padre modelo que lo haga todo bien. Siento que el hijo quiere conocer la verdad de su padre, odia las mentiras, sólo desea saber la verdad. Quiere ver su humildad y su pobreza. Quiere comprender que su padre es humano y tiene cosas muy buenas y otras que son áreas de oportunidad. El hijo me ve cuando peco, lo nota, lo percibe. No se le escapa mi humanidad. Al mismo tiempo me admira porque sabe que sueño con ser mejor padre, más acogedor, más niño, más alegre, más fiel. Nadie nace sabiendo ser padre. Uno aprende a caminar caminando, a amar amando, a ser padre siendo un lugar estable en el que mi hijo pueda sentirse amado por mí, cobijado, cuidado hasta el extremo. Quiero pensar que puedo ser mejor padre si me dejo educar por Dios, por María. Si dejo que el Señor se haga fuerte en mi alma. Tengo claras mis fragilidades y sé que no todo lo que haga estará bien hecho. No me importa equivocarme una y otra vez. Me levantaré y pediré perdón, ayuda para ser mejor padre, para acoger con más delicadeza, para escuchar a mis hijos sin impacientarme, para ponerme en sus zapatos y ver la realidad con sus ojos. le pido a Dios la gracia de saber respetar sus tiempos, de no juzgarlos por el presente que viven, por saber esperarlos a que lleguen donde yo sueño que lleguen, sin gritarles, sin presionarlos, mostrándoles un cielo abierto. Con alegría quiero saber que su vida es de Dios y yo solo soy, como José, un padre que Dios ha buscado para que los cuide como sus hijos predilectos. Sólo eso y todo eso. Hoy rezo por todos los padres para que nunca dejen de creer en ese don que Dios les regaló en su paternidad.

A veces lo quiero todo en este momento, ahora y siempre. Deseo poseer la eternidad en un solo intento sin invertir tanto tiempo ni esfuerzo por lograrlo. Quiero abrazar el mundo entero y poseerlo. Recorrer la distancia infinita entre el hoy el para siempre. Conseguir saber qué hay detrás de las nubes, escondido. Decía S. Efrén: «Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desistas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco». Dar un solo paso parece quizás demasiado poco. Es un solo minuto, un instante, un día en una cuenta eterna de días que se suceden. La eternidad es un concepto esquivo y confuso que no alcanzo a entender. Es como querer comprender dónde acaba el mar o dónde comienza. Es el intento inútil de contener toda su agua en un solo cubo, vanidad. O la pretensión de salvar todas las estrellas de mar caídas en la orilla. Un cuento lo explica: «Cierto día, mientras caminaba por la playa, vio una sombra que parecía bailar. Al acercarse a esa figura, se dio cuenta de que se trataba de una niña, ella recogía estrellas de mar que estaban en la arena para tirarlas nuevamente al océano. – ¿Por qué estás haciendo eso? -Preguntó el escritor. – ¿No lo ve? La marea esta baja y el sol está brillando, ellas se secarán y morirán si permanecen aquí en la arena -explico la niña. El escritor quedo asombrado por lo que había dicho la niña y le contestó: – Pequeña, existen millones de kilómetros de playa en este mundo y centenares de millones de estrellas de mar desparramadas por las playas. ¿Qué diferencia hay? Tu solo tiras unas pocas estrellas al océano y la mayoría muere… ¿Qué diferencia hay? – Para esta estrella sí hice una diferencia -contestó la niña». Me conmueve ese cuento. La niña no desiste de su intento aparentemente sin sentido y tan inútil. Es un esfuerzo baldío. Muchas estrellas morirán. Sólo unas pocas serán salvadas. ¿Acaso merece la pena el esfuerzo? Para esas pocas estrellas que se salvaron esa niña hizo la diferencia. A veces siento que hay demasiadas vidas por salvar, demasiadas almas perdidas, tantos corazones rotos y hombres que viven sin un sentido. Y me desborda la misión, demasiado grande para mis hombros, demasiado pesada para mis pocas fuerzas. Yo sólo tengo que salvar algunas estrellas de mar lanzándolas de regreso al mar. Hay muchas almas en la orilla del mundo soñando con el mar y muriendo por el calor abrasador del sol. Demasiadas vidas que necesitan conocer a Dios para encontrarle un sentido a todo lo que viven. Hay tanto dolor y tanta soledad que me quedo sin palabras. Siento la impotencia y la pereza. Si no puedo salvar a todos entonces mejor no salvaré a ninguno. A veces parece ser mi respuesta y me acomodo pensando que hago lo correcto. Que si no puedo dar respuesta a un mundo inmenso tampoco haré lo que me toca a mí. Incluso cuando mis respuestas no contenten a todos, ni mis propuestas sirvan para los que más lo necesitan. Seguro que para alguien será importante, aunque no lo conozca, aunque no sepa quién es. Lo que yo puedo hacer es algo pequeño e insignificante. Pero no dejo de hacerlo. Merece la pena seguir dando pasos cada mañana luchando sin ver los frutos. Doy un paso solo, bebo un sorbo. No pretendo agotar la eternidad ni recorrer todo el mar que me separa del cielo. Simplemente voy mar adentro y navego mecido por las olas, o me detengo cuando no sopla el viento, o me siento anegado cuando estalla la tormenta. Y me mantengo fiel en ese presente que parece único y definitivo. En mi sí alegre y convencido se juega mi vida. En ese instante en el que sueño con el todo haciendo el mínimo que puedo hacer. Mis manos se lanzan a la tarea sin miedo al fracaso, a la caída. Sin miedo a no lograr calmar todos los llantos ni detener todas las violencias. Claro que sueño con un mundo distinto y mejor. Soy consciente de lo que yo puedo hacer y aportar. Tengo claro que no lo puedo hacer todo. Es imposible recoger las redes llenas de peces infinitos. No consigo abrazar a todos los que sufren la soledad. Sé que la vida es corta y mis días están contados. El presente lo abrazo como un gran regalo y me conmueve saber que mis decisiones de ahora son las que marcan la diferencia. Puedo salvar a alguien, animar a algunas personas que estén tristes, conseguir que alguien de un paso adelante. Cada uno en su lugar tiene una misión inabarcable y no por eso se desanima y deja de dar el paso que le toca dar cada mañana. Ese paso es suficiente para sentirme en paz conmigo mismo. No tengo que hacerlo todo bien ni tengo que llegar a todas las metas marcadas en la tierra. No lograré emprender todos los vuelos ni recorrer todo el océano. Me alegra saber que sí puedo empezar ahora una vida nueva salvando los obstáculos que el día me presenta. No tiemblo, me abrazo feliz a la vida que Dios me regala y sigo luchando por llegar más lejos, por salvar más estrellas de mar en la orilla, por decir una palabra de consuelo. Eso basta por ahora, en este momento. `

Siempre me han conmovido las palabras de S. Pablo: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos». ( 2Cor 4, 7). Así es la vida del cristiano. Atribulado, en apuros, derribado, perseguido, herido de muerte pero nunca desesperado, ni angustiado, ni destruido. Así es la vida cuando confío en el amor de Dios. Vivo la vocación y el seguimiento a Jesús con una certeza en el corazón: Dios me ama por encima de mis miedos y fragilidades. Ha puesto en mi alma un tesoro, una riqueza que no acabo de comprender. Y yo soy de barro, una vasija de barro. Estoy roto y por las heridas de mi dolor se derrama una esperanza que viene del cielo. No es mía, no me pertenece. No me he llamado a mí mismo, alguien me llamó a seguir sus pasos y me preguntó cuando me hacía el despistado: ¿Me amas? No sé, le dije muchas veces. Amo aquello que me atrae. O quizás lo que me atrae pienso que es porque lo amo. Pero a veces esas atracciones del momento son instintivas, proceden de lo más bajo de mi ser, están ahí y las reconozco, pero no es el amor del que Jesús me habla. Él me pregunta otra cosa. ¿Qué es lo que de verdad amo? Lo he seguido muchas veces. He dejado mi vida en el intento. He estado atribulado y perseguido. ¿Era todo por un amor más grande? Jesús me mira a los ojos y tres veces me pregunta lo mismo: ¿Me amas? Y yo le digo que sí, que Él lo sabe todo. He dejado tantas cosas por Él: «Cuando terminaron de desayunar, Jesús preguntó a Simón Pedro —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero —contestó Pedro. —Apacienta mis corderos —dijo Jesús. Y volvió a preguntarle: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Y Jesús le dijo: —Cuida de mis ovejas. Por tercera vez Jesús preguntó: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? A Pedro le dolió que por tercera vez Jesús le hubiera preguntado: – ¿Me quieres? Así que dijo: —Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. —Apacienta mis ovejas —dijo Jesús—. Cuando eras más joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías. Pero te aseguro que cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir. Esto dijo Jesús para dar a entender la clase de muerte con que Pedro glorificaría a Dios. Después de eso, añadió: —¡Sígueme!». Pedro respondió a las preguntas de la misma manera. La misma pregunta, la misma respuesta. Tres veces. También negó tres veces cuando otras tres veces le preguntaron si conocía a Jesús, si lo amaba, si tenía su mismo acento o era uno de sus amigos. Tres veces renegó de su amor. Y luego tres veces afirmó su amor. Yo me siento desnudo en medio de mi barro. Mi vasija está rota y deja escapar su gracia, el agua de su amor. Me pide que le siga. Me lo pidió un día. ¿Para qué? Le pregunté muchas veces. Para estar conmigo, me dijo al oído. Ahora le dice lo mismo a Pedro. ¿Sólo eso? No me lo acabo de creer. Porque como Pedro yo lo he negado muchas veces. He buscado más la comodidad, el placer, la paz personal. He buscado la soledad egoísta. He retenido la gracia que me venía del cielo sin querer compartirla. Me he escondido en el mar para que no me encontrara. He huido. Sin saber a dónde ir. Y Él me ha vuelto a encontrar y me ha pedido que lo siguiera de nuevo. Ya me conoces, le he repetido. Y Él ha insistido. Acaso pienso que me llama por mis capacidades, por mis talentos naturales, por mi inteligencia y carisma personal. Si Dios puede sacar hijos de Abrahán de debajo de las piedras, como les decía a los fariseos. No, no me llama porque yo sea especial, porque tenga un don natural que Él mismo me ha dado. No piensa que sin mí la misión estaría incompleta. Entonces, ¿por qué me llama? No lo sé, la verdad. Repite mi nombre y me vuelvo a sorprender. ¿Para qué? Para estar con Él, me dice, cuidando a los suyos, apacentando a los que están hambrientos, cobijando a los desamparados, calmando a los que viven con angustia y ansiedad. Sí, sólo eso. Pero yo no sé hacerlo porque me siento derribado y perseguido. Llevo en una vasija de barro su vida. Es su don el que sigue siendo fecundo. Es su gracia la que calma los corazones rotos de los hombres. Es su amor el que sana la sed de amor que padece el mundo. Pero me necesita. Soy sus brazos, sus piernas, su voz, su mirada. Soy yo el que escucha mientras Él aguarda detrás de mi barro. Me ven a mí y ven el barro, la vasija rota. Miran más hondo y siguen viendo mi pecado y mi debilidad. Siguen buscando y comprenden que no debo ser yo el que hace los milagros. Y yo les grito que así es, que es Dios el que hace el milagro. Estoy yo en medio. Puedo ser una puerta abierta o cerrada. Puedo alejar a los hombres de Dios o puedo acercarlos a su amor verdadero. Soy yo con mi debilidad humana. Y quiero huir de nuevo porque es mucha la responsabilidad y pesa el amor. Sí, es por amor. Porque lo amo, porque quiero estar con Él, porque deseo que muchos puedan calmar en Él su sed. No sé cómo lo haré. No tengo ni idea. Me pide que me deje hacer. Mi orgullo, le recuerdo y mi testarudez, y mi impaciencia. No importa, insiste. Simplemente escucha. Pero es que quiero tener éxito. Olvídalo, me repite. No te llamo para que tengas éxito. Fracasarás como yo fracasé. Le vuelvo a gritar que yo quiero caminar sobre las aguas. No insistas, me repite. No vas a poder hacerlo si no estoy dentro de ti, si no te sostengo. No vas a ir a ningún lado si no soy yo el que le da sentido a tu vida. Me calman sus palabras. Parece que me quiere, que desea que esté con Él. Yo no sé hacer nada solo. Ahora me queda confiar y esperar. Él hará los milagros.

Dios me creó para la vida pero yo experimento continuamente la muerte. Me conmueven la corrupción, la enfermedad, el dolor, la angustia, los accidentes, las catástrofes naturales: «Dios no hizo la muerte ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando». Entró la muerte por el diablo porque Dios en el paraíso me creó para la vida eterna. Todo es temporal y el corazón humano está hecho para la vida eterna. Es una paradoja, algo que me cuesta entender. Estoy llamado a vivir en el cielo mientras vivo el infierno en la tierra. ¿Cómo hago para confiar en medio de las adversidades? ¿De dónde saco las fuerzas para seguir creyendo cuando todo a mi alrededor es oscuro y negativo? Meses de sequía en los que la necesidad de agua se convierte en urgencia. Súbitamente un temporal de agua que todo lo inunda y causa destrozos. No hay un punto medio, todo son extremos. Y en medio de esos extremos es difícil encontrar la paz. Me gustaría hacer lo que me invita a vivir el salmo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre; su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre». En medio de las adversidades clamo a Dios para que me oiga. Le grito para que escuche mi angustia. Cuando el agua sigue cayendo pesadamente y no encuentro paz en la búsqueda. ¿Cómo podré confiar en miedo de las adversidades? No es tan fácil tener esa fe ciega. Soy impaciente y quiero que todo se resuelva en este instante. ¿Cómo enfrentar una enfermedad recién diagnosticada, sin saber, sin poder pronosticar? Sólo la fe puede darme algo de esperanza. ¿Cómo detengo las aguas de un río desbocado que arrasa con todo? Confío. Algo sucederá que todo lo calme. Me da miedo perder la fe cuando me encuentro en medio del dolor, de la enfermedad, de la muerte. Cuando todo parece muy oscuro. No quiero perder la esperanza. Quiero aprender a confiar. Todo se pone oscuro mientras yo confío. ¿Cómo puedo vivir la santidad en el presente? Justamente en eso consiste ser santo, en dejarme hacer por Dios ahora, en abandonarme en sus manos y saber que sólo en Él podré tener paz. Quiero ser santo, no hacerlo todo perfecto. No es falta de modestia tener el deseo de ser santo. Es justo al revés, porque la santidad no pone el acento en mi perfección sino en la de Dios. No tengo que hacerlo todo bien, más bien se trata de confiar, de soltar y dejar ir. No me aferro a mis planes estrechos. Deseo la paz de saber que todo puede suceder. No quiero controlarlo todo, aunque lo intente. No es posible. El agua sigue cayendo lentamente, constantemente, sin pausa. ¿Cómo se pueden calmar las fuerzas de la naturaleza? No hay manera. Soy débil, pequeño, un ser humano en las manos de Dios, una creatura frágil. No consigo calmar las aguas ni los vientos como lo hacía Jesús. Quiero mantenerme alegre y optimista: «Hablo del optimismo que protege al cerebro. En una revisión publicada en Psychological Science tras analizar más de 400 estudios, refieren que la función mental se verá beneficiada cuando se mantiene una actitud optimista agradable y orientada a las metas. También el ejercicio físico, permanecer socialmente integrado y participar en actividades que estimulen la mente»[1]. El optimismo eleva el ánimo y la capacidad de enfrentar las dificultades. La actitud contraria, la pesimista, la negativa, es la actitud que envenena el corazón. Porque no logro avanzar si no creo que es posible alcanzar lo que anhelo. No recorro ni siquiera un metro si no tengo claro que camino hacia Dios. Él es quien me sostiene siempre y le da sentido a todo lo que me sucede. Creo en medio del caos y de la tormenta. Espero cuando parece mentira que pueda seguir esperando. Soy optimista con mi vida y con mis planes. Dios ha sembrado en mi corazón la esperanza para aspirar a lo más grande y creer en lo imposible. Esa actitud positiva es la que me levanta. La actitud negativa del que todo lo ve mal y se queja siempre, es la que no construye, no eleva el ánimo y no salva a nadie. Necesito ser positivo y alegre. Es fundamental mirar el futuro con una actitud madura. Dios sabrá sacar el bien de todo el mal que pueda suceder. Su poder me salva y por eso estoy alegre. Me hace santo con su poder, yo no soy santo por mí mismo.

Hoy Jesús se deja molestar por los que lo necesitan y no duda en ir a ayudar: «En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: – Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Hay una niña pequeña que necesita ser curada. Jesús estaba rodeado de mucha gente. Sabía que había venido para las pobres ovejas que necesitaban un pastor que las guiara. Él era el pastor, era el que podría darles un sentido a sus vidas. Mientras hay vida hay esperanza. Él era el jefe de la sinagoga. Podía pedirle a Jesús que lo ayudara y Él así lo hizo. Jesús se dejó tocar por esa necesidad. Yendo de camino ocurrió lo peor: «Se fue con él y lo seguía mucha gente. Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Había muerto la niña. Ya no tenía sentido molestarlo. Yo a veces soy así. No quiero molestar a Jesús con mis problemas, estará ocupado o tal vez lo mío no sea tan importante. Mejor que atienda a otros, que se preocupe de otros. Me escondo entre la muchedumbre para que no me vea. Ha muerto la niña, ya no hay esperanza. Siempre soy yo el que determina cuándo algo es posible o no. Una muerte es el final de todo. Ya no hay vida, ya no hay curación posible. Ha muerto esa niña que movió a Jairo a buscar a Jesús. ¿Para qué seguir molestando? Soy yo el que desisto y le digo a Jesús que no venga, que no me hace falta su compañía, que no necesito su amor. Ya no hay solución, le grito. Ya todo ha concluido. Me falta fe, no tengo esperanza. Por eso me sorprende cuando escucho lo que sigue: «Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: – No temas; basta que tengas fe». ¿Cómo no va a temer cuando la niña ha muerto? Sólo siente la amargura y la pena después de la muerte. Una niña pequeña, en la flor de su vida. Una niña inocente. ¿Por qué hay que tener fe cuando ya no hay esperanza? No temas. Esas dos palabras me parecen claves. No tengas miedo, me dice Jesús. No quiere que me desespere, que tire la toalla. No desea que pierda la esperanza en medio de un mundo sin esperanza. Me mira conmovido como a Jairo. No temas, me lo dice muchas veces. Yo sí tengo miedo. Temo esta vida llena de imperfecciones y dificultades. Esta vida que está llena de tormentas y peligros. Esta vida en la que se inunda el mundo a mi alrededor y no sé cómo salir de los problemas. Me asusta el futuro incierto que no me garantiza la salud ni la riqueza. Nadie me asegura que mañana seguiré en este mundo. Nadie me promete que lo que haga hoy dará su fruto la próxima semana. Nadie tiene el poder de decirme que todo va a salir bien. ¿No están acaso vacías estas palabras: no temas? Me pide que no tema cuando solo siento miedo. Me pide que no dude cuando estoy lleno de dudas. Me pide que no me angustie cuando la ansiedad ante el futuro me duele por dentro. Quisiera romper ese velo que cubre el mañana para ver más allá de mi presente. ¿Estará todo bien mañana? ¿Seguirá todo como hasta ahora? No lo sé, sólo quiere Dios que confíe, que no tenga miedo. No sé hacerlo pero le digo que sí, que lo intentaré, que no dejaré de creer en el mañana. El cielo sigue cubierto de nubes, no para de llover. Pero yo espero, confío en ese Dios que me acompaña y me abraza por la espalda, no me deja nunca, no me suelta. Me gusta ese amor incondicional que me recuerda que he nacido para dar la vida, para no guardarme nada. ¿Y si lo pierdo todo? ¿Y si muero antes de lo que tenía pensado? Me asustan tanto las enfermedades repentinas. Esas malas noticias que le ponen límite al futuro y lo llenan de incertidumbre. ¿Cómo no voy a tener miedo? Vivir sin miedos no es humano. Lo único que tengo que lograr es confiar más. Confiar en el poder de Dios. ¿Acaso no creo que Él puede hacer milagros en mi vida? «No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: – ¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: – Talitha qumi (que significa: – Contigo hablo, niña, levántate). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor». Puede ser que Jairo siguiera dudando hasta el final. ¿Cómo podría él imaginar que Jesús iba a resucitar a su hija? ¿Qué derecho tenía él? La niña estaba muerta. No había esperanza y Jesús le pide que confíe, que no tema. Él teme y, cuando menos esperanza tiene, Jesús obra un milagro. ¿Cómo no voy a creer entonces en lo imposible? No siempre saldrá todo como deseo. No siempre Jesús resucitará a mis muertos o salvará mi vida. No siempre todo saldrá bien. no siempre todo resultará precioso. No siempre mis sueños llegarán a buen término. No importa. La confianza no está puesta en mis expectativas. No todo saldrá bien y aun así Dios quiere que confíe, que no tema porque Él va conmigo. Si él está a mi lado, ¿qué puede salir mal? Nada. Me gusta esa mirada. Nada va a salir mal, nada va a resultar confuso. Todo va a ir bien, Esta certeza me sostiene, no la de los milagros, sino la de su presencia en mi vida. Su amor es más poderoso que todos mis miedos e inseguridades.

¿Qué sentido tiene la vocación al sacerdocio en un mundo como este? Un camino extraño entre tantas otras opciones. ¿No se puede entregar la vida mejor de otra manera? A veces pienso que un sacerdote tiene que ser alegre, servicial, totalmente de Dios pero sin abandonar el mundo. Muy espiritual y humano a la vez. Cercano y lejano. Enamorado de Dios y de los hombres. Equilibrado, normal, en armonía. Que cometa pocos pecados. Que no escandalice a nadie con sus conductas. Buen consejero. Paternal, amigo, sociable, capaz de vivir en soledad. Un hombre de una pieza, insobornable, que nadie pueda presionarlo para cambiar sus posturas. Un hombre fiel, de palabra, firme y sólido. Un hombre tierno, capaz de abrazar sin retener a nadie. Cuando leo esa lista de presupuesto, me siento desbordado. Hoy escucho: «Lo mismo que sobresalís en todo – en fe, en la palabra, en conocimiento, en empeño y en el amor que os hemos comunicado -, sobresalid también en esta obra de caridad. Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En este momento, vuestra abundancia remedia su carencia, para que la abundancia de ellos remedie vuestra carencia; así habrá igualdad. Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba». Esas actitudes del apóstol también valen para el sacerdote. ¿Si es así, no parece imposible ser un buen sacerdote? Sí, imposible. Me sigue sorprendiendo la llamada del Señor a seguir sus pasos. Puso en mí su mirada sin yo esperarlo ni desearlo. Me llamó sin estar preparado para seguirlo. Más bien hubiera querido huir a otra parte, seguir mis propios planes. Y no vivir expuesto en este mundo tan difícil de manejar. Hablarán de ti, hagas lo que hagas, escucho y me tranquilizo. No pretendo alcanzar todos los éxitos. No quiero salvar el mundo. Sigo a Jesús que me sigue llamando hoy. Voy detrás de Él y caigo, como Pedro, tres veces o más. Lo niego y digo que no estaba con Él. Grito que no tengo su acento. Y reniego de los que también iban con Él, no soy uno de sus discípulos. Todo por miedo. Es más fuerte el miedo a perder la vida. Pensé que podía. Tal vez al principio, cuando escuché por primera vez su voz, pensé que yo me bastaba. Que tenía fuerzas suficientes. Que podría caminar sobre las aguas. y lograr pescas milagrosas. Me pedirían milagros, y yo los haría sin pensar que no tenía poder para hacerlos. Los años me fueron cambiando. Las decepciones o las turbulencias de los tiempos. Y cedí en mi fuerza, caí cuando no lo esperaba y me dolía mi orgullo al caminar herido. Estaba herido en lo profundo. Había renegado de Jesús cuando sólo era Él quien sostenía mi vida. Caminé a su lado pensando que ya no me quería. Volví hacia Él mi rostro buscando su mirada. ¿Me amas? Me soltó un día. ¡Qué podría decirle! Claro, le dije, tú sabes que te amo. O al menos deberías saberlo. Te amo. Por eso lo he dejado todo para seguir tus pasos. Sin entender el sentido de mi propia vocación. ¿Era necesario dejarlo todo? Sonríe, no, nunca es necesario, es sólo una opción entre muchas. Podría haber seguido otro camino, podría haber elegido otra ruta. Dije que sí porque lo amaba. Mejor aún, porque me sabía amado por Él. ¿Me amas? Resuena de nuevo su voz en mis entrañas. Él ya lo sabe. Pero no cesa en sus preguntas. Quiere más de mí, quiere que le dé la vida. Ya lo escribí todo eso en alguna oración un día. Papel mojado hasta que se hace vida. Lo quiero más que a mí mismo, más que a mi vida. No lo sé, ojalá ese amor no se apagara nunca. ¿Me quieres? Por tercera vez y me duelen las entrañas. Toda mi vida caminando sus pasos. ¿Será que no lo quería tanto? Tal vez me he buscado a mí mismo a menudo. He buscado el honor, la gloria, los mejores lugares, el éxito, el reconocimiento. Vanidad de vanidades. No es necesario vencer para ganar la vida. Es todo lo contrario. Tengo que perderlo todo, que sentir que las fuerzas se me escapan, que notar que las sangre me abandona. Claro que lo quiero, si no hubiera sido imposible llegar hasta este día. Hasta esta cumbre en lo alto de un monte. Confiando. Si no estuviera herido en la confianza. Si supiera que puedo ser realmente libre. Si comprendiera que la vida crece lentamente y necesito ser paciente. Hoy miro a Jesús desde las aguas mientras me hundo. Tú sabes que te quiero, le grito entre las olas. Y Él me pide que no dude, que confíe, que no tema, que espere, que siga amando en libertad, hasta dar la vida. No importa cómo sean las cosas. Basta con que la paz inunde mis entrañas en medio de la tormenta.

[1] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo