Isaías 6, 1-2a. 3-8; 1 Corintios 15, 1-11; Lucas 5, 1-11
«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron»
9 febrero 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Recordará lo que sintió en su alma ese día. La voz que le susurró que le amaba con locura. Y responderá contento a la llamada, se pondrá en camino presuroso para no perder de nuevo las huellas dejadas por Jesús sobre las aguas»
La verdadera conversión supone un cambio profundo de vida. Supone dejar algo de la vida anterior para comenzar un nuevo camino. Saulo perseguía cristianos en el nombre de Dios. Hasta que Jesús le preguntó que por qué lo perseguía. Dejó de llamarse Saulo y pasó a llamarse Pablo. Quedó ciego un tiempo y luego recobró la vista. Y se volvió fanático de la verdad que había descubierto en su vida. Creyó en ese Jesús que se le apareció en medio del camino para cambiarle la vida, para que su vida diera un vuelco. Me gusta ese Pablo renovado. Ese Pablo que comienza un nuevo camino, una nueva manera de vivir, de amar, de entregar la vida. Podría haber seguido como hasta entonces, o haberse negado a ser un apóstol cuando no se sentía digno. Pero fue tan terrible lo que vivió que cambió de vida. «A veces puede pasar algo tan traumático o trágico que tengamos que decidir entre seguir como hasta entonces o cambiar a mejor»[1]. Saulo cambió a mejor y pasó a llamarse Pablo. Algo nuevo comenzó en su corazón. Esa es la verdadera conversión: «Busca expresiones como «No puedo», «Estoy intentando» o «Necesito» y trata de reemplazar estas frases restrictivas por otras como «Puedo», «Quiero», «Deseo» o «Decido». Este es el lenguaje que nos impulsa a cambiar»[2]. Necesito cambiar esas frases para mejorar, para hacer las cosas de forma diferente, para aprender cosas nuevas. «Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro», como decía Santiago Ramón y Cajal. ¿Cuándo fue la última vez que inicié un camino nuevo, decidí aprender algo nuevo, me aventuré en un desafío que superaba mis fuerzas y mi capacidad? En ese momento me creí capaz de lo imposible. Cambié algo grande en mi vida y comenzó, como si de un parteaguas se tratara, un nuevo destino. Me gusta pensar en todo lo que puedo hacer con mi vida si me lo propongo. El no para todo ya lo tengo. Quiero arriesgarme. Me conmovían las palabras que una hija, al pensar en su madre fallecida, recordaba: «Todo va a estar bien, no te preocupes, para eso tienes madre», le decía siempre. Si empiezo un camino nuevo todo va a estar bien. No me va a dejar solo ese Dios en el que creo. No me va a abandonar en medio de la noche. Me gusta pensar que Jesús quiere que cambie de vida. No una vez, si ya lo hice, sino una y otra vez. Porque tiendo a quedarme en el lugar en el que estoy más cómodo y allí me siento seguro, no avanzo, no consigo mejorar. Pido la conversión de Dios en mi vida. Le pido que me tire de mi caballo en el que me he acomodado. Puedo avanzar, cambiar y mejorar. Puedo hacer las cosas de forma diferente. Puedo dejar de decir que no puedo o necesito. Porque hay cosas que tal vez no necesite para vivir mejor. No necesito hacer lo mismo siempre para estar seguro. No necesito responder a todas las expectativas del mundo para ser feliz. No necesito estar continuamente conectado con el mundo para sentirme útil. No necesito que los demás me necesiten para sentir que valgo. Mi vida no vale más si mucha gente necesita verme, hablarme, estar conmigo. No es así. La conversión significa buscar más a Dios como el centro de mi vida. Ponerlo en lo más hondo de mi corazón. Las raíces importan mucho más que las ramas. Podrán caerse las ramas, pero mientras las raíces sean muy hondas no habrá peligro. Porque necesito, eso sí, que la conversión sea de verdad y toque las fibras más profundas de mi corazón. Necesito que Dios tome posesión de mi vida para no vivir yo tomando decisiones equivocadas que me aparten de mi centro. Necesito saber para lo que Dios me necesita, para saber que tiene sentido todo lo que hago. Necesito que la luz llegue a mi alma para ver con claridad lo que puedo hacer, lo que puedo decir, lo que puedo comenzar. Necesito que las cadenas de mi prisión se rompan, para ser más libre, más auténtico, más fiel a mí mismo. Necesito que se caigan las escamas de mis ojos para ver con claridad lo que tengo delante de mí. Los sueños que merecen la pena. Las alegrías que puedo vivir si me abro al don de la vida que Dios me regala.
Hay muchas cosas que no son necesarias para sobrevivir. Puedo vivir sin ellas, no todo es necesario, no estoy obligado a muchas cosas: «Podemos dejar de añadirnos peso y presión a nosotros mismos diciéndonos que algo es necesario para sobrevivir cuando no lo es. Y podemos dejar de ver nuestras elecciones como obligaciones»[3]. Es cierto que muchas de las decisiones que he tomado en mi vida condicionan mi presente. Y lo hacen para bien, porque es lo que yo quise y sigo queriendo. Aun así no lo veo todo como una obligación sino como parte de mi camino, como mi realización como persona. Quiero mirar a mi corazón. Porque en lo más íntimo de mi ser es donde me encuentro con Dios: «En lugar de procurar algunas satisfacciones superficiales y de cumplir un papel frente a los demás, lo mejor es dejar brotar preguntas decisivas: quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas preguntas me llevan a mi corazón»[4]. Quiero descubrir mi identidad, mi ser, mi vocación, mi misión más clara, mi verdad más nítida. Me pierdo con frecuencia y no le encuentro sentido a mi camino. No soy capaz de avanzar. ¿Qué es lo que busco en mi interior? ¿Qué es lo que realmente deseo, lo que me hará feliz y pleno? No quiero que se me escape el tiempo entre las manos. Quiero vivir, quiero amar, quiero ser amado, quiero conquistar muchos sueños. Sí, quiero soñar y no conformarme con lo que ya he conseguido. Al final la esperanza no es esperar lo que ya veo al alcance de la mano. Va mucho más allá. Es esperar que suceda lo que parece imposible. Lograr aquello que se muestra sólo como una quimera. Me gustaría ser capaz de mirar dentro de mi corazón para encontrarme en lo más íntimo con Dios habitando dentro de mí. El Santuario corazón, ese lugar predilecto en el que Dios habita. El tiempo de hoy no me ayuda: «El hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva. Falta corazón»[5]. Vivo derramado en una vida que fluye, en unos días que se escapan, pierdo mi tiempo volcado en las redes sociales, dejándome interpelar por los acontecimientos mundiales que se suceden sin darme un respiro. No hay tregua. Todo sucede a gran velocidad. Me falta la paciencia para quedarme quieto mirándome, descansando, observando. La vida no se juega en cada instante. No tengo que decidir cosas continuamente, ni responder a todas las necesidades del mundo a mi alrededor. Me confunde todo lo que veo. Me falta armonía y no encuentro la paz ni en el descanso. El corazón es importante, es mi espacio sagrado en el que habito, en el que Dios me habita. Allí donde soy yo mismo sin mentiras, sin artificios, sin invenciones. Allí desnudo en mi pobreza me amo como soy y soy testigo de todo lo que Dios puede hacer conmigo. Pero hoy no aprecio la importancia de mi corazón. «Si el corazón está devaluado también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón»[6]. Necesito centrarme en mi corazón. Dejarme espacios sagrados en los que hacer silencio y escuchar. Dios me habla al corazón, quiere seducirme para hacerme volver al primer amor. Para enseñarme cuál es el sentido de mi vida. Si no cuido el corazón me voy a secar como la planta que pierde sus raíces. Se seca y muere sin esa vida que procede de lo hondo de la tierra. Las raíces son sagradas y se encuentran en mi corazón. Quiero volver a encontrarme en silencio dentro de mí. Quién soy yo, hacia dónde voy, de dónde vengo, qué necesito. Sí, hay cosas que necesito para vivir y no son precisamente muchas de las obligaciones que yo mismo me impongo u otros me exigen. No es ese tiempo de necesidad. Dios quiere que lo mire a Él. Quiere que lo mire desde lo más hondo de mi ser. Allí donde puedo aprender a vivir y ser un niño amado. Porque en mi corazón se esconde mi ser niño. Soy un niño bueno, libre, alegre. Un niño confiado y fiel. Un niño que piensa bien porque es ingenuo. Un niño que descansa en los demás y los quiere sin juzgarlos. Un niño que se sabe elegido, amado, buscado, deseado por un amor más grande que lo sostiene. Un niño que no tiene engaño ni doblez. Un niño que busca la verdad en todo lo que hace, es asertivo y dice siempre lo que piensa. Un niño vulnerable que puede ser herido con facilidad porque no piensa mal de nadie y puede llegar a confiar en todos. Un niño abierto a la vida y soñador. Un niño con un corazón inmenso que no deja de amar. Ese niño se esconde y duerme dentro de mí. Me he puesto una coraza para protegerlo. Y lo he cubierto para que no le hagan daño. Así he conseguido ocultar a mi niño, esconderlo, para que nadie alcance a verlo.
La mentira nunca me hace crecer. Lo que aparento ante los demás puede ser mentira cuando no se corresponde con lo que de verdad hay en mi corazón: «La pura apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío»[7]. En mi corazón sé quién soy de verdad. Allí no hay mentiras, allí me encuentro yo solo ante mi verdad desnuda. Allí me reconozco en mi pobreza, en mi pecado. Aun así puedo engañarme a mí mismo y convencerme de alguna mentira para sobrevivir, para tener algo de paz. No es fácil encarar la verdad en mi vida. Me engaño, me digo que no pasa nada, que no es grave, cuando el dolor es inmenso y tapo así mis emociones verdaderas. O me llego a creer que no tengo una adicción cuando estoy muy enganchado a algo. Esas mentiras me hacen mucho daño, me envenenan. Aparentar algo que no soy también es dañino. Decir que soy de una determinada manera no me hace ser de esa manera. Aunque me lo acabe creyendo no lo seré nunca. Me cuesta aceptar mi verdad, asumir mis límites, ver mis fragilidades y mostrarme vulnerable ante Dios. Sólo ante sus ojos soy el que soy. Hay muchos tipos de mentiras. A veces miento para evitar dañar a los demás. No les digo lo que pienso cuando eso que pienso puede hacerles daño. Son mentiras blancas. Sólo trato de evitar un daño. Igual que las mentiras piadosas. No siempre el otro está dispuesto a aceptar la verdad que quiero mostrarle. No siempre decir todo lo que pienso es el camino mejor, no es necesariamente lo más caritativo. Puedo callar, puedo omitir decir lo que siento y creo en ciertos momentos, lo que no me gusta, lo que no me parece bien. Hay otras mentiras obligadas cuando alguien pretende saber cosas de mi vida privada que no estoy obligado a contarle. No todo lo que los otros quieren saber de mí tienen derecho a conocerlo. Hay un sigilo que es un derecho del corazón humano. Nadie puede pedirme que le cuente lo que no quiero contarle. Y si tengo que mentirle, lo haré. Porque no tiene derecho a que yo le cuente. Hay otras mentiras que sí son dañinas. Son aquellas en las que pretendo hacerles creer a los demás algo sobre mí que no es verdad. Les muestro una imagen falsa de mí. Me invento un título que no tengo. Les hago creer que soy de una determinada manera. De esa forma obtengo la aceptación de un grupo o algún beneficio. Puede ser que yo mismo llegue a creerme mis propias mentiras. Las he dicho tantas veces que se han convertido en verdades en mi corazón, sin dejar de ser mentiras. Me hacen daño porque vivo en un engaño y sigo mintiendo para mantener las mentiras que previamente he contado sobre mí, sobre mi pasado. Muestro una imagen falsa de mí que no existe, sólo en mis deseos o en mi imaginación. O bien creo que es la única forma de lograr que los demás me acepten en su grupo y no me juzguen. Esas mentiras construidas sobre apariencias me hacen daño, me envenenan, me hacen más vulnerable. Otras mentiras las digo para tratar de conseguir que los demás hagan algo para mí. Miento sobre mis intenciones. Les digo tal vez lo que ellos quieren oír de mí, aunque no lo piense en mi corazón. Les miento para que hagan ciertas cosas por mí, asuman algunos compromisos y obedezcan mis deseos. Esas mentiras hacen daño porque no se corresponden con la realidad. Convenzo, persuado, seduzco con mentiras a los demás. Los embauco con mi lengua hábil y así consigo lo que yo deseo. Mis intenciones entonces no son nada puras, están envenenadas. Tengo el corazón dañado por esas mentiras. Hay otras mentiras que esparzo sobre otras personas. Digo cosas que no son verdad, aunque pudieran serlo, sobre aquellos a los que quiero dañar. Difamo, exagero, interpreto lo que el otro quiso decir o hacer. Mi imaginación hace daño a la imagen de los demás. No los amo, más bien los envidio o detesto y por eso busco hacerles daño. Parece que contar mentiras sobre ellos me da paz. Ante el descrédito del otro parece que yo soy mejor. Los miro a ellos con tantos defectos como cuento y me siento más tranquilo. Hay otras mentiras que también son dañinas, cuando trato de engañar otros para sacar yo un beneficio. Esas mentiras me envilecen y sacan lo peor de mí. Miento para lograr mis objetivos. Oculto cosas que me pueden perjudicar en esa búsqueda. Miento también cuando evito asumir las responsabilidades de mis actos. Le echo la culpa a otros, digo que yo no he hecho lo que parece hecho por mí. Oculto lo que hice, engaño con astucia, me invento cosas. Estas mentiras me alejan de la verdad y me hacen daño además de dañar a otros. Algunas personas mienten de forma compulsiva. Se han acostumbrado a hacerlo y ya no lo piensan. Mienten por inercia. Las mentiras siempre tienen consecuencias en mi vida. Lo que de verdad me hace bien es vivir en la transparencia y en la verdad. Ser honesto y franco ante los que me rodean.
Hoy las palabras del profeta Isaías me invitan a abrirme a la voluntad de Dios: «Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: – Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Entonces escuché la voz del Señor, que decía: – ¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros? Contesté: – Aquí estoy, mándame». El ángel con un ascua en la mano se acerca y me quema la boca para purificarme. Me gusta esa imagen. Necesito que el amor de Dios purifique mis labios, mi alma, mi corazón. Me purifique de todo lo que me llena el corazón de rabia, de odio, de pesar, de impureza. El fuego purifica mis pensamientos y mis intenciones para que sean más puros. Me llena de luz y de paz cuando en mí habitan la oscuridad y la rabia. Me regala el consuelo y la esperanza cuando vivo desesperanzado. Se iluminan mi corazón y mi mente para que sepa lo que tengo que elegir en cada momento y sepa optar por aquello que saca lo mejor de mí. Al mismo tiempo ese fuego me consagra por entero a Dios para que toda mi vida gire en torno a Él. Me pide Dios que opte por Él, por su amor, por la verdad. No quiere que viva alejado de su presencia. Soy purificado y puedo entonces responder que sí a su llamada. Porque Dios se pregunta a quién puede mandar como su mensajero. Quién puede ser su enviado que lleve alegría y esperanza a quienes lo necesitan. Yo puedo ser ese mensajero que Dios necesita. Me envía para que pueda hacer realidad su misión en mi vida y en la vida de los demás. Me gustaría ser capaz de decir siempre esas palabras llenas de vida y aceptar la voluntad de Dios. Le repito al Señor que aquí estoy para servirle, para seguir sus pasos. Antes de estar dispuesto a seguir a Jesús necesito estar en paz conmigo mismo, reconciliado con Dios y agradecido por todo lo que ha hecho en mi vida. Quisiera hacer mías las palabras del salmo: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles tañeré para ti; me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande. Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos». Me cuesta dar gracias y mirar con alegría todo lo que tengo. Quiero sentirme alegre al ver los milagros de Dios en mi pasado. A menudo me siento indigno como dice el profeta: «Yo dije: – ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo». Me siento indigno, débil, pequeño, vulnerable. Veo mis heridas y no me creo merecedor de nada. Siempre vuelvo al mismo pensamiento. Me creo que el amor se merece y no es así, siempre es un amor incondicional. Aun así me siento incapaz como dice S. Pablo hablando de sí mismo: «Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo». Es cierta esa indignidad que siento en lo más profundo de mi corazón. ¿Quién soy yo para que Jesús me llame a seguir sus pasos? ¿Quién soy yo para que María venga a visitarme y quiera tomar posesión de mi alma? ¿Quién soy yo para que el ángel me purifique con su fuego? Hoy Pedro también lo dice arrodillándose ante Jesús: «Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: – Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Se siente pecador porque ha visto el inmenso poder de Jesús en su vida. Pablo también se siente pecador porque antes perseguía y mataba a los cristianos. Ambos tienen razones suficientes para no sentirse puros ni dignos. Necesitan ser purificados por esa ascua encendida que porta el ángel. Igual que yo me siento pequeño ante Dios, ante su poder, ante tantos regalos que me ha concedido en mi camino. ¿Quién me da la dignidad? Sólo Dios puede hacerlo. Él me hace digno, yo nunca seré digno. El obispo pregunta en la ordenación: ¿Saben si es digno? Y el superior responde que sí, que así lo han visto los educadores y superiores. Aun así el sentimiento es el de indignidad. ¿Quién es digno de ser ordenado sacerdote, de ser consagrado a Dios? Nadie en absoluto. La dignidad no la tengo como fruto de mis obras y buen comportamiento. La dignidad no viene por mi forma de ver las cosas y de actuar, por mis principios y valores que defiendo en todo momento. Mi coherencia de vida tampoco me da la dignidad. En realidad nadie es digno de lo sagrado, nadie es digno de ser amado. No merezco que alguien me ame toda mi vida, ya sean mis padres o mi cónyuge o mi hermano o un amigo. No soy digno de ser amado. El amor es un don gratuito e incondicional que no depende de mis obras. El amor de Dios me dignifica. Al sentirme amado me vuelvo digno.
Jesús llama a sus discípulos. Los llama mientras está predicando: «En aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente». Necesita predicar desde un púlpito improvisado. Una barca en la orilla. Y los pescadores que le dejan su lugar para que Jesús haga su trabajo. Me conmueve este Jesús que me necesita. Aunque sólo sea para poner mi barca bajo sus pies. Esa barca que no estaba siendo utilizada en ese momento para lo que se usa una barca, para pescar. Una barca inútil que sólo es útil para Jesús. A veces, cuando he estado enfermo, he pensado en esa barca en la orilla. Una barca aparentemente inútil que no sirve para sus fines. Jesús dignifica la barca. La convierte en algo sagrado al tocarla con sus pies, al habitarla. Así me he sentido en esos momentos. Jesús me ha tocado y se ha quedado conmigo dignificándome, dándome la vida. Ese amor incondicional de Dios se queda en mi barca cuando más necesitado me siento. Ese amor único es el que me salva. Jesús viene a mí y se queda a mi lado. En ese momento es cuando Jesús habla con los pescadores: «Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: – Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Respondió Simón y dijo: – Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Ese diálogo me conmueve. Jesús les pide que vayan mar adentro, que se alejen de la orilla y lancen las redes. No tiene sentido pero ellos obedecen. Dejan la orilla de la seguridad, de la inactividad. Podrían haberle dicho que no, pero lo aceptan. Sabían más que Él. Dejan la zona segura de sus vidas y se ponen en camino. Remar mar adentro tiene sus riesgos. Es complicado. Hay que remar con fuerza y exponerse a la fuerza de las olas. Los pescadores asumen ese riesgo. En la vida Jesús me pide que reme mar adentro. Quiere que deje mis seguridades y me ponga en camino. El mar adentro simboliza el riesgo y la aventura y el deseo de crecer y dar la vida. Los sueños grandes se hacen más fuertes cuando remo mar adentro. Cuando dejo las cadenas y lugares seguros en mi vida. Cuando asumo el riesgo de aprender algo nuevo. Mar adentro significa profundizar en mis sentimientos. Descubrir lo que me pasa, lo que me duele. Saber cómo estoy en cada momento. Esos sentimientos son importantes, quiero tomarlos en serio. «Así es como nos liberamos de la cárcel de la evasión: aceptando los sentimientos. Les damos la bienvenida y luego los soltamos»[8]. El peligro que corro es el de evadirme. Tapo lo que siento, lo escondo y sigo hacia adelante sin pensar demasiado. No me detengo a hacer introspección. No miro mi corazón y no sé lo que me pasa. Si me preguntan cómo me encuentro no sé qué contestar. No navego mar adentro en el interior de mi alma. Podría hacerlo, eso es lo que hoy Jesús me pide. Que vaya mar adentro. Que me pregunte qué es lo que me está pasando, lo que siento. Al mismo tiempo ese mar adentro me habla de la profundidad y complejidad de la vida. Es un misterio que se abre ante mí y quiero dar una respuesta. Dios quiere que busque, que indague. Necesita que me enfrente con mi verdadero yo, el más auténtico, el que respira detrás de mis máscaras y apariencias. Mi yo verdadero. Quiero ser fiel a mí mismo y no vivir imitando la forma como los demás hacen las cosas. Al mismo tiempo quiere Dios que rompa mis límites. Que no me quede acomodado dentro de mis fronteras. Puedo ampliar mis horizontes. Puedo ir más lejos de los límites que otros o yo mismo me he impuesto. Quiero encontrarme con Dios en esa búsqueda interior. Él habita más allá de mí mismo y al mismo tiempo en la hondonada de mi corazón. Allí está Él con respuestas a mis preguntas, aun cuando otras muchas preguntas quedarán sin respuestas. El mar adentro es una súplica de Dios en mi vida. Un mandato que me hace vencer todos mis miedos, que son muchos. Porque la vida se juega en esos momentos en los que tengo miedo y la única forma de vencerlo es enfrentarlo. Lo miro a los ojos y le pongo nombre. ¿Qué me da miedo en este momento? ¿Qué es lo que me asusta y me impide navegar? Tengo miedos evidentes y otros inconfesables. No me reconozco en ellos y sé que están dentro de mí, agazapados, esperando a saltar y hacerme caer. Porque el miedo me incapacita para la acción. El miedo me hace creer que no puedo lograr el objetivo. Me hace pensar que las olas serán demasiado poderosas y no resistiré su fuerza. En esos momentos me dejo llevar por la cobardía y pierdo el coraje. Ya no soy audaz. El temor me esclaviza e impide que deje mi orilla. ¿Qué nombre tienen mis miedos? ¿Qué hago con ellos? Los tomo en mis manos y se los entrego a Dios. Él puede hacer posible mi libertad. Puede darme fuerza y esperanza para soñar con un horizonte más grande, más profundo.
Los pescadores obedecen a Jesús porque era sólo un maestro y no un pescador. Tanta fuerza tendrían sus palabras que obedecen y el resultado les quita el habla: «Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían». La pesca milagrosa los llena de estupor, no comprenden, no saben: «Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón». Ahora no es el miedo a navegar. Es el miedo ante lo que no controlo. El milagro que me sorprende y asusta al mismo tiempo. No saben qué hacer ante ese hombre que tiene tanto poder, tanta autoridad. Tienen miedo y Jesús les pide que no teman: «Y Jesús dijo a Simón: – No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron». Los invita a seguir sus pasos. Serán pescadores de hombres. No dejarán de ser pescadores. No dejarán de soñar con el mar. Pero ahora el mar será la propia vida y lo que pesquen serán hombres. No se trata de pescar a nadie contra su voluntad. Sino de seducir. Igual que ellos, que habían visto a Jesús y se habían dejado seducir por su amor. Así ellos tienen que llevar el amor a los demás. El amor de Dios en sus vidas. Que su predicación sea tan persuasiva que no puedan dejar de seguir sus pasos. Predicarán con su vida, y si es necesario, también usarán palabras. Ese tipo de pesca es un cambio radical en sus vidas. Lo dejan todo. La seguridad de la orilla. La calma de su mar y los hábitos tan comunes en su vida. Lo dejan todo y se van detrás de aquel que no tiene dónde reclinar su cabeza. Me conmueve ese sí dicho con tanta fuerza. El sí de unos hombres que lo pierden todo por seguir a Jesús. Hoy Dios sigue llamando de esta manera. Llama a hombres normales, indignos, que no son mejores que otros. Los llama a llevar una vida diferente, una vida marcada por la entrega y la búsqueda de su amor continuamente. Una pesca que implica dejarse la vida amando a los hombres. Para que los hombres encuentren en ese amor desinteresado el amor de Dios y crean en Él. Porque uno no se detiene en el sacerdote que le tiende la mano para subir la montaña, porque es sólo un hombre. Agradece la mano y mira más alto, a la cumbre hacia la que camina con pasión. Esa actitud es la que me conmueve. El sí de los apóstoles, o de ese sacerdote recién ordenado, es un sí virgen, aún no expuesto a la vida. Un sí generoso y radical. Un sí que lleva la semilla de la eternidad. Un sí quiero, un te amo dicho para siempre con temor y temblor. Porque claro que brota el miedo. Y tiemblan las entrañas porque es mucho lo que está en juego, la misma vida. Porque decir que sí una vez o mil veces no es garantía de éxito. Algo puede salir mal, puedo fracasar, puede que el miedo retenga mis pasos y las dudas asalten mi voluntad. Puede que las tentaciones sean demasiado fuertes para ser vencidas sin la ayuda de Dios. Puede el corazón entregado, consagrado, apegarse a las cosas de la tierra, quedarse anclado en las piedras, en las vidas que no son su propia vida. Puede que el egoísmo sea más fuerte que su anhelo de entregarse. Puede que los cantos de sirena le hablen de otras vidas que no eligió, otros caminos que no siguió, otros mares que no navegó. Y entonces llegarán la duda y el miedo. Perderá la pasión. Y le recordará Dios algo impensable aquel primer día. Le dirá que ha perdido la fuerza del primera amor. Ya no ama como entonces, cuando estaba realmente enamorado. ¿Será eso cierto? Y puede que las prioridades vayan cambiando. O los vicios esclavicen el alma. Y broten dependencias insanas que no le hacen bien a su alma consagrada. Y se comparará con otros y temerá ser olvidado, quizás no tan valorado como esperaba. Tal vez no tanto como hubiera sido valorado en otro camino, en otra vida distinta a la elegida. Y en esos momentos el apóstol, el elegido para esa misión, tendrá que recordar lo que sintió en su alma ese día. La voz que le susurró que le amaba con locura. Y responderá contento a la llamada, se pondrá en camino presuroso para no perder de nuevo las huellas dejadas por Jesús sobre las aguas. Mar adentro, recordará el discípulo, el sacerdote, el consagrado. Y sabrá que su vida sólo tiene sentido si renueva su sí cada mañana. Si vuelve a lanzarse al mar abierto sin miedo a la muerte. Si se arriesga en cada acción sin querer tenerlo todo tan controlado. Así sabrá que habrá merecido la pena escuchar esa voz y haber podido ser testigo de pescas tan milagrosas. Cuando haya puesto su vida como prenda y haya dejado que Dios tome posesión de su alma indigna.
[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[4] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo
[5] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo
[6] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo
[7] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo
[8] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger