Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23

«Se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas»

8 junio 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«En el cielo todo será luz y no habrá sombras. En la tierra tengo que aprender a convivir con las sombras y las oscuridades pero dejando siempre que el amor de Dios brille y llene todo de luz»

Mucha gente me dice que no cree en Dios pero se considera muy espiritual. Y es que en el hombre hay una búsqueda constante de sentido. Las decepciones son muchas cuando no consigue encontrar paz en lo que la Iglesia le ofrece como camino de salvación. En ese Más Allá que me trasciende y hace que alguien fuera de mí le dé un sentido a mi existencia. Siento que no puedo caminar encorsetado en normas sin vida, en prohibiciones que me hacen caminar sin alegría. Hay una búsqueda de un camino espiritual más libre y sin restricciones. Una búsqueda en la propia naturaleza del rastro de un Dios escondido, desconocido, como ese Dios que buscaban los griegos cuando S. Pablo les predicaba. Hay un deseo de volver a esos dioses paganos, previos a la llegada del cristianismo. Una búsqueda en lo más hondo del alma lejos de esas religiones que ponen demasiadas normas y exigencias. Quizás he perdido el sentido de mi vida cuando sólo busco dentro de mí lo que justifique mi existencia. Deja de haber un Dios que sostenga mi vida. Es como si lo hubiera matado, lo hubiera apartado del camino para no encontrarme nunca más con Él. Lo veo como un Dios que limita y esclaviza. Un Dios que no da la salvación. En esas búsquedas espirituales me encuentro conmigo mismo y dentro de mi trato de trascenderme, de volar más lejos y más alto. No lo consigo. Mi mundo pequeño se convierte en el mundo en el que me salvo, sin proyectarme en un Tú divino y tampoco en un tú personal que me confronte en esa búsqueda. Una búsqueda en la soledad del camino. Tratando de liberarme de las sendas de siempre, de las cárceles en las que nada parece darme alegría. Buscando una paz interior lejos de todos aquellos que me llevan a vivir en guerra. Apartando a los que me hacen vivir relaciones tóxicas y enfermas. Sin compromisos que me hagan sentir que es imposible un amor para siempre. Dentro del corazón sigue existiendo un deseo de plenitud insatisfecho. Una búsqueda solitaria de un amor que todo lo justifique y lo haga más grande, pleno. Dejo de creer en Cristo pero creo en otros gurús que me indican caminos de salvación, lejos de los que le quitan paz a mi camino. Lejos de los enfermos y de los ancianos que consumen mis energías. Una búsqueda egoísta de mi propia plenitud sin importarme lo que le suceda a los que están a mi lado. En esa guerra interior rechazo todo lo que se me impone, aun cuando yo mismo vivo imponiéndome normas que otros como yo, también en búsqueda, me muestran como recetas infalibles que la ciencia parece haber demostrado. Porque parece que todo lo que es científico es valioso y todo lo que tiene que ver con la fe es rechazable. No puedo negar en mí esa misma búsqueda espiritual. En la que me confronto con mis límites y quiero vivir con un sentido que me levante por encima de todos mis miedos. En esta cultura del descarte no quiero rechazar aquello que no me sirve. Quiero abrirme a la paz que me viene del cielo. Quiero creer en el valor que tiene mi vida y comprender que no voy solo en este camino. La referencia eclesial es una gran ayuda en esa búsqueda de sentido. Camino de la mano de muchos que buscan el mismo cielo en la tierra. Me gustaría levantar un mundo nuevo a mi alrededor que ayudara a muchos a encontrar un sentido a sus vidas. Un espacio en el que Dios pudiera darles la paz a sus corazones. Un lugar sagrado que al tocarlo cambiara mi forma de vivir y de pensar, mis sentimientos. Necesito alcanzar lo sagrado. Esa trascendencia que le da sentido a mi inmanencia. Un Dios fuera de mí que no es tan pequeño como mis miedos y límites. Un Dios que todo lo engrandece. Un Dios personal que sale a mi encuentro porque me conoce por dentro y me llama por mi nombre. Me ha creado, y esa experiencia de ser creatura es la que justifica mi búsqueda enfermiza de sentido. No soy dios, no puedo salvarme a mí mismo ni puedo contenerme a mí dentro de mi propia vida. Alguien fuera de mí es el que todo la sostiene. Alguien a quien conozco porque en Él todo en mi interior se conmueve. Todas mis búsquedas hallan en Dios respuesta. Todos mis miedos se calman al tocar su manto, al sentir su abrazo. Nada de lo que haya hecho es tan terrible que no merezca el perdón. Y nada de lo que haya perdido es tan grave que no pueda recuperarlo. Dios puede sostenerme siempre en medio de mis guerras y puede levantarme cada vez que haya caído.

La verdad es lo más valioso que poseo. Pero me resulta difícil llegar a la verdad desnuda, a lo más verdadero de mi alma, de mi historia. Me resulta difícil reconocer lo que es verdad y lo que es mentira. Porque me he acostumbrado a mentirme a mí mismo y me he acabado creyendo mis mentiras. Como leía el otro día: «La verdad es el único lugar en el que merece la pena vivir»[1]. La verdad sobre mi pasado, sobre lo que hice y lo que dije. En ocasiones duele la verdad y tiendo a cambiarla. La maquillo, la leo de otra manera, digo que no fue exactamente así. Acuso a otros para resultar yo inocente. Digo que han sido injustos conmigo relativizando el mal que yo pude hacer. La verdad siempre sale a la luz. Y también sé que el demonio es el príncipe de la mentira. Me engaña y me hace ver las cosas de forma diferente. Tergiversa la verdad para acomodarla a mis intereses. Convivir con la verdad desnuda es tal vez demasiado incómodo. Aceptar que no hago las cosas bien, que no todo es bueno en mi alma, que no siempre mis intenciones son puras. Reconocer lo que busco cuando digo una u otra cosa. El espejo de los demás refleja mi imagen más verdadera. Lo que soy, cómo soy, quién soy. El color de mi alma, la fuerza de mis debilidades y el poder de mi vulnerabilidad. Hay personas que me conocen en lo más profundo de mi ser. Han navegado en las aguas más profundas de mi ser y saben qué es lo que se esconde en lo más oculto. A ellas no las puedo engañar. Me conocen y permanecen a mi lado. Ante esas personas no uso maquillajes, ¿para qué? Saben cómo soy cuando no me maquillo. Reconocer la verdad de mi vida me hace libre y me permite amarme en lo que soy, no en lo que debería ser. Me amo y me aman por la forma como he crecido, en mis límites y carencias, en mis dones y talentos. Ya no hay secretos. Leía el otro día: «A veces, la obligación de guardar un secreto es tácita o inconsciente. A veces, otras personas nos compran el silencio con amenazas o a la fuerza. De cualquier modo, los secretos son perjudiciales porque crean y sustentan un clima de vergüenza, y la vergüenza es la base de cualquier adicción. La libertad viene de afrontar y decir la verdad; y esto solo es posible cuando creamos un clima de amor y aceptación en nuestro interior»[2]. Un clima interior en el que descanso. Aprendo a convivir conmigo mismo sin miedo, sin barreras, sin poner obstáculos. La verdad me libera, me permite darme sin tapujos, sin tener que ocultar nada de lo que hay en mi interior. El Papa León XIV decía en el discurso con el que iniciaba su Pontificado: «La Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo a lo que sea necesario, incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión. La verdad, sin embargo, no se separa nunca de la caridad, que siempre tiene radicada la preocupación por la vida y el bien de cada hombre y mujer». La verdad no me separa de nadie. Me une a todos en la búsqueda de lo que le da sentido a mi existencia. La verdad del hombre importa, el sentido verdadero de su existencia. Por eso no puedo callarme. Quiero decir lo que es más verdadero en mi corazón. Lo que me hace más pleno y me salva. No quiero vivir construyendo sobre medias verdades o medias mentiras. No quiero conformarme con vivir guardando secretos que me enferman y no me permiten crecer. Quiero ser libre para aceptar mi vida como es, con sus complicaciones, sus problemas, sus conflictos. En medio de la verdad de mi vida quiero vivir. Pienso en las mentiras que me acabo creyendo y me hacen daño. Esas mentiras que he empezado a componer para poder existir, para no vivir acomplejado. Dios me ha soñado como su hijo más precioso y libre. Quiere que no tenga cadenas que me esclavicen. Quiere que siembre la verdad con mi vida, con mis palabras, con mis sueños. Desea que todo en mí sea verdadero. Que sea auténtico en mi forma de darme. Que mis palabras y mis hechos estén unidos en la fuerza de lo más verdadero. No quiero engañar a nadie, quiero vivir una vida llena de luz en la que no se adentren las sombras. A veces son sutiles las mentiras. Son de conveniencia o yo mismo he maquillado la vida para que no duela. Le pido a Dios la gracia de poder besar la realidad tal y como es. Sin excusas, sin dar razones para justificar mis comportamientos, mis debilidades que me hacen caer en el pecado. A veces tendré que pedir ayuda a los que me conocen mejor para que me ayuden a desenmascarar esas mentiras que se aferran al alma para no dejarla volar. En el cielo todo será luz y no habrá sombras. Aquí en la tierra tengo que aprender a convivir con las sombras y las oscuridades pero dejando siempre que el amor de Dios brille y llene todo de luz y de esperanza. Es lo más necesario para vivir con paz, permanecer en la verdad, acabar con las mentiras, construir mi vida sobre roca.

Siento que hoy el hombre no encuentra asideros ni en personas, ni en ideas, ni en lugares. Detrás de la angustia, la ansiedad, la agresividad, la ira se esconde una honda frustración. Existe una carencia fundamental en muchos, en mí mismo. Falta una tierra en la que echar raíces, un terruño donde uno pueda desarrollarse sanamente y vincularse con Dios. El amor humano me lleva al amor a Dios. No puedo decir que amo mucho a Dios a quien no veo, si luego no amo a mi hermano con el que vivo, con el que comparto la vida. ¡Qué difícil amar con un amor incondicional que supere todas las barreras! Dicen que las personas más sanas y estables son las que tienen una red sólida de vínculos y amores. Y las que más sufren en su vida la depresión, la angustia, la desesperación son las que están más solas. Hoy puedo tener muchos amigos en las redes sociales y ninguno en mi vida real. La calidad de mis vínculos es importante. ¿Me llevan al cielo, me acercan a Dios? Quisiera tener raíces hondas en esta tierra y en el corazón de Dios. Raíces que le den vuelo a mis alas. Es importante tener un hogar en el que descansar y vivir arraigado. Decía el P. Kentenich: «La disolución del organismo de vinculaciones es la herida latente, el foco infeccioso que empuja a la humanidad moderna hacia su decadencia»[3]. Vivir separando en lugar de uniendo. Vivir sin raíces en lugar de vivir enraizado. El hogar es el nido por el que clama el hombre hoy. Que alguien me quiera de forma incondicional y para siempre. En este mundo en el que los amores son caducos y están demasiado condicionados. Cuando en mis relaciones hay celos, desconfianza, deseo de imponer mi voluntad, críticas continuas, agresividad, desprecio, exigencias de cambio quiere decir que algo no está en orden en mi forma de amar. El amor libera y engrandece, hace que saque lo mejor que hay en mi corazón. Cuando eso no ocurre no soy feliz. El amor enfermo crea relaciones enfermizas. Y en ese mundo que llamamos tóxico es imposible crecer y madurar. ¿Cómo es mi manera de cuidar los vínculos, de darme y recibir, de perdonar y ser perdonado, de pasar página y olvidar? Ojalá mi forma de amar a los demás los acercara al cielo. Que todo en mí tienda a unir y no a separar; a conciliar y no a dividir. Decía el P. Kentenich: «¿Está en orden el organismo de vinculaciones natural? ¿Estoy realmente vinculado a personas? ¿Estoy vinculado a cosas? ¿Estoy vinculado a lugares? ¿Estoy vinculado a ideas? Organismo de vinculaciones… Tengo que vivir en ese organismo de vinculaciones»[4]. Me siento algo enfermo, no totalmente, pero sí algo incompleto. Me gustaría que mis vínculos fueran sanos y estuvieran en armonía. Me gustaría que todas mis vinculaciones me llevaran a Dios. No es tan sencillo porque nací roto y hay en mí una división que me lleva a dividir en lugar de a unir. Necesito cultivar un organismo sano de vinculaciones. Que todos mis vínculos en el plano natural me lleven al sobrenatural. Amo más a Dios cuanto más amo a las personas que Dios ha puesto en mi camino. Ese amor humano me lleva al cielo. Mis padres son el reflejo de Dios en la tierra. Mi cónyuge es ese Dios que viene a mi vida para arraigarme más en su corazón. Mis hijos me enseñan el camino a la ternura de Dios. Mis amigos son también un puente al cielo. También los lugares. Mi hogar, el lugar físico en el que vivo, es un puente a Dios. Por eso es tan importante cuidar el santuario hogar en cada familia. Sin ese vínculo natural es más difícil encontrarse con Dios en mi casa. Hay hogares en los que no hay una sola imagen religiosa ante la que rezar. Quiero tener un lugar en el que descansar y dejar mi vida en las manos de Dios. Cuando el amor rige todas mis relaciones, todas mis decisiones, será fácil hacer el bien. Decía San Agustín de Hipona: «Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos». Si hago las cosas por amor va a salir todo bien. Pero para eso no debo hacerlo desde mi herida, desde mi carencia, sino desde el amor que viene del cielo. Porque Dios me permite amar de una forma diferente, con un amor más hondo y verdadero. Sueño con amar bien, con amar sin egoísmo, sin exigencias sin sentido. El amor que quiero entregar es el amor que Dios pone en mi corazón. Me gustaría amar de esa manera. Porque si amo bien, mi vida será más estable, más sólida. Busco un hogar en el que echar raíces. Si vivo arraigado será más fácil crecer y caminar. Si vivo roto en mis vínculos, esa soledad me dolerá por dentro y perderé la paz. Sueño con una vida diferente. El Papa Francisco habla así del corazón: «Ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea. Todo se unifica en el corazón, que puede ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos y también físicos. En definitiva, si allí reina el amor una persona alcanza su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado»[5]. Si me dejo amar y amo desde mi pobreza, sé que todo puede ser más fácil en mi vida. Tendré un orden que Dios pone dentro de mí. Me sentiré en casa y podré darme sin miedo.

Los discípulos se encierran en el cenáculo por miedo a los judíos: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Con María perseveran en oración en medio de sus temores: «Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar». La unidad es un anhelo del alma. Comenta el Papa León XIV: «Nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Una Iglesia unida. Al principio los discípulos están unidos porque comparten un miedo en común. No quieren morir, no quieren ser encarcelados, no desean la esclavitud y se unen para ser más fuertes. La unidad da fuerza y seguridad al contemplar el futuro incierto. Todos los miedos despiertan angustia y ansiedad en el alma. El miedo provoca un dolor físico. Los discípulos tenían miedo y se unen. Pero no siempre el miedo une. En ocasiones divide. Cuando siento que mi hermano es una amenaza en mi vida en lugar de acercarme a él me alejo. Si mi hermano me da miedo, lo ataco. La mejor defensa es un ataque. No quiero que viva junto a mí. La división es más fácil que la unidad. El que critica a alguien delante de ti, seguramente va a criticarte a ti cuando no estés. El miedo a mi hermano me aleja de él y al condenarlo me aíslo. Vivo con miedo y eso me hace propenso a la agresión. Ataco a los que están a mi lado. Me defiendo cuando siento que me están queriendo hacer daño. Mi hermano se convierte en mi enemigo. Me ha ofendido, me ha hecho daño y me parece una persona peligrosa. Huyo, me escondo. Permanecer todos juntos escondidos es ya un fruto del amor de Jesús en sus vidas. No se separan, no buscan su propio camino de salvación de forma egoísta. Se buscan los once y permanecen juntos. Es lo que les dijo Jesús, que no se fueran de Jerusalén. Y se quedaron en ese cenáculo con olor a última cena y despedida. La división sucede cuando no acepto a mi hermano como es. Cuando pretendo cambiarlo o cuando envidio su poder, su sabiduría, su forma de hacer las cosas. Me asusta mi hermano y la posibilidad de que me haga daño. Prefiero ser yo el que le haga daño a él. Condeno sus formas y le hago saber que no lo quiero. Esa separación es lo que siempre desea el demonio que divide. Logra que el amor desaparezca y el odio y la indiferencia se hacen fuertes. El egoísmo separa a unos de otros. Busco mi propio bien por encima del bien común. Por eso me gusta tanto el cenáculo. Están escondidos por miedo a los extraños, al mal, pero se apoyan los unos en los otros, eso ya es un milagro. La torre de Babel es lo contrario a ese cenáculo. En Babel cada uno habla su propia lengua y sigue sus propios intereses. Por eso esa torre es símbolo de la desunión. Quisiera ser yo constructor de puentes y sanador de heridas. Quisiera unir a los que están solos para que sientan el poder de la comunidad. En el cenáculo la comunidad no era perfecta, porque tenían miedo y el miedo les producía un dolor profundo en el alma. Pero no por eso huyen. Permanecen apoyándose, sosteniéndose. Me gusta esa imagen de una unidad imperfecta. Mis hermanos tal vez no sean esos amigos que yo hubiera elegido, pero comparten un mismo destino, esperan junto a mí una misma hora, son como yo testigos de una misma esperanza. Esperar la venida del Espíritu Santo, desconociéndolo todo sobre su poder, es el comienzo de la salvación. Salen de su comodidad egoísta y tienden puentes. Construyen con los que son diferentes. Es fácil estar unido con el que piensa lo mismo que yo y tiene mis mismos valores. Es un milagro que yo permanezca unido a aquellos que no comparten mis mismos valores y formas de pensar. El cenáculo, y luego Pentecostés, es el milagro de la unidad en un mundo en el que tiende a la separación. Me protejo a mí mismo y a los míos, pero no miro más allá. Una Iglesia que busca la unidad en este mundo tan dividido es un signo del amor de Dios y de la presencia del Espíritu Santo. Que yo mismo esté unido en todas mis incoherencias internas es obra de Dios. Porque dentro de mí todo está roto, hay heridas y divisiones que me rompen por dentro. Parezco tantas veces un muñeco roto. El único que consigue unir en mí lo que está dividido es el Espíritu Santo con ese don de la comunión: «Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos». Carismas diferentes unidos en una misma comunidad que sueña con el cielo y guarda en el corazón la esperanza. Una unidad que es conquista y lucha porque el riesgo y lo más fácil es dividir, con palabras, con acciones, con omisiones. Dividir lo que Dios quiso que fuera una sola cosa. Tantos matrimonios rotos cuando en lugar del amor se introduce el odio o la indiferencia. Tantas divisiones en un mundo en el que falta amor. Los cristianos con su forma de vivir tienden puentes y unen. Es el signo más fuerte y bello de la presencia del Espíritu Santo.

Ese día de Pentecostés se llenan del Espíritu Santo y son capaces de hablar en una lengua comprensible para todos: «De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: – ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua». Todos venían de lugares diferentes, hablaban su propia lengua y oían hablar a los discípulos en una lengua que ellos entendían. Me conmueve esta escena. Hablan en una lengua comprensible para todos. Me gustaría hablar a mí una lengua que todos comprendieran. Creo que la Iglesia muchas veces no habla una lengua que el hombre de hoy entiende. Ve que sólo hay normas que limitan, prohibiciones y la sensación de un juicio constante sobre la conducta de cada persona. Cuando la Iglesia habla su propio lenguaje, sin importarle en qué idioma habla el mundo, algo no funciona. Estar lleno del Espíritu Santo es el camino para hablar en un lenguaje comprensible para todos. Para hablar el mismo idioma de todos los hombres que buscan verdades, tengo que ponerme a la altura de sus ojos. Mirar dentro de su corazón. Escuchar con los oídos, con el corazón, con todo mi cuerpo. Perder el tiempo a su lado. Abrazar su dolor, sostener sus miedos, acompañarle en sus angustia. Hablar su idioma quiere decir que tengo que saber primero cuáles son sus preguntas. Puede que no las sepa, que sean diferentes a las mías. O tal vez son las mismas pero yo no las he formulado de esa manera. Significa comprender que su vida es tan valiosa como la mía y que yo no tengo respuestas a todas sus preguntas. Hablar el mismo idioma de los hombres no implica vivir a la defensiva cuando me sienta atacado. No importa. Más valioso que mi orgullo es mi actitud de escucha y respeto. Puede que no encuentren en mí respuestas a todas las preguntas. Puede que no sepan qué hacer con las palabras que yo les digo. A veces no servirán de nada mis palabras. Tendré que callar y esperar. Tendré que caminar a su lado sin intentar comprender todo lo que les pasa. El Espíritu Santo me abre el oído para comprender. No sólo ellos me tienen que comprender a mí cuando hablo. Soy yo el que debe comprenderlos a ellos. Porque su idioma puede que no sea al mío. Y tengo que saber lo que de verdad les preocupa. ¿Qué miedos tiene el hombre de hoy? ¿Cuáles son las preocupaciones más acuciantes? ¿Qué soledades viven hoy las personas que me rodean? Cristo es respuesta a estas preguntas. No tanto lo que les dice a través de mí. Sino la presencia de Jesús en sus vidas. Porque Él puede cambiar sus corazones. Yo soy la puerta de entrada a Cristo, a la Iglesia, a Dios. Lo que ven en mí será un reflejo de Dios para ellos. Mis actitudes, mi forma de comportarme, mi coherencia, mis palabras, mis silencios. Todo lo que haga o diga será una puerta que se abra o cierre ante sus ojos. El Espíritu Santo me ayuda a comprender pero no me da tal vez todas las respuestas que necesito. En el cielo se darán las respuestas definitivas o tal vez entonces ya no tenga nada que preguntarle a Dios. Mientras tanto, en el camino, mi lenguaje, mis palabras, mis silencios quieren acompañar la vida del hombre que sufre hoy. Mi lenguaje se torna elevado cuando pretendo hablar de cosas que ni yo mismo comprendo. Y en esos momentos el que me escucha no sabe qué más puede decir. Ya no quiere escuchar porque yo no le ayudo a vivir su propia vida. No le doy respuestas a sus miedos ni le muestro un camino de esperanza. En lugar de ser puerta abierta soy una puerta cerrada. Cuando juzgo y condeno sus decisiones. Cuando vivo poniendo límites a sus conductas. Cuando miro a los demás con ojos críticos, desde mi orgullo. La humildad del apóstol es la clave. Sólo querrá seguir mi camino el que mire con cierta envidia mi forma de vivir, no el que escuche mis palabras tan solo. La perfección que uno busca en la vida es la que me exigen a mí y no la tengo. Quiero aceptar que no puedo lograr las metas que pretenden que logre. Quiero transmitir esperanza a todos los hombres que viven desesperanzados. Y comunicar con mis acciones que merece la pena vivir atado a Dios. No porque a mí me gusta renunciar por amor, sino porque todo amor lleva consigo una renuncia. Renuncio a mi yo, a mis deseos, a mis caprichos, por amor a un Tú más grande a quien sigo.

Necesito implorar el Espíritu Santo en mi vida. Es esa presencia silenciosa que todo lo transforma. Es una Persona que me cambia por dentro. Y es verdad que hay personas que me llenan de luz y hay otras que me drenan. Algunos me descansan y otros me cansan. No es fácil aceptar que yo a veces canso, porque, como decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa». Cuando estoy en paz conmigo mismo no canso a nadie ni me canso en esta vida. Porque veo que las cosas son mejores cuando yo estoy bien. El mundo es mejor porque yo lo veo todo mejor, con más luz, con más brillo. Eso es lo que provoca el Espíritu Santo en mi interior. Me transforma por dentro, cambia mi forma de pensar, me regala una vida nueva. Siento que la luz del Espíritu en mi alma ilumina mis oscuridades. Porque tengo sombras en mi corazón que me quitan la alegría. Y lo primero que trae el Espíritu a mi alma es luz: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas». Luz para saber qué decisión es la que tengo que tomar. No sé si la correcta, pero sí la que Dios quiere para mi vida. No siempre tengo que hacer todo lo que es bueno. Y no todo lo que Dios me pide es lo más correcto, lo perfecto. Sólo quiero aprender a discernir en la fuerza del Espíritu Santo. ¿Qué pasos tengo que dar ahora? ¿Cuáles son mis opciones más importantes? ¿Qué camino tengo que elegir y cuál tengo que dejar a un lado? No todo lo que alguien me pide que haga es lo que tengo que hacer. El discernimiento es una búsqueda en medio de incertidumbres. No todo es claridad pero el Espíritu Santo me ayuda a tomar la mejor decisión de acuerdo con mis posibilidades. El Espíritu Santo además de luz me da la paz que necesito para dejar de vivir en medio de guerras: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros». Una paz que venza todos mis miedos y dudas. Saber que estoy en el lugar correcto, donde tengo que estar en este momento, haciendo lo que es bueno que haga. La paz es saber que no tengo que vivir con miedo. La santa indiferencia es un don del Espíritu. Vivir abandonado en las manos del Padre es un auténtico milagro. Parece imposible lo que Dios me pide pero me va a dar la fuerza para llevarlo a cabo. La luz del Espíritu guiará mis pasos. Y tendré la paz de saber que nadie me va a quitar nunca esa esperanza. Me hace creer que es cierto lo que leía el otro día: «Todo el éxtasis de tu vida vendrá de tu interior»[6]. De mi corazón en paz brotará paz. Y esa paz me dará la alegría que necesito para la vida: «Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». El Espíritu Santo me regala una alegría que nadie me puede quitar. Una alegría que dura hasta la vida eterna. Nadie me podrá entristecer, nada será tan importante como para vivir lleno de tristeza y amargura. Quiero confiar en que los planes de Dios son maravillosos y su amor nunca me va a dejar. La alegría viene cundo me sé amado de forma incondicional, haga lo que haga, sin importar mis pecados y errores. No es necesario tener una vida sin mancha para ser santo. Basta con volver a levantarme después de cada caída. Esa experiencia de la misericordia es la que me levanta por encima de todas mis faltas y vulnerabilidades. El Espíritu Santo que Dios manda me da el poder para ser misionero, enviado: «Jesús repitió: – Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Me convierto en apóstol en la fuerza del Espíritu Santo. Venzo los miedos y las oscuridades y salgo de mí para entregar a los hombres la misericordia que necesitan en sus vidas. Me gusta pensar que Dios no elige a los capacitados sino que capacita a los elegidos. No me pide lo que no puedo dar. Y si creo que no puedo darlo, Él va a sacar de mi interior lo que yo necesito para ser testimonio de su amor. La fuerza, la luz, la vida del Espíritu hacen que mi vida sea más plena, más lograda, más llena de luz. Yo tengo algo original que aportar. Nadie podrá hacer las cosas como yo las hago. No soy mejor que otros, simplemente soy original. Y esa originalidad mía es la que necesitan aquellos que se encuentren conmigo en el camino. No dudo, puede Dios hacer milagros con los talentos que me ha confiado. Puede aumentar mi amor, mi luz y mi fuego para entregárselos a otros.

[1] Las hijas de la criada, Sonsoles Ónega

[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[3] King, Herbert. King Nº 4: El Vivir y Pensar Orgánicos. José Kentenich

[4] King, Herbert. King Nº 4: El Vivir y Pensar Orgánicos. José Kentenich

[5] Dilexit nos, Papa Francisco, 2024

[6] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz