Amós 6, 1a. 4-7; 1 Timoteo 6, 11-16; Lucas 16, 19-31

«No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: – Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto»

28 septiembre 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera ser pacífico y pacificador, con los míos, en medio de este mundo tan dividido. Anhelo convertirme en un constructor de puentes y no en un levantador de muros»

Las emociones, provocadas por todo lo que me pasa, por lo que pienso y cómo enfrento la realidad, son importantes y determinan mi estado de ánimo. La tristeza, la ira, la rabia, el dolor, la ansiedad, la angustia. Todo influye en mi corazón y en la forma de enfrentar el camino que recorro. El otro día escuchaba que la “eutimia” es el estado de serenidad, equilibrio interior y alegría estable que se alcanza cuando no me dejo arrastrar por miedos ni por deseos desordenados. Es una especie de bienestar del alma. En psicología y psiquiatría se usa para describir un estado de ánimo normal, equilibrado, estable, sin síntomas depresivos ni de euforia. También se habla de la tranquilidad de espíritu que se logra cuando uno camina con claridad en su propio camino, sin perderse en comparaciones ni envidias. Se trata de aprender a vivir con conciencia de mí mismo y aceptación serena de mi vida como es. Pero no es tan sencillo. A menudo me dejo llevar por la tristeza, el rencor, la rabia, el desánimo. Y todo lo que siento domina mi corazón. Me dejo dominar por lo que siento y no atiendo a razones. Porque las razones no importan cuando lo que duele es el alma y los sentimientos se agolpan en mi interior. Busco esa paz del alma que necesito para vivir tranquilo. Los sentimientos son importantes y habitan dentro de mí. Pero no son definitivos, no me definen. Como leía el otro día: «Pero mientras sigas evadiéndote de tus sentimientos, estarás negando la realidad. Es imposible curar lo que no sientes Y si intentas cerrar la puerta a algo y decir: «No me apetece pensar en eso», te prometo que vas a pensar en ello. Así que abre la puerta a ese sentimiento, siéntate con él y hazle compañía. Y luego decide cuánto tiempo te vas a aferrar a él, porque no eres una persona frágil. Está bien afrontar toda realidad. Deja de luchar y de esconderte. Recuerda que un sentimiento es solo un sentimiento, no es tu identidad»[1]. Quiero ser capaz de enfrentar mis sentimientos, ponerles nombre, mirarlos a la cara, tomarlos entre mis manos y saber que están ahí y duelen. «¿Cuáles son mis sentimientos no reconocidos? Son como desconocidos que están viviendo en mi casa, invisibles de no ser por la comida que roban, los muebles que mueven de sitio y el rastro de barro que dejan en el recibidor»[2]. Son todos sentimientos que Dios permite en mi vida. A veces parecen incapacitarme, bloquearme. Son muy hondos y tienen mucha fuerza. Los acepto, los asumo y reconozco que son parte de mi camino. No deseo aferrarme a mis sentimientos. Al mismo tiempo no quiero negarlos, ni taparlos. No quiero evadirme, es imposible sanar lo que no siento, lo que no toco en mi interior. Esos sentimientos me acompañan siempre y no puedo pensar que no están. Forman parte de mi ser pero no definen mi identidad. Lo que sufro, lo que me angustia y provoca ansiedad es parte de mi historia y quiero mirarlo con distancia. Asumir que existen sentimientos que a veces no puedo controlar. Me gustaría cambiar por dentro de golpe. Decirme no sientas eso y casi por arte de magia dejar de sentirlo. No desaparece el llanto cuando me suplican que no llore. No me alegro cuando alguien me pide que no esté triste. Y es que me cuesta aceptar que alguien a quien quiero tenga sentimientos difíciles, duros, tristes. Sentimientos que le impiden vivir en plenitud. Pero no cambian por arte de magia. No hay una varita mágica que transforme lo que siento, mis emociones, mi alma. La paz no llega de forma mágica aun cuando sé que es lo que más necesito para vivir tranquilo. Hoy quiero reconocer mi falta de equilibrio emocional. Me dejo llevar por mis pasiones y no las controlo. No consigo ese equilibrio de emociones anhelado. Quisiera que en mí fueran más fuertes la alegría y la paz. Dejar que los sentimientos positivos brillaran por encima de los negativos. Quisiera quitarle importancia a las cosas malas que me suceden. No quedarme a llorar sobre la leche derramada. No pensar que todo está perdido cuando algo no resulta como esperaba. Volver a levantarme cada mañana y seguir luchando. Me impresiona el ánimo de algunas personas que han pasado por situaciones difíciles de dolor y espanto y se mantienen con su ánimo en alto, estables, con paz. Quisiera ser yo así en todas las circunstancias de mi vida.

No sé si es antes el perdón o el amor. Si soy capaz de perdonar mucho porque amo mucho. O cuando soy perdonado en todos mis errores acabo amando más. ¿Mi amor depende de cuánto me perdonan? Si me perdonan mucho, amo mucho. Si me perdonan poco, amo poco. Tal vez el perdón recibido me sana y me levanta. Aumenta mi capacidad de amar. Me hace más sensible y compasivo. Cuando he experimentado la misericordia todo cambia en mi mirada. Ya no soy el mismo. Ya no puedo seguir con mi misma forma de actuar. La mirada nace del corazón. Cuando me siento agredido, cuando me ofenden, reacciono con rabia. Y es que guardo rencores que me hacen terriblemente sensible. Todo me ofende, todo me hace daño. Porque me han herido antes y no quiero que me sigan hiriendo. Porque me creo con derecho a ser tratado de una forma diferente o siento que merezco que me agradezcan por todo lo que hago. Cuando no recibo ese amor sufro, me duele el alma y me alejo. Por eso el perdón recibido es un bálsamo. Porque tal vez no lo espero, ni lo exijo. Sucede de repente, como esa mujer que se arrodilló a los pies de Jesús a lavar su suciedad: «Una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume». Esa mujer se arrodilla ante Jesús siendo impura y pecadora. Lava sus pies, se humilla, ama. Ama sin haber sido antes perdonada. Luego recibe ese perdón y amará más todavía. El que ha recibido lo que no se merecía, ama de forma desmedida porque se siente en deuda. Le han amado más de lo que merece. Cuando me perdonan me siento agradecido. El perdón nunca se merece. El castigo es la consecuencia de mis pecados, de mis delitos, de mis miserias. Cuando a cambio de la miseria recibo misericordia cambia todo en mi alma. Me siento frágil y necesitado y al mismo tiempo comienzo a amar con más fuerza, con más alegría. La mirada del fariseo es dura, porque sólo ve el pecado de la mujer. No aprecia el perdón que recibe. Se queda sólo en lo que merece por su comportamiento pasado. Ha actuado mal y se merece el castigo. El perdón siempre es un don inmerecido. Algo que me desborda y me convierte en amante, cambia mi mirada, mi forma de entender la vida. A partir de ese momento dejo de juzgar a los demás. Los miro con misericordia, porque cualquiera necesita el perdón. El otro día leía: «La Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe de cada uno. En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con Él, experimentando su perdón. Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados»[3]. El perdón de los pecados es un paso ineludible en mi maduración. Quisiera que la confesión nunca fuera un quitamanchas que borrara algunos pecados no tan importantes. La confesión es verdaderamente una conversión. Quisiera llegar al confesionario sabiendo que no merezco la absolución. No es obligatorio que me la regalen. Por eso es un don y no un derecho. No hay obligación de Dios, lo hace porque me ama, y porque su amor es tan grande sólo puede perdonar mis faltas con alegría. Porque para Dios es más importante mi conversión y mi cambio de la mirada que todos los pecados terribles que hay podido cometer. Además, cuando más lejos esté de Dios, más necesitaré su perdón, su abrazo sanador, su misericordia. Esa experiencia sanadora me hace capaz de amar. Cambio mi forma de pensar. Nadie me deberá nada a partir de ese momento. Vivir la vida como un don, con mirada agradecida me hace feliz. Cuando vivo enumerando derechos y contando exigencias todo en mi corazón se torna gris y amargo. Dejo de agradecer y me siento mal por todo. Dios me mira con misericordia y me levanta. Jesús le dice a la mujer: «Han quedado perdonados tus pecados. Tu fe te ha salvado, vete en paz». Ya está limpia y a partir de ahora puede amar más todavía. Al que mucho se le perdona mucho ama. A mí se me ha perdonado mucho y a veces creo que me merezco el amor de Dios. Porque hago bien las cosas, porque cumplo lo que Dios me pide. Necesito experimentar más mi miseria, para poder tocar la misericordia. Necesito mirarme en mi verdad, en mis incoherencias para darme cuenta de que no me merezco nada. Todo es un don en mi vida. Todo es gracia, no exigencia. Vivir con esa mirada lo cambia todo. Hace que la vida de los demás sea más bella y más pura. Quiero aprender a vivir así cada día, en deuda, agradecido.

La paz comienza en mi propio corazón. Cuando he detenido mis propias guerras con el perdón. Cuando he dejado de compararme con el mundo buscando su aprobación. Cuando he vivido sin pretender más de lo que podía alcanzar. Sin castigarme cuando no he estado a la altura por mi fragilidad, por mi pecado. La paz es un sueño del corazón. Decía el Papa León XIV: «La verdadera consolación que debemos ser capaces de transmitir es la de mostrar que la paz es posible, y que brota en cada uno de nosotros si no la sofocamos». Estar en paz, dar paz a los demás es lo que más deseo y casi nunca lo consigo. No quisiera provocar guerras, ni sembrar cizaña ni división. Halagar a mi hermano es un bien escaso, no deseo difamar nunca. Anhelo buscar puntos de encuentro en lugar de señalar las diferencias y las distancias. Tengo claro que criticar no me hace mejor persona, aunque lo parezca. No crezco cuando el otro mengua. Alabar saca lo mejor de mí y me hace estar agradecido. Cuando uno alaba mucho a una persona alguien vendrá y pondrá los peros, para que no siga enalteciendo a los demás. Cuando uno critica a otro todos los demás se suman en ese deporte que tan poca alegría deja en el alma. Quisiera ser pacífico y pacificador, con los míos, en medio de este mundo tan dividido. Anhelo convertirme en un constructor de puentes y no en un levantador de muros. Si alguien no piensa como yo no es mi enemigo, simplemente tiene otra mirada. No vivo condenando a los que tienen otras ideas sobre el mundo, sobre la vida. Puedo vivir en paz y convivir con los que sostienen visiones del mundo muy diferentes. Necesito aprender a escuchar al otro para que haya paz, incluso cuando piensa distinto. Dialogar no significa renunciar a la verdad propia, sino buscar puntos de encuentro. Puedo ser un conciliador que acerque posturas muy diferentes. No me tienen que dar la razón en todo para ser feliz. La verdadera paz es posible solo desde la justicia social. En un mundo en el que no haya impunidad, ni violencia, ni odio. Porque toda la violencia que existe sólo genera más violencia. Sueño con una Iglesia que lleve la paz al mundo: «Queremos una Iglesia sinodal, que camine, que busque siempre la paz, que busque siempre la caridad, estar cerca de quienes sufren». Y es que la paz se construye acercándome al que sufre injusticias, al que no es tratado con dignidad, al que es despreciado y agredido. Me acerco y tiendo la mano para sembrar una nueva paz. Acabar con las injusticias trae la paz. No hay paz verdadera si no se atienden las causas de la desigualdad, la exclusión o la violencia. La paz se construye garantizando que todos tengan acceso a lo básico: dignidad, derechos, oportunidades. La injusticia siempre despierta el odio y el deseo de venganza. El perdón es lo único que garantiza una paz duradera. Sin perdón no hay paz profunda. No hay paz sin capacidad de perdonar. El perdón no borra el pasado, pero abre un futuro posible. Porque el que odia y guarda rencor no desea que el que causó el daño viva con paz. La guerra se hace más honda y duradera sin perdón. Comienzan esas guerras fratricidas que no llevan a ningún sitio. Guerras que dividen y dañan. Se trata de cultivar la serenidad, reconciliarme con mi propia historia, sanar heridas, aprender a perdonar. Sé muy bien que sin equilibrio interior es muy difícil generar paz alrededor. La verdad es fundamental para que haya paz. La verdad de mi vida. Sin transparencia y sin memoria histórica, la paz es frágil. Se necesita reconocer el daño causado, asumir responsabilidades y apostar por la verdad que libera. Los daños que se tapan, la culpa que no se asume, acaban generando división y guerras. Tengo que reconocer mi verdad, lo que no he hecho, lo que no aporto, lo que hago mal, el daño que provoco con mis acciones y omisiones. Y pedir perdón por ello. Reconocer mi responsabilidad construye una paz verdadera. La paz no es ausencia de conflictos, sino la decisión diaria de relacionarme desde la justicia, el respeto y la fraternidad. Comprender a mi hermano y aceptarlo a mi lado sin juzgarlo. Entrar en diálogo sin atacar al que es diferente. Acercarme al que sufre injusticias y socorrerlo. Hoy escucho el pecado del que vive en su mundo sin mirar fuera de él: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo; tartamudean como insensatos e inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas, se ungen con el mejor de los aceites pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José». Vivían acomodados sin hacer caso de la ruina del que no logra sobrevivir. La paz no sólo es estar tranquilo con mi vida, sin que me molesten, aburguesado en mi torre de marfil. Eso puede convertirse en comodidad. Hago que mi vida sea plácida, llena de lujos y placeres, pero no soy capaz de construir un mundo en paz que sepa levantarse por encima de los miedos y de los rencores. Un pacificador es alguien que se pone en camino hacia su hermano y busca reconciliarse con él, construir de su mano un mundo nuevo. La paz es un don que necesito pedir cada mañana, porque basta una chispa para que eche a perder todo lo construido. La paz anhelada surge en mi corazón pero se construye con las manos, con las palabras, con los silencios. Es la paz que tengo que levantar cada día, sin guardar rencor, perdonando.

Hoy escucho una invitación a cuidar mi vida, lo que hago, lo que siento, lo que digo. «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos». Quiero cuidar mi vida y combatir el combate de la fe. Ser fiel hasta el final de mis años. Caminar seguro, sin miedo a lo que pueda pasar. ¿Cuándo aprenderé a confiar realmente en los planes de Dios? Me parece todo tan confuso, tan incierto, tan inalcanzable. Me da miedo enfrentarme con un futuro que rompa todos mis sueños. En el salmo escucho: «Alaba, alma mía, al Señor. El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad». Dios sostiene mi vida y me prepara en el cielo una morada eterna. Pero me guarda a mí que no tengo nada. Me protege a mí contra las injusticias. Es imposible vencer a los poderosos. Y lograr que no haya impunidad que me deje vendido y solo ante los que tienen mi vida en sus manos. ¿A quién le pertenecen realmente mi vida y mis pasos? A veces creo que son los hombres los que pueden decidir sobre mi futuro. Son ellos los que mandan, los que gobiernan, los que deciden lo que está bien y mal para mí. Y me asusta pensar que las injusticias permanecerán siempre siendo injusticias. No quiero creer que los ricos y poderosos siempre lo serán. Me hago cargo del dolor que implica la vida en esta tierra, pero me niego a pensar que sea siempre un valle de lágrimas. Hay esperanza, hay salvación. Pienso en todo lo que puedo hacer para que mi vida sea mejor aquí en la tierra. No dejo de sembrar semillas de esperanza para el cielo. Los hombres no tienen todo el poder sobre mí. Me podrán quitar todo lo que tengo, pero no mi capacidad de decidirme por el bien, no mi libertad interior que me lleva a darme por aquello con lo que sueño. Leía el otro día: «Me daría mucha pena pensar que soy como una flor que crece cuando la riegan, muere cuando llega la sequía, se tumba en la dirección que el viento quiere y espera su destino en el mismo sitio sin hacer nada para que no la pisen. Yo quiero ser como un pájaro que busca su comida, que vuela a donde quiere, que construye su nido incansable, una y otra vez, aunque caiga al suelo o se lo destruyan. Que elige. Cuando acabe todo, quiero poder elegir. Ese es el privilegio que mucha gente no tiene ahora»[4]. No soy un ser inerte que no sufre ni padece, ni se mueve ni elige. No estoy condenado a una vida sin horizontes. Quiero volar como los pájaros. Quiero elegir, decidir libremente. Nadie podrá obligarme a pensar de una determinada manera. Lo podrán intentar. Querrán lavarme el cerebro para que piense como otros piensan. Pero sé que hay una fuerza en mi interior que es original, es única. Es un don que Dios sembró cuando me dio la vida. Sabe que mi horizonte es infinito y no está limitado por lo que los demás piensan. No estoy condenado a moverme, actuar y pensar de un manera determinada, esa manera que desean los poderosos. Hay una vocación original y sagrada a la que tengo que escuchar y seguir. Hay una misión que sólo yo puedo realizar, nadie más en mi lugar podrá hacerlo. Podré caer, sufrir, encontrarme con contrariedades y contratiempos. No importa. No dejo de luchar y creer en lo que hay en mi interior. Hay sueños bordados en la piel de mi alma. Hay fuego encendido en lo más hondo de mi ser. El agua, como si fuera de una fuente inagotable, brota de mi interior. Escucho una melodía que Dios ha compuesto para mí, unas notas ante las que sólo yo reacciono y me emociono. Hay un camino para mí que es el mío, único y sagrado. Hay una forma de amar, de vivir, de pensar que es la mía y lo es incluso antes de que yo sea consciente de mi originalidad. No quiero que se me pasen los días de esta vida sin lograr todo lo que me he propuesto. No buscaré excusas si no lo logro, pero al menos que tenga claro que lo he intentado, he luchado y he dado la vida. El éxito nadie me lo garantiza porque hay muchos obstáculos en el camino que pueden impedir mi avance. No dudo, no tengo miedo. Puedo volar más alto y más lejos. Puedo ahondar en aguas profundas sin miedo porque Dios tiene mi vida en sus manos. Es Él quien me juzga por mi amor y por mi desamor. Es Él quien me envía a recorrer mares profundos. Es su mirada la que me salva y su abrazo el que me reconstruye. Sé que sin Él a mi lado no sería nada y con Él todo es posible. Mis manos en sus manos construyen. Mi mirada en su mirada es capaz de ver el cielo en la tierra. No me desanimo cuando los fracasos se suceden. El final de mis días aún no está escrito. Yo mismo voy delineando lo que quiero conseguir, lo que deseo seguir soñando. No dejaré de caminar esos caminos que he decidido recorrer. Y sabré que, sólo si lo he intentado una y otra vez, habrá merecido la pena vivir hasta el final.

Hoy Jesús habla con una parábola. «En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: – Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día». Jesús me habla de la importancia de mi vida, de mis actos. Un hombre rico vivía de espaldas a los que sufrían. Vestía de púrpura y lino. Lo tenía todo. No le faltaba nada. Vivía en medio de banquetes, en la abundancia. Disfrutaba de sus bienes. Veo cada día que vivo en un mundo muy materialista y me dejo llevar por el consumismo y el materialismo yo también. Gasto sin medida, no me controlo, es casi una pulsión. No soy austero y no sé renunciar a nada. Si necesito algo, lo compro con un clic. Basta con eso para comprar cosas a distancia. Busco la comodidad y el bienestar. Quiero estar yo bien sin preocuparme por el estado de los demás. No quiero sufrir, no quiero tener necesidad de nada. Prefiero almacenar a que me falte algo. Quiero disfrutar de los bienes que poseo. Y no estoy dispuesto a renunciar a nada. No paso hambre, ni sufro la sed. Si tengo frío compro algo para abrigarme. Si tengo calor pongo todo lo que está en mi mano para no sufrirlo. Me gustaría vivir más la austeridad en mi vida. La austeridad no es tristeza ni renuncia amarga. Es vivir con sencillez, con gratitud y con desapego. No se trata de quitármelo todo, sino de quitar sólo lo que estorba para que brille lo que de verdad importa. ¿Qué cosas de mi vida me pesan, me atan o me distraen de lo esencial? ¿Qué pequeños gestos de austeridad me hacen más libre y cercano a los demás? Vivir de forma austera me hace más desprendido y libre de los bienes que me esclavizan. La austeridad no me quita nada, me da alas. Cuando no dependo de las cosas, soy más libre. Cuando no vivo pendiente de comprar, de aparentar, de acumular me siento más cerca de Dios. No es más pobre el que menos tiene sino el que menos necesita. No necesitar tanto es el camino para ser más feliz. Me desprendo de lo que me sobra. Me libero de lo que me ata. La pobreza espiritual es la que me hace dependiente de Dios y libre de todos los planes del mundo a los que me encadeno. Hoy Jesús me pide que viva libre de ataduras. Que no viva banqueteando todo el día. Que no viva obsesionado con las cosas materiales. Hoy se lo pido a Dios: «Señor, dame un corazón sencillo, que no se complique con cosas que no necesito». Jesús no vivió con lujos. Caminó ligero. No tenía dónde reclinar la cabeza, pero tenía paz. No necesitaba mucho porque su tesoro era el Padre en quien vivía. Por eso quiere Jesús que busque el cielo en medio de la tierra y que lo haga real en mi mundo. Porque el signo de una actitud egoísta es vivir pensando sólo en mí sin hacer caso a nadie más.

Es lo que le pasaba al hombre rico que no tiene nombre en la parábola. El hombre rico no es malo. No golpea a Lázaro, no lo insulta: «Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado».  Simplemente no lo ve. Pasa de largo. Su pecado es la indiferencia. No abre los ojos. No se detiene. No se deja tocar por la miseria que tiene justo enfrente. Si comparto mi vida con otros a los que veo y me compadezco, seré más pleno. Si reduzco mi consumo, si me conformo con menos, otros tendrán más y yo seré más feliz dando que recibiendo. La austeridad abre la puerta a la generosidad, ensancha el alma y hace que mi mirada sea más compasiva y esté llena de ternura. El hombre rico no logra ver a Lázaro en su puerta. El perro sí lo ve y le lame las llagas. Pero él no logra mirarlo a los ojos, en su necesidad. Pasa cada día de largo ante él sin mirarle a los ojos. ¿Soy capaz de compadecerme del que sufre cerca de mí? ¿O me he acostumbrado a pasar de largo? Lázaro es el pobre con nombre. Los pequeños son conocidos y llamados por su nombre. Dios no olvida a ninguno de los que sufren. Y Lázaro sufría mientras el hombre rico lo ignoraba. Me impresiona que el mal de mi tiempo sea la indiferencia. Me he acostumbrado al dolor de los hombres. Muchos sufren y yo vivo encerrado en mi mundo, en mis necesidades, en mis gastos y lujos. No pienso en ese hombre que me busca, que pide limosna, que requiere mi tiempo, que está herido tirado al borde del camino. No quiero pasar de largo.

Cuando mueren el hombre rico sufre por no haber sido caritativo. Y Lázaro goza de todos los bienes que no tuvo en la tierra. El rico se queda vacío, solo, enterrado en su riqueza estéril. «Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: – Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán le dijo: – Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros. Él dijo: – Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento. Abrahán le dice: – Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen. Pero él le dijo: – No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: – Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto». El que estaba echado en el suelo, ahora es cargado en brazos. El que no tenía lugar en la mesa, ahora se sienta en el banquete eterno. Ya el rico no puede ayudarlo, están muertos, ya es tarde. Si hay una certeza en la vida es la de la muerte. Lo que no sé es cuándo, ni cómo, ni en qué circunstancias. Necesito vivir cada día como si fuera el último, aprovechando a hacer todas esas cosas que si no las hago ahora me arrepentiré al llegar al final de mi vida. La eternidad se empieza a decidir en las pequeñas cosas de cada día. En ese saludo que no doy, en esa crítica que hiere el alma, en esa omisión a la que no di importancia. En esos juicios que sembraron guerras, en ese perdón que no alcancé a dar. Al llegar el momento de la muerte me arrepentiré de muchas cosas. Como no sé cuándo será ese día quiero vivir en presente. No quiero arrepentirme de no haber sido fiel a mí mismo. No quiero pensar que llegué a vivir según lo que otros esperaban de mí y no según lo que yo realmente quería o sentía que Dios me pedía. Por eso quiero ser capaz de escuchar siempre mi corazón. Quiero mirar dentro y buscar lo que necesito dar, lo que quiero construir. No quiero arrepentirme de haber trabajado demasiado por hacer dinero y haber descuidado a los míos, a los que me quieren. No quiero lograr un éxito laboral que al final me deje vacío. No quiero sentir que nunca he expresado mis sentimientos. No quiero vivir guardando afectos, sin pedir perdón, sin decir un te quiero, sin perdonar a los que me hicieron daño. No quiero ver que he descuidado a mis amigos, sin darle el tiempo que necesitaban, ellos y yo mismo. No quiero reprocharme no haberme permitido ser feliz. Lo tenía todo al alcance de mi mano en cosas sencillas, en el amor que recibía y el que daba. Tal vez esperaba que llegar un gran momento para ser feliz y ese momento nunca llegó. No deseo sentir que no he sabido vivir reconciliado, sin resentimientos, en paz. Descubro en mi interior enemistades no sanadas, heridas no perdonadas, cuentas pendientes que duelen. Al final de mis días ya no podré hacer nada. Ahora veo que pierdo el tiempo de forma miserable, me dejo llevar por esclavitudes que no me dan una felicidad plena y no aprovecho las oportunidades que Dios pone ante mis ojos. La vida sencilla, el amor cotidiano, las palabras que no se callan y se dicen porque construyen puentes y sanan el alma. Quisiera estar atento a los que me necesitan y no pasar de largo ante el que sufre. De nada vale que alguien que ha muerto venga a verme, para avisarme. Es ahora, cuando estoy vivo, el momento para vivir amando, entregando la vida, sintiendo que tengo mucho que dar y necesito perdonar todo lo demás. Por eso creo que el cielo se corresponde con mi vida en esta tierra. Habrá muchas cosas que puedo hacer y, si no las hago, nadie las hará por mí. Quiero mejorar este mundo en el que vivo y no vivir sólo para satisfacer mis necesidades, mis deseos. Las obsesiones me quitan la paz y me esclavizan. Pensar en los demás me abre el corazón y amplía el alcance de mi mirada. En la pandemia del Covid hace unos años, hubo una reflexión que me dio qué pensar, como si Dios mismo me hablara: «¿No decían que querían pasar más tiempo en la casa y ver más a la familia? Ahí tienen, semanas y semanas de vida hogareña. Miren lo limpio que les tengo el aire. ¿No juraban que los niños tenían que estar primero? Bueno, a ellos no los enfermo grave y los obligo a ustedes a ponerles atención todo el día. Cualquiera puede caer enfermo, sin importar su estatus. Mi humilde aporte será despertarlos de verdad para darse cuenta de qué es lo que importa en la vida, como les pasa a los que sienten que volvieron de la muerte. Ya nada será igual. Y se sentirán liberados». Fui muy consciente de todo esto en aquella época en la que la vida estaba tan expuesta a la muerte. Luego, cuando pasó el peligro, lo olvidé. Aunque resucite un muerto no tomaré conciencia de lo realmente importante en mi vida. La sencillez de los momentos sagrados. El afecto que se da, las palabras que se pueden decir. Hay mucho que puedo hacer, que puedo dar. Mucho que aún falta por construir. No quiero dejarme llevar sin hacer nada, sin darle importancia a lo importante. Luego me arrepentiré de muchas cosas, sobre todo de aquello que no hice, de las decisiones que no tomé, del amor que no entregué, de los detalles diarios que no cuidé. Nunca me arrepentiré de haber amado a los míos y de haber pasado tiempo con ellos. Nunca pensaré que el amor que di a los que más necesitaban fue en vano. Mereció la pena amar al Lázaro que está tendido ante mi puerta. Cuidar al enfermo y atender al que está solo y herido. Siempre merece la pena darlo todo sin miedo a quedarme sin nada.

[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco

[4] El hijo del Reich, Rafael Tarradas Bultó