Hechos de los Apóstoles 5, 12-16; Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo»

27 abril 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Vuelvo a escuchar mi nombre pronunciado entre el ruido y los vientos de mi mar, entre esas olas que mueven mi alma. Y le digo que sí de nuevo, como un niño confiado»

Me gustaría aprender a amar sin medida, sin límites. Amar y no odiar. Abrazar y no golpear. Judas no supo amar dando la vida, porque no es fácil. Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Y Judas lo hizo, porque se llenó de rabia, de desengaño, de desesperación y se acabó quitando la vida después de haber entregado a Jesús con un beso falso. Las mujeres en la vida de Jesús amaron hasta el extremo. Ellas no se dejaron llevar por el desánimo. Fueron al sepulcro, querían ungir su cuerpo con perfume. Porque el amor es así. Quiere darle lo mejor a quien ama. El amor desea siempre el bien de aquel a quien ama. Pero al llegar al sepulcro y verlo vacío no entendían nada: «En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús salió al encuentro y les dijo: – Alegraos. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: – No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Temen y están alegres al mismo tiempo. Porque no entienden lo que ha podido ocurrir. Quieren compartir su alegría y su inquietud. Quieren contarles a los discípulos lo que han visto, la ausencia del cuerpo, los sudarios, las vendas tiradas. La losa que esperaban ver cerrando el sepulcro estaba corrida. ¿Cómo iban a explicar lo que era inexplicable? No saben cómo hacerlo para llevar el mensaje en su corazón. Corren y Jesús sale al encuentro de su amor y les dice que no tengan miedo. ¿Cuántas veces dice Jesús a los suyos que no tengan miedo? Porque el miedo es lo que me paraliza, me enferma y me lleva a hacer esas cosas que no me dan ni alegría ni paz. El otro día leía una reflexión razonable sobre el miedo: «Para cada miedo realista, decide si te provoca angustia o estrés. La angustia es sinónimo de peligro e incertidumbre crónicos. Si eres una persona que vive angustiada, tu mayor responsabilidad es atender a tu seguridad y a tus necesidades de supervivencia en la medida de lo posible. Haz lo que esté en tus manos para protegerte. Si el miedo te causa estrés, asume que puede ser sano. Piensa que el estrés te puede brindar la oportunidad de crecer. Por último, para cada miedo realista haz una lista de cosas que podrías hacer hoy personalmente para fortalecerte y lograr la vida que quieres»[1]. No quiero que el miedo me provoque una angustia crónica. No quiero vivir continuamente en estado de alerta temiendo cosas que sólo son reales en mi mente, no en mi mundo real. Las mujeres se alegran y temen ante lo que escapa de su razón, a lo que supera todas sus expectativas. ¿Cómo no tener miedo si no encuentran el cuerpo? ¿Cómo no llenarse de asombro cuando Jesús se les aparece resucitado ante sus ojos? No logran entender nada. Siguen corriendo, buscan a los discípulos. Luego ellos también tendrán miedo y se encerrarán en el cenáculo. El miedo puede paralizarme o hacerme correr. No sé cómo voy a reaccionar ante un miedo posible, hasta que este sucede. Y en ese momento miro mi corazón y quiero confiar. El miedo a morir es siempre muy fuerte. El miedo a enfrentar una vida sobre un alambre es un miedo real. La incertidumbre me provoca miedo. Temo que suceda lo que puede suceder, que salga mal lo que puede salir mal. No basta con creer que Dios es bueno y me ama. Tengo que confiar en su poder. Tengo que soltar las amarras y dejar ir mi barca lejos de la orilla. La confianza es la concreción de mi fe. Creo en tu amor y por lo tanto confío en lo que me dices, en lo que haces, porque alguien que me ama así nunca va a permitir que algo malo me suceda. El amor de una madre me hace confiar en la medicina que me provoca rechazo por su sabor o en esa operación que necesito para seguir viviendo. Porque creo en ese amor tangible es que confío y me dejo llevar. Esa docilidad con las personas que me aman es la que me enseña a confiar en Dios. Si no confío en las personas a las que veo, ¿cómo confiar en ese Dios al que no veo? Jesús se aparece hoy en medio de mi vida y me dice que confíe. Que no tema, que no me deje llevar por mis miedos. El amor de Dios es más fuerte que mis miedos. No temas, escucho, y me abrazo con fuerza a ese Jesús que camina llevándome sobre sus hombros. Aun cuando vea el abismo a mis pies, confío en su poder, en su fuerza, en su amor.

¿Por qué lloras? Esa pregunta duele en el alma: «En aquel tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: – Mujer, ¿por qué lloras? Ella contesta: – Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: – Mujer, ¿por qué lloras? Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: – Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Jesús le dice: – ¡María! Ella se vuelve y le dice: – ¡Rabbuní!, que significa: – ¡Maestro! Jesús le dice: – No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: – Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro. María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: – He visto al Señor y ha dicho esto». María está llorando de dolor, de pena porque no encuentra el cuerpo de Jesús. Me duele el llanto del que sufre. Me incomodan sus lágrimas del que no entiende lo que está pasando. Me entristece la pena de los que de golpe pierden a un ser querido. Quisiera calmarlos con mis palabras de consuelo, abrazarlos para arrancar de su pecho la pena, pedirles que no lloren más, que me duelen mucho sus lágrimas. Quisiera que de golpe no sufrieran más. ¿Cómo se puede calmar el dolor de otros? Es imposible con palabras, con lógica, con explicaciones, son justificaciones. No hay razones para la pérdida. No logro comprender lo que sucede. No puedo calmar el dolor de nadie, ni tampoco puedo calmar mi propio dolor. Llueve en mi alma y sufro y no sé consolarme a mí mismo. Duelen tanto las pérdidas. Son tan sangrientas las traiciones. Son tan hondos los miedos. Lloro con angustia porque no logro conseguir lo que quería, porque no alcanzo la cima del monte, porque no resulta todo como yo había pensado. ¿Por qué lloro en este mismo momento, ahora, antes de encontrarme con Jesús resucitado? ¿Qué es lo que me quita la paz del alma? Pienso en mis lágrimas. Son hondas, espesas, están cargadas de dolor y de tristeza. Me gustaría no llorar. Acabar con el llanto. Tal vez Jesús no quiera que deje de llorar. Solo me pregunta por el motivo de mi llanto, no me pide que no llore. Tan solo quiere saber de dónde viene mi pena, cuál es el origen de mi angustia. Pienso en el peso que hay hoy en mi alma. Quisiera liberarme de esa pena tan pesada. Sueño con ser feliz siempre y no llorar nunca, salvo que lo haga por la emoción al contemplar algo bello. ¿Qué sabor tienen mis lágrimas vertidas? ¿Cuánta amargura hay en mi llanto que nubla mi vista? Jesús se detiene ante mí y me pregunta dos veces lo mismo, como a María: ¿Por qué lloras? Yo le doy mis razones. Le pido que me sane por dentro porque a veces la oscuridad es más fuerte que la luz en mi interior. Quiero que me quite el motivo de mi pena. Que regrese el tiempo al pasado, a esos días felices en los que no había miedos ni preocupaciones. Quiero que cambie la historia de mi vida, que siembre esperanza, que solucione los errores cometidos. Quiero en definitiva que lo haga todo mejor, que permita todo lo que ahora he perdido. Jesús me llama por mi nombre mientras yo sigo llorando. “María”, dice en voz alta. María, al oírlo, lo reconoce. Jesús Pronuncia mi propio nombre también. Me grita mi ideal. La perla escondida en mi alma. Pronuncia lo más secreto, ese tesoro mejor guardado. Solo Él sabe cómo me llamo de verdad. Solo Él conoce mi identidad más secreta. Sabe cómo soy y me llama en un susurro para que sólo yo lo escuche. Quiere que sonría. Y yo, cuando siento su abrazo en el alma, esa caricia tan suave, quiero retenerlo para siempre. Quiero que se quede dentro de mí. Que no me deje nunca. Que calme mis ansias. Lloro porque no todo está en orden. Lloro porque no todo me ha resultado bien. Lloro porque una y otra vez cometo los mismos pecados. Lloro porque pongo el motivo de mi alegría en cosas superficiales. Lloro porque vivo volcado fuera de mi centro y sufro. Lloro porque pierdo la paz en batallas perdidas. Lloro porque puedo tener motivos para llorar, por las pérdidas injustas, por los fracasos que laceran mi corazón. Jesús me mira conmovido y me dice que les cuente a otros lo que he visto. Que no me guarde ese tesoro que llevo en una vasija de barro. Me pide que no oculte mi belleza escondida. Quiere que salga de mí para llegar al corazón de mi hermano Es la única manera de detener el llanto, descentrarme, dejar de pensar en mí y en mis planes, en mis deseos y sueños. Jesús está vivo y eso basta para que todo encaje en mi interior. Lloro ahora mientras sonrío. Lloro mientras comprendo que la vida tiene sentido. Eso es suficiente para vencer los miedos. No importa que nada sea como yo tenía pensado antes de iniciar el camino. Quiero vivir en el presente y me quedo pensando en todo lo que Dios puede hacer en mi alma ahora que está vivo para siempre. Me sonríe. Me anima a seguir luchando. Se me borra el llanto del rostro. Recuerdo por qué lloraba. Pero ya me importa menos. Tengo algo más de paz y más perdón dentro de mí. Tengo más alegría que me hace pensar que mi vida es preciosa y merece la pena. Lloraré, no dejaré de verter lágrimas, pero ahora sé que Jesús está vivo en mi vida para siempre. No me va a dejar nunca solo.

La llamada a seguir a Jesús siempre sobrecoge. Quizás me falta fe para creer en su poder. O no tengo la confianza suficiente para pensar que todo va a salir bien. Es como una llamada a soltar mis manos cuando sujetan con fuerza la cuerda en la que estoy colgado para no caer. No sé lo que hay debajo, no miro porque tengo vértigo. Jesús me pide que confíe, que suelte la cuerda, que me deje caer. Yo le grito que tengo miedo, que me asusta morir en la caída. Él me dice que confíe y yo no sé cómo se hace eso. Estoy acostumbrado a controlarlo todo. No creo en los milagros de última hora, en los finales felices. El corazón está hecho de tal manera que si piensa que algo puede salir mal seguro que así sucede. Me cuesta dejar que el viento me lleve en el mar adonde no pensaba ir. No sé dar un salto en el vacío que me pueda llevar a la muerte. No sé si habrá red cuando llegue al final de la caída. No lo sé. Quiero seguir a Jesús como esos discípulos que lo dejaron todo y lo siguieron. No tenían nada asegurado y confiaron en el poder de Jesús. No logro vivir asumiendo su vida en la mía, sus palabras en mis palabras. Deseo que le vean a Él cuando me vean a mí, tan frágil, tan dubitativo, tan enfermo, tan dividido. ¿No se dan cuenta de mi alma empecatada? ¿Acaso no ven mis torpezas y mis miedos? ¿No comprenden que soy tan humano y frágil como ellos? Quizás desean proyectar en mí la belleza de la que ellos carecen, la perfección que ellos no logran. Yo hago lo mismo con los demás. Les exijo hacerlo todo bien para vivir una vida feliz, no como la mía. Veo en ellos una perfección idealizada que yo no tengo. Les pido que no tengan pecados, que no se confundan nunca, que sean perfectos, sin mancha, que siempre digan las palabras correctas, que nunca estén cansados, que sean sabios con la sabiduría que viene del cielo. Les pido que no se equivoquen, que no cometan ellos mis mismos pecados. Y yo siento el miedo a la soledad y al abandono. El miedo al fracaso y a la difamación. El miedo a la tristeza y al sinsentido. El miedo a defraudar tantas expectativas. Yo no soy como ellos esperan, porque me conozco y veo más el barro que el oro, más la torpeza que la habilidad. Pienso en esa llamada que se sigue repitiendo en lo hondo de mi alma. Y me pregunto: ¿Será posible siempre mantener el alma joven? ¿No se enfría el amor con el paso de los años? ¿Cómo decirle que sí de nuevo a Jesús, repetirle que ahí voy a estar cuando venga a buscarme de nuevo a la orilla del lago? Tiemblo al pensar en el infinito, en la eternidad, en ese sí pronunciado para siempre. Porque estoy llamado a ser sacerdote para siempre. Llamado a seguir sus pasos siempre. Quiero dejarme llevar sobre sus hombros mientras cruza caminando sobre una cuerda y me dice que tenga fe, que confíe. Tengo miedo, ansiedad, duele el vacío que se abre bajo mis pies. Quiero confiar y soñar con llegar al otro lado de la cuerda. Sobre sus hombros me siento seguro. Jesús vuelve a pronunciar mi nombre en una última cena. Para decirme que no tiemble, que no dude de sus palabras. ¿Y qué hago yo con todas mis dudas? Lánzalas contra las aguas del mar. Que se hundan entre las olas. Pesan demasiado en el ánimo y no aportan nada. ¿Qué hago con los miedos que no me dejan avanzar encima de ti sobre esa cuerda? Ponles nombre, me pide, entrégamelos a mí, que yo sé qué hacer con esos miedos absurdos que pugnan por quitarte la alegría. ¿Y si caigo, y si cedo, y si desconfío? ¿Y si la cuerda se rompe o pierdes el pie sobre el vacío? Sigue caminando incluso cuando no notes mis pies sobre los tuyos. Un paso tras otro por un camino largo, por una cuerda esquiva. Sólo por ti, repíteme cada vez que tiembles. Miro a Jesús a los ojos mientras camino sobre las aguas, mientras avanza sobre una cuerda tendida sobre el abismo, mientras me arrodillo a lavar los pies a los hombres que esperan tanto, mientras lo tomo a Él oculto entre mis manos, escondido en un trozo inerte de pan que está lleno de vida. Quiero adorar, añorar, soñar, esperar, contemplar, desear. El corazón no cabe dentro del cuerpo cuando ama mucho. Cuando se sabe amado. ¿Qué sentido tiene seguir sus pasos si no es por amor? Y el amor puede morir o enfriarse. En esta noche de jueves santo el amor se hace más fuerte. Como una roca que se rompe en mil pedazos. Como el sueño de un niño que se eleva hasta inscribirse en la herida más honda del corazón de Jesús, allí puedo descansar. Hoy de nuevo confío tomado de su mano firme. Arrodillado en un huerto con más miedo que esperanza. Con la alegría que brota lentamente de mis manos. Y el agua que limpia mi alma haciéndome pensar que Él lo hará todo posible. Vuelvo a escuchar mi nombre pronunciado entre el ruido y los vientos de mi mar, entre esas olas que mueven mi alma. Y le digo que sí de nuevo, como un niño confiado. Sin saber muy bien cómo Jesús logra hacer todas las cosas nuevas. Recompone la vasija rota de mi alma. Y levanta sobre mis pobres cimientos un hogar sagrado. Así de sencillo, mientras pasa la noche y llega el día en el que la vida es más fuerte que la muerte, y la esperanza más firme que todos mis miedos. El sol que acaba con todos mis temores. Y la esperanza de seguir siempre sus pasos, desdibujados sobras las aguas, se hace fuerte en mi pecho.

Hoy celebro la misericordia de Dios y me conmueve esa mirada de Dios. Me mira con mucha paz, conmovido, emocionado al verme. Hoy repito en el salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. El Señor es Dios, él nos ilumina». La misericordia infinita Dios me duele en el alma. Me siento frágil, vivo mi infidelidad con mucha frecuencia y no sé cómo hacer para perdonarme a mí mismo. Por eso no entiendo que Dios me perdone, que me ame haga lo que haga, que esté dispuesto a caminar conmigo una y otra vez. Pero si ya le he fallado, me digo. Si ya he sido infiel. ¿Por qué me perdona de nuevo? Sufro al verlo a mi lado. Siento que no soy capaz de decirle que acepto su misericordia. ¿Acaso se puede negar la misericordia de Dios, la de los hombres? Es como si me sintiera en deuda con ese Dios que decide abrazarme cuando lo que yo merezco es el desprecio o la indiferencia. Merezco un castigo, no un perdón sin condiciones. Merezco que me traten como un sirviente, no como un hijo amado. En este año jubilar la misericordia vuelve a estar en primer plano. Así lo comenta el Papa Francisco: «La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites»[2]. La indulgencia que recibo es pura misericordia. Y es precisamente esa misericordia, ese perdón inmenso, infinito, el que me salva y me permite levantarme y volver a caminar. Porque justamente la indulgencia es la posibilidad que tengo de empezar una nueva vida. Y es que deseo que la oscuridad sea desterrada del sepulcro de mi alma. Que la muerte sea reemplazada por la vida. Y la tristeza por la alegría. Dios es indulgente conmigo y me mira emocionado. Sabe lo que he hecho, conoce mis intenciones y todo el mal que abunda en mi pecado. Ha presenciado mi pobreza y ha visto con dolor cómo me he hundido tan a menudo en el lodo sin saber salir de él. Como un náufrago que espera sólo un milagro. Conoce el hedor de mi pecado, la fealdad de mis abandonos, la pobreza de mi infidelidad. Lo ha presenciado todo porque habita en mí y me conoce. Le gustaría cambiarme de un solo golpe. Hacer todo nuevo en mi interior sin contar siquiera con mi voluntad. Lo desea tanto. No para sentirse orgulloso de mí. Así no es Dios. No es que Él me necesite puro y sin mancha, y si no es así no le valgo. No porque piense que mis méritos lograrán salvarme, porque no es así. ¡Cuántas veces ha visto que los que guardan todas las normas pueden caer en la vanidad y en la soberbia! Por eso les llama sepulcros blanqueados a los que por fuera parecen perfectos, porque lo cumplen todo en apariencia, pero por dentro están llenos de corrupción y pecado. Jesús no podía soportar la falsedad, la mentira, la doble vida, la apariencia engañosa. Veo sólo rostros no corazones. Veo desde lejos al que me parece perfecto y lo considero envidiable. Al mismo tiempo proyecto exigencias de perfección en los demás, tratando de ver en ellos la perfección que a mí se me hace esquiva. Así es mi alma. No logra avanzar, no es capaz de darse por entero. Vivo en la mentira y me acostumbro a la falsedad. Digo cosas que no hago. Cargo fardos pesados sobre otros, fardos que yo no estoy dispuesto a cargar. La incoherencia es lo que hace que mi fe no sea creíble. Cuando los demás ven en mí una fe débil, una actitud que no se corresponde con lo que predico. Lo que digo y lo que hago no van de la mano. Exijo a los demás que sean de una manera y yo soy de otra totalmente contraria. Fragilidad del alma enferma que no logra vencer las tentaciones. Y en esos momentos siento que soy el peor del mundo. A veces creo que es mejor mi pecado que mi perfección. Porque mi pecado me recuerda quién soy de verdad. Y mi cumplimiento enfermizo de normas me hace sentir por encima de mis hermanos. Siento que me deben algo, respeto, admiración, aplausos, halagos. Y en ese círculo vicioso de exigencias vivo atado a normas que no acabo de cumplir bien del todo. Y juzgo al mundo por estar lejos del ideal, cuando yo mismo no soy capaz de vencer en nada de lo que me propongo. La misericordia de Dios, ese Padre indulgente que me mira con benevolencia, es lo que de verdad me salva. Comienzo a cambiar ese mismo día en el que me siento profundamente amado por Dios. Por lo que soy, más que por lo que hago.

Tomás estaba muy herido en su alma. No conozco las razones pero sé que sufría. Y justo ese día, el verdaderamente importante, no se encuentra con los demás, no está cuando Jesús llega. Ese día era el importante, y Jesús aparece sin darle importancia a la ausencia de Tomás: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Jesús da la paz a los suyos. La entrega hasta dos veces ese día: «Jesús repitió: – Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Y para que tengan paz les regala el Espíritu Santo y les da el poder de perdonar pecados. Un momento muy especial, un momento sagrado. Es como si Jesús hubiera elegido el momento adecuado. Estaban todos los importantes, sólo faltaba uno: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: – Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Tomás amaba a Jesús. No sé cuál era su historia con Él. En la serie Chosen me muestran que hubo una mujer a la que amaba y con la que pensaba casarse y la mataron. Y Jesús no le devolvió la vida. A Lázaro sí, o la hija de Jairo, o al hijo de la viuda de Naín. Pero no lo hizo con ella. Y que de ahí venía su dolor y su herida de amor. No era lo suficiente amado por Él. No sé si es verosímil esa historia. Pero lo cierto es que Tomás estaba herido. Y en este momento siente que Jesús no vino porque no lo amaba lo suficiente. Estaba en su mano elegir el momento en el que estuvieran los once. Era muy sencillo. Estaban todos y sólo faltaba Tomás. ¿De qué otra manera se puede interpretar? No hay más maneras. Jesús eligió un momento sin Tomás. Es fácil sentir que no lo amaba. Muchas veces encuentro razones para no sentirme amado por los demás. Sé que no me quieren tanto y tengo mis razones. Les pido explicaciones. Quiero que me tomen en cuenta. Les exijo que me amen de verdad. Es vanidad, orgullo. No lo consigo. Nadie me puede amar a la fuerza, como fruto de mi exigencia. La herida de amor de Tomás se hizo más honda ese día. Volvió a sentir el dolor de la ausencia, del rechazo. Siempre suceden cosas en mi vida que pueden abrir esa herida de amor. Desencuentros, críticas, condenas, rechazos. No hace falta que sea un daño objetivo, basta con que yo de forma subjetiva lo vea así. Veo que me hacen daño, que no me quieren, que no me prefieren. Porque yo sí quiero que el amor que reciba sea predilecto. Quiero ser preferido a otros. La herida de amor duele demasiado y me hace girar en torno a mí de manera enfermiza. Es lo que le pasó a Tomás ese día. Hizo una apuesta y le dijo a Dios que no creería a sus hermanos hasta que él mismo pudiera ver a Jesús. Parecía sencillo, tal vez volvería. Pero quería incluso algo más, quería tocar la herida de Jesús para estar seguro de que era verdad. ¿Vanidad? ¿Orgullo? ¿Soberbia? Tal vez sólo la reacción desde la herida. Como no me ama le pongo a prueba. A ver si quiere que yo, uno de sus discípulos, deje de creer. Algo tendrá que hacer. Tomás no es sólo el que cree tocando. Es el herido que se sabrá amado algunos días más tarde. Me conmueve este Tomás cerrado y exigente. Siento que es la reacción más lógica, más humana. Yo también reacciono así muchas veces y a los hombres les exijo que me amen. No lo consigo, vuelvo a sentir el rechazo y pierdo la apuesta. Yo no logro que me demuestren mi amor como sí lo logrará Tomás. Cuando la herida es muy honda y está muy infectada no es fácil aceptar el amor, recibir el consuelo, el abrazo, ni siquiera el perdón. Tomás está tan herido que pone una prueba casi imposible, tocar sus heridas. Me pasa a mí cuando exijo lo imposible. Quisiera aprovechar el tiempo para que mis heridas curasen. Leía el otro día: «El tiempo no cura. Lo que cura es lo que haces con el tiempo. Curarse es posible cuando decidimos asumir la responsabilidad, cuando decidimos correr riesgos y, por último, cuando decidimos liberarnos de la herida, dejar atrás el pasado o la pena»[3]. Aceptar mi herida de amor es un acto heroico. Dejaré de vivir como un mendigo de amor, dejaré de suplicar que me amen todos y siempre. Dejaré de pensar que me deben algo, que todos son injustos conmigo. Dejaré de mirar a los demás con envidia, comparándome con lo que ellos tienen y yo no tengo. Dejaré de decir que la vida es injusta y que a mí me ha tocado la peor parte en el reparto. Dejaré de enojarme por todo lo que no me han dado, por todo el amor que ha sido esquivo, por la soledad que duele. Quiero mirar mi herida de amor como Tomás. Él tuvo ocho días para aceptar su herida, para comprender de dónde venía su dolor. No era culpa de Jesús. Su herida sangraba.

A los ocho días regresó Jesús: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: – Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: – Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: – Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: – ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Tomás, por haber dudado, por haberse dejado llevar por su sentimiento, por su dolor, recibió mucho más de lo que merecía. Siempre la misericordia desborda mis expectativas. Porque no me merezco nada y lo recibo todo. Tomás estaba herido en el amor. No se sentía tan amado por Jesús como los otros. No había sido tomado tan en cuenta. Pero a los ocho días, una semana de espera, recibió un regalo inmenso. Es el único que pudo tocar la herida de Jesús. Sólo porque encaró a ese Jesús que supuestamente había resucitado. Y Jesús lo supo y apareció. Sólo por él volvió. Se sometió a su deseo y le dejó hacer ese gesto casi innecesario. ¿Por qué tendría que tocar la herida de Jesús? Tocar una herida es un gesto muy íntimo. La herida duele. Es sagrada. Jesús se la muestra y deja que la toque. Tomás, imagino que con cierto temor, la acaricia. Se sabe profundamente amado por Jesús en ese día. Jesús había aceptado su amor y le había dado mucho más de lo que le pedía. Trae tu dedo, trae tu mano. Y luego resalta algo importante. Son bienaventurados los que crean sin ver y sin tocar. A mí también me gustaría ver más a Jesús en mi vida. Observarlo, descubrirlo caminando por mi vida. Me gustaría encontrarme con Él en aquellos con los que convivo. Quisiera verlo también en los que no son de mi agrado y no me gustan. Quisiera verlo oculto en las tormentas, en las desgracias, en las pérdidas. Me gustaría encontrarme con Él y se lo pido. El día de mi ordenación se lo pedí. Quería verlo. No lo logro con frecuencia. Lo he visto, lo he oído, he notado su presencia. Pero muchas veces es esquivo en esas muestras de amor. Y tengo que conformarme con mi fe, con mi esperanza. Tengo que caminar a oscuras, sin saber muy bien si voy por el camino correcto. Me gustaría escuchar su voz cálida y quisiera que llegara a mí a abrazarme cuando me sienta solo. No ocurre y me dice entonces que me basta con mi fe. Que tengo que seguir caminando con esa fe que un día Él puso en mi corazón. Creo en esa fe de la Iglesia que se hace presente por el amor de los que fueron amados por Jesús de forma predilecta: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados». Los que han visto y han creído se convierten en testigos vivos del amor de Dios en el mundo. Para los que no ven, no tocan, y tienen dudas. Para los que como Tomás se sienten dejados de lado por ese Dios amante. El mismo evangelista lo dice hoy: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre». Muchos signos de Jesús y muchos signos de la Iglesia. Llena de santos pecadores. Llena de enamorados que no siempre se sienten amados. Llena de los que perseveran con una fe frágil en medio de las batallas. Llena del Espíritu y al mismo tiempo tentada. Me siento parte de esa misma Iglesia que refleja el rostro visible de Dios ante los hombres. Esa Iglesia que es tentada por el Maligno con el cáncer de la división. Porque ese día en el que Tomás no estuvo, cuando le contaron todo lo que habían visto y oído, él no les creyó. Era tan fuerte su dolor que no quiso creerles. Como un acto de venganza contra el mismo Dios. Como un desprecio dicho en voz alta hacia aquel que lo había amado a él hasta el extremo. Ese día no estuvo, se sintió rechazado y rechazó a los suyos. Surgió la división en su corazón y él mismo dividió a los discípulos. Los que habían visto y creían. El que no había visto y no creía. Y cuando Jesús volvió, sí creyó, pero más que en la resurrección creyó en ese amor personal de Jesús hacia Él. Ya nunca volvería a cuestionar esa certeza. Y es que al final la fe y el amor van de la mano. Creo porque he sido amado por Jesús. Creo en su poder porque ha sido misericordioso conmigo y me ha perdonado. Creo porque me ha seducido con ternura y me ha llamado por mi nombre, por ese nombre íntimo grabado en lo más hondo de mi corazón, ese nombre que sólo Dios conoce.

[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[2] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz