Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29; Apocalipsis 21, 10-14. 22-23; Juan 14, 23-29

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde»

25 mayo 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«El esfuerzo es algo fundamental en mi vida. Es innegociable luchar hasta el final por aquello que deseo conquistar. No vale justificarme y quedarme de brazos cruzados esperando»

La vida muchas veces se vuelve exigente. Los tiempos no son como yo quiero. No todo funciona, las cosas no salen siempre bien. Hay conflictos y los sueños se deshacen en mil pedazos. En ocasiones pienso que soy dios y me creo capaz de lograrlo todo. Otras veces me hundo al ver que nada es como yo lo había pensado. Dicen que el primer pecado del hombre es querer ser como Dios. En realidad es el pecado más recurrente. El deseo de tener poder para cambiar la vida, el mundo. Poder para decidir qué hacer en cada momento. Poder para vivir la vida que yo quiero, como yo quiero. Como Dios, que puede cambiarlo todo. Me gustaría tener ese poder que no poseo. Dijo una vez Anthony Hopkins: «El poder no cambia a las personas, solo les quita la necesidad de fingir. El justo protege, el ambicioso abusa, el inseguro se vuelve tirano. No es el poder el que corrompe, es el verdadero rostro de cada uno el que emerge cuando ya no hay miedo a las consecuencias». ¿Qué sale a la luz cada vez que tengo un cierto poder en mis manos? «Dale poder a un hombre y sabrás cómo es», me dijo una persona hace mucho tiempo. Lo he comprobado a menudo. En la piel de otros, en mi propia piel. Porque me he confrontado con mi fragilidad cada vez que me sentía poderoso. Y han salido de mi corazón el despotismo, el egoísmo, la ambición, la inseguridad. Un poder que me dan y yo puedo usar mal. Me creo por encima del bien y del mal. Como si los demás tuvieran que sufrir las consecuencias de ese poder que me han confiado. Y es que siempre tengo algún poder, por pequeño que este sea. Pero cuando supera mi expectativas me puede quedar grande. En mi inseguridad siento que el poder no me encaja. Me sobra por todas partes y al mismo tiempo me fascina. Tal vez hay personas a las que les gustan más los cargos y los títulos que el tener que trabajar de acuerdo con el poder recibido. Como si fuera el título el que despertara fascinación. O la admiración de las personas al saber quién soy y qué responsabilidad tengo. El poder atrae, encandila, seduce. El poder de la información, que tengan que pedirme mi opinión, que me consulten. Que me busquen para saber qué hacer aun cuando yo mismo lo ignore. Que me valoren, que hablen bien de mí. El poder de un cargo que despierta la admiración. El poder me lleva a lograr cosas que otros no pueden hacer. El poder del dinero. El poder del éxito. El poder de los negocios que triunfan. El poder de las relaciones que me abren puertas. El poder que da la influencia a través de lo que hago, digo o callo. El poder sobre aquellos que ante mí se muestran vulnerables. El poder de los poderosos que no tienen fisuras, no se muestran vulnerables, tienen una capacidad ilimitada que no desfallece nunca. El poder me engaña. Quisiera ser respetuoso con ese poder que he recibido sin merecerlo. Creo en el poder de los abrazos, de las palabras dichas con dulzura, de las decisiones tomadas con fuerza pese a las circunstancias adversas de esta vida. Creo en el poder del amor que horada todas las resistencias y derriba puertas cerradas. En el poder de la vida que se entrega, de la misericordia que arrasa las culpas, de la mirada alegre y confiada que levanta a los caídos. Creo en el poder del que se humilla y cede su lugar a otros. En el poder del pacífico que no se alza en guerra contra nadie. Creo en la bondad infinita de Dios que logra vencer en mí todas mis resistencias. Creo en el poder al que renuncio, sin querer controlar mi vida. Cedo mi poder y se lo doy a Dios para que sea Él quien gobierne el rumbo de mi barca. No me importa donde me lleve, no pienso en lo que pueda dolerme. La misericordia de Dios es infinita y eso me basta. Quiero ser humilde para vivir con paz y alegría el poder que se me ha confiado. No quiero imponer a nadie mi voluntad ni exigir fidelidad a los que me rodean, ni pretender que hagan las cosas a mi manera. El poder de las palabras es grande. También el poder de mis silencios. El poder de una vida que se entrega es como una tempestad que todo lo arrasa. Quiero vivir con humildad el poder que han puesto en mis manos. Trabajar en ello como un servicio que se me ha confiado. Si luego dejo de tener poder, lo viviré con alegría y paz. Nada hay mejor que ser uno más, un discípulo, un seguidor del maestro. Sin esperar el reconocimiento ni la admiración. Dios tiene el poder sobre mi vida y yo confío soltando amarras.

¿Cómo se puede llegar a odiar a alguien? El odio nace de un corazón herido: «En este estado de miedo y vulnerabilidad, es tentador odiar a los que odian. Pero yo siento lástima por las personas que son educadas en el odio»[1]. Soy educado en el odio cuando no recibo amor. Y en esa herida del desamor, del desprecio, brota el llanto del que odia. Cuando alguien me hirió, me trató mal, me siento herido y guardo rencor. El rencor y el resentimiento generan odio. Odio desde la envidia, desde el desprecio. Porque otros tienen lo que yo deseo. Puedo llegar a odiarte por tus ideas, por tu apariencia, por tus éxitos, por tu bondad, porque me perdonas y me tratas con cariño después de haber recibido mi desprecio. El odio tiene una gran hondura. Nace desde lo más profundo del alma. Desde los lugares recónditos en los que se esconde. El odio se puede alimentar, igual que el rencor y el resentimiento. Cuando alimento el odio hago que crezca, que se enquiste en mi alma y no salga nunca de ahí. Leía el otro día: «Creo en el poder del pensamiento positivo, pero el cambio y la libertad requieren también una acción positiva. Si practicamos una cosa, la hacemos mejor. Si practicamos la ira, sentiremos más ira»[2]. Si practico el odio tendré más odio. Si odio al que me ama, al que me aprecia. Si odio al que posee lo que yo deseo. Si odio al que me trata mal. El odio envenena mi corazón, saca de mi interior lo peor. O mejor, crea en mi corazón algo que antes no existía. Una capacidad increíble para tratar mal a otros, para herir con gestos y palabras, para despreciar a todos. El odio me deja inquieto. No puedo estar en paz si odio. Mis reacciones se vuelven desproporcionadas. Grito, me indigno, suelto un discurso que he elaborado a lo largo del tiempo para justificar mi forma de actuar. Es importante reconocer lo que siento. Si siento ira lo digo, lo pienso, lo acepto. Es un proceso sicológico: «Sin ira no hay perdón. Durante muchos años tuve problemas tremendos de ira. No la admitía. Me aterrorizaba. Pensaba que me iba a ahogar en ella. Creía que, una vez empezada, nunca iba a acabar; que me consumiría totalmente. Pero, como he dicho antes, lo contrario de la depresión es la expresión»[3]. Quiero admitir que no todo en mi interior está en orden. No hay paz, hay guerra en esa lucha contra los fantasmas de mi pasado y los de mi presente. Mi historia me ha dejado herido. Y de esas heridas no sanadas brotan el odio, el rencor, o la rabia. Quiero reconocer lo que hay dentro de mí. Expresión y no represión. Dejar salir y no retener. El odio que puedo sentir es real. Odiar es desear el mal de mi prójimo, igual que amar es desear su bien. No es malo quien odia, pero el que odia sí que puede actuar mal. Movido por el odio puedo llegar a causar el mal incluso a quien amo. Entre el amor y el odio siempre se dice que hay una fina línea, imperceptible. La traspaso y me convierto en un agresor. Hago daño, con palabras, con obras, con omisiones, con silencios. Así como el amor es fecundo en obras, también lo es el odio. Caín odiaba a Abel, porque Abel era preferido ante Dios. Y en el corazón de Caín brotó el odio como una mala hierba. Y de esa planta enferma nació el asesinato. Y después la ocultación del crimen. No era él quien tenía que preocuparse de su hermano, cuando Dios le pregunta por el paradero de Abel. Y Caín es maldecido por haber derramado la sangre de su propio hermano. Porque el odio es capaz de todo. El deseo de tener lo que no puedo poseer. Como en esa obra La anunciación, de Paul Claudet. En la que dos hermanas poseen distinta suerte, Violeta y Mara. Una guapa, con ojos azules. La otra oscura y fea. En el desarrollo de la obra la hermana Mara acaba provocando la muerte de su propia hermana, después de haberle arrebatado todo. Todo menos la bondad, ni la belleza. Porque el odio me consume por dentro. Puedo privar a otros de su suerte. Puedo difamarlos, herirlos de muerte, y aún así no seré feliz. Porque así como el amor hace feliz a quien lo da y a quien lo recibe. El odio es justamente lo contrario, causa tristeza en el corazón del que odia y en el de quien es odiado. Me cuesta no odiar cuando me odian. Me resulta difícil no responder con rabia ante las injusticias que sufro. Porque el mal existe. Y se apodera de las personas que odian a causa de le enfermedad del desamor, del desprecio, del odio. El odio es como ese veneno que consume la vida. Mis actos pueden ser buenos o malos. No por hacer algo mal soy totalmente malvado. No por hacer una obra buena soy necesariamente bueno. Detrás de mi odio existe el deseo de ser amado, valorado, alabado. Pero mi odio despierta el odio y el olvido, el desprecio y el juicio. Nunca hay razones suficientes para odiar a mi hermano. Nunca bastan sus actos o su mirada. No es suficiente que enumere las razones que tengo para estar lleno de ira. No hay razones que justifiquen mis actos violentos. Ni el orgullo, ni mis ansias de poder, ni me deseo de lograr lo que otros poseen sin esfuerzo. Nada justifica el odio que siento. Sólo el amor puede sanarlo todo por dentro y lograr que en mí habite la paz de Dios.

Nada ayuda más que el conocimiento, el trabajo, el esfuerzo, el estudio. La vida no es gratis. Nadie me regala nada. Soy lo que he conquistado, aquello por lo que he luchado. No necesito que me mimen, me cuiden, me protejan. Hoy se busca el camino más fácil, en el que no tenga que esforzarme para lograr lo que deseo. Un camino sin barreras, sin luchas. Donde todo se centre en la máxima comodidad. La ley del mínimo esfuerzo. Si para lograr lo que deseo sólo me exigen el mínimo, ¿para qué voy a esforzarme más? Para el éxito en la vida no es suficiente con el talento, el ingenio o la intuición. Hay un porcentaje muy alto de esfuerzo, de trabajo, de lucha. Querer cambiar exige esfuerzo. No puedo cambiar sin luchar, sin trabajar, sin dejarme la piel en ello. Y cuando no sé cómo hacerlo tendré que pedir ayuda. Y la ayuda es sólo una guía para que yo trabaje sobre lo que hay dentro de mí. Leía el otro día: «¿Por qué ahora?, pregunté. Esa era mi arma secreta. La pregunta que hago siempre a mis pacientes en la primera visita. Necesito saber qué les ha motivado a cambiar. ¿Por qué quieren empezar a trabajar conmigo precisamente hoy? ¿Por qué hoy es diferente de ayer, de la semana pasada o del año pasado? ¿Por qué hoy es distinto de mañana? A veces, es el dolor el que nos impulsa y, a veces, es la esperanza. Preguntar «¿Por qué ahora?» no se limita a plantear una pregunta; lo cuestiona todo»[4]. El motivo del cambio. Nadie me da las cosas sin que me cuesten. Me esfuerzo, lucho para lograr esa meta que quiero alcanzar. Está todo demasiado lejos y demasiado cerca al mismo tiempo. Puedo cambiar, puedo crecer, puedo transformar la realidad. No estoy condenado a repetir siempre los mismos errores. No estoy obligado a quedarme quieto sin hacer nada mientras pasan los días. No aprendo a hablar inglés sin esfuerzo, no cambio sin trabajo y sin lucha. No hay magia en mi crecimiento. El esfuerzo es algo fundamental en mi vida. Es innegociable luchar hasta el final por aquello que deseo conquistar. No vale justificarme y quedarme de brazos cruzados esperando a que pase el tiempo. Siempre puedo hacer algo. Nadie me va a regalar el dinero para vivir. Nadie se va a alegrar si repito continuamente las mismas torpezas. No me basta con saber que alguien me ama de forma incondicional para seguir sin esforzarme por hacer las cosas mejor. Puedo justificarme por mis omisiones. Puedo encontrar razones para no luchar, para no entregar la vida. Siempre habrá algo que puedo dejar de hacer. No basta. Mi vida y mi destino están en mis manos. Soy el fruto de mi esfuerzo y de mi entrega. No crece una planta sin que yo la siembre y cuide. No crece mi alma sin que yo invierta en ella. Quiero ser un escultor de mi propio camino. Puedo hacer las cosas mejor de como las he hecho hasta ahora. Habrá personas que sean mejores que yo en muchos campos, no importa, nadie hace las cosas como yo las hago. Mi originalidad es un tesoro. No es ni mejor ni peor que tu originalidad. Cada uno tiene un carisma que entregar. Sé que si hago bien lo que tengo que hacer las cosas van a ir mejor. Si me esfuerzo puede que el mundo brille más. No estoy condicionado por mi pasado, por la historia de mis antecesores. Sus errores no pueden condicionarme. No voy a repetir los errores de mis padres, de mis abuelos. No estoy condenado a depender del alcohol porque así fue en mi familia. No voy a fracasar porque de la misma forma fracasaron mis padres. No todo lo que ellos hicieron se va a repetir en mí salvo que yo lo desee y lo invoque. Porque yo mismo puedo condicionarme para fracasar. Puedo creer en mi fracaso y así ocurrirá. Las profecías autocumplidas. La expectativa de un resultado determinado me llevará a actuar de tal manera que se cumpla mi propia expectativa. Si creo en la victoria final será posible alcanzarla. Si dudo y me dejo llevar por mis miedos, se cumplirá lo que más temo. Así de sencillo. Nada se consigue sin esfuerzo, sin entregar la vida. Las horas que invierto en una relación hace que esta crezca y sea más profunda. Las horas y el tiempo que invierto en mi autoeducación, hará que crezca en muchos aspectos en los que llegué a pensar que eran imposibles los avances. Puedo ser mucho mejor en lo que ahora hago. Puedo ser más preciso, más profundo, más libre, más formado. Puedo tener más conocimientos que me permitan ayudar más a la gente. El conocimiento no ocupa lugar, como siempre se dice, pero exige esfuerzo. Aprender, leer, formarme, conocer cosas nuevas, tener experiencias que me permitan avanzar. Si no doy pasos en una dirección que quiero seguir, acabaré retrocediendo. Como cuando dejo de hacer deporte, no me detengo en el punto que alcancé. Voy hacia atrás, regreso al comienzo del camino. Avanzo o retrocedo. Lucho o pierdo todo lo conquistado hasta este momento. La vida siempre se puede recomponer. Como comenta C.S. Lewis: «No puedes volver atrás y cambiar el principio pero puedes comenzar donde estás y cambiar el final». Puedo llegar a una versión 2.0 de mí mismo. Una mejor versión, una mejor persona, un hombre más hondo y verdadero. ¿Qué valoro más en las personas? Que sean fieles a sí mismas. Que no claudiquen en sus luchas. Que sean trasparentes y auténticos sin importarles lo que piensan los demás.

Las palabras que salen de mi boca hablan de lo que hay en mi corazón. Mis juicios y condenas, mis malas palabras y mis críticas. «Nuestras interpretaciones del mundo, nos hablan de nosotros, no tanto del mundo»[5]. Mis juicios sobre la realidad hablan de cómo soy yo, de lo que llevo dentro, de mis rencores, de mis heridas, de mi pasado maltrecho. Hablo de lo que los demás no ven y existe dentro de mí. Y sin darme cuenta mis comentarios me retratan, me dejan desnudo. «Cuando estamos habituados a negar nuestros sentimientos, puede resultar difícil incluso identificar lo que estamos sintiendo, por no hablar de abordarlo, expresarlo y acabar superándolo. Una manera de quedarnos atascados es confundiendo pensamientos con sentimientos»[6]. Y es que yo mismo no soy capaz de darme cuenta de lo que siento. Cuando hablo se materializan mi dolor, mi angustia, mi ansiedad, mi miedo, mi rencor, mi odio. Mis palabras ponen palabras a todo lo que yo no sé expresar, casi sin darme cuenta. Una crítica despiadada refleja un odio que llevo dentro de mí y que ni yo mismo soy capaz de identificar. Una amargura, un resentimiento, un dolor hondo. Hablo por no callar y sale a la superficie lo que vive en mi alma. Digo lo que pienso y siento. Me acaban traicionan mis sentimientos. Y acabo diciendo más de lo que debo. Porque soy esclavo de mis palabras y dueño en realidad de todos mis silencios. Me da miedo no dar mi opinión, incluso cuando no la tengo. Decir lo que creo que debería ser, aun cuando no tenga claro que eso sea lo mejor. Me gustaría hablar menos y callar más. Escuchar es un arte difícil. Alguien decía que el Papa León XIV, el día que fue elegido, desde el balcón del Vaticano, escuchó mucho más de lo que habló. Escuchó lo que decían los que lo aclamaban, escuchó a Dios en el silencio de su corazón. Escuchó lo que el Espíritu le decía. Porque después de ser elegido tardó mucho tiempo en salir. Encerrado en esa sala de las lágrimas, oró. La oración es escucha. Guardar las palabras dentro y dejar que entren otras palabras que vienen del cielo. Como susurros. ¿Dónde se detienen mis aspiraciones y ambiciones y comienza el querer de Dios? ¿Cuándo me desapego de lo que me ata y me vuelvo más ligero, más libre, más niño? Tengo en el corazón un deseo profundo de ser hombre, de ser de Dios. Hoy Jesús me recuerda el valor de su palabra: «Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». La Palabra que procede del corazón de Dios despierta vida en mi propia alma. Para poder escucharla tengo que guardar silencio. Vaciar los ruidos de mi corazón. Dejarlo vacío para poder oír. Dios me quiere decir algo. A través de las cosas que pasan, a través de todo lo que escucho, a través del silencio que existe dentro de mí. Escuchar a Dios para saber lo que desea de mí. Paciencia, escucha, calma, perdón, reconciliación. Yo quiero hacerle caso a ese Dios que viene a mí. Para decirme que me fije en todo lo bueno que tiene mi vida, en toda la belleza que hay a mi alrededor, que no me quede obsesionado con lo que no está en orden, ni limpio, o está roto. Que ponga mi mirada en la belleza que existe en mi entorno. Es tan fácil dejarse llevar por el desánimo. Sonríe, me grita Dios. Acoge, me suplica. Abraza, me insinúa. No es tan fácil saber lo que tengo que hacer en cada momento. Soy fruto de todas las decisiones que he tomado a lo largo del camino. Puede que haya tomado decisiones que me han hecho daño. Puede que los pasos dados no hayan sido los más correctos. No importa, siempre es posible emprender un nuevo comienzo. Para cada día que empieza hay una nueva oportunidad de ser feliz y hacer felices a los demás. Porque las personas buenas desean cosas buenas para aquellos a los que aman. Y para eso tengo que aprender a escuchar. Escuchar en mi alma, escuchar lo que yo mismo necesito, lo que suplico sin decirlo, lo que sueño sin reconocerlo. Y escuchar a los que amo, para no interpretar lo que precisan, para no dar por supuesto lo que no buscan. Para no evitar que puedan decirme con sinceridad lo que les está pasando. Escuchar a los que me piden algo. Escuchar su lenguaje corporal y sus palabras. Escuchar lo que callan y lo que dicen. Saber guardar silencio para oír la voz de Dios en todos los que me rodean. Me gustaría tener un corazón limpio, puro, grande, para acoger la vida en toda su belleza y grandeza. No quiero vivir con los oídos tapados, con mi corazón embotado. Dios puede decirme lo que yo necesito oír. De hecho me lo dice y soy yo el que no le escucho. Quiero ser un puente entre el cielo y la tierra. Si supiera al menos saber lo que Jesús quiere para mi vida. A veces doy consejos que yo mismo no vivo. Y les recomiendo a otros lo que a mí mismo me hace tanta falta.

Hoy Jesús me da su paz, quiere que reine en mi corazón y a mi alrededor. Una paz diferente a la del mundo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Esa paz es la que quiero vivir, una paz que me permita estar tranquilo, sin vivir turbado. Decía el Papa León XIV en el discurso con el que iniciaba su Pontificado: «En la perspectiva cristiana…es el primer don de Cristo: – Les doy mi paz (Jn 14,27). Pero es un don activo, apasionante, que nos afecta y compromete a cada uno de nosotros, independientemente de la procedencia cultural y de la pertenencia religiosa, y que exige en primer lugar un trabajo sobre uno mismo. La paz se construye en el corazón y a partir del corazón, arrancando el orgullo y las reivindicaciones, y midiendo el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas». La paz se construye en el corazón, en lo más hondo de mi ser. ¿Soy capaz de vivir en paz? Hay odios y rabias contenidos en mi corazón. No vivo reconciliado, sino en guerra, conmigo mismo, con los demás. Añade el Papa: «Quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». La unidad no es realmente lo contrario a vivir en guerra. El que está unido vive reconciliado con su hermano. Lanza puentes, une, ata, se acerca, se compromete. Cuando vivo lleno de rencor y resentimiento no soy capaz de tender puentes hacia aquel con el que no estoy en paz. ¡Qué difícil construir una paz que no es ausencia de guerras!, decía el Papa León XIV: «La paz no es mera ausencia de guerra o de conflicto. No es una simple tregua, como las brasas que arden bajo las cenizas, prontas a reavivarse en cualquier momento». A veces digo que no estoy en guerra con nadie pero mantengo distancias, no construyo puentes, no uno a las personas, no ayudo a que haya más justicia, más verdad, más amor a mi alrededor. La paz no es indiferencia, es cercanía, son abrazos, ternura y comprensión. Puedo vivir con alguien de quien me siento muy lejos. No hay cercanía, no ha unidad. Puedo pensar diferente a otra persona y aun así estar unida a ella por lazos más fuertes. No necesito coincidir en todos los puntos de vista. Es más importante el respeto que estar de acuerdo. Más importante que lo acepte con sus pensamientos aun cuando no sean iguales a los míos. No quiero levantar barreras invisibles que me separan de los que me rodean. Quiero comprender, aceptar, perdonar. Quiero acercarme a los que más necesitan el amor de los demás. Comprender que detrás de sus desprecios hay heridas profundas que yo no conozco ni tampoco puedo sanar. Pero sí puedo estar por encima de ese aparente desprecio. La paz es un don que Jesús me da y al mismo tiempo una tarea para toda la vida. Mis palabras pueden separar y herir, pueden crear distancias insuperables. Me gustaría ser un pacificador. Y para eso tengo que vivir con una paz diferente a la que me da el mundo. Porque la paz del mundo es una tregua. La paz de Dios es un don para toda mi vida. Decía el Papa Francisco: «Creo que estas vicisitudes me marcaron y aumentaron en mi corazón las ganas de evitar que las personas se peleen, de desear que permanezcan unidas. Y de que, si discuten, luego hagan las paces»[7]. A mí también me cuestan los conflictos, que las personas vivan peleadas a mi alrededor, que haya odio en los corazones que están próximos a mí. ¿Cómo logro apaciguar la cólera de mi hermano? ¿Cómo hago para que la paz se haga fuerte en su corazón? ¿Cómo le ayudo a comprender que el perdón es un camino de salvación en su vida? ¿Cómo consigo que sus palabras no hieran, ni sus gestos, ni su comportamiento separen a los hombres? Me gustaría ayudar a pacificar los corazones en guerra. Me duele que discutan y se griten las personas a las que quiero. O que hablen mal los unos de los otros. Me inquietan sus actitudes beligerantes. ¿Conseguiré cambiar este mundo que vive en tensión, este mundo en el que los odios parecen más fuertes que el amor? No es sencillo ser un pacificador. La única premisa es tener yo paz en mi alma para poder dar aquello que vivo. Y esa paz llegará cuando viva reconciliado con mi historia, con mi pasado, con el presente que tengo que enfrentar, con el futuro incierto que me llena de temor. Es la paz que le pido a Dios como un don inmerecido, como una gracia que calme mi alma, como un regalo que no me merezco. Una paz construida a partir del amor. Porque cuando me sé amado en mi verdad, tal y como soy, tengo paz. Cuando los demás me miran y ven mi verdad escondida, tengo paz, no me defiendo, no tengo nada que ocultar. Entonces las críticas y los juicos no me harán daño. Dijo una vez Anthony Hopkins: «Mi filosofía es sencilla: Lo que la gente dice de mí no es asunto mío. Soy quien soy, hago lo que siento, no espero nada y acepto todo. ¿Sabes qué? Esto hace que la vida sea más ligera». Esa postura en la vida me hace más libre del juicio de los hombres y hace que la paz sea más firme en mi corazón.

Jesús me va preparando hoy para la ascensión: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Me habéis oído decir: – Me voy y vuelvo a vuestro lado. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo, Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis». Jesús se va. Ya no estará con sus discípulos en su cuerpo glorioso como hasta ahora. A partir de unos días su presencia será en Espíritu y vida. De una manera tal, que todo se convierte en un misterio. ¿Qué significa guardar las palabras de Jesús? El que lo ama guardará sus palabras. Como yo guardo las palabras que me dicen las personas a las que amo. No olvido sus te quiero, sus revelaciones en la intimidad. No olvido su mirada sobre la vida, su forma de entender las cosas. Guardo lo que he visto en aquel a quien amo y no lo olvido. Si amara de verdad a Jesús tampoco olvidaría nada de lo que me ha dicho. Guardaría todo en mi corazón, como María. Pero tengo mala memoria y me olvido. ¿Qué palabras de Jesús guardo en mi corazón como un tesoro? ¿Qué Evangelios tocan mi alma en lo más profundo y me llenan de vida? Las palabras de Jesús son esperanza. A veces hay palabras que me quitan la alegría. Palabras escritas o dichas, las leo o las escucho y pierdo el ánimo, la ilusión. Hoy escucho: «Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos». Mis palabras tienen mucho poder. Puedo dar alegría y esperanza o sembrar desesperanza y desánimo. Quisiera decir palabras que den vida a otros como hacen hoy Pablo y Bernabé: «Os mandamos, pues, a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos». Transmiten un mensaje lleno de esperanza. El Concilio de Jerusalén aprueba las comunidades de gentiles fundadas por S. Pablo. Los que no eran judíos pueden alegrarse con las palabras de Dios en sus vidas, con las palabras de Jesús. Es un mensaje liberador. No tienen que asumir más cargas. Sólo vivir en el Espíritu. Son palabras de liberación. A partir de ese momento ocurrirá lo que hoy Jesús dice: Que el que guarde la palabra de Dios acabará siendo morada para Dios. Vendrá y habitará en él. Es la inhabitación de la Trinidad. El corazón se llena de alegría porque Dios, que es grande, ha elegido el corazón humano para hacer de él un lugar santo, un santuario sagrado, un lugar puro donde puedan reinar la paz, la justicia, la verdad, la libertad. Así es el espacio en el que Dios habita. Hacer morada dentro de mí es su fin. Me parece tan bonita esa imagen. Habitar en mi alma y dejar que viva Dios dentro de mí. No quiero poner barreras. Por eso deseo guardar en mi corazón palabras que me llenen de vida. Quiero que las palabras importantes que me han dicho, que he escuchado, permanezcan como un tesoro dentro de mí, como un fuego que nunca se apague. Cuando guardo esas palabras y no las olvido, Dios vive en mi corazón. Igual que cuando guardo las palabras que me dijo la persona amada, mi madre, mi padre, mi esposo, mi esposa, mis hermanos, mis amigos. No quiero olvidarme de lo importante. De las palabras que me dejaron. De lo que sembraron en mi corazón. Doy gracias a Dios por todas esas palabras que guardo como un tesoro. Las palabras que reciben las comunidades fundadas por Pablo y Bernarbé son palabras de esperanza. No tienen que circuncidarse para salvarse: «En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé». El Concilio de Jerusalén trae palabras de esperanza que guardan en su corazón. Las palabras de Dios a través de la Iglesia, a través del Papa me dan esperanza. Y la esperanza es esa palabra que resuena más en mi corazón: «La esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de gracia en el realismo de la vida. Como toda madre, cada vez que María miraba a su Hijo pensaba en el futuro, y en su corazón permanecían grabadas las palabras que Simeón le había dirigido en el templo: – Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón»[8]. En medio del dolor resuenan palabras que albergan esperanza. Quiero guardar toda la vida de las palabras que escucho. Porque son palabras llenas de vida.

[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[4] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[5] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo

[6] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[7] Esperanza, Autobiografía Papa Francisco

[8] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco