Éxodo 3, 1-8a. 13-15; 1 Corintios 10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9
«Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar»
23 marzo 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«¿Cuáles son mis objetivos en esta vida, en esta Cuaresma? ¿Dónde puedo mejorar y ser más fiable, más humilde, más sólido, más pleno?»
Tal vez no todo y siempre está en paz. Aparentemente hay calma en la superficie, mientras que en el interior hay ruido, voces, gritos. Por fuera la vida parece de una manera. ¡Cuántas veces me dejo llevar por las apariencias y lo juzgo todo! Me fijo en lo de fuera, olvido lo de dentro. El rostro no siempre es el espejo del alma. Muchas veces sí. Sólo un pálido reflejo. Dentro las cosas son de una determinada forma. Por fuera la vida parece que es de una manera. Pero hay muchas cosas que el ojo no ve. Ni siquiera una cámara escondida podría reflejar todo lo que existe. No hay cámaras que graben los pensamientos, ni los sentimientos. Las lágrimas no siempre significan lo mismo. Tampoco un abrazo, tampoco un grito. Abrazo a veces sin sentir nada especial. Grito sin querer herir aun cuando pueda acabar hiriendo. Mis silencios no significan enojo, o rabia, o tristeza. A veces sólo significan deseo de no decir nada. No todas mis palabras expresan lo que siento. Disimulo, maquillo y oculto. Para no hacerte daño, para no ofenderte. Quizás me ofusco por cosas sin importancia. Y le doy valor a cosas que no la tienen. Me detengo en la superficie de la vida y me hacen daño cosas que no me importan en realidad. Me ofende una persona a la que le doy derecho a hacerme daño, no lo tiene, se lo doy yo. No cualquier cosa me duele. Y las que sí me duelen es porque yo permito que así sea. Puedo cambiar las frases y afirmaciones que despiertan las emociones. Hay pensamientos negativos que aniquilan mi esperanza. Hay miradas que duelen porque yo dejo que sea así. No todo tiene valor en mi alma. Sólo aquellas cosas a las que le doy valor. Si sufro más de lo que quiero por cosas pequeñas es mi culpa. Yo he provocado ese dolor atándome y dependiendo de aquello que no es realmente valioso en mi vida. Habrá motivos para llorar, para sufrir, pero no todo tiene el mismo valor. Quisiera ser más libre para no sufrir de forma innecesaria. ¿Cómo puede Dios poner en orden mi alma para que mis emociones sean sanas? Quisiera en esta Cuaresma pedirle a Dios un poco de madurez. Para no sufrir de forma innecesaria. Para no agobiarme cuando no haya motivos. Para no atorarme con problemas fáciles de resolver. No tiene sentido verter lágrimas por causas pequeñas. Lloraré por lo importante, por lo que merezca la pena. No me engancharé en aquello que me dijeron, o me hicieron. Seguiré confiando en que al final Dios, que ve en lo escondido, me quiere como soy, me ama y desea mi bien. No tengo razones para vivir sufriendo. Hay más motivos para la alegría y la esperanza. Hay pocas cosas que no tienen solución. Después de una caída, de una derrota, toca la sublime tarea de volver a empezar, de levantarse y confiar en la siguiente batalla. Dejar de luchar no es una opción. La vida siempre me dará nuevas oportunidades. No desaprovecharé lo que Dios me regala. Hay esperanza aun cuando parece que no la hay. Detrás de mi sufrimiento existe la oportunidad para crecer y madurar como persona. «No podemos borrar el sufrimiento, no podemos cambiar lo que pasó, pero sí podemos elegir encontrar el regalo que entrañan nuestras vidas. Incluso podemos aprender a amar la herida»[1]. Me da pena ver personas que, habiendo sufrido algo difícil, no lo aprovechan para madurar, para cambiar, para mejorar en su interior. El rencor se instala en sus corazones y no logran vivir el presente con más alegría. Creo que necesito madurar a partir de lo que vivo. Que las experiencias difíciles me hagan más humano, más de Dios, más hombre, más noble, más niño. Que no desaproveche el regalo escondido detrás de cada dolor, de cada pérdida. No es opción quedarme quieto sin hacer nada. Puedo mejorar, puedo cambiar, puedo hacer algo grande con mi vida. Los milagros sólo suceden si mi corazón está lleno de fe y esperanza. Si confío en el poder de Dios y creo en su misericordia. El milagro más grande es el que puede hacer Dios con mi vida incluso cuando yo dejo de creer en los cambios. Puede poner en orden el desorden, puede sacar el veneno para que no siga sufriendo. Los milagros mayores son los que no se ven, no se documentan pero suceden de forma continua a mi alrededor. Yo puedo ser uno de esos milagros.
Nunca hay razones suficientes para estar triste. Si me centro sólo en lo que ha salido mal, o no tan bien como quisiera, es fácil estar triste. Si amplío mi mirada y me fijo en todo lo demás la vida cambia. Al final es una opción que yo tomo. Elijo ver el sol o fijarme sólo en las nubes. Elijo quedarme en lo que me duele o elegir lo que me hace bien y me da alegría. Elijo atarme al pasado que no puedo cambiar o comienzo a construir una nueva historia. Cuando dejo de valorar lo que tengo, lo bueno que estoy viviendo, y pongo mi atención, de forma obsesiva, en ciertas cosas que no son definitivas ni tan relevantes, pierdo la alegría. Si estas pequeñas o grandes cosas funcionan, estoy feliz. Si no van como yo quisiera, sufro. Pongo mi felicidad en el dinero, en los negocios, en mis planes o proyectos, en el comportamiento que deberían tener los demás, en las cosas que deberían hacer por mí. Depende mi alegría de tantas cosas fuera de mí. Decía el Papa Francisco: «Todos, en realidad, necesitamos recuperar la alegría de vivir, porque el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), no puede conformarse con sobrevivir o subsistir mediocremente, amoldándose al momento presente y dejándose satisfacer solamente por realidades materiales. Eso nos encierra en el individualismo y corroe la esperanza, generando una tristeza que se anida en el corazón, volviéndonos desagradables e intolerantes»[2]. ¿Qué necesito para recuperar la alegría de vivir y poder volver a sonreír? ¿Tendría que cambiar mi pasado para que eso fuera posible? ¿Dónde veo que estoy sobreviviendo tan solo y no viviendo de verdad con entusiasmo? Necesito adaptarme a las circunstancias de esta vida. Saber que no siempre las cosas van a ser como yo quiero. Y que no puedo obsesionarme con algunas de ellas porque puede que nunca sucedan como yo deseo. Hay tantas cosas que escapan a mi control. No puedo hacer nada por cambiarlas. Tan solo puedo elegir la belleza, el bien, el amor, la luz del sol, el ancho mar, la sonrisa de un niño, el presente lleno de luz en el que vivo. Puedo elegir lo que tengo en lugar de aquello que me han quitado y ya no es mío. Puedo elegir lo que aún puedo hacer y no aquello que ya pasó y no va a cambiar. La resiliencia es la capacidad de adaptarme a las nuevas circunstancias de la vida. Es mi capacidad para levantarme después de una caída sin amarguras, sin miedo. Quisiera ser resiliente para enfrentar los contratiempos de mi camino. Puedo elegir la actitud que tomo ante las adversidades, elijo el optimismo o el pesimismo, la alegría o la tristeza. Todo esto es una decisión, no estoy obligado a verlo todo negro. No es obligatorio llorar sobre la leche derramada. La actitud positiva me lleva a levantarme y a luchar un día más, una hora más. A confiar en todo lo que Dios puede hacer conmigo. De mí depende, de mi corazón herido, de mi alma enferma, de mis sueños que aún viven muy dentro de mí. Puedo elegir la sonrisa y el humor. Puedo aprender a reírme de mí mismo y a llevar una vida en paz con todos. Puedo optar por el perdón y la reconciliación en lugar de abonarme al resentimiento y al rencor, a la ira y al odio. Puedo cambiar mi mirada y mi ánimo, eso depende de mí. Nadie tiene el poder de hacerme llorar salvo que yo se lo dé. No habrá ninguna circunstancia que me pueda quitarme la alegría salvo que yo decida que esas circunstancias merecen mis lágrimas. Está dentro de mí la capacidad para volver a empezar a construir una vida más sana y bella. «Nacemos para amar; aprendemos a odiar. Está en nuestras manos decidir qué hacemos»[3]. Yo decido si odio y busco la venganza o perdono y olvido y sigo amando. «El perdón no es algo que hagamos por la persona que nos ha herido. Es algo que hacemos por nosotros mismos, para dejar de ser víctimas o prisioneros del pasado, para poder dejar de cargar con un peso que solo esconde dolor»[4]. Perdono por mí, para ser libre, para ser capaz de caminar con paz. Yo decido en qué actitud quiero vivir en esta vida. Con el corazón abierto al amor o con la amargura enraizada en el alma. Me gusta pensar en todo lo que puedo vivir todavía. Mis ojos son capaces de ver la belleza que me rodea. Quiero mirar el ancho mar y enamorarme de su hondura. Quiero agradecer por todo lo que Dios me regala en el camino. No instalarme en la queja y en el rencor. Quiero soñar con cosas más grandes de las que ahora veo. Esa es la esperanza de este tiempo que Dios me regala. Espero lo que no tengo, anhelo lo que no poseo y pongo toda mi ilusión en vivir cada instante sagrado que Dios me regala. Él sabe mejor que yo lo que me conviene. Y hace posible que de las situaciones difíciles pueda sacar un bien para mi vida. Me abraza para que no tenga miedo en los momentos difíciles. Para que no deje de confiar en lo que ha de venir aun cuando me duela lo que ha sucedido. Acepto el pasado y miro sonriendo al futuro. Cada día es un regalo y una nueva oportunidad para crecer, para amar, para entregar la vida.
La Cuaresma son cuarenta días de camino hacia Jesús, en Jesús, a su lado. Es una oportunidad para encontrarme con Él en el camino y no temer mostrarle mi pobreza, buscando la paz y el perdón. Para eso necesito dejar atrás viejos hábitos que me esclavizan y salir de mi comodidad para avanzar en esta vida. La Cuaresma es un tiempo de gracias, en el que se me regala una oportunidad para renovarme, para crecer, para cambiar. Es un tiempo alegre de espera, de anhelos, de sueños: «Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él»[5]. No vivo sin un sentido sino con la conciencia de saber que Jesús me espera durante el camino y al final de este, cuando llegue a la meta. No voy solo y no estaré solo nunca. No existe un abismo oscuro al final de mi vida, no hay una oscuridad terrible como respuesta a mi amor. El corazón del hombre está hecho para un amor infinito, no para estar solo. Esa certeza es la que me alimenta en el camino por el desierto. Jesús se hizo carne de mi carne para salvarme de mis miedos y angustias. Para darles un sentido a mis pasos cuando siento que estoy perdido. Para hacerme vivir con esperanza también en esos momentos de oscuridad en los que parece que nada merezca la pena. Jesús no me deja nunca, tampoco cuando la vida pierde su paz. Pienso en toda la luz que llevo dentro de mi alma y sé que no puedo esconderla. No hay oscuridad que Dios no venza, siempre es más fuerte su luz. Por eso creo que este tiempo es un tiempo de esperanza, una oportunidad privilegiada para mejorar, para avanzar, para crecer camino a la cruz que me lleva a la vida eterna. ¿Dónde veo más oscuridad que luz en mi interior? ¿Qué sombras me habitan quitándome la alegría? Tomo la decisión en serio de no sufrir en vano. A veces hay nimiedades que me quitan la alegría. No puedo hacer depender mi paz y mi alegría de las circunstancias que no dependen de mí. Si así lo hago sé que mi ánimo va a estar cambiando continuamente. Quiero desterrar las sombras que me amenazan, los miedos que me atormentan, la tristeza que me quita la sonrisa, esa oscuridad poderosa que no me deja confiar. Cuanta más luz haya en mi corazón, cuanto más amor tenga, más difícil será que el desánimo tenga en mí la última palabra. Ni el cansancio ni la pena, ni el fracaso ni el olvido, ni la soledad no deseada podrán privarme de la sonrisa que siembra Dios en mi alma. El otro día leía: «Recuerda, nadie puede quitarte lo que pongas en tu mente. No podemos decidir hacer desaparecer la oscuridad, pero podemos decidir encender la luz»[6]. Ese es el camino. La oscuridad no puedo eliminarla con mis manos, pero puedo encender una pequeña luz en mi alma para que brille e ilumine la noche, o puedo abrir un resquicio de la puerta o una pequeña ventana para dejar que entre la luz de Dios en mi interior. Puedo cambiar mi entorno encendiendo el amor que llevo dentro y contagiando esa pasión por la vida que vive dentro de mí. Me gustaría cambiar las dinámicas que me enferman, las actitudes que me aíslan, las torpezas que no me dejan ser mejor de lo que soy. Puedo hacer que brille una luz en mi interior, aunque sea pequeña en ocasiones. Y esa luz seguro que da luz a muchos. Iluminará los caminos y permitirá que la vida brote con fuerza. Como esa primavera escondida en el invierno que brota rompiendo los límites del frío y la falta de agua. Una primavera tenaz y necia que no se deja amilanar y rompe como un grito de esperanza en medio de los silencios de un invierno que muere lentamente. La vida es más fuerte que la muerte. La luz de Dios es más poderosa que la oscuridad de todos mis miedos. No voy a cambiar a base de esfuerzos sobrehumanos. Pero sí puedo dejarme hacer en las manos de un Dios que ha vencido a la muerte para siempre. Hay milagros escondidos en mi corazón que no son públicos, no lucen en la apariencia de esta vida y no parecen tan relevantes. Pero son los milagros más importantes. Esos que nadie ve y que están cambiando este mundo. No quiero olvidar todo lo que puede suceder si abro a Dios la puerta de mi alma. No quiero que el amor pierda fuerza cuando el odio parece gritar con ganas. No creo en la victoria final del mal en mi vida. No deseo el olvido ni la soledad. Hay luz el final del túnel y por eso no dejo de caminar confiando en que una mano amiga sostendrá mis pasos cuando me tambalee. Doy gracias al cielo por esa obra de misericordia que está haciendo en mi alma. Siempre la voz de Dios pronuncia mi nombre con fuerza y eso me alegra. Me recuerda que valgo más que todo lo que el mundo espera de mí. Soy más valioso, más grande, más hombre, más niño. Tengo una misión inmensa por realizar y las fuerzas me vendrán del cielo. Yo no tengo el poder para cambiar el mundo, pero sí para dejarme cambiar por Dios.
Hoy Moisés es el protagonista de nuestra historia. «En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: – La zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: – Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza». El encuentro con Dios sucede a partir de la curiosidad. Moisés siente curiosidad al ver arder la zarza. Se acerca porque no se consume. Lo extraordinario siempre llama mi atención, despierta mi interés, mis ganas de conocer. No hay nada más extraño que una zarza que arde y no se consume. Moisés todavía no conoce a Dios realmente. «Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: – Moisés, Moisés». Dios lo ve acercarse y lo llama. Dios me ve cuando me acerco y me llama. Repite mi nombre para que lo oiga. ¿Cuál es mi nombre? ¿Cómo es ese nombre que sólo Él conoce en realidad? Ese nombre por el que me llama, porque quiere estar conmigo. Me asusta no ser capaz de estar a la altura de lo que Dios quiere y con timidez hago mía la respuesta de Moisés: «Respondió él: – Aquí estoy». Es así como tiene lugar el encuentro. La curiosidad, el acercamiento, el hecho de ser visto por Dios, la llamada y la respuesta. Decir aquí estoy es el comienzo de todo. Aquí estoy para hacer tu voluntad. Aquí estoy para permanecer a tu lado todos los días de mi vida. Aquí estoy porque no tengo dónde ir, porque Dios tiene palabras de vida eterna. Aquí estoy porque necesito el amor de Dios en mi vida. Pienso en todos los momentos en los que le digo a Dios aquí estoy. En los que les digo a otros que estoy con ellos, a su lado, sosteniéndolos. El sí de los esposos es un aquí estoy. Como el sí de una madre para su hijo, de un hijo para su padre. Un te quiero hecho presencia. Un sí estoy a tu lado concretado en ese estar ahí para el otro. Estoy aquí para ayudar, para servir, para escuchar, para acompañar tu dolor. Estoy aquí para lo que necesites aun cuando lo que me pidas no lo tenga y no pueda dártelo. Un aquí estoy es la respuesta más importante en el amor. De nada sirven las palabras si los hechos no las acompañan. Aquí estoy para dar la vida por ti, para acompañarte en tu dolor, en tu enfermedad, en tu muerte. Es lo que le quiero decir hoy a Dios cuando pase momentos difíciles. No me voy a ir, Jesús, no te voy a dejar solo. La Cuaresma es un sí, aquí estoy, para acompañar el dolor de Jesús camino a la cruz. El amor hecho María al pie de la cruz. Aquí estoy, no me iré, no me moveré, no te abandonaré. Y entonces Dios habla en medio del silencio de una zarza ardiente: «Dijo Dios: – No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Ese lugar es sagrado, allí donde vive Dios, donde habita es un lugar sagrado. Dios hace sagrado lo que toca. Hace que la zarza arda y la tierra que la rodea es sagrada. Toca con su bendición un edificio y lo convierte en un santuario, en un lugar sagrado. Me conmueve pensar que todo lo que Él toca se convierte en santo. Así puede hacer con mi propia vida cuando la toca, la hace sagrada. No quiero perder la sensibilidad para tocar los lugares sagrados. En ellos habita Dios y al tocarlo se me pega algo de su poder, de su gracia. Después Dios le dice quién es Él: «Y añadió: – Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios». Es el Dios de su pueblo, de sus ascendientes, de los que ya están en el cielo. El mismo Dios de su familia, de los suyos. La coherencia de Dios es esa. Dios es el Dios de mis antepasados, de los que antes que yo escucharon su llamada y respondieron: Aquí estoy. Igual que ahora Moisés, igual que yo cuando oigo su llamada. Ante lo sagrado, ante el poder de Dios, me asusto. Un temor de Dios que es un temor sano. Me arrodillo conmovido ante su poder. Y escucho lo que me quiere decir, como Moisés: «El Señor le dijo: – He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Dios siempre se compadece del débil, del herido, del que es tratado injustamente. Se arrodilla ante el caído al borde del camino y siente misericordia. Su corazón se rompe por el débil, por el que necesita su ayuda porque es un esclavo. Quiere liberar a su pueblo y darle una tierra que mane leche y miel. Esa es la promesa que le hará a su pueblo. Entonces Moisés acepta la misión: «Moisés replicó a Dios: – Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: – El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan: – ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les respondo? Dios dijo a Moisés: – Yo soy el que Soy; esto dirás a los hijos de Israel: – Yo soy me envía a vosotros. Dios añadió: Esto dirás a los hijos de Israel: – El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: -Así me llamaréis de generación en generación». Irá a su pueblo. Lo liberará sólo porque Dios le ha revelado su nombre y su misión. Tiene que rescatar al pueblo cuando él mismo se siente incapaz. Irá sólo porque Dios se lo ha mandado. Yo me siento como Moisés, cuando me pide lo imposible y quiere que haga cosas que superan mi capacidad. Me pide que salte y me arriesgue. Que lo entregue todo por amor y yo me pongo en camino de su mano.
Hoy la Palabra de Dios me lleva a pensar en mi necesidad de conversión: «En aquel tiempo se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: – ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Dios es un Dios de buenos y malos. No es un Dios castigador que esté esperando mi caída para castigarme por mi mal comportamiento. No es un Dios cruel. Hoy escucho en el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen». La misericordia del Señor llena la tierra. Dios no es bueno cuando me salen bien las cosas y es injusto cuando me salen mal. La felicidad verdadera consiste en vivir en el Señor, en caminar de su mano, en peregrinar llevado por su bondad. No son los éxitos la razón de mi alegría. No dependo de que todo me resulte como esperaba para ser feliz. Dios es misericordioso y me levanta cada vez que caigo. No está al final de mi día esperando a ver cuántas torpezas he cometido para echármelo en cara. Está atento a mis tropiezos para levantarme. Su mirada me salva. Su amor me sostiene. Pero Dios quiere que me convierta y viva. Quiere que cambie. Hago hoy mías las palabras del Papa Francisco: «Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza” (cf. Rm 15,13) para testimoniar de manera creíble y atrayente la fe y el amor que llevamos en el corazón; para que la fe sea gozosa y la caridad entusiasta; para que cada uno sea capaz de dar aunque sea una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza para quien lo recibe»[7]. Yo puedo transmitir la esperanza y la alegría a muchos. Puedo cambiar para que todos vean en mí el amor de Dios. En realidad el artífice de mi cambio es Dios. Yo digo que quiero, que deseo intentarlo y Dios lo hace posible. Conoce mis heridas y mis fragilidades. Soy como ese jarrón roto que quiero intentar unir en sus muchas piezas pero es la gracia de Jesús la que acaba uniéndolas. De esa forma tengo un jarrón roto, con heridas visibles, rellenas por el oro. Esa técnica japonesa llamada Kintsugi (unión con oro) me evoca el sentido de esta Cuaresma. Las heridas seguirán siendo visibles, sólo se han cubierto con una mezcla de otro y otros materiales. Una soldadura que une piezas rotas. Cada jarrón es valioso sin esconder sus imperfecciones. Al revés, al resaltarlas tienen más valor. Cada pieza es única con sus defectos y heridas. Cada jarrón es valioso porque es original y no hay ninguno que se parezca a otro. Al colocar el oro uniendo las piezas estas se ven más. El oro brilla y resalta el defecto. Normalmente no deseo que se vean mis defectos, ni mis heridas, ni mis imperfecciones. Las disimulo, las cubro para que nadie vea lo que está mal en mí. Como si ocultándolas dejaran de existir. Leía el otro día: «En los espacios psicológicamente sanos viven personas donde la imperfección es parte de la realidad; el miedo no tiene cabida pues lo imperfecto no es síntoma de “malo” y el error no precede a un castigo. Se permite el riesgo. Probar y errar forman una cadena necesaria para innovar»[8]. Soy imperfecto aun cuando sea un perfeccionista en mi forma de hacer las cosas. Lo intento siempre de nuevo, aunque caiga y fracase, aunque pierda y parezca que no merece la pena volver a intentarlo. En realidad siempre merece la pena. Siempre puedo avanzar más y llegar más lejos. Depende de mí, de asumir las cosas como son. Miro mis cicatrices con alegría porque me hablan de mi historia personal, de mis caídas y de mis roturas. Forma parte todo esto de mi historia sagrada. No por eso dejo de aspirar a la conversión. Porque esta tiene más que ver con la mirada y la mentalidad que con las imperfecciones y las debilidades que vivo cada día. Convertirme no implica dejar de pecar, a veces ni siquiera con pecar menos. Va más allá. Es llegar a poseer una mirada misericordiosa sobre mi hermano. Una mirada que levante a los demás aceptándolos desde mis propios límites. Sanándolos a partir de mis propias enfermedades y dolencias. Acompañándolos cuando sea yo el que necesita ser acompañado. Consolando cuando yo quiero ser consolado. Esa es la conversión del alma que hace de mí un padre, un hermano, un reflejo del amor de Cristo en mi vida.
La imagen de este tercer domingo de Cuaresma es la viña. Jesús utiliza imágenes cercanas para los discípulos y el pueblo de Israel. El desierto me ayudó a comenzar el camino. Subir al Tabor, a esa montaña desde la que se contempla Galilea, me hizo soñar y creer. Y ahora la viña, algo tan habitual para los judíos, me habla de mi vida: «Y les dijo esta parábola: – Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: – Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno? Pero el viñador respondió: – Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar». Una viña que no da fruto es un fracaso. La imposibilidad de obtener el fruto deseado no es lo que desea al dueño de la viña. Quiere resultados. Y si la viña no da fruto pues la corta. Me cuesta pensar que el dueño de la viña sea Dios. No imagino a Dios queriendo cortar mi vida porque no da el fruto esperado. En la vida parece que sólo el éxito define nuestro esfuerzo. Hace poco leía la reflexión de un jugador de baloncesto cuando le preguntan si la temporada ha sido un fracaso. Él le responde: «Tú me preguntaste lo mismo el año pasado. ¿Tú recibes un ascenso todos los años? No, ¿verdad? ¿Entonces tu trabajo es un fracaso? No. Todos los años trabajas con un objetivo. Para conseguir un ascenso, cuidar mejor a tu familia, no lo sé. Darles un hogar, cuidar de tus padres. No es un fracaso, son pasos hacia el éxito. Michael Jordan jugó quince temporadas al baloncesto y ganó seis campeonatos. ¿Las otras nueve temporadas fueron un fracaso? Es la pregunta equivocada, no hay fracasos en el deporte. Algunos días eres capaz de lograr el éxito, otros no». ¿Cómo se mide el éxito en la vida? Cuando triunfo siempre todos los días, ¿es un éxito? Cuando lucho y no obtengo el triunfo anhelado, ¿es un fracaso? Me he acostumbrado a querer ganar siempre. Y no doy valor al hecho de competir en la vida, dar lo mejor de mí, luchar hasta la extenuación por alcanzar la meta soñada. Eso es lo que me pide Dios en realidad. Una viña que dé su fruto es una viña en la que se ha trabajado con esfuerzo por obtener un fruto. Pero puede que no siempre llegue el fruto soñado. No me desespero, no pierdo la alegría, sigo luchando. No quiero depender del éxito para ser feliz. Quiero alegrarme del esfuerzo que no se cuestiona nunca. Doy lo mejor de mí, me esfuerzo, me exijo. No siempre gano, a menudo pierdo. Pero la vida no se juega sólo en jugar o en perder. Un año es bueno por el esfuerzo que he puesto en crecer, en cambiar, aun cuando mi vida no sea perfecta. Pienso en lo que hoy me pide Jesús, que abone la tierra, que saque la maleza, que riegue la viña. Quiere que me esfuerce por conseguir el fruto aun cuando este no llegue. Como hoy escucho: «El que se crea seguro, cuídese de no caer». No he vencido, no he obtenido todo el éxito que soñaba, no he ganado en toda ocasión. Me han derrotado, humillado, vencido. Y aun así siento que he crecido. ¿Cuáles son mis objetivos en esta vida, en esta Cuaresma? ¿Dónde puedo mejorar y ser más fiable, más humilde, más sólido, más pleno? Pienso en todo lo que hay en mi corazón. En todo lo que puedo mejorar. Tengo una vida por delante. Cada temporada, cada año, es una oportunidad para ser mejor persona, mejor cristiano. Mi viña es mi vida. Y en ella hay en ocasiones desorden y maleza, falta de agua y poca vida. Puede todo cambiar si le dejo actuar a Dios en mi interior, en mi santuario corazón, como un buen jardinero: «La verdad de cada persona tantas veces está oculta debajo de mucha hojarasca que la disimula, y esto hace que se vuelva difícil sentir que uno se conoce a sí mismo y más aún que conoce a otra persona: «Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo?» (Jr 17,9). Así entendemos por qué el libro de los Proverbios nos reclama: «Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las palabras perversas y aleja de tus labios la maldad» (4,23-24)»[9]. Las fuentes de mi viña están en el corazón. Quiero que esté en orden, libre de hojarasca y de maleza, libre de malas palabras que me llenan de rabia y desesperanza. En la viña de mi vida todos pueden encontrar un lugar, sentirse en casa, acogidos. Quisiera trabajar mi viña para que Dios pueda pasear en mi interior en paz.
[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[2] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco
[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[5] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco
[6] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[7] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco
[8] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[9] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo