1 Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; 1 Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38
«Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, él es bueno con los malvados y desagradecidos»
23 febrero 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«El bien es más poderoso que el mal. Hay lugar para la reconciliación y la sanación. Cuando me sé amado algo sana en mi corazón y dejan de brotar en mi interior la violencia y el odio»
¿Cómo mantener la esperanza cuando las cosas no resultan como yo deseo? ¿Cómo conservar la alegría y la paz cuando las circunstancias no son las que yo hubiera elegido? Mis planes no son los planes de Dios, no suelen coincidir. En medio de la turbación, cuando no me resultan mis planes, me piden que mantenga la esperanza en lo más alto. El otro día leía: «Es tentador confundir esperanza con idealismo, pero el idealismo no es más que otra forma de negación, una manera de eludir el enfrentamiento real con el sufrimiento. La resiliencia y la libertad no se logran haciendo ver que no estás sufriendo»[1]. Cuando estoy sufriendo tengo que aceptar que sufro y cuando deje de sufrir ya lo manifestaré. Mientras tanto no le quito el peso a lo que me duele. Lo miro a la cara y lo enfrento, no lo reprimo, no lo tapo, no lo oculto, no pretendo olvidarlo. No espiritualizo la realidad diciendo que es lo que Dios quiere. Tampoco quiero vivir con rabia o con enojo. Asumo que son así las cosas y sé que me llevará tiempo mejorar. No soy más santo si lo llevo todo con una sonrisa. Más bien mantener la alegría interior es un salvavidas, más que algo meritorio. Necesito sonreír para no perder la esperanza: «La esperanza no es una capa de pintura que usamos para enmascarar nuestro sufrimiento. Es una oda a la curiosidad, un reconocimiento de que, si nos rendimos ahora, no veremos nunca lo que pasa luego»[2]. Decido luchar un día más, esforzarme un día más con esos ejercicios que me sanan, dejar de hacer esas cosas que lo pueden complicar todo. Un día más para ver amanecer el día siguiente: «La esperanza es la convicción de que sobreviviste a todo lo que sobreviviste para poder ser un buen ejemplo para los demás. Un embajador de la libertad. Una persona que no se ofusca con lo que ha perdido, sino con lo que todavía le queda en su cometido. Siempre hay algo que hacer»[3]. Siempre puedo empezar de nuevo, salir adelante desde la tierra herida por las guerras, por las luchas. Después de muchas batallas perdidas puedo levantarme de nuevo y seguir caminando: «La esperanza es curiosidad agrandada. Es la voluntad de cultivar dentro de ti cualquier cosa que despida luz y de arrojar esa luz a los recovecos más oscuros. La esperanza es el acto de imaginación más valiente que conozco»[4]. La esperanza es esa virtud que me regala Dios para creer que Él está detrás de todo lo que me sucede. Oculto, animándome, levantándome después de cada caída. Es esa fuerza interior que no deja que arroje al suelo la toalla pensando que es imposible la lucha que tengo por delante. Mientras tenga tiempo hay esperanza. Mientras pueda seguir caminando quiere decir que hay vida en mi interior. No me desanimo, no pierdo la paz, no pienso que la culpa es de los demás. En esos momentos difíciles en los que la esperanza es el motor de mi vida no vivo comparándome con los que están mejor que yo, tampoco miro a los que sufren más. me basta con mi propia lucha, con mi vida, con mi día a día. El lema de partido a partido me motiva para vivir un día a la vez. Cada día tiene su afán y no tengo que preocuparme por aquellas cosas que no controlo. La esperanza logra vencer los miedos en mi interior. Porque no es posible que un miedo pueda paralizarme y no hacer nada. Espero que ese Dios en el que creo, a quien amo con locura, me ama por cómo soy, por lo que hay en mi interior. No tengo que disimular ante Él, no tengo que convencerle por mis obras de mi valor. A veces me quiero más cuando hago cosas grandes, cuando logro méritos suficientes que me hagan digno de mi propio amor. Veo con nitidez que no me amo a mí mismo de forma incondicional. Me amo más si aprovecho el tiempo, si estoy a la altura de lo que yo mismo espero de mí, si resisto en las dificultades sin quejarme, si mantengo la sonrisa cuando tengo ganas de llorar. Esa imagen perfecta que quiero lograr es la que me exijo a mí mismo. Mi amor no es incondicional. ¿Cómo voy a creer que Dios pueda amarme de esa manera? Necesito experimentar cada día ese amor misericordioso de un Dios que me ama como la cara pupila de sus propios ojos.
Gratitud, gratuidad, acción de gracias, gratuito. Todas estas palabras tienen su raíz unida a la gracia. Esta palabra latina me habla de donación, de don, de regalo. Algo que recibo sin merecerlo. S. Pablo, al pensar en su amor a Jesús y su llamada después de haber sido perseguidor de cristianos, confiesa: «Te basta Mi gracia, pues Mi poder se perfecciona en la debilidad» 2 Cor 12,9. Porque en medio de las debilidades experimenta un aguijón que lo humilla y lo hace sentir indigno del amor de Dios. En realidad le basta su gracia para vivir: «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» 1 Cor 15,9. La gracia basta para vivir. Es todo lo que recibo sin mérito y sin esfuerzo. ¿Qué cosas en mi vida he recibido de forma gratuita? Pienso en ellas. Podría hacer una lista larga con todo aquello que en mi vida es un don. Lo he recibido gratis y sin esfuerzo. Por la gracia de Dios soy lo que soy. Por su gracia nací y crecí. Avancé en esta vida y amé. Viví hasta dar la vida de forma gratuita. He recibido muchas cosas sin merecerlas. Por el hecho de nacer y vivir, por el hecho de amar y de entregarme. Me han dado demasiadas cosas gratis en esta vida. Cuando recibo algo que no merezco simplemente porque el otro me lo quiere dar me siento indigno. Siento una pequeña humillación porque no me he ganado lo que tengo. No me lo merezco. Tengo claro que merecer es una palabra que me agrada. Si trabajo merezco un salario. Si hago algo por ti espero que me pagues en correspondencia con mi esfuerzo y me lo devuelvas. La gratuidad no entra en las relaciones laborales. Todo lo que se hace se paga. Nada es gratis en esta vida, suelen decir. El concepto de la gracia está presente en el cristianismo de forma muy explícita. Los sacramentos son signos que hacen visible la gracia de Dios. El amor de Dios se derrama sobre mí sin yo merecerlo. El amor de Dios es el ágape que desciende sobre mí llenándome de paz y alegría. Una gracia que recibo y que no merezco. La gracia del Espíritu Santo que me limpia y me abraza, me hace experimentar un amor inmenso. Un amor inmerecido e incondicional. Porque no pone condiciones para seguir amándome. No me ama sólo mientras me porte bien o haga las cosas de forma correcta. No me ama Dios sólo cuando lo obedezco y sigo con solicitud sus mandatos. No me ama con la condición de que cambie de vida y mejore. Me ama independientemente de que todo eso suceda. Me ama cuando me alejo enojado de su presencia, cuando sigo otros caminos. Cuando busco la paz lejos de su amor misericordioso. Yo me empeño en merecer el amor. Busco que los demás me amen por mis méritos y espero que Dios me ame cumpliendo lo que me pide hacer. La gratuidad es un concepto que me cuesta hacer mío. Por eso yo tampoco soy gratuito en mi entrega. Pongo condiciones para seguir amando. Y amo más y mejor, con más pasión, a los que son buenos conmigo, a los que me corresponden con su amor, a los que hacen las cosas como a mí me gusta que se hagan. Ese amor condicionado que yo aplico a los demás puede que no sea el que yo espero. Aunque muchas veces es así, es un amor semejante. Me porto bien para que me ames. Te trato con amabilidad para que me correspondas. Oculto lo que no te gusta de mí para que no dejes de amarme. Siento que te enfadas si no soy como tú quieres que sea y me adapto a esa expectativa. Oculto cosas, escondo lo feo, trato de parecerte la mejor persona posible. Porque no sabría vivir sin tu amor y siento que cada día tengo que ganármelo. Vivo en una carrera por conseguir méritos que aviven el amor que me tienes. Vivir el amor de esta forma dificulta todo en mi entrega. Porque busco hacer méritos suficientes continuamente. No te amo por lo que eres sino para que estés contento conmigo, para que no dejes de amarme nunca. En realidad es el miedo lo que mueve mi amor. El miedo a perderte, a que no me quieras, a que no me respetes o admires, a que te enfades conmigo y me rechaces por ser indigno de ti. Y cada mañana trato de demostrarte que valgo, que mi vida merece la pena y que amarme a mí es lo que mejor que te puede pasar. Oculto mis debilidades y mis defectos. Te escondo mis pecados para que no dejes de admirarme y no pierdas la estima que me tienes. Ese amor no es sano, está enfermo en la raíz. Parte de un corazón que ha vivido muy a menudo el desprecio y el rechazo. Un corazón que no ha vivido la gratuidad en su infancia sino sólo el merecimiento. Un amor condicionado a mi comportamiento. Si me portaba bien recibía aplausos. Si me portaba mal, castigos. La gratuidad en la vida matrimonial es la clave para que el amor crezca. Hago las cosas por ti sin esperar nada, simplemente porque te amo, porque eres la mejor persona a la que puedo amar. No te lo mereces, pero te amo. Y entonces puede que tus pecados o tus actos me dañen, me duelan, pero no por eso dejaré de amarte. Porque te amo de forma incondicional. Así es el amor de Dios por mí, el amor de una madre por su hijo. Lo ama independientemente de lo que haga. Ese amor es un amor inmenso, inmerecido, gratuito. Me alegra saber que Dios me ama así porque me salva de vivir bajo presión cada mañana. Igualmente me alegran y llenan el alma todas esas relaciones en las que la gratuidad se impone. No te amo por todo lo que me das, sino por ser quién eres. Y te seguiré amando cuando no me des tantas cosas, cuando no me dediques tanta atención, cuando no me ames con la misma fuerza con la que yo lo hago. Ese amor imposible es una gracia de Dios en mí. Sólo Él me capacita para amar a los demás como Él mismo me ama a mí.
Puede ser que la generosidad y el significado más profundo de la gratuidad se aprendan en casa. En mi familia aprendo a ser solidario o a pensar sólo en mí. Valoro en mi familia conceptos como la gratitud, la gratuidad y lo gratuito o sólo el merecimiento. Veo en mis padres una actitud generosa o egoísta. Ellos me hacen comprender que las cosas en la vida son un don de Dios y no puedo vivir exigiéndoles a los demás que se comporten bien conmigo. La gratitud implica agradecer un don o un favor recibido, mientras que la gratuidad se refiere a la ausencia de expectativas de recompensa o pago. Hago las cosas sin esperar nada a cambio. Y valoro el don de la vida que recibo cada día. No era obligatorio hacerlo pero lo hice. Podría haber seguido a lo mío sin pensar en los demás y me detuve, miré a mi hermano, me hice solidario en su dolor, dejé de correr para escuchar sus preocupaciones. No tenía que hacerlo, no era obligatorio, era gratuito y sólo era necesario hacerlo si yo era magnánimo. La magnanimidad me lleva a hacer las cosas sin esperar nada, gratuitamente. La gratitud la puedo expresar sin sentirme obligado a hacerlo. Es sólo una respuesta genuina y auténtica a un favor o don recibido. La gratitud fortalece las relaciones. La gratitud es como un río que fluye en silencio, nutriendo la tierra de los vínculos. Es un sentimiento que se cultiva en gestos pequeños, en palabras dichas con voz queda y en acciones realizadas en silencio, agradeciendo. Es el antídoto más eficaz contra la indiferencia y la rutina. Es el recordatorio de que la persona que tienes al lado es un regalo, un don que debes valorar y agradecer cada día. Cuando la gratitud se apodera del corazón, la relación se transforma. Los conflictos se vuelven oportunidades para crecer juntos, las dificultades se transforman en desafíos que se superan juntos, y las alegrías se multiplican porque se comparten. La gratitud es un músculo que se debe ejercitar cada día. Se debe practicar en los momentos pequeños, en los detalles que a veces se pasan por alto. Un gracias dicho con sinceridad, un abrazo dado con cariño, un gesto de aprecio hecho con amor. La gratitud es el lenguaje del amor. Es la forma como el corazón habla al corazón. Es el modo en que la relación se nutre y se fortalece. Agradece por cada día que Dios te regala, por cada momento, por cada gesto. La gratitud es el secreto para mantener viva la llama del amor. Quisiera aprender a agradecer en primer lugar por lo evidente. Tengo salud, tengo vida. tengo donde vivir y dormir. Tengo personas a las que amo y me aman. aprender a agradecer por el amor recibido es esencial. Doy gracias al cielo porque hay alguien que me quiere sin merecerlo, pase lo que pase, haga lo que haga. No todos, porque muchos me querrán sólo cuando me porto bien o hago lo que ellos desean. Pero sí que he tocado esa incondicionalidad del amor en piel humana y eso me sana por dentro. Agradezco el amor inmerecido, ese que no se puede exigir y simplemente sucede. Doy gracia por todas las cosas que suceden en mi vida y que son un don de Dios. Ocurren y me salvan. Quiero dar gracias por ellas. Quiero agradecerle a Dios con voz audible y a aquellas personas que hacen que mi vida sea mejor, más plena. Agradezco por la forma como me han tratado. Porque las cosas han salido como yo esperaba, como deseaba. Agradezco por un día más de vida, de luz. Agradezco por estar aquí en este momento presente, en este lugar. Doy gracias a Dios por esas circunstancias que me toca enfrentar, algunas de las cuales no me gustan. Doy gracias por lo que pareciendo evidente no lo es. Puede no suceder y sucede. Tengo personas que me hablan del cielo y me dan paz. Conozco personas que me ayudan a creer en los milagros porque ellos, sin saberlo, los hacen cada día. Quiero agradecer por cada mañana en la que, al despertarme, le sonrío al sol. Agradezco la salud y el amor. Agradezco la belleza de un paisaje, la melodía suave que llena mi alma, el abrazo que calma mis ansias, el calor del día que vence mi frío interior. El sueño reparador, la salud que vence a la enfermedad, la seguridad que supera mis miedos, la luz que vence mis sombras, el silencio que acaba con los gritos y las palabras excesivas. Todo lo que tengo es motivo de mi gratitud. Además quisiera aprender a agradecer por lo que no es tan bueno. Por los días grises que me llenan de oscuridad. Por el frío que me congela el alma. Por la soledad que hiere la piel. Quiero aprender a dar gracias por aquellas personas que me cuestan, son difíciles o al menos a mí me lo ponen difícil. Por los que me hacen daño con sus críticas, por los que cuestionan todo lo que digo y hago. Agradezco a los que ha puesto Dios en mi camino para que aprenda a madurar y crecer. Doy gracias por las heridas que me ha dejado el camino, a menudo sin pretenderlo. Algunas heridas han sido muy profundas y otras más superficiales. Son heridas que me recuerdan que soy frágil y estoy hecho de carne humana. Agradezco por los contratiempos, por esa enfermedad que me ha hecho sentir vulnerable, por ese fracaso con el que no contaba, por ese accidente que me hizo valorar más la vida. Doy gracias por las circunstancias que me tocan vivir ahora. Duelen por dentro pero me enseñan que la vida se juega ahora y en este lugar. Y tengo que aprender a agradecer por todo lo que recibo, bueno o malo, no importa cuando suceda, será siempre para bien de mi alma.
Es difícil saber lo que Dios quiere de mí. Difícil distinguir y saber si debo elegir un bien o el otro. Si debo actuar o no hacer nada. Hablar o callar. Decir lo que pienso o esperar a ver qué rumbo toman los acontecimientos. No sé si debo dejar de hacer algo o seguir haciéndolo. No sé cuándo sobro, cuándo es bastante y tengo que cambiar de rumbo. El querer de Dios está escondido entre las piedras, oculto en las nubes, desaparecido en lo más hondo del alma, en medio de mil circunstancias a través de las cuales escucho su voz, o al menos creo hacerlo. David huía de Saúl que quería matarlo. Y súbitamente Dios parece ponerle todo a su favor: «En aquellos días, Saúl emprendió la bajada al desierto de Zif, llevando tres mil hombres escogidos de Israel, para buscar a David allí. David y Abisay llegaron de noche junto a la tropa. Saúl dormía, acostado en el cercado, con la lanza hincada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa dormían en torno a él. Abisay dijo a David: – Dios pone hoy al enemigo en tu mano. Déjame que lo clave de un golpe con la lanza en la tierra. No tendré que repetir». Abisay piensa como los hombres, no como Dios. David interpreta mejor los hechos: «No acabes con él, pues ¿quién ha extendido su mano contra el ungido del Señor y ha quedado impune?». David no mata a Saúl y eso salva su vida en realidad. Lo que parecía más claro era matar al que quería matarlo. Defenderse al ser atacado. Pero no lo hace y ese es el verdadero camino, la verdadera sabiduría. No hace lo que otros le recomiendan. Parecía sensato matar a un rey que quería a su vez matarlo a él. Era en defensa propia, podría haber justificado su actitud. David no lo hace: «David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó. Todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo. David cruzó al otro lado y se puso en pie sobre la cima de la montaña, lejos, manteniendo una gran distancia entre ellos, y gritó: – Aquí está la lanza del rey. Venga por ella uno de sus servidores, y que el Señor pague a cada uno según su justicia Y su fidelidad. Él te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender mi mano contra el ungido del Señor». David es compasivo y misericordioso como el mismo Dios. Eso me recuerda el salmo de hoy: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen». Dios es lento a la ira. Es rico en clemencia y compasivo con los que lo invocan. El Señor ama siempre, perdona siempre. Me gusta mirar a ese Dios que me ama y me busca como a la oveja perdida. Nunca va a querer que mate al que me persigue. Que reaccione con violencia ante quien me odia. La misericordia es lo opuesto al rencor y a la violencia como respuesta. Dios quiere que haga su voluntad y esta tiene que ver con el amor. Los hechos parecían favorables para dar muerte a Saúl. Se hubieran acabado todos sus problemas. En muchas ocasiones mis problemas me superan. Siento que no abarco, que no logro llegar tan lejos. Las deudas, los conflictos, las tensiones son fuertes. Parece el camino más rápido el que Dios quiere. Y no siempre es así. Lo más fácil no siempre es lo mejor. Lo que parece evidente no necesariamente es lo que Dios desea para mi vida. Sé que puedo elegir un bien dejando a un lado mis principios, los valores en los que creo. Quizás no es eso lo que Dios me pide. Él quiere que actúe siempre con bondad, mirando con compasión a mis hermanos. No sé qué hacer en muchos momentos de mi vida. no sé si actuar con fuerza o dejar que los acontecimientos sigan su curso sin intervenir. Entre dos bienes no sé cuál me conviene más, o cuál es el mejor, o cuál es el que mi Señor espera de mí. No lo sé, dudo. A veces tomaré decisiones difíciles. Daré un salto, me arriesgaré creyendo que es lo que Dios sueña para mí: «Cuando te arriesgas, no sabes cómo saldrán las cosas. Es posible que no obtengas lo que quieres, que las cosas empeoren. Pero aun así estarás en una condición mejor porque vivirás en el mundo real, no en una realidad imaginaria creada por tu miedo»[5]. No quiero que el miedo detenga mis pasos. Si creo que es lo que Dios me pide lo haré. Buscaré a mi alrededor esas voces de Dios ocultas en los acontecimientos, en las circunstancias de la vida, en lo que otros me dicen que es bueno que haga, en lo que yo mismo me repito en mi interior que es un valor. Sé que esas voces son de Dios y yo tendré que interpretarlas y ver lo que me está pidiendo en ese momento. Me arriesgaré sin miedo sabiendo que me podré equivocar al hacerlo, podré errar el camino y tendré que volver sobre mis pasos buscando el sentido de mi vida. No importa, lo haré. Lo importante es que no renuncie a mi verdad, a mis principios, a mis valores. Que no deje nunca de creer en ese Dios bondadoso y misericordioso que sólo desea mi bien. Que me ama por encima de todo y aguarda paciente a que siga sus pasos. Me gusta esa actitud reflexiva. Que nunca deje de buscar lo que Dios quiere de mí. Que no me conforme con lo que ya he logrado. Que siempre viva en tensión atento a las voces sutiles en donde se me pide que actúe o no actúe, que hable o calle.
Hoy Jesús me invita a amar a mis enemigos. Y yo no lo entiendo: «Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Por el contrario, amad a vuestros enemigos». Esta petición siempre me parece imposible. Está bien que no odie a mi enemigo. Que no desee su mal, pero ¿amarlo? Amo normalmente a los que me aman. El amor al que no me ama me parece imposible. Lo primero que me pregunto es si tengo enemigos. De primeras digo que no, que no los tengo. Sólo amigos o desconocidos, o personas lejanas que no me importan tanto. Pero entonces sigo ahondando en mi corazón y descubro rencores, resentimientos, perdones que no soy capaz de dar. Esos son mis enemigos, tienen nombres propios. Son los que me han heridos con acciones y omisiones. Los veo y su presencia me duele. Me han ofendido, puede que sin intención, pero lo han hecho. Se reaviva mi dolor y recuerdo vivamente el daño que me hicieron. Tal vez ya no deseen mi mal. Incluso puede que me aprecien en este momento incluso. Pero son mis enemigos aun cuando lo ignoren. No saben que me han hecho daño y ya están condenados en mi alma. ¿Puedo llegar a no tener enemigos? Si perdonara siempre, sería posible. A veces mis enemigos son los que me envidian o desean sin yo saberlo la vida que yo tengo. O sienten que yo no los aprecio como ellos a mí. O se han sentido heridos por mis omisiones y acciones, por mis gestos y mis palabras, por mis silencios y desprecios, aun cuando yo lo ignoraba. Quisiera poder amar a los que me desprecian. A los que no desean mi bien e incluso hacen lo posible para que no me vaya bien. ¿Son muchos? No lo sé, espero que no, pero no importa. Son los que son y su forma de actuar me duele. Porque no desean mi bien. Hoy Jesús me dice que no tengo mérito ninguno si sólo amo a mis amigos. Amar a mis enemigos es algo más grande, eso es lo que cuenta. Y entonces Jesús concreta cómo es ese amor: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames». Me resulta imposible lograr lo que hoy me pide. Si alguien me quita algo, yo le doy más de lo que me ha robado. Si alguien me pide tengo en préstamo, se lo regalo. Si alguien me quita lo mío no se lo reclamo. Es imposible amar así. Amar cuando duele tanto. Duele amar sin esperar nada y dar sin querer recibir algo a cambio. Esas peticiones de Dios superan mi estado de ánimo. Son un ideal que aparece ante mí como inalcanzable. Yo doy al que me da y soy generoso con el que es generoso conmigo. Pero si alguien me golpea ¿no es lo justo que yo le golpee de vuelta? ¿Acaso tendré que dejar que me golpeen más sin defenderme? Me parece contradictorio y contraproducente. ¿Le hace bien a alguien que le hagan daño y no se defienda? ¿Me hace bien a mí dejarme golpear sin oponer resistencia? No es lo que me recomienda la sicología. Es bueno salir de esas situaciones y relaciones que me hacen daño. Por eso entiendo que amar a los enemigos no significa aceptar y justificar comportamientos inadmisibles. Alguien que es violento no es alguien que hace el bien. No puedo justificarlo nunca. No puedo respetarlo. La violencia siempre es inadmisible. Lo que me pide Jesús es que ame a aquel que es violento para pacificar su alma. la violencia brota de la falta de amor. Una persona herida reacciona con violencia y con odio. El rencor y el resentimiento hacen que en mi interior crezca la violencia y la sed de venganza. ¿Cómo debo yo reaccionar al sentir su rabia, su ira, su violencia? En primer lugar no puedo negar mis sentimientos y necesidades. No se trata de ser débil o sumiso. No quiero dejarme abusar por aquel que desea mi mal. Eso no es lo que me pide Jesús. Me enseña que el amor y la compasión son la respuesta más poderosa y efectiva ante la enemistad. Al amar a mis enemigos, rompo el ciclo de violencia y venganza. En lugar de querer vengarme y hacerle mal al que me hizo el mal, lo perdono, rompo esa rueda. Soy hijo de Dios y sé que Él es un Dios misericordioso. Un Dios compasivo que me mira con amor. Si soy hijo de Dios su amor se refleja en mi propio corazón: «Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial». Estoy llamado a reflejar el amor de Dios en mi vida, el cielo en la tierra de mi alma. Así podré mostrar que el amor es más fuerte que el odio. El bien es más poderoso que el mal. Hay lugar para la reconciliación y la sanación. Cuando me sé amado algo sana en mi corazón y dejan de brotar de mi interior la violencia y el odio. La luz es más fuerte que la oscuridad. El bien logra imponerse sobre toda maldad. Dios y el demonio no compiten en igualdad de condiciones. Cristo ya ha vencido a la muerte, ha vencido en mi interior. Él puede hacer que mi corazón se llene de paz. No es automático, es un proceso. Y pasa necesariamente por el perdón y la reconciliación. Puedo dar un salto en el corazón de Dios y perdonar. Él puede amar en mi interior de una manera nueva. Hace nuevas todas las cosas. Logra sacar amor del odio y paz de las guerras que habitan en el corazón. Me parece imposible actuar así y no lo consigo. ¿Cómo se puede transformar el odio en amor? A base de amor, a base de perdón. Se trata de responder con amor, compasión y perdón, incluso en situaciones difíciles y desafiantes.
Jesús sigue pidiéndome hoy lo imposible. Y lo hace porque quiere poner ante mis ojos el ideal: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros». Son muchas las exigencias que tiene seguir a Jesús. Muchas las consecuencias de haberme sabido amado por Él un día. Sé que tengo que hacer el bien al que me hace el mal. Prestar sin esperar cobrar al que me pide. Ser misericordiosos como Dios es misericordioso con todo el que me busca. No condenar para no ser condenado por los demás. Y, tal vez lo más difícil, perdonar para poder ser perdonado. Quisiera aprender a dar sabiendo que recibiré. Sé que al final la medida del amor será una medida generosa, colmada, rebosante. La misma medida que yo use con los demás será la medida que usarán conmigo. Si yo no doy a los demás lo que me piden, yo tampoco recibiré nada. Al mismo tiempo comprendo que el perdón es fundamental en mi vida, es un don que tengo que pedir continuamente. El otro día leía: «Mientras digas que no puedes perdonar a alguien, estás gastando energías en atacar, en vez de defenderte a ti mismo y de defender la vida que mereces. Perdonar no significa dar permiso a alguien para que te siga haciendo daño. Si te hicieron daño, sí que pasa algo. Pero ya está hecho. Solo tú puedes curar la herida»[6]. Al perdonar no estoy exculpando a nadie, no estoy liberando al que me ha herido de toda su responsabilidad. Me libero a mí mismo con mi perdón. Sano por dentro en mi herida cuando perdono a quien me hizo daño. Es un don de Dios que le pido cada día para que mis enemigos no me tengan sometido. Si no logro perdonar no dejo nunca de ser un esclavo. Cuando me libero de toda culpa me escapo de esa cárcel de resentimiento en la que me gusta quedarme por miedo a sentir que el que es perdonado queda libre. Quiero tener una medida rebosante de perdón en mis entrañas. Una medida que me salve y salve a los que me rodean. Quiero perdonar siempre y no condenar. Quiero ser generoso aun cuando conmigo no lo hayan sido. Quiero seguir dando aun cuando no me pidan nada. Quiero darlo todo y no guardarme nada para mí. Seré más feliz cuando viva de esta manera.
[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[5] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[6] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger