Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
«Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; llegó primero al sepulcro; inclinándose, vio los lienzos tendidos»
20 abril 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«El amor de Jesús es un amor que no se mide, no se guarda, no se restringe. ¿Cuántas veces me mido yo en el amor? Me gustaría aprender a amar sin medida, sin límites»
Me gusta comenzar la Semana Santa en Betania. Allí Jesús está con sus discípulos, con sus amigos: «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: – ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo: – Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis. Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron no solo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús» Juan 12, 1-11. María rompe un frasco de perfume de nardo y con él lava los pies de Jesús. Se arrodilla y los lava. Aparentemente tira el dinero. La sala se llena de la fragancia de nardos. La mujer arrodillada. Jesús que se prepara para su propia muerte. Y el olor a nardos que me habla de esperanza. De un amor que no cabe en un frasco, que no puede ser contenido. Un perfume que pugna por salir e impregnarlo todo. Se rompe el frasco y sale el perfume. Necesito romperme para que salga mi esencia. Romperme fuera de mis límites. Dejar de vivir contenido. Me rompo cuando la vida me supera y no soy capaz de vivir con paz en mi alma. Me rompo cuando sucede algo en mi vida que supera todas mis fuerzas. Jesús se rompió en el huerto de los olivos y esa noche su perfume inundó la oscuridad de la noche trayendo luz. Se rompió a manos de los que lo flagelaban y escupían haciéndolo sentir un hombre despreciable. Se rompió en la cruz viendo el dolor de los suyos, sus amigos, su madre, las mujeres que lo acompañaban. Se rompió y dejó salir un amor lleno de misericordia. Ese perdón huele a nardos. Es el mismo olor de esa noche en Betania. El hogar de los amigos, de la intimidad, del descanso, de las risas y el compartir sencillo. El hogar en el que Jesús descansaba para cargar el corazón y volver de nuevo cada mañana a Jerusalén a continuar su misión. Un misión sagrada entre los hombres. María rompe el perfume poque en ese romperse expresa todo su amor. Me gustaría romperme por amor, no como consecuencia del odio recibido. Me rompo por amor cuando renuncio, cuando me sacrifico, cuando me niego a mí mismo para que tú tengas vida. Me rompo por dentro y dejo que el perfume salga de mi corazón. El mejor perfume, el amor más cálido. Una fragancia que lo inunde todo, que lo llene todo de amor. Necesito romper las barreras que me bloquean. Romper todo lo que me impide darme con alegría, con nobleza. Quiero romper mis límites, salir de mí mismo. Pensar que puedo amar más, entregarme más. Me gusta la habitación que huele a nardo. Es un gesto exagerado, innecesario a los ojos de los hombres. Es un amor que no se mide, no se guarda, no se restringe. ¿Cuántas veces me mido yo en el amor? No doy tanto como recibo, doy menos, espero más, pero me protejo, para que no me hagan daño. El perfume lo llena todo. Me gustaría aprender a amar sin medida, sin límites. María seca los pies de Jesús con su propio cabello. Se humilla, se arrodilla, se entrega. Baja hasta el suelo y convierte la humildad en un acto de belleza. Sin palabras, en silencio, ama con toda su alma. El amor huele bien. El bien es difusivo y llena todo con su presencia. Me entrego sin condiciones. Me doy por entero, sin mirar lo que recibo, sin compararme con nadie. Quiero amar sin miedo, sin protegerme. El que ama de esta manera está dispuesto a entregar su vida para siempre. El amor verdadero siempre deja huella. Llena el espacio sagrado donde me encuentro. El amor no se puede exigir. Se da sin reservas. Jesús es amado en silencio en esa noche de Betania. En el silencio de ese lunes santo. Sabe que el amor es más fuerte que el odio. Aunque el odio rompa las vidas y acabe aparentemente con las esperanzas y parezca que el bien es tan frágil. Pero no es así. El perfume intangible del amor es mucho más poderoso que el hedor del odio.
Jesús esperó con ansia la llegada de esa última cena. Ansia y temor al mismo tiempo: «En aquel tiempo, estando Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su espíritu y dio testimonio diciendo. En verdad, en verdad os digo, uno de vosotros me va a entregar. Los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no saber de quién lo decía. Uno de ellos, el que Jesús amaba, estaba reclinado a la mesa en el seno de Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: – Señor, ¿quién es? Le contestó Jesús: – Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado. Y, untando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás. Entonces Jesús le dijo: – Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Jesús tuvo miedo en Getsemaní. Tuvo miedo antes, las semanas previas. Tuvo miedo en esa cena. ¿No podía haber evitado lo evitable? Uno de los suyos lo iba a traicionar. No hay nada más feo que la traición. Jesús sabe que va a ser entregado. Un beso de un amigo. La traición más dolorosa. Uno de los elegidos. Todo porque Judas tenía otras expectativas. Soñaba otros sueños. Quizás el domingo de Ramos Judas soñó con otro desenlace. Pensó que ahora sí Jesús iba a reclamar el trono de su reino y las cosas iban a ir mejor. Judas estaba desencantado y decidió entregar a Jesús. ¿Por qué? Difícil comprender el corazón humano cuando decide romper con la confianza y la lealtad que se espera de él. Judas era de los íntimos, de los más amigos, de los leales. Y amaba a Jesús a su manera, en sus límites, como yo mismo. Traicionar implica retirar el rostro, dejar de mirar, revelar confidencias. Y eso es lo que hizo Judas. Les contó a los fariseos dónde solía ir Jesús por las noches. Iba al huerto de los olivos a orar con sus discípulos. Judas habría ido muchas veces con ellos. Era un dato importante, un lugar solitario donde no habría más seguidores que los apóstoles. Allí podría ser prendido sin oposición. Los fariseos lo sabían. Judas lo sabía. Podía no haber hecho nada. Podría haber cenado ese día con todos y luego haberlos acompañado al huerto. ¿Lo hubieran apresado igual? Puede que sí, sin la traición de uno de los suyos. Es más dolorosa la traición de un amigo. Alguien a quien Jesús eligió entre muchos. Lo llamó, lo invitó a su grupo de amigos más cercanos. El grupo de los elegidos. Jesús tuvo que vivir en su piel la traición humana. Y luego vivió el abandono de uno de los más cercanos, de Pedro. Algo distinto porque Pedro luego tendría miedo. Esa noche Pedro le prometió todo a Jesús. Le dijo que era capaz de seguirlo: «Donde yo voy no podéis venir vosotros. Simón Pedro le dijo: – Señor, ¿adónde vas?». Jesús le respondió: «Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde». Pedro replicó: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti». Jesús le contestó: «¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces». Pedro quiere seguir a Jesús, vivir lo que Él iba a vivir. No entendía nada. Pedro se siente fuerte, capaz de todo. Sabe que puede, porque es la roca sobre la que se pueden asentar el resto de los discípulos. Jesús conoce a Pedro y le dice esa frase que duele: «Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde». Pedro quería darlo todo ahora, entregar la vida. Pedro era el que sabía siempre cuál era la respuesta correcta y estaba dispuesto a todo en cualquier momento. Pedro es fuerte, capaz, digno. En ese momento no entiende por qué no puede. Él puede dar la vida por Jesús. ¡Cuánta vanidad en tan pocas palabras! Dar la vida por Dios. Yo no soy capaz de dar la vida por nadie en realidad. Soy débil, tengo poca fuerza y poca lealtad. Judas tampoco es capaz de dar la vida por Jesús, más bien está dispuesto a entregarlo para que lo juzguen, por unas monedas. Son dos traiciones muy diferentes. Pedro se siente un pecador terrible después de haber caído. Judas también, después de haberle dado un beso tan falso. Yo también me siento traidor de Jesús cuando no hago lo que le he prometido, cuando pensaba que iba a ser fiel y caigo, cuando no estoy a la altura de lo que esperan de mí mis amigos. Tengo tantas traiciones guardadas en el alma. Tantas mentiras con las que cargo. Tantas promesas incumplidas. Tantas deslealtades que duelen en el alma. Jesús es fiel, leal, honesto. Sus palabras y sus hechos están en sintonía. No miente, no falla, no se deja llevar por la tentación, es fiel a sus intenciones, a sus deseos. Judas le falla a Jesús porque le da un beso falso al hacer lo que tenía que hacer. Y Pedro le falla al negar que lo conocía, que era de los suyos, que tenía incluso su mismo acento. Jesús los había amado a los dos. Tal vez más a Pedro. Y los dos no lograron estar a la altura de lo que se podía esperar de un amigo. Pedro miró a Jesús después de negarlo. Tal vez Judas no lo miró después de besarlo. Pedro no se perdonaba a sí mismo pero Jesús sí lo perdonó. Judas tampoco se perdonó y no supo nunca que Jesús lo había perdonado. Judas se quitó la vida porque no era capaz de cargar con tanta culpa. Pedro se escondió acobardado porque no podía seguir a Jesús ahora, no tenía la fuerza para hacerlo. La piedra se rompió en mil pedazos. Siento que muchas veces he traicionado a amigos, a familiares, a mí mismo. He fallado al no lograr lo que deseaba y me siento un traidor. Quizás el primer paso para salvar la vida sea el perdón a mí mismo. No hay nada peor que un traidor. Alguien que niega quién es y abandona al amigo. Pedro y Judas dejaron solo al amigo, lo negaron, renunciaron al amor de Jesús. Por miedo en su alma. Pedro temía perder la vida. Judas temía que sus sueños no se hicieran realidad. Los dos traicionaron los creencias. Aquello por lo que habían dado su vida durante esos años siguiendo a Jesús. Me da miedo ser infiel, un traidor. Me gustaría mantenerme fiel y leal sobre todo cuando sienta que no me conviene, que me perjudica estar al lado de mi amigo. No lo abandono, no lo dejo. Aun cuando las consecuencias sean terribles.
El dolor de la cruz me sobrecoge. Ese dolor inhumano, terrible, inmisericorde. El dolor causado a un inocente que no hizo más que el bien. El que tanto amó fue odiado. El que dio la vida muere injustamente. Es terrible la injusticia, es angustiosa la soledad de la cruz. El abandono de ese hombre que era Dios. ¿No pudo salvarse a sí mismo? ¿No podría haber mandado un ejército de ángeles que lo salvara aquel viernes santo? Bastaba una orden de su Padre desde el cielo y todo hubiera pasado. Lo mismo grito yo cuando sufro. Bastaba con que el deseo de Dios se hiciera vida en mi indigencia, en mi abandono. Bastaba con que la luz llegara a mi noche. Y su abrazo a mi soledad desgarrada. Bastaba con un golpe de vida para vencer la muerte. Bastaba con algo tan sencillo, con un sí quiero pronunciado desde el cielo. La noche de ese viernes santo es abrumadora. Un silencio opaco en medio de tantos sagrarios vacíos. En medio de un día sin luz y altares sin eucaristía. Dios ha muerto. Me abruma ese abandono tan terrible. Un grito desgarrador en medio de mi vida. Hay noches de viernes santo en mi camino. Igual que hay noches de huerto de los olivos. En el día previo al dolor sólo quiero que pase de mí este cáliz, dejar de temer la muerte es lo que más deseo. Que no suceda el mal, que los más amados nunca mueran. El miedo es terrible, me hiere, me enferma, me mata. La ansiedad ante lo inevitable. La angustia ante el abismo que se abre ante mis ojos. En mis noches de Getsemaní me enfrento a mis peores fantasmas. Los peores escenarios desfilan ante mis ojos. Las pérdidas más terribles, la soledad menos deseada, las tragedias más horrorosas. El miedo a lo que me puede suceder es más doloroso que la misma pérdida o el fracaso que más temo. Luego, cuando sucede lo que más me angustia, llueve del cielo una fuerza que me permite levantarme por encima de mi debilidad. Pero antes del viernes, en el jueves, el día anterior, sudo sangre por esa agonía, por ese temor fundado o infundado. Claro que puede suceder lo que más temo. Pero es terrible sufrir por adelantado. En Getsemaní sufro con sentido o sin él. Con sentido es cuando le entrego a Dios los miedos que se entrelazan en la boca de mi estómago. Sufro y temo. Y Dios en un susurro me dice: No tengas miedo, no temas. Yo estaré contigo. Esas palabras bastan para calmarme por dentro. Como un ejército de ángeles que viene a consolarme en mis angustias de la noche. En el huerto de los olivos, de rodillas ante esa roca donde Jesús sudó sangre, entrego todos mis miedos. Tienen nombre, sé cómo son por dentro. Son miedos que afloran en mi alma y me quitan la paz. Me angustian, me entristecen. Son como una mancha oscura que penetra mis entrañas. No puedo deshacerme de ese miedo oscuro. Es una noche negra que se cierne sobre mí sin dejarme escapar. Los miedos me quitan la alegría y no me dejan respirar con paz. Me gustaría vivir sin miedos pero sé que no es posible. Son parte de mi carne débil, humana, frágil. Son parte de mi debilidad. Si fuera dios nada de esto pasaría. Si pudiera yo controlar el futuro y decidir qué tiene que suceder y qué ha de cambiar. Si pudiera hacer las cosas a mi manera. La angustia tiene lugar en mí porque soy hombre. Igual que Jesús era hombre esa noche del huerto. Era un hombre herido, un hombre sin pecado pero un hombre que amaba con toda su alma, con todo su cuerpo. Un hombre que amaba la vida y a los que se le habían confiado en el camino. No quería morir Él, no quería perder a ninguno de los que amaba. Sudaba sangre. Como yo sudo sangre cuando veo que la muerte se cierne sobre mí, sobre los míos. Y me angustia perder a quien más amo, más incluso que perder yo la vida. Si pudiera elegir entre mi muerte o la de un ser muy querido, ¿qué elegiría? ¿Soy capaz de elegir mi propia muerte antes que la de la persona amada? El amor a uno mismo no puede ser tan fuerte que no me deje entregar la vida por amor. Hoy pongo mis miedos en las manos de Dios en la cruz. Le pido que no deje de amarme ni en el momento de su muerte. Sé que, en cualquier cruz que viva, no estaré solo nunca. Jesús muere conmigo en mi cruz. La sostiene mientras me sostiene. Me da la vida mientras me la quitan. Me regala esperanza mientras la voy perdiendo. Y confío en el amor más grande que el mío que hace posible todos mis sueños. Entrego lo que me angustia. Lo pongo en manos de Dios y acabo deseando que ocurra lo que más temo. Justamente para ser más libre, para ser más de Dios, más niño confiado. Dejo mis temores en sus manos. Él sabrá mejor que yo qué hacer con mi vida. Sabe lo que me conviene y eso me da paz. En el huerto me arrodillo y pongo en la cruz de Jesús mi propia cruz. En su muerte mi muerte. Y creo en la vida que brota de su costado abierto.
El Jueves Santo Jesús quiere cenar con sus discípulos y celebrar la Pascua. Es la última cena que va a vivir con aquellos a los que tanto ama. Y en medio de la noche sucede algo nuevo: «Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y este le dice: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?». Jesús le replicó: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde». Pedro le dice: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Simón Pedro le dice: «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús le dice: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos». Esa noche Jesús les lava los pies a los que ama. Y hoy quiere lavarme los pies también a mí. Pero yo me resisto como Pedro. Porque me gustaría lavárselos yo a Él. Jesús es digno y yo no lo soy. No merezco que me lave los pies. Pero entonces me repite las mismas palabras que le dijo a Pedro. Me dice que no sea orgulloso, que no quiera ser yo el protagonista, que le deje su lugar a Él, el lugar del esclavo, del servidor. Y me repite que ya tendré oportunidades de lavar los pies a otros. No ahora que es su oportunidad. Pero yo quiero arrodillarme delante de Jesús y lavarle a Él, no a otros tan indignos como yo. Quiero lavarle y besarle los pies exclusivamente. A veces me confundo. Debe ser la vanidad que siento y me hace creerme especial. Soy elegido, llamado, preferido. Y dejo de servir, dejo de lavar los pies, dejo de ocupar los últimos lugares para ponerme al frente porque me lo merezco. Me siento digno lavándole los pies a Jesús. Porque Él es Dios. Porque es el Maestro. Porque es más importante que nadie. Lavar los pies en aquel tiempo era un acto exclusivo de los esclavos. Ahora ni siquiera es algo que se haga. Nadie les lava los pies a otro. Solo cuando alguien está enfermo o muy mayor. Y entonces la enfermera, o la persona que lo cuida, realiza ese trabajo humilde y servicial de lavar el cuerpo de la otra persona. Es fuerte pensar que Jesús se arrodilla como un esclavo. Cuando Él era el maestro. Se arrodilla como lo hizo María en Betania y lo ungió con perfume secándolo con su cabello. A mí también me hubieras escandalizado. Y le hubiera pedido que no, que se retirase, que me dejase a mí. Jesús me quiere enseñar algo y yo no alcanzo a verlo. Quiere que comprenda que solamente el que se humilla será enaltecido, que solamente el que se arrodilla podrá ser levantado. Me siento muy pequeño porque rehúyo de ser humillado, despreciado. No estoy tan dispuesto a humillarme, y menos a dejarme humillar. Cuando alguien habla mal de mí y lo que dice es mentira o no exactamente la verdad, me lleno de rabia y me rebelo contra el que lo dice. Me indigno. ¿Cómo puede ser posible que hablen mal de mí? ¿Cómo es posible incluso que me difamen? ¿Cómo puede alguien considerar que yo no valgo? Tal vez no esté todavía listo para lavar los pies a nadie. Porque, para lavar los pies, necesito sentirme pobre, pequeño, indigno. Mientras me siga sintiendo importante será todo una farsa. Diré que lavo los pies a los demás, pero en realidad me estoy enalteciendo a mí mismo, quiero que me sirvan, que me enaltezcan, que me laven los pies a mí. Deseo que miren y piensen que soy muy bueno, que hasta soy capaz de lavar los pies a otros. Dignidad e indignidad. Valor y falta de valor. Fama y difamación. Honor y deshonor. Verdad y mentira. Honestidad y falta de honestidad. Fealdad y belleza. Me muevo siempre entre dos opuestos. Me gustaría ser más digno y lucho contra mi indignidad. Pero si alguien me humilla, me siento ofendido, muy herido, y trato de hacer valer mi valor. No estoy dispuesto a lavar los pies a nadie. No quiero ponerme en un segundo plano. No acepto que me olviden, me critiquen, me juzguen, me condenen, me dejen a un lado, no me informen, no me pregunten, no me pidan permiso para hacer algo en lo que creo soy responsable o importante. No estoy dispuesto a servir la vida de los otros para que sean ellos los que se sientan valorados en lugar de ser yo el valorado. Me es tan fácil, en esta última cena de Jesús que me exige un amor hasta el extremo, esconderme y buscar un lugar mejor, más fácil, más cómodo, menos peligroso. No es tan fácil renunciar a mi poder para que otros tengan ese poder y esa fama que yo tanto ansío. No busco ser el último en orden de importancia y tengo claro que con frecuencia mi objetivo es ser el primero. Me duele mucho ser criticado porque lo único que deseo es que me halaguen. Me gustaría sentirme más valorado. Me gustaría que me lavaran los pies a mí resaltando mi importancia. Me gustaría sentirme especial. Y ver que hay otros que no son especiales. En esta noche le pido a Jesús que me ayude arrodillarme frente a los hombres. Le pido que me haga más humilde, más barro, más hombre, más niño. Que no busque los primeros puestos. Que me arrodille ante Dios consciente de mi pequeñez. Le pido que me haga sentirme amado por Él tal como soy, que me haga ser capaz de darlo todo como Él lo hizo. No busco el mérito, no necesito sentirme especial, no me obsesiono conque yo valgo y soy importante.
La muerte es lo más ajeno a la vida. Estoy hecho para vivir para siempre. No logro aceptar que algo termine para siempre como es ahora. Que haya un final para aquello que vivo en plenitud. Deseo que el amor dure siempre. Y la vida no se acabe. Que Jesús muere parece imposible. Tenía poder, parecía invencible. Jesús vivió plenamente su vida. Amó hasta el extremo y nunca dejó de amar en presente. Es el secreto de la vida. Porque puedo vivir todo lo que tengo ante mí. Leía el otro día: «En realidad no importaba lo que esperábamos de la vida, sino lo que la vida esperaba de nosotros»[1]. Tal vez ahí radica el sentido de mi vida. No importa tanto lo que espero de la vida sino lo que esta espera de mí. Puedo vivir en pausa, esperando a que suceda lo que yo tanto deseo. Angustiado por el futuro incierto. Y es que no hay nada más difícil que vivir la incertidumbre con paz. No es lo importante cuánto tiempo tengo ante mis ojos, sino cuánta vida quiero poner en el tiempo que me queda. En mi forma de vivir estriba la diferencia. Puede ser larga o corta mi vida, no importa, lo que vale es qué hago con las horas que tengo. La vida espera algo de mí. Puedo darme por entero o reservarme. Puedo pasar de puntillas o vivir intensamente. Hoy he escuchado en el salmo: «No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor». Quisiera que mi vida fuera una alabanza continua. Quiero vivir con un sentido. Hay tanta gente a mi alrededor que no encuentra un sentido a lo que vive. Y se angustia porque no sabe para qué vive. Jesús vivió siempre con un sentido. Le faltaron años. Pero siempre vivió intensamente. Y a la hora de la muerte murió tal como vivió. Lo primero que hizo fue perdonar a los que le estaban matando. No sabían lo que hacían. Los perdonó cuando le estaban quitando la vida. ¡Cuánto me cuesta perdonar cuando me hacen daño! El perdón me libera, el resentimiento me mata. Perdonar alegra y ensancha el corazón. Vivir con rencor y resentimiento amarga mi ánimo. Para morir de la mejor manera tengo que saber vivir. Quisiera aprender a morir a todo lo que no me hace bien. Hay hábitos que me quitan la vida. Pienso en todo lo que no me deja vivir con un sentido. La muerte de Jesús el viernes santo es una invitación a dejarme crucificar con Él para resucitar de la muerte: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». Jesús vence la muerte, se levanta del lugar de los muertos. Su vida levanta la losa que cubre su cuerpo mortal. El Padre de Jesús no lo deja en el último momento. Lo levanta, lo salva. Jesús sufrió la peor muerte. El dolor, el sufrimiento, la agonía se llenaron de luz y esperanza. Muere en mi propia vida para resucitar conmigo y llenarme de paz y luz. Me duele el silencio del viernes santo. Pensar en la Resurrección me alegra el alma incluso en las tinieblas que preceden a la luz. La oscuridad tiene más sentido cuando sé que no es el final de todo. Duele perder a un ser querido, pero saber que un día viviré con él para siempre me alegra el alma. El dolor nadie me lo quita. Necesito sentir el sufrimiento y llorar con la pérdida. Hacer el duelo y sentir el desgarro. Llorar sin consuelo y esperar la paz que traerá la losa caída y el sepulcro vacío. El único signo de la esperanza de los cristianos es un sepulcro vacío. Sigue siendo intangible la vida que amanece. La resurrección sigue siendo una realidad que supera mi comprensión. Mi corazón quiere vivir para siempre. Necesito saber que el amor que hoy me llena es eterno. No me valen los amores pasajeros. Lo que hoy vivo quiero que dure siempre. Saber que es así me anima a vivir en presente. A veces me angustio tanto por cosas que no son tan importantes. Me digo a mí mismo que voy a poder con todo. No lo consigo y muero a mis sueños, a mis proyectos. Y sé que Jesús está al final del camino y durante cada etapa caminando conmigo. Está a la vuelta de mi muerte para decirme que viviré con Él para la eternidad. No lo entiendo pero confío en que todo tendrá un sentido. Como ese tapiz que tiene dos caras. Cuando llegue la vida eterna veré que todo ha tenido un sentido. Ahora, en medio de mi camino, no logro encontrarles un sentido a muchas cosas. La muerte siempre es algo extraño que me duele demasiado. No hay razones que justifiquen perder a lo que más quiero. De la muerte sólo puedo extraer esperanza. Confío en ese Dios que me ama con locura también cuando pierdo lo que tengo. Y más en esos momentos en los que la oscuridad nubla mis ojos. Hoy quiero pedirle a Dios el milagro de la vida. Quiero pedirle que me resucite, que me saque de mi muerte. Que me libere de mis cadenas que me atan a la oscuridad. Quiero resucitar, volver a vivir para siempre. Vencer mis miserias y oscuridades.
Me conmueve la carrera de los discípulos más queridos, Pedro y Juan, al sepulcro. María les ha contado todo: «El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: – Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Estaba la losa quitada. No había encontrado el cuerpo de Jesús cuando lo único que quería era ungir el cadáver de su amado. Jesús ya no estaba. No sabía dónde lo habían puesto. Pedro y Juan corren en medio de sus dudas. No esperan, no aguardan más señales: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». Es la carrera de los enamorados. Porque cuando el corazón ama no puede detenerse. Corre, se pone en camino. Busca, espera, desea, anhela. No cabe la apatía en el amor. Es el grito de una resurrección que aún no se ve. Solamente ven una losa corrida, un sepulcro vacío y unos lienzos tendidos. Juan esperó a Pedro, lo esperó y entraron juntos. Buscaban una señal. Una presencia de Jesús vivo. O el cadáver escondido. Si fuera posible volver atrás en el tiempo y ver lo que había pasado. Hay miedo y dudas. Los fariseos correrán la voz de que fueron los discípulos los que escondieron el cuerpo de Jesús. Bastaba con ello para disipar las dudas. Seguro que alguien había escondido el cadáver y querían simular una resurrección imposible. Ya era difícil resucitar a otro, a Lázaro o a la hija de Jairo, o al hijo de la viuda de Naím. Resucitar a alguien era un signo demasiado poderoso. Por eso habían decidido matar también a Lázaro. Pero resucitar sin la intervención de nadie ya escapaba a toda lógica. Ante lo imposible lo más verosímil era el robo del cuerpo. Pedro, más tarde, lleno del Espíritu Santo gritará: «Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. Todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados». Ese hombre traidor y cobarde era capaz de anunciar que Jesús estaba vivo. Se les apareció a ellos, que eran sus amigos. No hizo una aparición pública a todo el mundo, sólo a los que lo amaban de verdad. Pedro ahora tenía fuerza. ¿Cómo se puede explicar un cambio tan radical? Pasa de cobarde a valiente, de hombre que se escondía, a testigo de la resurrección. No basta sólo con un sepulcro vacío. Tiene que suceder algo más. Una presencia viva del que estaba muerto, unas palabras de esperanza, un abrazo, un me amas. Y luego el Espíritu Santo que convierte sus miedos en valor. Su pobreza en riqueza. Sus silencios en palabras llenas de vida y esperanza. Hoy escucho: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él». Tengo que morir para resucitar. Necesito entrar en el sepulcro y ser sepultado para volver a la vida. Enterrarme bajo tierra para dar un fruto eterno. Quiero correr en busca de un sepulcro vacío que calme mi sed. En busca de unas palabras de esperanza de aquel que está vivo y me ama. Resucitar es algo que escapa a mi razón. No tiene sentido una vida después de mi muerte y al mismo tiempo es lo que más espero. Quiero una eternidad prendida de mi carne. Quiero que mi amor no muera nunca, se prolongue sin término en el tiempo. En la vida las cosas son demasiado perecederas. Son caducas y mueren. Hay traiciones, muertes, abandonos. Hay desesperanza y deseos de muerte. ¿Cómo va a querer una vida eterna quien no ama su propia vida? ¿Cómo va a desear el que no ama sus días y no se siente amado que ese tormento en la tierra tenga que ser eterno? No siempre el corazón anhela la eternidad cuando el sufrimiento es excesivo. En esos momentos sólo desea el final definitivo. Para poder creer en la eternidad necesito amar en presente. Y para poder hacerlo necesito un milagro en mi vida. Es lo que le pido a Dios, que me regale el amor que no tengo y ser amado como deseo. Una plenitud en el día de hoy para poder levantar el vuelo.
[1] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido