Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; Filipenses 3, 20-21; Juan 11, 17-27
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
2 noviembre 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero mirarme como Dios y María me miran. Ven sólo lo bueno y pasan por alto mi pecado. Esa mirada me salva. Los ojos de María sobre mí son los que me hacen mejor persona»
Me baño en esas aguas donde María ha dejado su huella impresa. El agua pura que limpia mi alma por dentro. Me sana de mis enfermedades. Me levanta de mi parálisis. Lourdes no es un lugar sino un modo de vivir, el de aquel que se deja limpiar por dentro. El de quien confía más en la promesa que en la apariencia. Dios recompone lo que está roto. María no se define por lo que hace, sino por lo que Dios ha hecho en Ella. Su identidad no se construye con méritos, sino con la acogida de la gracia de Dios en su alma. Es la Inmaculada, la llena de gracias. Ella no dice: «He sido fiel», sino: «Soy el fruto de la gracia». Quizá ese es el mensaje más grande de María. Me dice, me promete, que el amor de Dios puede ocuparlo todo en mi vida, si no pongo resistencia. La gracia de Dios puede rehacer mi historia. Puede sanar mis heridas hondas. Puede curar enfermedades incurables. Puede levantarme del barro, del lodo de mi indigencia. Puede acabar con las sombras que opacan en mi interior la luz del sol. Puede redimir mi naturaleza caída e inventarse un sueño con mis mimbres tan pobres. Bernardita obedece a María cuando le pide que beba y se lave en el agua que brota de la roca. Al principio es sólo barro, lodo, no hay agua pura. Sigue ella excavando, buscando el agua. Se cubre el rostro de barro. Todos se ríen de ella, parece loca. Al final brota una pequeña fuente de agua pura. Un agua que hace milagros. El brazo paralizado de una mujer, el hijo enfermo de otra. Bernardita cree que, incluso en medio del barro, Dios está haciendo brotar algo nuevo. Tiene fe en el poder de María, hace caso de todas sus palabras. Escucha lo que le dice esa señora con ojos de madre que tiene su mismo tamaño, es baja de estatura. Una Madre cercana que quiere que su vida cambie y se abra a la gracia de una fuente. Sólo quien se reconoce sucio y necesitado es capaz de beber de esa fuente. Bebe sin miedo, aun cuando el barro ponga en peligro su imagen. Toca el barro y descubre que lo ha convertido Dios en fuente. Toco mi pecado, mi miseria, mi dolor más hondo, mis incoherencias que no quiero que nadie conozca. Toco ese lodo que todo lo mancha y brota agua cristalina. Tengo fe, porque sé que el agua puede hacer milagros si la dejo entrar en mi alma. A menudo mi corazón es duro como una roca y está seco como el desierto. El agua no penetra, no dejo que entre. El agua de Dios tiene que entrar en mi roca rota. Y desde ahí podrán suceder los milagros. Leía el otro día: «El poder del ideal es impredecible. A una gota de agua no se le ve poder alguno. Pero cuando cae en la grieta de una roca y se convierte allí en hielo, parte la roca. Como vapor impulsa el émbolo de la poderosa máquina. Algo se ha dado en ella que hizo actuar el poder que anida en su interior. Así sucede también con el ideal. Los ideales son ideas. Mientras sólo sean ideas pensadas, el poder que anida en ellas permanece inoperante aun cuando se las piense con el mayor entusiasmo y con la convicción más firme»[1]. El poder del agua parece muy pequeño, pero es inmenso. Igual que el poder del ideal que brilla ante mis ojos. El poder de los pequeños y los humildes, de los que tienen el alma rota y en la hendidura de su roca puede entrar Dios con su gracia, María con su misericordia. El poder de esa fe en la promesa de Dios hecha desde la roca en la que María me espera con su agua, con su luz. Las sombras, el barro, las suciedad, la mediocridad, mi pobreza. La pureza de María, la gracia que todo lo penetra, un agua pura que hará nacer algo nuevo y limpio desde el barro de mi indigencia. Me siento más puro y limpio cuando dejo que aumente mi fe. Que crezca mi fe en el Dios de mi vida. Él puede hacer milagros en mi interior si dejo que se rompa la roca de mi autosuficiencia. Dios hace posibles los milagros más imposibles. ¿Cuál es esa impureza que forma parte de mi barro y no permito que nadie conozca, que nadie vea? La impureza de este mundo que me hace incapaz de amar bien, en libertad. Las sombras que no dejan pasar la luz a través de mi alma. La santidad consiste en que Dios nos vaya haciendo trasparentes. Dios con su poder puede purificar todo lo que hay impuro en mi corazón. El ideal evoca una realidad aún desconocida pero deseada. Es todo lo que anhela mi corazón, todo lo que sueño. No se trata de hacerlo todo bien y ser perfecto. No es posible. Hay una incapacidad natural en mi alma que no me deja entregarme por entero. Quiero sumergirme en el agua de María para cambiar de vida.
¿Cómo puedo volver los ojos hacia Dios en este mundo que está tan revuelto y alejado del cielo? El corazón se endurece y a duras penas puedo descubrir a Dios en todo lo que hago. El hombre de hoy ha perdido la fe en los ideales y sólo mira el suelo que pisa, la noche que duele, la tormenta que angustia. Es como si los ideales que un día movieron los corazones jóvenes desaparecieran con el paso de los años: «La convicción de que en la vida tenemos que luchar por seguir pensando y sintiendo como lo hacíamos en la juventud, me ha acompañado en mi camino como un fiel consejero. Instintivamente me he resistido a convertirme en lo que habitualmente se entiende por un hombre maduro»[2]. No quiero ser un hombre maduro pero sin ideales, un hombre estable pero sin sueños, un hombre prudente pero sin locuras. Un hombre encorsetado en la realidad de lo que es humanamente posible dejando a un lado lo intangible, lo inalcanzable. Cuando dejo de mirar al cielo se desvanece la esperanza y la realidad duele, las circunstancias parecen demasiado pesadas, demasiado dominantes. Quisiera abandonar la oscuridad del pecado para volver la mirada hacia la bondad y el amor de Dios. Él puede hacer brotar la luz en medio de mi noche, de mis sombras. En Fátima María les muestra su luz a unos pastorcillos para permitir que tocaran el cielo. Eran solo unos niños pequeños que no sabían nada de la vida. Su inocencia me conmueve. En la fuerza del abrazo de María esos niños comienzan a verse como Dios los ve. Normalmente yo me miro con ojos críticos. Me juzgo y me condeno. Veo mis límites y me detengo abrumado por mi pecado. Huyo de mí mismo y me escandalizo de lo bajo que puedo llegar a caer. Lejos de mis ideales no soy nada. María me dice que valgo por lo que soy, por lo que hay en mi alma. Me ve y descubre mi belleza escondida, mi verdad oculta más sagrada y sonríe. Me mira y le conmueve mi alma pura de niño inocente. Sabe que puedo amar más, dar más, pero sólo lo lograré cuando crea más en mí mismo. Y por eso me abraza con fuerza para que sienta su amor más puro, su bondad más grande. Me mira y me ve como un ser lleno de luz. Ve el ideal que está brotando como una semilla en el barro de mi alma. No le importa mi barro, ve el árbol, sus ramas, sus flores. Ese amor incondicional de María me salva. Comenta en Fátima el Papa Francisco en el año 2017: «Llevados de la mano de la Virgen Madre y ante su mirada, podemos cantar con alegría las misericordias del Señor. Podemos decir: – Mi alma te canta, oh Señor. La misericordia que tuviste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel la tuviste también conmigo. Oh Señor, por culpa del orgullo de mi corazón, he vivido distraído siguiendo mis ambiciones e intereses, pero sin conseguir ocupar ningún trono. La única manera de ser exaltado es que tu Madre me tome en brazos, me cubra con su manto y me ponga junto a tu corazón». Y también comenta en esa celebración: «Tenemos una Madre, una Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto». Quiero que crezca en mi alma el amor al cielo. Sueño con ese cielo en el que viviré para siempre con esa mujer hermosa. Tan bella que su belleza me encandila y fascina. Quisiera mirar así a todos los que me rodean. Con un amor misericordioso. No tengo derecho a que nadie me ame y aun así, cuando lo experimento, casi acabo sintiendo que es un derecho que tengo. Es mentira. El amor que yo deseo vivir siempre es ágape, es un amor que desciende con una mirada misericordiosa sobre mi verdad. Quiero mirar así a todos, sin juzgarlos. Quiero mirarme como Dios me mira, como María me mira. Ven sólo lo bueno y pasan por alto mi pecado. Esa mirada me salva. Los ojos de María sobre mí son los que me hacen mejor persona. Sacan de mí el ideal que habita bajo el barro y la tibieza. Miro al cielo, miro a los ideales que se renuevan cada vez que me dejo mirar por Dios. Eso me hace mirar la vida con más alegría y paz. Dejo de pensar en lo mal que están las cosas. Dejo de fijarme sólo en lo mal que hacen los demás todo y tengo una mirada positiva, de niño. Quisiera mirar así siempre, con la inocencia de esos pastorcitos que amaban tanto a María y a Jesús. Hasta el punto de querer Francisco Martos pasar horas sentado en el púlpito de su parroquia mirando a Jesús escondido en el sagrario. Un amor puro, que veía el bien y quería ayudar a que el mal no triunfara. Con esa conciencia de saber que todo lo que ofrecía era un bien para todos los que necesitaban la gracia de Dios. Me gustaría vivir así, con esa mirada pura, con esa inocencia santa. Mirar a los demás como los mira Dios, sin juicio, sin crítica, sin rabia y sin odio.
El día de muertos es un día sagrado. Pienso en mis seres queridos, en todos los que han partido ya al cielo. Pienso en ellos y en todo lo que los he amado. Recuerdo sus gustos, sus aficiones. Me vienen al corazón imágenes y colores, escenas y olores. No sé si los he sacado de las fotografías ya antiguas apiladas en mi computadora o son vestigios del pasado que la memoria del corazón guardó vírgenes. Vuelvo a esos años de niño, de infancia, de palabras y recuerdos que son imborrables, porque se quedaron prendidos de mi alma para siempre, porque me construyeron de una forma única, por eso soy quien soy, por esos amores que me abrazaron e hicieron de mí una mejor persona. Hay también heridas que en este día no quiero recordar, o tal vez incluso las he olvidado, pero están, tapadas incluso detrás de muchos otros recuerdos, para que no me molesten. No quiero que la rabia o el resentimiento afloren y me dejen turbado. Quiero recordar las risas, la ternura, los momentos de paz en ese hogar que formó mis años primeros. El Día de Muertos no es una fiesta triste. Es una mirada serena hacia el misterio de mi vida. Tengo claro que el amor no muere, que los lazos en la vida son más fuertes que la muerte. Escucho en la película Coco: «El verdadero final es cuando ya nadie te recuerda». Y es verdad. La memoria no es solo nostalgia, es la posibilidad de vivir de nuevo con aquel a quien amo, en mi corazón, en comunión. Cuando recuerdo a mis seres queridos con cariño, los traigo al presente, los reconozco vivos en Dios, en el cielo que yo mismo anhelo, los siento muy cerca. No quiero olvidarme de todas esas personas que han tejido mi propio camino. Lo guardo todo dentro de mí como un bien sagrado. Recordar es sano, es pasar por el corazón de nuevo lo que ya he vivido. Hacerlo presente para agradecer por mi historia. Los sentimientos vuelven de nuevo a revivirse, y me da paz saber que mi historia es sagrada, está marcada por la mano de Dios. Pensar en los que ya han partido es un acto de justicia. Quiero ser justo con ellos y no dejar que mi memoria se vea afectada por rencores, o perdones no dados, o nunca pedidos. Quiero perdonarlo todo, y no es tan sencillo. Porque uno hiere sin querer y hace daño a otros. Porque la vida no siempre es justa y todo duele mucho. Y el perdón es necesario para dejar ir a quien ya se fue y para estar cerca de él aun cuando haya pasado mucho tiempo. Escucho en Coco: «Nadie es olvidado si se le perdona». ¡Qué difícil es perdonar! Y al mismo tiempo qué importante. Porque no olvido a quien perdono. Y no guardo rencor, ni resentimiento. Quisiera hoy pensar en aquellos seres queridos que partieron y pensar si lo perdoné todo o siento que ellos me perdonaron todo. Es sanador el perdón, liberador. Un recuerdo limpio, sin rabia, sin impurezas. Me gusta esa canción que recorre la película: «Recuérdame, aunque tenga que decir adiós». El amor no se acaba con la ausencia. Pero a veces no perdono a quien se fue. Porque lo hizo muy pronto, o porque no me dio herramientas para vivir, no me enseñó a trabajar en la soledad. Puede que su amor fuera tan grande que me cubría de forma demasiado protectora. Al irse quedó el vacío y le eché en cara haberse ido de esa forma, sin prepararme para su ausencia. Y es que, es verdad que duele el silencio, duele la silla vacía, duele la voz que ya no escucho, duele ese abrazo que ya no siento, duele el olor que no huelo, las caricias que me faltan. Duele no escuchar esas palabras que me llenaban de alegría, el consejo que me hacía mirar el futuro con optimismo, la seguridad que ya no tengo y que sólo me daba su presencia. Duele no tocar y no ser tocado. No tener lo que antes tenía. Esas caricias que calmaban mis miedos y acababan de un soplo con mi ansiedad. Duele y tengo que perdonar al que se fue, sólo por haberse ido. Si cierro los ojos, descubro que el amor sembrado y cuidado sigue latiendo en mi alma, en mi forma de mirar y de amar. Mis difuntos viven dentro de mí, viven en lo que yo soy, no se han ido del todo. En cada gesto de ternura, en cada fidelidad silenciosa están presentes. En todo lo que hago están actuando, dándome la mano, sosteniendo mi cansancio, levantando mi ánimo casi sin que yo me dé cuenta. Por eso el Día de Muertos no es un día para mirar hacia abajo, sino hacia dentro y hacia lo alto. Hacia dentro, para agradecer por lo vivido, para perdonar lo no perdonado, para soltar y dejar ir cuando retengo el pasado de forma enfermiza. Y es también un mirar hacia arriba, para confiar en que todo amor verdadero viene de Dios y vuelve a Él. Pienso en tantos miembros de mi familia que ya se han ido. Y también pienso en los que aún viven, a los que amo. Escucho en la película Coco: «Nada es más importante que nuestra familia». Dios ha querido que no camine solo. Me ha dado una familia de sangre, y también una familia espiritual. En esa familia están todos los que me aman y a los que yo amo. También todos los que rezan por mí y aquellos por los que yo rezo. Este día santo me recuerda que pertenezco a una sola familia, unida por un hilo invisible. Unida por ese amor que no termina. No hay nada más importante que esa familia de la que vengo y constituye mi ser. Y esa otra familia que yo mismo he formado y en la que he seguido creciendo y madurando.
Pienso en el cielo y en todos los santos. Hacia allí camino, hacia la santidad, para poder pasar con Dios toda la eternidad. Decía S. Antonio María Claret: «Un hijo del Corazón de María es un hombre que arde en caridad y abrasa por donde pasa». No habla de un fuego que destruye, sino de un fuego que da vida. El fuego del amor de Dios no quema, sino que ilumina. No reduce a cenizas, transforma. Este santo vivió con esa pasión que no se apaga. No se conformó con ser un creyente más, quiso ser una llama. Un corazón encendido no puede vivir en la tibieza. Por eso su vida fue camino, misión, entrega, luz para muchos. Predicó, escribió, fundó, sufrió. Pero, sobre todo, amó. Entonces la santidad tendrá que ver con un arder en el amor. El que es santo es el que arde, vive apasionado la vida, lleno de un amor de Dios que todo lo quema. Me gustaría que el ideal de la santidad brillara ante mis ojos. Algo tan atractivo que me pusiera en camino. Ante todo por curiosidad, por saber si es para mí o yo no estoy hecho para vivir de esa manera. Es la curiosidad que movió a Juan y Andrés para preguntarle a Jesús dónde vivía. Sentían curiosidad, querían conocerlo: «La curiosidad puede ser un motor mucho más potente que el amor, o el dinero. La curiosidad, a menudo, es lo que viene antes de todo eso. Es la llama que prende la acción. Sin curiosidad, nunca conoceríamos a nadie ni emprenderíamos nada»[3]. Soy curioso y me gusta lo nuevo, lo novedoso, lo que no conozco. Me levanto de mi comodidad y me pongo en camino hacia una nueva tierra. Un cielo nuevo. Hoy escucho: «Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: – He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido». Una santidad que trae consigo una promesa de plenitud, de cielo, de eternidad. Un cielo nuevo, una tierra nueva. Donde estén los santos, los elegidos por Dios, los más amados. Sólo Dios puede hacer el milagro de que yo descanse con el Señor para siempre: «Y dijo el que está sentado en el trono: – Mira, hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente. El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo». Santo es el que tiene un Dios que lo ama con locura. Porque los santos comenzaron a ser santos el día en que se dejaron amar por Dios. En la profundidad de su corazón vivieron un amor incondicional y único. Una santidad de andar por casa es la que yo deseo. Una santidad como pertenencia, como presencia del Espíritu en mi corazón. Soy un ciudadano del cielo en la tierra. Estoy hecho para una vida más grande que la que tengo. Santo porque Dios con su presencia me toca y me transforma. Me hace trasparente para que lo vean a Él y no ven mis obras. O mejor, que a través de mis obras, que son las de Dios en mí, puedan dar gloria a Dios por todo lo que hace con su poder, con su gracia. Es mi vida un camino hacia esa unión con Cristo que será definitiva en el cielo. Mientras tanto en la tierra experimentaré la pobreza, los límites y las caídas. Queriendo ser fiel me veré infiel. Queriendo amar despreciaré a mis hermanos, los ignoraré. Hoy hago mías las palabras del salmo: «A ti, Señor, levanto mi alma Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados. Guarda mi vida y líbrame, no quede yo defraudado de haber acudido a ti. La inocencia y la rectitud me protegerán, porque espero en ti». La santidad que busco es un don, no es fruto de mis méritos y perfecciones. Los santos en los que creo están hechos de barro. O casi son como esos vidrios que dejan ver la luz cuando penetra sus almas. Me gusta pensar que no soy capaz de nada de lo que hago y que todo lo que tengo es misericordia. Y no quiero ser santo para que otros admiren a Dios en mi vida. Quiero ser santo porque quiero sentir el calor del abrazo de Dios en mi alma. No su orgullo por mis méritos, más bien su ternura de madre al abrazar mi alma rota y tan herida. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Porque el cielo es lo que espero y vivir para Dios es lo que sueño. Soy de Dios, soy eterno en mi materialidad tan finita y limitada. Soy eterno en mis días caducos. Soy infinito en mi finitud que tanto duele. Soy aire y luz, agua y cielo. Nadie podrá hacerme daño si yo no le dejo. Sólo Dios podrá salvarme y será cuando le abra la puerta de mi alma o deje que en mis heridas su poder se haga fuerte y vea en la tierra, en medio de las sombras, una luz que lo llene todo de vida.
Hoy Jesús va a Betania donde Lázaro ha muerto. «Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: – Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Marta está dolida porque Jesús llega demasiado tarde. Podía haber llegado antes, sabía que su amigo estaba enfermo. Marta no lo entiende. Ahora el milagro ya no sirve. La vida se le ha ido de las manos. Pero Marta no deja de amar y esperar y sale corriendo a su encuentro, buscando una respuesta. No se encierra en la casa del dolor, sino que se atreve a dar un paso. Esa es la fe: no quedarse quieto ante la tristeza. Porque Marta no entiende la tardanza de Jesús. No entiende que pudiendo haberlo hecho no lo haya hecho. ¿No los quería tanto? ¿No amaba tanto a Lázaro, su amigo? Marta está triste: «Señor, si hubieras estado aquí…». ¡Cuántas veces le digo también yo a Jesús lo mismo! Ante un fracaso, ante una pérdida. Si Dios es todopoderoso y me ama, ¿por qué no me da lo que más me conviene? Sufro. Le echo en cara a Dios su impotencia, su ausencia. Si hubieras estado, no habría pasado esto. Si hubieras llegado antes, no se habría roto mi vida. Si hubieras escuchado, no me sentiría tan solo. Marta no disimula su herida. Yo tampoco quiero callarme. Quiero decirle a Jesús lo que siento. Le hablo de mi dolor porque esperaba un milagro, una curación, una sanación definitiva. Porque no he logrado mis objetivos y no he conseguido todos los éxitos que necesitaba. Entonces clamo a Dios y no lo alabo. El otro día decía un sacerdote que en lugar de alabanzas tenemos «quejabanzas». Me gustó esa palabra inventada. Es verdad que a veces me quejo demasiado y veo la botella medio vacía. Le echo en cara a Dios la mala suerte. Si lo hubiera cambiado todo, le digo, si hubiera hecho el milagro. Me enfado con Él, le reprocho muchas cosas. Tengo expectativas con Dios que no se hacen realidad. A veces pido lo imposible y no valoro lo que ya tengo. Anhelo lo que me falta, lo quiero todo. Y eso no sucede, no llega. Entonces le encaro y aun así hago mías las palabras de Marta: «Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Él te lo concederá». En medio del reproche, se abre una rendija de esperanza. Es ahora cuando Dios puede hacer milagros. Ya no tengo fuerzas, pero tampoco renuncio. Parece que todo terminó, pero el corazón todavía dice: «Aún ahora, Señor». Aun cuando las cosas no sean como yo quisiera, no pierdo la fe. Marta es un ejemplo de fe viva y me conmueve. No pierde la esperanza. Sigue creyendo, sigue amando, sigue esperando. Vuelve a levantarse después de la caída. No deja que su amor languidezca. No se apaga la llama de la esperanza en su alma. Me gusta la fe cuando parece una locura seguir creyendo. Me parece insensato mantener la esperanza cuando todo alrededor se derrumba. Pero esa fe de los primeros cristianos perseguidos me conmueve. La fe de los mártires que creen en un Dios que puede salvarlos. La fe del enfermo que ve el final de su vida pero sigue creyendo pese a todo. Cree en el amor de Dios y no desfallece. Ante las desgracias de la vida, cuando todo parece complicarse, no quiero perder la alegría ni la esperanza, no quiero hundirme en la melancolía, no quiero echarles la culpa a los demás de todo lo que me sucede. Dios es bueno y me ama. El otro día leía: «Durante el encierro experimenté lo que era no tener nada, solo un corazón que se negaba a dejar de latir dentro de un cuerpo maltratado. Solo pude conservar mi vida interior, la fe en Dios y mi dignidad, un patrimonio del que no consiguieron despojarme por no estar al alcance de los carceleros»[4]. En medio de la oscuridad puedo mantener encendida la fe en Dios. Eso nadie me lo puede quitar. No pueden vaciar mi alma, no pueden matar mi esperanza. Quiero ser como Marta y correr al encuentro de Jesús en medio de mi dolor. No me paralizo, no me hundo en mi miseria. Sigo luchando, confiando, esperando. Esa fe es la que quiero para mi vida. Esperar contra toda desesperanza. Nadie podrá quitarme la fe en un Dios que salva, que levanta, que no me suelta en medio de mi camino. Ese era Jesús a quien Marta tanto amaba. Amaba su presencia y no puede dejar de salir a recibirlo. Esa actitud positiva ante la vida me parece un verdadero milagro. Quisiera ser capaz de ser así. Sólido como una roca. Firme como un roble que adentra sus raíces en la tierra firme. Imperturbable en medio de los huracanes de esta vida que amenazan con destruirlo todo. Marta me enseña que no tengo que conformarme, que no hay que resignarse. Siempre se puede seguir luchando y esperando a que las cosas mejores, a que la suerte cambie, a que la vida resurja desde la muerte.
Jesús no le explica a Marta el sentido del sufrimiento, no le ofrece teorías que calmen preguntas, le ofrece su presencia. «Jesús le dijo: – Tu hermano resucitará. Marta respondió: Sé que resucitará en la resurrección en el último día. Jesús le dijo: – Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». No le dice: «yo seré», sino «yo soy». La vida está aquí, delante de Marta. No es mañana. No es cuando todo cambie. Es ahora, en medio de las lágrimas, donde la vida se hace fuerte. Jesús no viene a evitar la muerte, sino a atravesarla con nosotros. No viene a borrar el dolor, sino a transformarlo desde dentro. ¿Crees esto?, le pregunta, me pregunta. ¿Creo que la vida puede renacer donde todo parece perdido? ¿Creo que la fe no es sólo para cuando todo va bien, sino sobre todo para los días en que no entienda nada? Marta responde: «Sí, Señor, yo creo». Me conmueve esa fe tan pura. Su sí no borra el llanto, pero abre el camino del milagro. Porque la fe no consiste en entender, sino en confiar. No es una emoción, es una decisión. Marta no ve la vida, pero sí la proclama. Y en esa fe pronunciada entre lágrimas, Jesús resucita a su hermano. Llega la luz a la noche, la vida visita la muerte. Temo la muerte, me deja sin palabras. Duele perder lo que más amo, dejar de escuchar su voz y sus risas, perder sus abrazos y sus cuentos, dejar de compartir su comida, los viajes y los sueños. Todo perdido de golpe, porque la muerte siempre llega de forma sorpresiva, incluso cuando pueda llevar tiempo esperándola. Nunca es bienvenida, a pesar de saber que es la única certeza que me acompaña cada día de vida. Detesto esa muerte que acaba con lo que más amo. Detesto ese final abrupto que se lleva lo más querido. Lázaro se fue por una enfermedad aciaga, y Marta siente un dolor tan fuerte que no entiende las palabras de Jesús, pero cree en Él. En medio de mi dolor yo también quiero creer. Me aferro a Jesús como mi camino, como mi única tabla de salvación. Sin Él estaría todavía más perdido. La irremediable imprevisibilidad de la muerte me lleva a aceptar que la única forma posible de vivir es en presente. No hay otra. Aun cuando me empeñe en vivir aferrado a días pasados, llorando ausencias y rumiando las culpas y los rencores. Aun cuando no sea capaz de vivir sin angustia, sin ansiedad, al mirar abismado el futuro que no controlo. E incluso viviendo así dejo de aprovechar la vida, dejo de cuidar a los que ahora están conmigo y puede que mañana no lo estén. Vivir en presente es un don que pido todos los días para exprimir esta vida que tengo hasta el extremo. No me conformo con lo vivido, quiero vivir en plenitud ahora. No le tengo miedo a la muerte. Vendrá cuando menos lo espere. Me desgarrará el alma cuando se lleve a los que amo. Me llevará a mí desgarrando a otros. Pero no le tengo miedo a ese encuentro definitivo con Dios en una vida que ya será para siempre. No pretendo hacerlo todo bien para estar preparado. Nunca lo estaré del todo. Siempre habrá hilos sueltos, problemas no resueltos, dolores no sanados y perdones no dados. Nunca estaré listo para ir al más allá porque es tanto lo que puedo hacer aquí y ahora, en este mundo que Dios me regala, en esta vida que tengo ante mis ojos. Jesús le promete a Marta lo imposible. Él es la Resurrección y la vida. Y no la del último día, al final de los tiempos. Es la vida en ese mismo momento en el que Marta mira a Lázaro muerto. Cree en Jesús. Y es que cuando me falten todas las certezas, cuando sienta que el dolor es demasiado fuerte, sólo podré hacer una cosas, aferrarme a ese Jesús que es el camino, la verdad y la vida. En Él están todas las respuestas a mis preguntas. Y en esos momentos en los que no entienda nada sabré que la única opción es abrazarme a Él y vivir para Él, en su barca, en medio de las tormentas, sin temer el naufragios, sin pensar que nada saldrá como yo quería. Hoy quiero tener esa fe de Marta. Esa capacidad para levantarme por encima de mis dolores y reproches y buscar soluciones a mi vida. Puedo vivir hoy, ahora, como si fuera el último momento de mi vida. Quiero hacerlo con el corazón lleno de alegría y de paz. Me seguirán doliendo muchas cosas pero no pierdo la esperanza, no dejo de mirar a Jesús a los ojos. En este día en que recuerdo con tanto cariño a los que ya se han ido, vuelvo a mirar a Jesús y le digo las palabras de Marta: «Sí, Señor, yo creo». Parece imposible, pero creo. Creo que detrás de los fracasos y las pérdidas está Jesús esperándome. Detrás de mis miedos y angustias está la certeza de una vida plena con Él para siempre.
[1] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[2] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[3] El hijo del Reich, Rafael Tarradas Bultó
[4] La sinfonía de Julia, Mercedes Guerrero