Eclesiástico 27, 4-7; 1 Corintios 15, 54-58; Lucas 6, 39-45

«El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca»

2 marzo 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Un corazón agradecido es un corazón feliz. Un corazón que ha encontrado un lugar en el que colocar sus raíces y buscar su descanso. Crecerá como el árbol plantado en la casa del Señor»

La vida se juega en esos momentos en los que me desprendo de todo lo que me pesa. La curiosidad es lo que me pone en movimiento. Hace esa curiosidad que deje lo que me acomoda para buscar cosas nuevas. Con la curiosidad me voy desapegando de lo que me ata. Esa curiosidad me conduce al asombro. «Me imagino a Dios como un niño que baila. Vivaracho, inocente y curioso. Yo también debo serlo si quiero estar cerca de Dios. Quiero mantener viva la parte de mí que siente admiración, que se maravilla, hasta el final»[1]. Una curiosidad que no me deja tranquilo. Comienzo a explorar la vida y me sorprende lo que encuentro. Me asombro, me maravillo, me río, sonrío. «Podemos decidir qué aprender del horror. Amargarnos con la pena y el miedo. Hostiles. Paralizadas. O aferrarnos a nuestro lado infantil, el lado animoso y curioso, el lado inocente»[2]. La curiosidad tiene que ver con la inocencia, con la pureza del alma que se pone en camino a inspeccionar el mundo. No acepta que la ignorancia sea algo más seguro que el conocimiento. Quiero tener siempre ansias por aprender. Nunca dejar de leer, de buscar, de investigar, de curiosear. Que lo nuevo me apasione, me motive, me encienda. Perder la curiosidad por aprender, por conocer, por descubrir cosas nuevas es comenzar a morir. No quiero perder nunca esa mirada de niño inquieto que no para de caminar buscando nuevas aventuras. El asombro es lo que hace que la vida nunca deje de ser apasionante. Me gusta asombrarme de las personas a las que amo. Me asombra su forma de ver la vida y hacer las cosas. Me asombran con cosas nuevas que no sabía que tenían. Sus pensamientos me fascinan y despiertan mi interés. El amor se mantiene vivo gracias a al asombro. Sin asombro se muere, languidece. Para ponerme en camino hacia lo nuevo, hacia lo desconocido, la única forma es dejar lo que me ata, lo que me ancla en una tierra firme. Para ello tengo que poner en práctica la dinámica del desapego. Me desapego de aquello que me ata para ponerme en camino. Aprendo a desandar los caminos ya hollados. Desaprendo lo aprendido cuando aquello que sabía ya hacer no lograba hacerme crecer. Puedo sentirme esclavizado y atado por un hilo. Basta eso para que no emprenda el vuelo. ¿Qué cosas hay en mi vida que me parece que no podría vivir sin ellas? ¿Dónde veo que no puedo avanzar si no cambia algo en mi forma de enfrentar la vida? Pienso en todos mis apegos. En los buenos, esos amores que forman parte de mi vida y me atan. Esos amores que son necesarios, casi imprescindibles, llego a pensar. La curiosidad me pone en camino hacia lugares desconocidos. Comenta el Walter Riso: «Me voy a desapegar de la opinión de los demás. ¿Qué es un apego? El apego es no ser capaz de renunciar a algo o a alguien que le viene mal a tu vida y afecta a tu salud mental. Yo tengo necesidad de aprobación. Quiero soltar el apego». Quiero perder el miedo al ridículo y al rechazo. Aceptar pasar vergüenza y que se rían de mí. Mirar con paz mi vida cuando no me salgan las cosas como yo o el mundo esperaban. Me río de mí mismo y acepto la posibilidad de hacer el ridículo y que el mundo también se ría de mí. Quiero pensar en todos los apegos que tengo en mi vida. Apego a que las cosas salgan a mi manera. El desapego es una ruptura, como cortar el cordón umbilical con mi madre y dejar de depender absolutamente para todo de ella. Pienso en los apegos innecesarios que me duelen. Desapegarme es un ejercicio sano. Quisiera aprender a romper, a dejar ir, a soltar. Quisiera que la vida me enseñara a soltar lo que me esclaviza. ¿Necesito la aprobación de todos para ser feliz? ¿Necesito que me necesiten para sentir que mi vida es valiosa? ¿Necesito el reconocimiento del mundo para poder sonreír? Me desapego de esas necesidades enfermizas que tanto me duelen. Puedo fracasar y seguir viviendo. Hay cosas que no me pueden quitar nunca la felicidad. Hay temas demasiado poco importantes. No soy tan valioso, no merece la pena fijarme en ellos para seguir caminando.

Si muchas veces me ha ido mal. Si a menudo he fracasado. Si no me han resultado los planes y todo ha salido siempre al revés. En esos momentos pensaré que nunca voy a hacer bien las cosas. Si siempre me dicen que no soy lo bastante bueno. Si alguien me recuerda mi historia y mis límites. Si todo se repite como en una sucesión de imágenes que me resultan familiares. Entonces no me sentiré capaz de hacer nada. Los diálogos internos me levantan o me hunden. Las frases aprendidas desde niño. Lo que me dijeron, lo que sentí, lo que viví como el fracaso más grande. Mis lágrimas, mis llantos, mis gritos. Todo se repetirá como un mantra en mi interior y no sabré salir adelante. Si nunca lo he intentado, ¿por qué pienso que no voy a lograrlo? Si nunca he estado en ese lugar, ¿por qué creo que no va a resultar bien? Mensajes aprendidos, vivencias repetidas, como una historia que se repite de forma constante. No será posible, no lo conseguirás, no llegarás tan lejos. Me asustan esas palabras incrustadas en el alma, grabadas a fuego en mi carne. No voy a poder, me repite una voz silenciosa que se me pega a la piel. No voy a alcanzar. No llegaré tan lejos. No conseguiré lo que me proponía. Siempre de nuevo el mismo obstáculo, la misma empalizada, el mismo puente roto que separa dos orillas. Y si al final la victoria fuera imposible. Brotan el desánimo, la desesperanza, las dudas, el miedo. Como una historia que se repite una y otra vez. ¿Habrá salvación? Diálogos parecidos escucho en muchos corazones. Sé que no voy a vencer siempre. Y que no todo va a salir siempre bien. La verdadera victoria reside en no dejar nunca de luchar y creer. Confiar en que pase lo que pase nunca me quedaré solo: «La curación no tiene que ver con la recuperación, sino con el descubrimiento. Con descubrir esperanza en la desesperanza; descubrir una respuesta donde parece que no la hay»[3]. Quiero descubrir una luz en la noche, un ruido de vida en el silencio de muerte. Una salida en medio de mil caminos cerrados. Una encrucijada que me deja ver hacia dónde está mi salvación. Y luego una melodía que me hace sentir que no estaré nunca totalmente solo. Quiero tener el corazón en paz. Y deseo que en mí no prime el mal por encima del bien. Hoy escucho: «Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos. El horno prueba las vasijas del alfarero, y la persona es probada en su conversación. El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona. No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona». Bajo la apariencia se esconde la verdad. Detrás de la pintura se esconden los defectos. Al hablar mis palabras revelan la pureza de mi corazón. El oro o el barro. La luz o la penumbra. Las sombras que ocultan la verdad más plena. No todo es totalmente mentira. Y a veces en una verdad se esconden pequeñas mentiras. No siempre el mal se impone por encima del bien. La victoria final la logró Jesús muriendo en la cruz como un malvado. Bajo la apariencia del mal se esconde mi salvación. En medio de la tormenta llega la paz de un nuevo día. No todo lo que digo es verdadero. No todo lo que callo es una mentira. Las incoherencias hablan de mi fragilidad. Y mi debilidad más grande es no ser yo mismo siempre, sin miedo al qué dirán, o al ridículo. Bajo la luz del sol se manifiesta el amor más grande, el de Dios por el hombre. Y esa certeza es la que me da más paz. No voy a dejar de luchar aun cuando me digan que no hay esperanza. Lo seguiré intentado, seguiré dando la vida. No importa cuánto tiempo me lleve. Luchar, confiar, esperar, no dejar de esforzarme. No dejar de dar la vida. No guardaré mis sentimientos negativos. Los sacaré, los entregaré, los dejaré ir: «Me gusta recordar esto a mis pacientes: lo contrario de la depresión es la expresión. Lo que sacas no te puede afligir; lo que te guardas para ti, sí»[4]. No quiero que dentro de mí se impongan la desazón, la tristeza y el desánimo. No dejaré que la vida se vuelva imposible. En medio del lodo y las dificultades me levantaré siempre de nuevo. Viviré con paz los contratiempos. No cambiarán mi humor ni mis palabras. No me dejaré llevar por esos pensamientos negativos que me abocan a no hacer nada. Seguiré caminando por encima de mis fracasos y mis miedos. Creeré en todo lo que puede llegar a suceder si lo intento de nuevo. Cristo hace nuevas todas las cosas. Lo hace desde mi realidad, no desde otra carne, no desde una pureza que no poseo, no desde una historia que no es la mía. Jesús siempre hace todo nuevo. Sabe que soy pobre y cuenta con mi piel herida. Sabe que no tengo nada que ofrecerle, sólo mi vida como es, con sus límites y grandezas. Siento en mi alma el miedo de no ser capaz de llegar tan lejos como quisiera. Lo vuelvo a intentar. Lo quiero luchar. No es tan sencillo conseguir los éxitos. Porque el fracaso forma parte de la vida misma. Pierdo más veces que gano. Y de nada me sirve rebelarme contra el devenir de las cosas. Será lo que tenga que ser pero no puedo dejar de intentarlo.

La historia de las cosas grandes tiene comienzos pequeños. Insignificantes. Son circunstancias, personas, momentos. Decisiones, pasos que se dan, intuiciones, luces en medio de las sombras. El sueño de construir una casita sagrada a María. El deseo del alma de dejar que su presencia cambie la tierra que me cobija. Que tome posesión de mi vida. Que venza la luz, que desaparezcan las sombras. Parecía imposible. Como parece imposible que la alianza con Ella transforme mi forma de pensar, de amar, de vivir. Parece difícil que mi corazón sea un santuario habitado por Ella. Imposible que cambie mis viejos vicios, mis actitudes negativas, mis juicios y mis críticas. Imposible que mi amor sea tan grande como para querer a todos, también a los que no me quieren. Imposible que la vida sea de una forma mejor de como yo me la imagino. Tan imposible como levantar un santuario en medio de la roca de esta tierra. Pero hubo corazones que creyeron, ojos que vieron, oídos que oyeron la voz de Dios en medio de los silencios más abrumantes. Cuando la pandemia parecía ahogar cualquier deseo de hacer algo. Imposible excavar en la roca con manos torpes, tratando de aligerar el peso de la carga. Un santuario que se alzase por encima de mi vida. Dejar que mi Madre lo cambie todo. ¿Quién fuera Juan Diego para decirle que sí a María? ¿Quién tuviera su fe de niño y esa mirada honda que veía a una mujer hermosa en medio de un monte? Hollado el camino por sus pies ligeros. Tratando de huir cuando el pedido de la más pequeña de sus hijas parecía imposible. Mejor huir cuando la tarea es ingente. ¿Para qué complicarse la vida? Mejor a veces pasar de puntillas por esta tierra, sin hacer ruido, sin molestar a nadie. Mejor escapar cuando la presión del mundo, de los hombres, es demasiado fuerte. Me duele el alma al pensar que no seré capaz de hacerlo. Así se escribe la historia de las obras grandes. Con decisiones pequeñas, con pasos de niño, con miradas curiosas y el deseo de llegar a la cima más alta de un monte para tocar a María. La fe tal vez consiste en creer cuando no se ve nada. Ser capaz de andar cuando lo más sensato es detener los pasos. ¿Y si todo sale mal? ¿Y si no logro llegar tan lejos como el mar me pide? ¿Cómo es posible edificar una casa a María en esta tierra? Un salto de fe, de muchos corazones nobles, de muchas almas peregrinas que se elevan a lo alto de un monte, camino al cielo. Una tierra de esperanza en la que echar raíces, cavando hondo, sacando piedras, poniendo cimientos que nadie pueda sacar ni destruir nunca. El viento golpeando el rostro. Y el miedo de no ser capaz de llegar tan lejos. María es fiel y eso me da alegría. Por más que huyo me encuentra, por más que me escondo me sigue buscando. Conoce mi pobreza, mi alma enferma y sale a mi encuentro y me dice que siga excavando, orando, caminando. Y así lo hago. Han pasado años, y mucha agua ha corrido bajo muchos puentes, y sueños que se han ido haciendo vida cuando el corazón no puede dejar de confiar, de esperar, de abrazar. Las lágrimas brotan desde dentro. Como un venero que anhela tocar la superficie de la tierra y bañar el valle. En el interior del santuario el silencio me conmueve. El vacío y la presencia. La luz que llena mi corazón. Un santuario escondido entre edificios, visible para muchos, para los que tienen un corazón de niño. Un lugar para descansar y soñar. Una casita en la que encontrar un hogar definitivo al alma vagabunda. Y el deseo de que esa campana se alce por encima de los edificios más altos del mundo. y las almas enfermas encuentren el agua que sane todas sus dolencias. Una familia en la que descansar. Muchos corazones abiertos al cielo y la palabra esperanza resonando desde lo hondo de la tierra. La esperanza en una vida mejor aquí aún, antes del cielo. Una esperanza escrita con sangre, con voz potente. Una esperanza que despierta la alegría y la calma. Es conveniente seguir soñando, no dejar nunca de soñar y entregar la vida. Merece la pena alzar la voz para que los hombres sepan que merece la pena vivir. Es necesario que yo ame mucho para que muchos se sientan amados. Habrá tristezas, penas y fracasos. Y la esperanza volverá a alzarme desde los cimientos. Confía, una voz me dice, es María que susurra en mi oído mi nombre, para que no caiga, para que no me desanime, para que no piense que está todo perdido. Tomo en mis manos la vida y se la entrego. La he dejado sobre el altar desnudo, en medio del corazón de Cristo. Una esperanza nueva que se alza como un sol que vence todas las tinieblas, todas las brumas. Hay esperanza más allá de los miedos que han paralizado a veces mis pasos. Comienzo de nuevo. Un inicio pequeño, insignificante, en medio de muchos corazones enamorados anclados en lo alto de un monte. Un sueño de que María llegara al corazón de la ciudad, a lo más hondo de esta tierra entre montañas. Un deseo de abrirle las puertas de mi alma a María para que tome posesión de mi corazón y se consagre así como un nuevo santuario. Milagros de transformación. Es posible el cambio, creo en ese milagro de amor que puede calmar mi sed, apaciguar mis miedos y dejar que la ira se transforme en un amor cálido. ¿Acaso no me sobran palabras y me faltan silencios? ¿Acaso no tengo que dejar ir mucha rabia y mucha tristeza? María consagra mi vida en este nuevo santuario. Un nuevo comienzo, una nueva esperanza. Sueño y espero y el alma se llena de un amor más grande que todo lo transforma.

Quiero agradecerle a Dios por todo lo que me regala. Por el don de la vida: «Es bueno darte gracias, Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo; proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad. El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, mi Roca, en quien no existe la maldad». Un corazón agradecido es un corazón feliz. Un corazón que ha encontrado un lugar en el que colocar sus raíces y buscar su descanso. Crecerá como el árbol plantado en la casa del Señor. Raíces profundas que encuentran el agua que alimentan la vida. Me gustaría vivir agradeciendo, con paz en el alma. Contento con lo que la vida me regala. ¿Seré capaz de agradecer sin pensar en lo que falta, en lo que no se ha hecho como yo quería, a mi manera, según mi gusto? Agradecido por la vida que Dios me ha regalado. ¿Cómo no voy a estar agradecido por este pozo hondo de esperanza al pie de mi vida? Hoy escucho: «Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: – La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor». Agradecido por el don de la vida, por todo lo que Dios me ha regalado sin yo merecerlo. Agradecido por vivir en este momento concreto, por poder vivir esta oportunidad que Dios ha puesto en mi camino. Agradecido porque hay tantas cosas que no me merezco. ¿Qué hubiera sido de mí sin el amor de Dios en mi vida? He podido ver una obra surgir desde los cimientos más profundos. Ante mis ojos, frente a mi ventana. ¿Cómo no voy a estar agradecido por lo que es un don inmerecido? La vida es más fuerte que la muerte. La victoria más que el pecado y la corrupción. La libertad más grande que la esclavitud. Me gustaría levantar los ojos al cielo y sonreír. Nada más que decir, no hay palabras que puedan expresar tanta gratitud. Mis propias preocupaciones y problemas son demasiado pequeños ante todo lo que veo. Una victoria de Jesús en medio de muchas derrotas de los hombres. Una victoria final por encima de todos mis pecados y fragilidades. En mi vulnerabilidad alzo la mirada al cielo agradeciendo. Todo es don, todo es un misterio. En ocasiones me faltó fe. Pensé que no llegaríamos a verlo finalizado. O tal vez los permisos no llegarían. O faltaría el dinero para llegar a este momento. Y tuve miedo. Los miedos del hombre que ha puesto su confianza en el propio corazón. Quiero mirar más alto, más lejos, más hondo. Esa mirada que salva y eleva. Esa mirada agradecida del niño que sabe que todo es un don en esta vida. Paso a paso, ladrillo a ladrillo, piedra a piedra. Cimentando muros y construyendo paredes. Levantando una casita a María desde lo hondo de la tierra. Me da miedo el fracaso y quizás la vanidad puede inundarme cuando venzo, cuando me va bien. La vida es muy larga para cantar victoria hasta el último minuto. Pero mientras tanto saboreo los momentos en los que el sol es más fuerte que todas las nubes del mundo. Me levanto por encima de mis tinieblas para ver más allá de mis límites. ¿Qué tengo que ver yo con todo esto? Es obra de Dios, de María. Yo le digo al Señor que quiero construirle la casa de mi sacerdocio y es una vana ilusión. es una quimera, un sueño. Es como si quisiera ser Dios en medio de la mediocridad de mis pasos. Sé que no es posible. Vuelvo a agradecer por la vida. Por todo lo que tengo sin yo merecerlo. Vuelvo a sonreír en medio de las tormentas y la vida se vuelve canto y esperanza. ¿Cómo no esperar cuando hay tanta vida, tanta luz, tanto amor en este mundo? No me quedo con el odio ni con el rencor. No me detengo en las ruinas ni en la muerte. Sigo caminando y confiando cada mañana. Porque el día que amanece será aún mejor y tendré la paz en el alma. Siento que mi vida está en parte enterrada en estos cimientos firmes. Pase lo que pase después ya seré de aquí. Para siempre estará mi nombre escrito en esa pared escondida. Y sonreiré al pensar que nada de esto ha sido posible sino por la gracia de Dios que todo lo logra. No tengo derecho a vivir sin esperanza. Quiero confiar y lograr con mi sonrisa que muchos confíen, esperen, luchen más allá de sus fuerzas. Quiero creer que puedo tocar el cielo con mis manos y con mi voz. Quiero pensar que la vida es más grande de lo que ahora parece. Hay un montón de sueños por realizar. Un montón de esperanzas que no van a morir nunca. Quiero llegar más alto que las aves en su vuelo. Y deseo que mi canto nunca muera bajo el peso de los gritos y los odios que quitan la paz. Quiero seguir avanzando a partir de lo que ahora hay. Agradecido por todo, sin echar a nadie la culpa de mis fracasos. Confiado en ese Dios que ha venido a mi vida para quedarse y va en mi busca por los caminos para que nunca me aleje.

Hoy Jesús vuelve a decirme, como la semana pasada, algunas peticiones que superan mi capacidad: «En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: – ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: – Hermano, déjame que te saque la mota del ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano». Yo me siento como ese ciego que guía a otros ciegos. Creo que no veo lo suficiente, no soy capaz. Y el Señor me dice hoy que no guíe a nadie estando ciego porque caeré en el hoyo. Pienso en mi ceguera. En mi incapacidad para ver ciertas cosas como son. Tengo una ceguera en el alma que me impide ver más allá de mis problemas, de mis heridas, de mis rencores. Esa ceguera mía me impide mirar más lejos. Mirar a los demás y conmoverme porque siempre estoy pensando en lo que a mí me duele, en lo que me hace daño, en lo que me quita la paz. ¿Cómo voy a guiar a alguien cuando no soy capaz de guiarme a mí mismo? No sé tomar las decisiones que me hacen bien, no logro poner en orden mi propia vida. El desorden me hace daño en mi interior. Mi incapacidad para calmar mis propias ansias. ¿Cómo voy a calmar yo que vivo inquieto a los que están junto a mí? Soy un ciego guiando a otro ciego. Y en esa ceguera mía tampoco logro descubrir la viga en mi ojo. Me fijo en la pajita en el ojo de mi amigo. Veo con facilidad sus defectos, me fijo en sus errores, en sus omisiones, en sus acciones confusas. Mi ceguera nubla mi vista y no me permite ver en el interior de las personas. Siento que hay malas intenciones en sus actos y los condeno. Destaco sus debilidades y las critico abiertamente. Me duele la vida, lo que sucede a mi alrededor y no soy capaz de transmitir paz a los demás. La mota en el ojo ajeno parece invisible y yo la veo. Hay personas especialistas en ver lo malo que hacen los demás. Sus debilidades le parecen notorias y él está puesto ahí por Dios para juzgarlas y hacer que el mundo las vea. ¿Cuándo fue la última vez que hablé bien de alguien a los demás? ¿Cuándo he elogiado a otros aunque a su lado yo perdiera protagonismo? ¿Cuándo he renunciado a los mejores puestos para que otros tengan un papel más importante? ¿Cuándo me he alegrado por mi hermano, por sus éxitos, aun cuando yo haya vivido el fracaso en mi vida? La mirada es tan importante en esta vida. Ser capaz de ver el bien que hacen los demás y no quedarme sólo en sus deficiencias. Ver sus progresos y no detenerme en sus retrocesos. Alegrarme cuando mejora sin llevar cuenta del daño que ha hecho a otros. No es tan fácil mirar como me mira a mí Jesús. Mirar con misericordia y compasión. Quiero mirar a mi Maestro que es Jesús. Me gustaría parecerme más a Él para ser capaz de mirar con paz a los demás. No juzgar tanto, no condenar a los que alguna vez me hicieron daño. Reír con los que ríen y detener la crítica del que habla desde su amargura. No es tan sencillo mirar así. Tiendo a quejarme más que a estar contento con lo que tengo. Me duelen las entrañas al pensar en todo el mal que hay a mi alrededor y me quedo ahí sufriendo. Si supiera reír más, alegrarme más con la vida que tengo, con todo lo que Dios me ha regalado. Si supiera ser sencillo y humilde y mirar a los demás sin condenarlos. Si supiera aprender de todos, de los más débiles, de los más pequeños. Leía el otro día: «Ambos nos considerábamos material defectuoso. Al renunciar a juzgarle, al renunciar a mi deseo de que fuese o pensase de manera diferente, al ver su vulnerabilidad y sus ansias de pertenecer y de amar, al dejar de lado mi miedo y mi rabia para aceptarle y amarle, fui capaz de proporcionarle algo que su camisa y sus botas marrones no podían darle: una auténtica imagen de su valía»[5]. Mi mirada puede cambiar a los demás. Puede aumentar su autoestima, mejorar su imagen y su paz. Puedo elevar al que ha caído. Puedo vencer mis miedos y mis rabias. Puedo dejar a un lado mis rencores para mirar con gratitud a mi hermano. Si supiera hacerlo sería más feliz. Dejaría de sentirme el centro del universo. Dejaría de pensar que todos me han hecho daño y que la vida es injusta. Y puede ser que sea injusta. Lo que necesito es mirar con paz mi vida. Alegrarme por todo lo vivido. Y sobre todo perdonar al que me ha hecho daño. Si no lo hago seguiré mirando con rabia a los demás. Seguiré comparándome y sufriré en esas comparaciones. Pensaré que el mundo está contra mí y no puedo hacer nada para mejorarlo. Si lograra cambiar la mirada todo iría mejor. Estaría más feliz y las cosas sería más bonitas. Tendrían un color más bello y dejaría que el sol de Dios entrase en mi alma. Abandonaría las amargura a un lado. Sentiría que algo nuevo comienza en mi interior al ver cómo todo mejora cuando mi mirada es mejor.

Y Jesús habla ahora de la fecundidad, de los frutos de mi vida: «Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». De lo que está lleno el corazón habla la boca. Es cierto. No lo puedo negar. De lo que llevo dentro es de lo que hablo. De mis rabias, de mis iras, de mis egoísmos y mentiras. El corazón se llena de oscuridad y habla de cosas oscuras. Cuando tengo paz pacifico a otros, cuando estoy alegre en mi interior alegro a los que veo. Si me digo a mí mismo cosas bonitas seré capaz de decirles a los demás cosas bellas. Mi corazón bondadoso hace obras buenas. Mi corazón egoísta comete actos egoístas. Lo que está en el interior aflora a la superficie. Siempre es así. Cuando estoy endemoniado el demonio se manifiesta en lo que digo y en lo que hago. ¿Cómo son mis palabras y reacciones? ¿Cómo son mis actitudes hacia los demás? La maldad del alma comete actos malvados. La bondad del corazón hace obras buenas. Tan sencillo como eso. Mis actos y palabras revelan lo que hay en mi corazón. Me muestran quién soy en realidad. Me veo en lo que digo y en lo que hago. Mi verdad más honda. ¿Cómo es la calidad de mi corazón? Quisiera tener bondad e integridad en mi vida. La calidad del fruto depende de la calidad del árbol. Sé que un árbol bueno produce frutos buenos, mientras que un árbol malo produce frutos malos. ¿Será siempre así en la vida? Sé que el hombre bueno, que tiene una corazón lleno de bondad, produce acciones y palabras buenas. Y el hombre malo, que tiene un corazón lleno de maldad, produce acciones y palabras malas. Lo que hablo y hago refleja lo que hay en mi corazón. No puedo esconder mi verdadera naturaleza. Mis acciones y palabras revelan quién soy en realidad. Pero a veces puede pasar que de un corazón malo broten obras buenas. El mal que hay en mí puede sucumbir y dar paso al bien. Puedo cambiar y hacer obras buenas siendo yo malo. Eso es posible. Hay orígenes malos que dan frutos buenos. Pero lo normal es que un árbol dé un tipo de frutos y no otros. De lo que hay en el corazón habla la boca. Y de la semilla sembrada brota el árbol correspondiente. Pienso en cómo son mis frutos. En las obras que salen de mi corazón. Pienso en esos frutos malos que he cosechado tantas veces. Vienen de mí. No están fuera. Me gustaría dar siempre frutos buenos. No lo logro porque en mi interior hay intenciones malas, deseos que me envenenan y diálogos internos que no me hacen bien. Pienso en todo lo que puedo mejorar si cambio el corazón. Decía el Papa Francisco: «Siempre se habla del santuario del alma, del santuario del corazón, es la cosa más íntima que tenemos. Vayan adelante, sigan santuarizándose. Que el corazón de ustedes sea cada día más santuario». Si mi alma se llena de Dios. Si María toma posesión de mi corazón y lo convierte en un santuario. Un lugar sagrado en el que María reina. Un espacio santo en el que Ella se hace fuerte. Apartando las oscuridades de mi alma. Dejando a un lado las mentiras y los miedos. Limpiando para que toda la basura que acumulo durante el día salga de mí. María puede limpiar mi interior. Puede hacer que sea templo del Espíritu Santo. Un lugar sagrado y predilecto en el que Dios habita. Me gusta esa imagen de mi interior. No sé manejar mi mundo interior. No controlo las emociones y no sé qué hacer con todo lo que siento dentro de mí. Me gustaría vaciarme de todo lo malo y dejar que sólo lo bueno reine en mi interior. Sin juzgar a nadie, sin condenar a los que no piensan como yo. Dejo que Dios me llene de su luz y gracia. Que acabe con todo lo que no me deja crecer como persona. Quiero que los frutos que salgan de mi interior sean buenos. Que vengan de Dios y permitan que muchos se acerquen a su corazón inmaculado. Corazones puros que me hablan de la pureza de Dios. Corazones generosos que me hablan de la generosidad y el amor de Dios. Corazones valientes que vencen los miedos y dan pasos hacia el cielo. La fecundidad de mi vida comienza en el interior, en la hondura del alma, en las raíces que se hunden en lo hondo de la tierra buscando el agua de tantos veneros ocultos que llevan el agua de Dios. Busco calmar las ansias y las angustias fuera de mí. En la satisfacción de los sentidos olvidando lo más importante, el amor de Dios que hace morada en mi interior. Me gustaría ser un santuario vivo. Un lugar predilecto, elegido por Dios. Yo con mis palabras y actos puedo crear a mi alrededor una atmósfera de cielo o una atmósfera de pantano. De mí depende. De mi sí alegre y convencido. De mi entrega en todo lo que hago a los demás. Por los frutos me conocerán.

[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[5] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz