Malaquías 3, 1-4; Lucas 2, 22-40

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos»

2 febrero 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Las cosas cambian y yo también puedo cambiar muchas cosas para crecer, para madurar y ser una mejor versión de mí mismo. Está en mi mano esa decisión»

Caminar despacio cuando tengo prisa. Guardar silencio cuando quiero gritar. Mirar hacia dentro cuando todos me hablan. Sonreír tranquilo cuando todos lloran y se angustian. Guardar la esperanza cuando quiero llorar. Esperar paciente cuando deseo que todo suceda de forma inmediata. Aguardar a que pase la tormenta sin hacer nada, sin alarmarme. Sentir muy hondo sin miedo a sufrir. Cada cosa que me sucede merece la pena. No quiero perder el ánimo, ni la alegría. Sueño con cosas grandes aunque superen mis fuerzas y me conforme a veces con cosas pequeñas. No voy a desesperar nunca en medio de tantas adversidades y tantas guerras. Levantarme cuando caiga sin echar la culpa a nadie de mis propios errores. Enfadarme, eso sí, cuando proceda, no quiero tragarme lo que siento. Pero recobrar el ánimo pronto y con él la alegría. Apoyar al que está solo, porque me necesita, hablar con aquel con quien nadie habla, porque es difícil. Escuchar cuando me cuenten cosas sin vivir con prisas. Perder el tiempo sin hacer nada. Escribir cualquier cosa, las primeras palabras que balbucee mi alma. Abrazar al que está angustiado para que se calme. Sostener al que se ha caído para que emprenda de nuevo el vuelo. Alivianar la carga del que soporta mucho y no se queja nunca. Decir la verdad siempre, y mejor aún, sobre todo, cuando me perjudique. Tratar de no aparentar nunca lo que no soy. Desengañar al que se sienta engañado por mi apariencia. No aferrarme a máscaras que al final me quitan la paz y me vuelven esclavo. Aprender a vivir con dudas y a mantener mis preguntas sin respuestas. Conformarme con la vida que tengo sin desear la que otros tienen, sin sentir envidia o frustración por lo que he conquistado, aun cuando sea poco. Disfrutar cada día como si fuera el último, y preguntarme siempre qué es lo que haría si este fuera realmente mi último momento. Reconciliarme con aquel con el que estoy enfadado, porque no merece la pena vivir con resentimientos. Pedir perdón, dar las gracias y perdonar a todos. Llamar a aquel al que nunca llamo. Escribir muy despacio todo aquello que haría si tuviera todo el tiempo del mundo, todo el dinero y todas las posibilidades abiertas ante mí. Pensar si lo que hago es porque yo quiero o simplemente porque no me planteo qué es lo que yo realmente deseo. Aprender a amar lo que hago y a disfrutar lo que vivo, sin quejarme continuamente por mi suerte. Aprender a mirar la realidad como es sin pretender que sea de otra manera. Acariciar las heridas y esperar a que pase el dolor, dejando que cicatricen desde lo profundo del alma. Despertarme temprano y empezar el día con renovada ilusión. Acabar cansado, agradeciendo a Dios por todo lo que me ha regalado con un corazón generoso. Mirar al que está a mi lado y preguntarle qué le pasa, qué siente, qué necesita. Estar atento a las necesidades de otros sin vivir continuamente pensando en lo que yo preciso. Quiero dar más de lo que recibo. Quiero agradecer por todo lo que tengo. Quiero respetar al que no piensa como yo, sin condenarlo antes de tiempo. No quiero herir con palabras, mejor guardar silencio. Siempre deseo llegar más lejos. Y no me conformo con lo que ya he conseguido. Hay muchas oportunidades para conseguir lo que anhelo y si no lo consigo pese a mi entrega, no importa, seguiré luchando. No me amargo con las derrotas. No me vuelvo vanidoso con las victorias. No me dejo seducir por los halagos. Y tampoco me hundo con las críticas. Si la tristeza lucha por apoderarse de mi estado de ánimo, no lo consiento, sonrío y vuelvo a mirar al cielo. Acepto la aprobación de los demás y por lo mismo también el rechazo. Me alegro con lo bueno que he vivido y con lo malo que me ha tocado sufrir. Quiero decir la verdad y ser asertivo. Para no tragarme la angustia cada vez que miento acerca de mis sentimientos y deseos. He comenzado a escribir la historia de mi vida mirando en lo hondo de mi alma. Paso a paso, letra a letra. Y aunque no sé bien cuánto me llevará a hacerlo, tal vez toda la vida, no desisto en el intento. Quiero que quede grabada en lo más hondo de mi alma. En el corazón de Dios que es el que me mira con misericordia y me acepta en mi pobreza. Ese Dios que me ha amado desde siempre y no me deja nunca solo en el camino. En ese Dios creo.

Quizás es que me dan miedo los cambios. Digo que sí, que quiero cambiar, y luego no lo consigo. Me apego a la letra chica de ese contrato imaginario que he firmado con el mundo. Leía el otro día: «¿Por qué no tirarse a la piscina? Haz algo que no hayas hecho jamás. El cambio es sinónimo de crecimiento. Para crecer tienes que evolucionar, no involucionar»[1]. ¿Acaso estoy obligado a hacerlo todo como lo he hecho hasta ahora? ¿Hay alguna ley no escrita que me prohíbe hacer las cosas de una determinada manera? ¿No podré arriesgarme a hacer las cosas de forma diferente exponiéndome al peligro, al ridículo, al fracaso? Todo puede ser. ¿Por qué tengo miedo? La peor opción que me puede tocar es fracasar. Lo sé, puede que todo salga mal. Y aun así siempre tengo la oportunidad de hacer nuevas todas las cosas. Mi cerebro no ha dejado de aprender. Puedo evolucionar, puedo investigar, puedo leer más, estudiar nuevas formas de hacer las cosas. No importan los años que tenga o los que lleve haciendo las cosas de una determinada manera. Está en mí la posibilidad del cambio, de la evolución, del crecimiento. No se trata de tener éxito sino de llevar una vida plena, lograda. No necesito hacerlo todo bien para ser feliz. Los días pasan y pierdo oportunidades de crecimiento. Siempre hay una nueva opción ante mis ojos y por miedo puedo decir que no, que no me arriesgo, que no lo necesito. ¿Por qué tengo que cambiar? No siempre el cambio es necesario. Lo que compruebo continuamente es que evoluciono con el tiempo, no me quedo estático, lo que pasa a mi alrededor me afecta. Crezco, maduro o me quedo donde estoy, evoluciono o involuciono. Decía el P. Kentenich: «Nosotros tenemos que crecer siempre hacia lo alto»[2]. Siempre hacia las estrellas, hacia la cima del monte más alto. Pero siempre desde lo más profundo de mi ser, de mi alma, de mi tierra. Hondas raíces y alas que me lleven a lo alto. Cambiar supone dejar de hacer aquellas cosas que no me hacen bien. Leía el otro día: «Vivimos en un mundo que entraña riesgos, así que vivimos en un mundo con miedo. Tu seguridad no está garantizada. Pero el miedo y el amor no coexisten. El miedo no tiene por qué controlar tu vida. Liberarte del miedo empieza por ti»[3]. Los miedos al futuro no pueden paralizarme e impedir mis decisiones. Siempre puedo tomar decisiones para salir de donde me encuentro cuando ese lugar no es el que me hace libre, feliz o pleno. No estoy encadenado a lugares donde no quiero estar, donde no me valoran, ni a personas con las que no quiero seguir viviendo. Cuando esa realidad que vivo me hace daño, me hiere continuamente y no me deja ser libre. Crecer y madurar significa que soy capaz de distinguir las cosas de mi vida que no puedo cambiar, son las que son y no puedo volver atrás en el tiempo. Y saber qué cosas sí que puedo mejorar, cambiar o simplemente dejar a un lado de mi camino. Puedo avanzar y resolver los conflictos que no me dejan crecer. No estoy condenado a repetir siempre los mismos comportamientos ni a dejar que otros me traten siempre de la misma manera. No todo me va a salir mal cuando lo intento. Puedo mejorar y triunfar. Puedo hacer bien lo que antes hice mal. Puedo crecer con la fuerza de un Dios que cree en la belleza que se esconde dentro de mi corazón. Leía el otro día: «Para protegerte contra el sufrimiento es mejor saber amarte y perdonarte, mantenerte a salvo y no castigarte por los errores, el dolor y la pena que forman parte inevitable de la vida»[4]. Estos pensamientos me dan luz y fuerza para tomar decisiones difíciles y dejar de hacer aquello que no me hace bien. Hay palabras que se meten en el corazón y no me dejan salir de la propia cárcel que he construido dentro de mí por mi miedo visceral a cambiar, a perder, a volver a sufrir. Por eso tengo que cambiar una frase que a veces me repito como un mantra: no puedo. No puedo hacer eso, es muy difícil. No puedo perdonar. No puedo volver a confiar. No puedo arriesgarme. «Cuando decimos «No puedo», lo que estamos diciendo realmente es «No lo haré». No lo aceptaré. No me lo creeré. No huiré del miedo. El lenguaje del miedo es el de la resistencia. Y si nos resistimos, nos esforzamos mucho para procurar no ir a ninguna parte. Negamos el crecimiento y la curiosidad. Estamos involucionando, no evolucionando, rechazando oportunidades para cambiar»[5]. Quisiera dejar el miedo atrás. renunciar a esas afirmaciones que me hacen daño. Claro que puedo si realmente quiero intentarlo. Puede que luego no me vaya bien, y sufra de nuevo. Pero sí puedo hacerlo. Sí puedo perdonarme. Si puedo perdonar. Si puedo salir de un círculo vicioso, de una relación que no me hace bien. O puedo vivir lo que me toca vivir con otra actitud. Habrá siempre cosas que puedo cambiar, mejorar, hacer de forma distinta. No todo es así y tendrá que ser siempre así. No es verdad. Las cosas cambian y yo también puedo cambiar muchas cosas para crecer, para madurar y ser una mejor versión de mí mismo. Está en mi mano esa decisión. Lo otro es dejarme llevar por la corriente pensando y creyéndome que no puedo hacer nada para mejorar mi vida.

Siempre me pregunto cómo es posible descansar y renovar el corazón. Porque a medida que avanza el día siento que se me agotan las fuerzas y no sé cómo enfrentar las horas que me quedan. Vivo buscando una forma de descansar que me permita recargar energías de manera auténtica, original, sin caer en hábitos que no me hacen bien. Es cierto que cada persona tiene sus propias formas de descansar y recargar energías. Algunas personas pueden encontrar descanso en la meditación, en la oración. No siempre es fácil. Llego cansado y no me encuentro con fuerzas de rezar. Casi que veo la oración como una obligación, no como un momento de descanso que me llene el alma. Me cuesta detenerme ante el sagrario y poner mi vida en las manos de Dios. Guardar silencio, contemplar, dejar ir esos pensamientos que me agotan y me quitan la energía. Es mi error huir de la oración, porque cuando lo hago acabo buscando otras formas de descansar más fáciles, que no me exigen ningún esfuerzo. En lugar de leer libros o artículos interesantes, en lugar de escuchar música relajante, en vez de hacer deporte o salir a pasear solo o con un amigo, opto por cosas menos gratificantes, más sencillas, menos exigentes. Sé que la conexión con la naturaleza me hace bien pero no hago nada por ir. Comprendo que subir a una montaña, pasear por un parque, o ir al mar cargan totalmente mi alma y me descansan, pero me cuesta ponerme en camino. También me hace bien escuchar música, tocar un instrumento, cantar, crear, escribir, hacer cosas nuevas, pero tampoco me dejo el tiempo para hacerlo. Dicen que la creatividad surge cuando estoy aburrido. Y yo evito caer en el aburrimiento. Dibujar, pintar, reparar lo que está roto en mi casa, cocinar. Todo eso puede cargar el corazón y hacerme sentir paz, estar tranquilo y renovado. Después de un paseo lleno de luz seguro que me siento descansado. Pero no lo hago. Aquello que me hace bien lo dejo a un lado. Es bueno hacer deporte, pero me cansa y lo evito. Es así como recurro a aquellas cosas que el cerebro recuerda que le calman. Pero reconozco que algunas actividades que pueden parecer relajantes en un principio pueden terminar siendo perjudiciales para mi salud mental y emocional. El uso excesivo de las redes sociales, ver series de violencia o con valores opuestos a los míos, que veo sólo por pasar el rato. El recurrir a los juegos, como ese video juego que me llena de tensión. Quisiera encontrar formas de descansar que me permitan desconectar de las redes sociales y de la información constante. Busco caminos que me permitan recargar energías de manera más profunda. ¿Quién soy yo? ¿Qué necesito yo para ser más feliz, para estar en paz en medio de la vorágine de esta vida? Quisiera ser capaz de ponerle límites al uso de las redes sociales en mi día a día. Limitar el tiempo que paso en estas redes me hará buscar actividades que me permitan desconectar y descansar. Quisiera ser capaz de conectar en cualquier momento con mi interior. ¿Qué estoy sintiendo ahora? Si me preguntan cómo me encuentro, ¿sé qué responder? A veces no sé la respuesta a esa pregunta. Para ser más consciente necesito practicar más la meditación, la oración, la escritura o la creatividad. Buscar dentro de mí las voces que me hablan de mi misión, me recuerdan quién soy y de dónde vengo, y me hacen ver lo que Dios quiere de mí. Ir al campo y entrar en contacto con la naturaleza también me hace mucho bien. Sano por dentro y me siento en casa cada vez que aprendo a descansar. Además necesito buscar actividades que me permitan relajarme y disfrutar del momento presente. Sin quedarme anclado en el pasado que ya no puedo cambiar. Y sin angustiarme ante ese futuro que me tensa y llena de incertidumbre. ¿Cuándo fue la última vez que acabé de leer un libro completo? ¿Qué recuerdo de mi último libro, qué me dejó en el alma? ¿Cuándo fue la última vez que escribí algo sobre mi vida, una reflexión? ¿Qué música me gusta escuchar? ¿La música que escucho me relaja o me pone en movimiento? La lectura, la escucha de música relajante, la escritura son formas que me ayudan a disfrutar del momento. Lo importante es encontrar aquello que me permita descansar y recargar energías. Tengo que saber lo que yo necesito, no lo que otros hacen, sino lo que a mí me hace bien. No tengo que imitar a los demás. Basta con que piense en lo que a mí me hace falta para estar bien. No quiero ver las películas que todos ven, o leer los libros que todos han leído, no necesito ir a los lugares que todos recomiendan. Quiero hacer mi camino, ser original, descubrir mi propia forma de hacer las cosas sin compararme. Quiero descubrir mi vocación más íntima. Mi forma original de vivir la fe, la vida. Quiero aprender a descansar y disfrutar de mi propia compañía, eso me hace feliz, me sana.

Hoy es un día de esperanza, de luz. Un día en el que llega aquel a quien espero: «Esto dice el Señor Dios: – Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo. ¿Quién resistirá el día de su llegada? ¿Quién se mantendrá en pie ante su mirada? Pues es como fuego de fundidor, como lejía de lavandero. Se sentará como fundidor que refina la plata; refinará a los levitas y los acrisolará como oro y plata, y el Señor recibirá ofrenda y oblación justas. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en tiempos pasados, como antaño». Me gustan las palabras del profeta. Una profecía que se cumple en Jesucristo: «El Señor, Dios del universo, Él es el Rey de la gloria. ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, héroe valeroso, el Señor, valeroso en la batalla. ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria». El Rey de la gloria llega. Ese a quien espero. La verdad es que la realeza que esperaban los judíos parece incompatible con Jesús. Es un niño indefenso que llega para salvar a los hombres. ¿Cómo lo va a hacer? ¿Un héroe valeroso, el Dios del universo, firme en la batalla, un fuego de fundidor, lejía de lavandero? Son imágenes que no parecen concordar con ese niño que entra hoy en el templo. Un niño con unos padres sencillos y humildes. Tal vez lo que me recuerda es que la esperanza es para todos, Dios no hace distinciones. La presentación de Jesús en el Templo es un momento en el que se reúnen personas de diferentes edades y condiciones: «Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: – Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para entregar la población, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones». Se cumplió el tiempo marcado por la ley y fue presentado el niño, el primogénito, como ofrenda ante Dios Altísimo en el templo. Es un Mesías universal. No diferencia entre ricos y pobres, entre buenos y malos. Llega para todos la salvación. Me cuesta entender esa universalidad del perdón y de la salvación. Yo si hago distinciones. Yo juzgo quién está bien y quién está mal. Me creo juez de los hombres y no tengo ningún derecho a juzgar a nadie. Siempre me gustó entender que el juicio de Dios es la salvación de los hombres. Dios llega para salvar al hombre que ha creado. Salva devolviendo la vida al que la ha perdido. No hace distinción entre unos y otros. A todos los ama con infinita misericordia. Un amor así me parece imposible. El hombre tiende a dividir con su mirada. Los buenos y los malos. Los míos y los que no forman parte de mi familia. Los que no hacen las cosas bien y los que son dignos de ser admirados. Los inteligentes y los torpes. Los sanos y los enfermos. Los pecadores y los santos. Los que tienen formación y los que son ignorantes. Los que actúan de acuerdo con la moral que yo practico y los que viven de otra manera. Los que piensan como yo y los que defienden otras posturas. Los flacos y los gordos. Los que se cuidan y los que no se cuidan. Hago distinciones. Los que son amados por mí y aquellos que me despiertan la más absoluta indiferencia. Siempre hay grupos. Los cercanos y los lejanos. Los que hablan mi idioma y los que tienen un idioma diferente. ¿Cómo puede haber una misma esperanza para todos? En todo corazón hay un atisbo de esperanza. Comenta el Papa Francisco: «Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza»[6]. Todos tienen derecho a la esperanza. y la esperanza no hace distinciones. La salvación es para todos los hombres. Entonces sólo me queda confiar y seguir esperando. Me gusta pensar que esta esperanza de un Mesías que llega para cambiar mi vida es un don universal. No queda restringido para unos pocos elegidos. Cristo se ha encarnado para salvar a todo el género humano. No hay que provenir de una estirpe elegida para ser salvado. Me impresiona la fuerza de ese niño que acoge a todos en su corazón humano. Me gustaría ser yo así y no hacer nunca acepción de personas. Darme por entero a todos sin desear estar más con unos que con otros. Amarlos sin distinciones. Aceptarlos en mi presencia sin pretender que sean diferentes. Amarlos sin exigirles el cambio previamente. Servir sin buscar sólo mi interés o lo que más me agrada. Una esperanza que llega para todos en la forma de un niño que es presentado hoy en el templo. Esta universalidad de la salvación y de la esperanza me parece el camino que Jesús me ofrece. Que ame a todos por igual. Que no haga distinciones. Que respete y ame a los que Dios pone en mi camino.

La esperanza es una virtud que Dios me regala. Simeón y Ana esperaron durante años la llegada del Mesías, y su fe y perseverancia fueron recompensadas: «Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios. (…) Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén». Ambos representan la paciencia y la esperanza. Durante años esperaron la llegada del Mesías. Simeón no vería la muerte antes de ver al Mesías, y así se lo concedió Dios y lo mismo Ana. La esperanza es una virtud. Comenta el Papa Francisco: «Es la más humilde de las tres virtudes teologales, porque permanece oculta. (…) La esperanza es una virtud arriesgada, una virtud, como dice San Pablo, de una ardiente expectativa hacia la revelación del Hijo de Dios (Rom 8:19). No es una ilusión. Es una virtud que nunca decepciona: si esperas, nunca serás decepcionado. Es una virtud concreta, de cada día porque es un encuentro. Y cada vez que nos encontramos con Jesús en la Eucaristía, en la oración, en el Evangelio, en los pobres, en la vida comunitaria, cada vez que damos un paso más hacia este encuentro definitivo». Es una virtud pequeña y poderosa. Que me permite seguir esperando contra toda esperanza. Es una fuerza interior que me hace creer en medio de los fracasos, y confiar después de muchas desilusiones. Me permite levantarme de nuevo cada mañana. Habrán cambiado las cosas pero la vida continúa y la esperanza no habrá muerto. No pierdo nunca la esperanza como esa virtud, ese don del cielo que me hace enfrentar las dificultades con una sonrisa en mi rostro. Además sé que necesito mucha paciencia y no dejar de estar alerta nunca. La esperanza está unida a la paciencia. Comenta el Papa Francisco: «La esperanza necesita paciencia, así como uno necesita tener paciencia para ver crecer el grano de mostaza. Es paciencia para saber que sembramos, pero es Dios quien da el crecimiento. La esperanza no es un optimismo pasivo sino, por el contrario, es combativa, con la tenacidad de quienes van hacia un destino seguro». La semilla que oculta bajo la tierra muere para dar la vida. Paciencia para saber que las cosas crecen a un ritmo que no es el que yo marco, sino sólo Dios sabe cuándo y cómo se desarrollará la vida. «La paciencia, que también es fruto del Espíritu Santo, mantiene viva la esperanza y la consolida como virtud y estilo de vida. Por lo tanto, aprendamos a pedir con frecuencia la gracia de la paciencia, que es hija de la esperanza y al mismo tiempo la sostiene»[7]. Tengo claro que cada vez que pido que Dios me regale paciencia, en lugar de darme ese don, me da oportunidades para practicarla. Y así crezco en la paciencia. En este tiempo todo es inmediato. Me preguntan algo y tengo que responder de forma inmediata. Nadie tiene paciencia para esperar a que las cosas sucedan como ellos esperan. Yo tampoco soy paciente con mi hermano. Le exijo que cambie, que haga lo que tiene que hacer, que crezca y madure. Y si no lo hace me impaciento. Le pido a los demás lo que yo mismo no hago. Les exijo cosas que no viven para que las vivan. Me impresionan Ana y Simeón que viven en el templo aguardando la venida del Mesías. Y no van a morir sin ver al Niño. Pero lo que ven es sólo un niño pequeño que no puede salvar a nadie. Un niño indefenso con unos padres que no pueden protegerlo. ¿Cómo va a ser posible la promesa? Me hace pensar en Abrahán que creyó en la promesa. Nació Isaac y cuando ya se iba haciendo realidad la promesa, Dios le pidió ofrecer a su hijo en Moria. Era incoherente. ¿No era el hijo de la promesa? Si ahora moría, ¿qué podría esperar entonces? Tuvo paciencia, caminó subiendo el monte sin entender. Y al final, después de ofrecerlo todo, Dios se lo regaló de nuevo. Me impresiona esa paciencia, esa esperanza, esa fe tan grande. Así quisiera ser yo y no desanimarme ante las contrariedades y problemas de la vida. No todo tiene un crecimiento lineal. Hay altibajos y habrá momentos en los que pensaré que la vida no tiene sentido. O que la promesa nunca se va a hacer realidad. Y me dará miedo perder la esperanza en el último momento, cuando ya piense que lo he ofrecido todo, incluso en ese momento me mantengo tranquilo. Mi vida está en manos de Dios, no tengo que vivir con miedo. Esa confianza en el futuro incierto me permite seguir caminando. No dejo de soñar, de esperar, de confiar. Veo un niño en las manos de Simeón en el Templo y confío, sueño, porque estoy viendo al Salvador del mundo escondido en la piel de un recién nacido.

La luz de Cristo ilumina la oscuridad: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Me recuerda que la esperanza se encuentra en la luz de Cristo. Ese día en el templo nadie, salvo Simeón y Ana, vieron nada especial. Era una pareja cualquiera con su primogénito cumpliendo la ley, obedeciendo. Ellos mismos se llenaron de asombro ante las palabras de Simeón: «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: – Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». Una promesa extraña. Una gran alegría, una bendición y un dolor muy hondo. Una espada que atravesaría su corazón de Madre. Un signo de contradicción. ¿Dónde se ve la luz en medio de tantas incertidumbres y miedos? Y después de esas palabras llenas de acertijos y sombras la vida continúa: «Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él». ¿Dónde se ve la luz en medio de lo cotidiano? No se ve nada, sólo un niño como otros niños, un joven entre otros jóvenes. Cristo es la luz. Yo vivo en tinieblas con bastante frecuencia. Mi mundo es muy pequeño. Mis necesidades, mis preocupaciones, mis anhelos y mis miedos. Todo insignificante. Y pasarán los años cuando me haya ido y no quedará nada. Sólo vagos recuerdos colgados del pasado. Nada más. ¿Dónde está esa luz cuando las sombras hacen que brote el miedo? La luz dejará ver todo. La luz mostrará la verdad de los hombres, mi propia verdad, mi pecado, mis oscuridades. En la luz de Cristo el corazón tendrá que optar, abrazar el presente, elegir la bondad, el amor, la vida, la esperanza. En medio de la luz no hay lugar donde esconderse para pecar, para hacer el mal. En la luz se ve la verdad de mi alma y mi verdadera conciencia se abre ante los ojos de Dios. Me asusta no hacer las cosas bien. Sé que en la luz de Cristo todo estará bien, tendré paz y las sombras se disiparán como el humo. Y habrá esperanza teñida de un nuevo día. Cristo es la luz y no permitirá que el mal permanezca escondido. Me gusta pensar en ese matrimonio sencillo que ofrecen a su único hijo en el templo. No entienden mucho, sólo saben que tienen que cumplir lo que dice la ley. Así lo hacen, obedecen con humildad, con mansedumbre. Las palabras proféticas que escuchan las guardan en su corazón sin entender. Y luego la vida sigue. Así es normalmente. La vida es cotidiana. Se juega en cada mañana cuando me levanto y vuelvo a elegir el bien, el amor, la verdad, la pureza, el sentido que Dios me ha revelado. Seguiré sin tenerlo todo claro y a veces mis mentiras y mi pecado traerán algo de oscuridad a mis pasos. Porque hay muchas sombras a mi alrededor. Y elegiré la vida y elegiré la luz y la verdad, aunque esta duela la mayoría de las veces. Y aceptaré el camino que Dios tenga para mí. Un camino sin muchas luces, discreto, humilde. Los milagros suceden en lo más hondo del corazón, fuera del escenario, en lo más íntimo de mi ser. Allí, en mi santuario corazón, tiene lugar la decisión más importante. Porque Jesús es signo de contradicción. Dos banderas. O camino a su lado hacia dónde Él me llama o tomo el camino contrario y me alejo. Todo es posible si no me dejo iluminar por su amor, por su luz. Me gustaría tenerlo todo claro y saber bien qué tengo que elegir en cada recodo del camino, en cada encrucijada. Elegir la luz y no la noche. Elegir la verdad y no la mentira. No dejarme llevar por aquello que me envilece y me hace peor persona. Sacar la mejor versión de mi interior tiene que ver con esa luz que es Cristo. En Él brilla el amor de Dios. En su presencia tengo más luz, más vida. Me gustaría dejarme hacer por Dios para que en mi interior vencieran su pureza, su amor, su amistad. Hoy escucho: «Lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados». Jesús viene a liberarme y a hacer posible que en mi corazón reine su luz, su amor y su verdad.

[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[2] King Nº 5 Textos Pedagógicos por Herbert King, José Kentenich

[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[5] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[6] Bula de convocatoria del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco

[7] Bula de convocatoria del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco