Hechos de los Apóstoles 14, 21b-27; Apocalipsis 21, 1-5a; Juan 13, 31-33a. 34-35

«Que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros»

18 mayo 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Que no busque el equilibrio, sino la desproporción. Amar más allá de lo exigible. Amar incluso cuando nadie me ame de la misma manera. Buscar el bien del otro. Desear que tenga éxito»

Un año más celebrando a mi madre sin poder abrazarla. Sin poder llevarle unas flores y decirle un te quiero lanzado al viento. Mirando sus ojos azul de cielo o de mar profundo. Sus ojos hondos que me daban una paz inmensa y me hacían pensar que mi vida sí merecía la pena. Porque en esa mirada yo era único, maravilloso, el mejor hijo del mundo. Es objetivo, me decía ella riendo. Y yo la creía, siendo niño, ella mi madre. Porque las madres hacen sentir al hijo que es especial. Que no hay nadie como él. Y esa experiencia fue mi primera vivencia del cielo. Allí, al pie de mi cama, reteniendo su mano para que no se fuera. Allí supe que Dios tenía ojos azules y pelo rubio. Y olor a hogar, a pan recién cocinado. Olor a su piel, ¡cómo no saber que ese olor se queda grabado para siempre en la memoria más profunda de mi ser niño! Y ahora, con el paso de los años, siento que mi madre sigue estando al pie de mi cama, sosteniendo ahora ella mi mano, conteniendo mi aliento, guardando mis silencios. Porque no la veo como la veía antes y seguro que ella me ve mucho mejor ahora que como me veía entonces. Porque en aquellos momentos, sobre todo en los últimos años, olvidó el día en que vivía y ya no supo nunca más si era madre, esposa o hija. Sólo existía y me miraba y seguro que, en la hondura de ese azul de cielo, comprendía sin comprender que me quería. Y allí, en esas tardes sin número que se hicieron rutina me acostumbré a sentir sus besos y darle mis abrazos. Y retuve infinitas nostalgias de otros días en los que hablábamos de mil cosas, porque le gustaba hablar y contarme cosas y a mí escucharla y también abrirle mi alma. En muchos momentos, y de muchas formas. Hasta que ya no supo comprender y dejamos de comunicarnos con palabras, no hicieron falta. Echaba de menos por su puesto su mirada cómplice, que ya no estaba, y su risa honda que me llegaba dentro despertando mi risa. Y no me importaba, porque entendí ya esos días, que merecía la pena el presente, aunque tuviera nostalgia de mil pasados que nunca volverían. Y esa carta que dije que le escribiría se la escribí, seguro de que en el cielo la leería. Mientras tantos valoré esos instantes de estar juntos, sin decir mucho, sin hacer nada. Momentos de vida, de calor y ternura. En los que el presente es eterno y parece que nunca se agota. Porque así son las madres, siempre están, no se marchan nunca. Y tienen respuestas que callan y aguardan sin imponer un abrazo sentido, calmado y profundo. De esos abrazos que el cielo me da en manos humanas. Para recordarme que la vida merece la pena, y ser hijo, y ser madre. Y que lo que no haga en esta tierra mientras está conmigo lo echaré de menos cuando ya no esté. Y la ternura que le devuelva, de toda la que un día me regaló siendo yo niño, no podré dársela cuando ya no esté aquí, cerca, con su olor de antaño, con sus palabras llenas de refranes y de nostalgia. Hoy, en un nuevo día de la madre, vuelvo a darle gracias al cielo. Porque me dio una madre llena de ternura y de mar, de silencios y palabras verdaderas. No me reclamaba cuando no estaba. No me echaba en cara mis ausencias. Se alegraba cada vez que llegaba y sabía decirme que me quería en todo momento. Con gestos, son silencios, a veces con palabras. Siento que en su alma pura conocí a Dios. No en su perfección, no era perfecta. En su forma incondicional de amarme, eso sí, ahí estaba Dios escondido. Me gusta agradecer en el día de las madres el don de ser hijo. De tener ahora dos madres en el cielo. La que un día me dio la vida y a la que debo tanto. La que siempre estuvo ahí para abrazarme, mi Madre del cielo. Y en las dos aprendo a vivir una inocencia que no es mía, sólo de Dios. Y aprendo a agradecer por lo vivido. Porque ella abrazó al niño que vive dentro de mí y lo hizo sentirse amado siempre. Porque su ternura se ha quedado pegada en mi piel y su verdad anclada en esos ojos azules. Echo de menos su olor a hogar, pero guardo como un tesoro todos los recuerdos. Me enseñó a vivir y me recordó que no tenían importancia esas cosas que a mí me agobiaban. Les quitó hierro a mis errores y me recordó que yo valía por lo que tenía dentro, no tanto por los éxitos que lograba. Me hizo valorarme mucho más de lo que yo lo hacía y sentir que mi vida era un don, aunque me costara creérmelo. Sostuvo siempre mi mirada en mis decisiones importantes y me recordó que siempre, pasara lo que pasara, estaría en casa esperándome. Sin reproches, sin malas caras, simplemente aguardando mi llegada. Ese amor de madre es el que hoy más valoro en mi vida, con nostalgia, y sé que es el que me da paz al acordarme.

Dentro de mí hay una verdad que sólo yo conozco. Una memoria cargada de emociones. Todo lo que siento deja su huella en el alma, y lo recuerdo siempre. No olvido lo que me produjo miedo, tristeza, alegría, ira o asco. No puedo borrar lo que quedó tan grabado en el corazón. Leía el otro día: «Después de mi primer flashback, empecé a creer que mi mundo interior era donde vivían mis demonios. Que había una plaga dentro de mí. Mi mundo interior ya no se sostenía, se convirtió en la fuente de mi dolor: recuerdos incesantes, pérdida, miedo»[1]. Los demonios unidos a mi historia en la que hay experiencias dolorosas llenas de emociones que me hacen daño. Lo que está claro es que las emociones existen, no puedo acabar con ellas, no puedo borrarlas de un plumazo, no desaparecen tan fácilmente. Pero sí puedo lograr que las emociones positivas disminuyan las negativas. Se hace fuerte lo positivo, lo sano, y se hace más pequeño lo negativo, lo enfermo. Puedo crecer en confianza en este mundo para que el miedo deje de paralizarme. Cada vez que cuido relaciones estables, cada vez que mi relación con Dios se hace más honda, cada vez que me abro a alguien en una conversación sincera y profunda y soy acogido en mi verdad sin juicio ni condena, siento menos miedo. La confianza en el Dios de mi vida ahuyenta el miedo. Desparece ese temor paralizante que no me deja avanzar y me produce ansiedad. El amor genera confianza mientras que la violencia y el odio despiertan desconfianza y miedo. Cuando me sé amado de forma incondicional por otra persona, en un lugar, cuando mi madre me abraza y me hace sentir seguro, cuando mis hijos me recuerdan lo valioso que soy para ellos, cuando mi cónyuge me habla del sentido de su vida a mi lado. En esos momentos de fidelidad en el amor aumenta la confianza, y disminuye el miedo. La seguridad en mí mismo me hace capaz de dejar a un lado los temores y soy capaz de caminar sobre las aguas. Salto al agua desde la seguridad de mi barca y me arriesgo a vivir lo imposible. Escruto nuevas rutas, caminos que desconocía. Me aventuro en una vida nueva lejos de las incertidumbres que me consumen. La confianza en mí mismo es esa fe ciega en todo el potencial que tengo encerrado en mi alma. Es esa autoestima que hacen crecer dentro de mí las experiencias positivas, los pequeños logros, las grandes conquistas. Cuando vivo experiencias alegres, de paz, cuando me siento en casa y seguro, es más fácil que la tristeza y el desánimo desaparezcan. Es cierto que muchas veces esa tristeza es parte de una enfermedad. La depresión es una enfermedad muy dolorosa que no quiero tratar de forma superficial. No es sencillo sacar a alguien del pozo de su tristeza y desazón. No es tan fácil rescatar a nadie de su soledad. y no quiero banalizar sobre el tema de la tristeza. Es un sentimiento muy hondo y no es tan sencillo salir. No te puedo decir que no estés triste cuando lo estás. Lo único que puedo hacer es darte oportunidades para tener vivencias alegres, positivas, profundas, que despierten la paz en tu corazón. Tal vez esto no baste, pero es una gran ayuda. Igual que si tienes ira, no puedo pedirte que te calmes. Como si le dijera al río que deje de correr hacia el mar y lo haga en otra dirección. La ira es una tempestad, un manantial en caída libre, un fuego que no se apaga con un simple soplido. Leía: «Lo contrario de la depresión es la expresión. Lo que sacamos del cuerpo no nos envenena, pero lo que se queda dentro sí. El perdón es la liberación; y yo no pude liberarme hasta que me concedí permiso para sentir y expresar mi ira. Lo mejor que puedes hacer con la ira es aprender a canalizarla y luego disolverla»[2]. Sacar la ira no significa dañar a los que están a mi lado. Un grito deja una honda herida, igual que un golpe, igual que un desprecio. Mi ira mata. Sacarla supone reconocer que la tengo. Que habita como un demonio en mi corazón y sale a la luz cuando menos lo espero, cuando no estoy atento. La ira que mata es la que tengo que destruir. El perdón y la reconciliación sanan la ira. Hacen que disminuya esa emoción dentro de mí. Lo que no se saca, y se queda en mi interior, me acaba envenenando por dentro. La emoción positiva del perdón hace que disminuyan mi rabia, mi ira, mi enojo. Hay personas que sacan lo mejor de mí y logran también que me perdone, que acepte, que perdone a otros, que me reconcilie. Personas pacíficas que me pacifican. Personas con luz que llenan de vida mi oscuridad. Personas con alegría que hacen que mi tristeza sea menor. Hay lugares que también me transmiten emociones positivas. Alegran mi corazón, aumentan mi confianza, me pacifican por dentro y me regalan vivencias de misericordia. Quiero aprender a madurar en mi alma. Deseo conquistar una madurez emocional para enfrentar la vida.

Que la Iglesia en oración elija un nuevo Papa conmueve el corazón. Después de días de oración eligen al sucesor de Pedro. Conmueve la fidelidad de Dios con su Iglesia. Siempre es el Espíritu Santo el que elige, a través de hombres enamorados de Jesús. Antes de conocer al nuevo Papa se les preguntaba a unos niños cómo debería ser el nuevo Papa. Y uno de ellos contesta que debería ser el que mejor rece, con más sentimiento. Me conmovió la forma de describir al nuevo Papa. El que mejor rece, el que más cerca esté de Dios. Así ha sido, seguro. Dios ha elegido al mejor Papa para este nuevo tiempo. Desde la fragilidad de los hombres, desde la pequeñez humana. Una carga demasiado pesada para alguien que en cualquier parte del mundo ya estaría jubilado o pensando en jubilarse. Una carga inmensa si pienso en ella como algo que depende exclusivamente de mí. Ser Papa es una llamada a vivir la vida de Pedro. Donde yo voy no puedes ir ahora, le dijo Jesús a Pedro antes de que le negara tres veces. Y después, resucitado, le preguntó tres veces si lo amaba. Tal vez eso mismo le preguntó Dios al nuevo Papa en la llamada sala de las lágrimas, justo antes de salir a hablar ante toda la Iglesia. Desde la humildad, desde el diálogo y los puentes, se detuvo ante el pueblo de Dios. Así comienza su camino este nuevo Papa. Y mirando al cielo pidió la paz para todos los hombres, para el mundo. Un nuevo Papa que es un pacificador capaz de acercarse a los hombres. Un hombre que me da la paz de Dios, para que habite dentro de mi alma. Un pastor que me invita a ser instrumento de esperanza en medio de un mundo que vive en guerra: «También yo quisiera que este saludo de paz llegue hasta sus corazones, que alcance a sus familias, a todas las personas, donde sea que se encuentren, a todos los pueblos, a toda la tierra. La paz esté con ustedes. Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada, desarmante y también perseverante, que proviene de Dios, que nos ama a todos incondicionalmente». Una paz para un mundo que vive en lucha, atrapado en sus odios, angustiado por sus ansiedades. Un hombre que no se busca a sí mismo al aceptar una carga tan imposible de llevar. Ese hombre recién elegido papa se pone al servicio de una obra que es de Dios. Y desde el corazón de Dios, abandonado en un amor más grande que el propio, me regala la paz. La paz conmigo, es la paz que me entrega Cristo a través del Papa. Y es que el nuevo Papa León XIV, que sucede a Pedro como obispo de Roma y de la Iglesia, me regala la paz de Cristo para que yo también sea un pacificador. Me la regala a mí que vivo angustiado en guerras continuas que no tienen fin, peleándome con mi hermano al que siento lejano, juzgando y condenando a los que no piensan como yo y siento que pertenecen a otro grupo. La paz para que no habiten en mi alma nunca más, ni la violencia ni el odio. Para que sepa pacificar a los que están enfermos y llenos de rabia en su interior. ¿Cómo logro tener paz para poder darla? ¿Cómo logro que el amor de Dios venza en mi propio corazón? El Papa me invita a ponerme en camino al encuentro de mi hermano para llevarle mi paz: «Por lo tanto, sin miedo, unidos, mano a mano con Dios y entre nosotros, andemos adelante. Seamos discípulos de Cristo. Cristo nos precede. El mundo necesita de su luz; la humanidad necesita de Él como el puente para ser alcanzada por el amor de Dios. Ayudémonos los unos a los otros a construir puentes con el diálogo, el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo, siempre en paz». El mundo necesita la luz de Cristo. Necesita el diálogo que me acerque al corazón de Dios. Construir puentes es más complicado que levantar muros. Supone escuchar y ponerme en el corazón de mi hermano. Hablar y compartir mis ideas sin querer convencer a nadie de las bondades de lo que yo pienso y creo. Es la actitud de Jesús que acoge y abraza al que está lejos de Él, sin echarle nada en cara. La misericordia imposible de Dios supera mi falta de amor. Dialogar sin querer persuadir. Escuchar sin querer convencer. Llevar paz que acabe con las guerras que el hombre vive en su propio corazón. Mirar con misericordia, desde la humildad. Sin duda, Dios elige el Papa que quiere para este nuevo tiempo. Y desea que el Papa León traiga una nueva bocanada de esperanza a la Iglesia. Y me pide, desde el comienzo, que no tenga miedo, que confíe, que ame, que pacifique, que levante puentes, que salga al encuentro de un mundo en guerra. Unidos como Iglesia, sin separarnos los hermanos. Queriéndonos y respetando las diferencias. Un desafío tan inmenso que supera sus capacidades, y las mías, porque yo levanto trincheras a menudo para protegerme de los que son distintos y me amenazan con sus palabras, con su vida. Quiere Dios que sea un pacificador. Y en este día de alegría, con la elección de un nuevo Papa, mi corazón se alegra. Necesita Dios el sí de los hombres para hacer milagros. Que alguien crea como Pedro que echando las redes a la derecha tendrá una pesca milagrosa. Que diciendo que sí a una tarea ingente habrá frutos que nadie ve y sólo Dios conoce. En este día le pido a Dios que pacifique mi alma, que arrase con mis odios y resentimientos y me acerque con humildad a mi hermano para tenderle la mano y abrazarlo como hace Dios con todos. Quiere que mi puerta esté siempre abierta para que cualquiera pueda encontrar el amor de Dios.

Las palabras que hoy escucho me llenan de paz. Son palabras del libro de la Apocalipsis: «Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: – He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: – Mira, hago nuevas todas las cosas». Me gusta esa mirada de Dios. Un Dios conmigo, que camina a mi lado y llena mi vida de esperanza. Hace todo nuevo en mi corazón. Ordena lo que está en desorden y endereza lo que se ha torcido. Hace llover sobre la tierra en sequía y levanta un viento que limpia lo que está sucio. Es un Dios que me ama como soy y sale a mi encuentro para hacer morada en mi corazón. Decía el Papa León XIV el primer día de su pontificado: «Dios los quiere mucho, Dios ama a todos y el mal no prevalecerá. Estamos todos en las manos de Dios». En ocasiones siento que el mal es más fuerte que el bien. Que el odio tiene más poder que el amor. Y la guerra supera siempre los deseos de paz. Pero no es así. Dios es más fuerte, más poderoso. Dios vence el mal, el bien es más fuerte que todos los males de este mundo. Me gusta sentirme amado por Dios. Me quiere mucho y vence en mí. Hace todo nuevo en mi interior. Abre mi corazón para recibir su gracia, su amor. Una morada con Dios. Mi propia alma es un verdadero santuario en el que habita Dios. Un espacio sagrado en el que hace todo nuevo. Lo viejo es vencido por lo nuevo. Lo triste por lo alegre. Lo sucio por lo que está limpio. Una ley de la espiritualidad india dice: «En cualquier momento que comience es el momento correcto. Todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después. Cuando estamos preparados para que algo nuevo empiece en nuestras vidas, es allí cuando comenzará». Me falta paciencia para enfrentar la vida. Quiero que cambien las cosas cuando no me gustan como son. Deseo que sean de otra manera y me enojo con el mundo porque no coinciden con mi querer. Tengo que saber esperar. Los caminos que se separan más tarde pueden cruzarse. Las cosas que hoy no me resultan, puede que mañana sucedan y mi corazón se alegre. Decía el Papa Francisco: «La sabiduría es de quien se pone en pie de nuevo. De quien sigue adelante. De quien, en vez de malgastar el tiempo quejándose, vuelve a entrar en juego. De quien no permite que el resentimiento y el egoísmo le endurezcan el corazón, sino que siempre abraza la vida»[3]. La sabiduría es de los santos que enfrentan el momento con dignidad, sin venirse abajo ante los fracasos, sin renunciar nunca a buscar nuevas oportunidades. Dios puede hacer todo nuevo en mi corazón. Puede acabar con mi muerte y darme la vida. Quisiera ser sabio para enfrentar los contratiempos sin perder nunca la paz. Dios sabe que hay un tiempo para cada cosa. En Eclesiastés 3, 1-14 me lo dice Dios: «Hay un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para hacer duelo y un tiempo para bailar. Hay un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse. Hay un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar». Hay tiempos para cosas distintas. Cuando miro mi vida hacia atrás me doy cuenta de cada tiempo. Había ocasiones en las que no veía claro hacia dónde caminar, y otras en las que se me mostraba claramente lo que tenía que hacer. Lo viejo y lo nuevo se mezclaron. El deseo de hacer las cosas nuevas y la costumbre de repetir las de siempre. Construir y destruir. Llorar y reír. Caer y levantarme. Siempre hay una nueva oportunidad oculta detrás de un fracaso, de un desafío gigante que se abre ante mis ojos. Nunca sabré con certeza si ha llegado el momento de tirar lo viejo y tomar lo nuevo en mis manos. No sé si será suficiente con hacer las cosas como hasta ahora. El tiempo es fugaz y se escapa de mis manos. Pero es cierto que hay un tiempo para cada cosa. Y hay decisiones que llegan cuando estoy preparado para tomarlas. O cruces que me abruman y suceden justo cuando Dios me da la fuerza para caminar con ellas. Hay tiempos para destruir lo construido. Y otros para cosechar lo sembrado. Lo nuevo no siempre arrasa con lo viejo. Justamente en mi historia se encuentra la comprensión de mi presente y el sentido de lo que me depare el futuro. Simplemente me da paz saber que estoy en las manos de Dios. Él hace morada en mi vida para que pueda vivir con paz el presente, sin angustias, sin miedo, sin la tentación de quedarme paralizado sin hacer nada. Hay tiempos de Dios en los que su voz sonará más nítida y me indicará con fuerza lo que tengo que hacer. En otros momentos sentiré que tengo que ser paciente y esperar oportunidades para empezar un camino nuevo, un desafío diferente. No tengo miedo ni angustia al vivir en presente porque Dios es más fuerte que todos los males que puedan acecharme.

La Iglesia pascual de los primeros cristianos tiene fuerza y conciencia de la misión que tienen por delante: «En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y después de predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe». El espíritu misionero está en la raíz del cristianismo. No hay cristiano que no sea misionero. Es imposible amar a Cristo y no sentir fluir en las venas un fuego que todo lo incendia. El amor es la luz que incendia el mundo. No hay nada que detenga el fervor del cristiano convencido, del enamorado, del que ha visto a Dios besando su propia vida. Sabían esos primeros apóstoles de Cristo que la Gloria de Dios se manifiesta en la cruz, como dijo Jesús en la última cena: «Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: – Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará». Judas va a entregar a su amigo y esa traición glorificará a Jesús para siempre. Y se manifestará la gloria del Reinado de Cristo: «Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad». La gloria de un reinado que pasa por la traición, por la negación, por el abandono. Una misión que no es sencilla porque está unida a la cruz, a la persecución, a la muerte. Habrá que pasar muchas tribulaciones porque son parte de la vida. Porque la cruz está unida al corazón humano que anhela el cielo y se topa continuamente con la muerte, con la enfermedad, con el abandono. Como leía el otro día: «Saber perder «es la sabiduría». La sabiduría de los auténticos luchadores, de quienes saben que uno puede caerse, e incluso hundirse, pero que lo que cuenta es ponerse en pie de nuevo»[4]. La cruz y las derrotas, los abandonos y las muertes forman parte del camino donde se manifestará la Gloria de Dios. Y eso es lo que anuncia el cristiano misionero. No anuncia que todo irá bien si rezo, si me encomiendo, si me abandono. Lo que me dice el mensaje evangelizador es que en medio de las persecuciones y las muertes, solamente si me abrazo a Cristo, tendré paz. Sólo si me uno a Jesús muerto y resucitado mi vida tendrá un color diferente y habrá más alegría en mi alma. Esa forma de entender el camino me da paz. No importa cuánto cueste llegar al final de mis días, lo que importa es la actitud con la que viva todo. Vivo como si no tuviera nada de lo que tengo. Como si mi felicidad no estuviera atada a lo que ahora parece hacerme feliz. Las circunstancias podrán cambiar en medio de mi camino. Y las tribulaciones entorpecerán mi paso y podrán quitarme hasta la alegría. Pero nada ni nadie podrá detener mis pasos. Seguiré adelante con lo que tengo, con lo que me da paz ahora. El cristianismo se sostiene sobre la fe en un hombre que era Dios y murió por mí, se entregó por mí, lo dio todo para que yo tuviera vida en abundancia. Y para que supiera que la muerte no es nunca el final de todo. Hay una vida eterna que supera todos mis miedos y me da esperanza. El misionero no soluciona todos los problemas de aquellos a los que acompaña con su vida. No tiene respuesta para todas sus preguntas. No sabe lo que hay que hacer en todos los momentos y no siempre sus palabras son acertadas. Ha experimentado la fragilidad y se ha visto superado por el poder de las circunstancias mucha veces. Aun así, el misionero no claudica, no se acobarda, no se esconde detrás de un lugar cómodo y seguro. Tiene miedo pero confía. Sabe que todo puede salir mal y aun así lo arriesga todo. Intenta hacer las cosas bien y no siempre le salen de la forma correcta. El misionero comprende que su vida es siembra y no cosecha, dar la vida y no guardarla, vivir para los otros y no para sí mismo. Sabe, como decía el Papa León XIV: «Soy peruano porque uno no es de donde nace, sino de donde entrega su alma». Es cierto que el misionero entrega su tiempo, su vida, su sangre para que otros se encuentren con Cristo, amen a Dios y se sientan hondamente amados por Él. Sabe que lo que hace es poco pero suficiente para dejar entrar a Dios en muchas vidas. Algo sencillo, entregarse sin miedo y confiar más allá de todas las fuerzas humanas.

Que nos amemos los unos a los otros parece sencillo. Porque en realidad es lo que deseo, amar y ser amado. Hoy Jesús me lo pide: «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros». Un mandamiento nuevo. ¿Acaso no es eso lo que todo hombre desea en la vida sin importar su origen o su religión? Todos quieren ser amados y amar. Lo malo es que luego la vida es complicada y no siempre lo que yo quiero se hace realidad. No me aman como espero, no me dan lo que deseo y se frustra el anhelo más puro de mi corazón. Paradojas de esta vida imperfecta que me toca vivir. El otro día leía que la madurez emocional llega cuando dejo de exigirles a los demás que me den lo que creo merecer. Un amor sincero y auténtico expresado de la manera como a mí me gusta. La madurez consiste en dar sin esperar nada a cambio, sin buscar el equilibrio, sin desear que me den en la misma medida en la que yo me doy. Eso será en el cielo, aquí en la tierra no funciona. Decía el P. Kentenich: «Nos ayuda que el amor a los hombres vuelva a ser de nuevo personal, a transformarlo de un amor al ello en un amor al tú, en un amor cálido, personal»[5]. Que mi amor sea personal, tierno, cercano. Un amor muy humano. Un amor que se entrega es el que se vacía por entero. Me gustaría amar así, dándome sin esperar nada. Me gustaría amar a todos de manera única. Tengo mis preferencias, hago distinciones, no amo a todos de la misma manera, tal vez no sea posible. Quisiera que cualquier persona se supiera amada por mí. Pero sobre todo deseo que aquellos a los que amo de forma especial, lo sientan, sepan con certeza que yo estaré ahí siempre. Porque el amor no son palabras bonitas, sino hechos sencillos y constantes. El amor es saber estar al pie de la vida del que sufre. Es un amor profundo y cálido que no disminuye en la distancia ni se apaga en los desencuentros. Un amor incondicional es el que deseo, para que no dependa de mis obras, de mis logros. Para que lo reciba cuando no lo merezca, especialmente cuando lo sienta así. Cuando me vea pequeño y limitado, cuando entienda que la vida se juega en ese dar sin esperar, amar sin querer ser amado. Aun cuando desee en lo más profundo ser amado más allá de mis merecimientos. Conocerán que soy de Cristo en mi forma de amar. Y es que el amor que procede de Cristo es puro, sin medida, inmenso. Me llena el alma y colma todos mis anhelos: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas». Un amor misericordioso que perdona siempre, acoge en todo momento y no duda en abrazar al que más lo necesita. Decía el Papa Francisco: «El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37), es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción»[6]. El amor que yo quiero no tiene medida. Porque es así como quiero que me amen, sin límites. Un amor hondo y valiente. Un amor que se alimenta en gestos, en obras que van más allá de lo exigible. Hoy siento que se busca un amor correspondido. Que me amen tal como yo amo. Y luego la vida se complica y no logro que se ajuste el amor a mi realidad. Siempre deseo más, busco más y no lo consigo. No me basta con aquello que me dan. Espero más de los demás. O al menos lo mismo que yo doy. Y después siento un odio injustificado, o una rabia que procede de mis heridas. Porque estoy llamado a amar desde mi realidad y normalmente cargo con heridas. Alguien me hirió. Mi familia, mis amigos, mi pareja, mis hijos. Alguien hizo algo que lo cambió todo. O mi expectativa era demasiado alta y nunca se cumplió. Y sentí que nada iba a ser entonces como antes. Amar cuando no he sido amado es un milagro. Ser tierno cuando nadie lo ha sido conmigo. El signo del cristiano no son las normas que respeta, ni los gestos que hace en las celebraciones litúrgicas. Ojalá me reconocieran como cristiano por mi forma de amar. Que ame como amó Jesús, perdonando desde la misma cruz en la que lo mataban. Que me entregue aun cuando pueda ser herido por aquellos que dicen amarme. Que no busque nunca el equilibrio, sino la desproporción. Amar más allá de lo exigible. Amar incluso cuando nadie me ame de la misma manera. Buscar el bien del otro. Desear que tenga éxito en todo lo que hace. Perdonar y pasar página. Olvidar fácilmente las afrentas. No siento que sea tan fácil amar así. Perdonar siempre, abrazar aun cuando no me abracen. Sonreír cuando me hieran. Permanecer incluso fiel junto a quien no me ama. Cuidar a quien me ha despreciado. Respetar a quien no me ha respetado. Un amor así parece imposible. Sólo Jesús puede ayudarme a amar de esa manera que es divina.

 

[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[3] Esperanza, Autobiografía Papa Francisco

[4] Esperanza, Autobiografía Papa Francisco

[5] Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[6] Carta a los obispos americanos, Papa Francisco