Jeremías 17, 5-8; 1 Corintios 15, 12. 16-20; Lucas 6, 17. 20-26

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Los que ahora lloráis, porque reiréis»

16 febrero 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«La fidelidad es volver al primer amor, a su destello, a su pasión. Ese momento sagrado en el que Jesús se volvió hacia mí y me dijo: Sígueme. Y yo creí. Me llamaba a mí y sabía quién era yo»

La incomodidad me puede llevar a moverme del lugar donde me encuentro cuando no estoy en paz. La comodidad es lo que busco de forma obsesiva y justo eso no es lo que más me ayuda. Hay personas que tienen luz y sólo se dan cuenta que la tienen cuando están en la oscuridad, cuando sufren la incomodidad en sus vidas y no saben qué hacer. La oscuridad es incómoda, duele, pero quizás es justo en esos momentos, cuando estoy en la oscuridad, cuando veo el valor escondido que tengo. La incomodidad es el primer paso para que haya crecimiento en mi vida. Por eso quiero ser capaz de abrazar mi incomodidad y besarla. La incomodidad es el ruido de fondo que me recuerda que no estoy en casa. Es el escalofrío que me recorre la espalda cuando veo que no sé qué hacer y los problemas se acumulan ante mis ojos. Es el silencio incómodo que se instala cuando nadie se atreve a hablar o nadie quiere hacerlo. También es el motor que me impulsa a ponerme en movimiento cuando llevo demasiado tiempo sin moverme. Es el fuego que me quema los pies y me obliga a caminar para evitar el calor. Es el viento que sopla con fuerza en la cara y me hace abrir los ojos para poder ver mejor. La incomodidad es el precio que tengo que pagar por estar vivo. Es el tributo que le pago a la vida por poder experimentarla. Y es el regalo que me hace la vida para que pueda crecer, aprender y transformarme. No me quiero esconder de la incomodidad. No la evito. No la ignoro. No huyo. En ella está la semilla del cambio, del crecimiento y de la transformación. En ella está la posibilidad de descubrir quién soy de verdad y qué puedo llegar a hacer. La incomodidad es el comienzo de todo lo nuevo que puede surgir en mi vida. Es el punto de partida para cualquier viaje. Es el primer paso hacia lo desconocido. Es el salto hacia las profundidades, el vuelo que me saca de mi zona de confort. Ante la incomodidad quiero atreverme a saltar, a soltar, a dejar ir, a comenzar: «¿Por qué no tirarse a la piscina? Haz algo que no hayas hecho jamás. El cambio es sinónimo de crecimiento. Para crecer tienes que evolucionar, no involucionar»[1]. Evoluciono, avanzo, sueño, espero. No me quedo quieto, no me conformo. Me siento incómodo y eso me obliga a cambiar. En ese momento necesito enfrentar los problemas, no esconder la cabeza bajo la tierra. Me tomo en serio mi vida y entonces practico la resiliencia. No me va a derribar eso que es incómodo y me molesta. Voy a seguir adelante, voy a hacerme más fuerte. Si todo fuera cómodo me volvería blando, suave, débil, conformista. Justo las cosas incómodas que me suceden me refuerzan en mi deseo de mejorar. Puedo hacerlo, puedo vencer, seguiré luchando contra las adversidades, contra todo y contra todos. Con una fe inquebrantable en lo bueno que tengo en el corazón. Con una confianza ciega en ese Dios que me sostendrá en medio de mis dificultades y crisis. Las incomodidades del camino me llevan a querer apartarlas. Busco estar cómodo y confortable. Pero eso no me hace bien a la larga. Me pongo en movimiento hacia mi próximo destino. En medio del cansancio no me quejo. No vivo diciendo que he tenido un día difícil. No hablo continuamente de lo mal que me salen las cosas. No vivo juzgando a los demás porque no hacen todo como yo esperaba de ellos. Prefiero callar y guardar silencio antes de decir cosas que hieren o que no me hacen sentir bien con los demás. Hay lugares incómodos que tal vez tenga que abandonar. O relaciones que no me hacen bien. La incomodidad en ciertos momentos es un acicate para tomar decisiones importantes en mi vida. Como dejar de hacer aquellas cosas que, bajo la apariencia de un bien, acaban haciéndome mal. La incomodidad no me gusta, la suelo rehuir. Pero no me hace bien taparla. La quiero enfrentar y entender por qué me siento así. ¿Qué me quiere decir Dios en medio de mis incomodidades? Quiero buscar en mi interior y descubrir qué hay en mi vida que necesito cambiar, qué cosas tengo que mejorar. Sólo así podré crecer y dejar atrás todo aquello que no me ayuda a ser mejor persona.

Que Dios te pida seguir sus pasos es un don. Que esconda su rostro, y te muestre su espalda para que sigas su mismo camino, es un verdadero misterio. No lo puedo forzar, sucede. Yo salgo a su encuentro o me escondo. Guardo silencio o grito para no oír su voz. No sé muy bien cómo hacer para escuchar su voz cada mañana. Me está llamando, está diciéndome que me ama tal y como soy, con mis defectos y virtudes, con mis talentos y límites. No siempre lo escucho. No siempre lo sigo, lo busco. No siempre deseo estar en su presencia. ¿Cómo lograr que mi alma se calme para poder permanecer tranquilo en su presencia? ¿Cómo conseguiré que el mar de mi vida se calme en medio de tantas tormentas? ¿Cómo comenzaré un nuevo viaje sin contar con todos los seguros que me den la tranquilidad que anhelo? Es tan difícil navegar sin tener claro el destino. Tan imposible recorrer el espacio que hay hasta llegar al cielo para allí descansar en paz a su lado. Quisiera permanecer callado mirando su rostro, amándolo en silencio. Deseo que me pida Dios soltar las amarras y dejar ir mi barca sin miedo a pesar de que la vida no sea como yo tenía pensado, ya no importa. Resuena una voz en medio de la noche, un grito que rompe la calma. O a veces parece sólo un susurro en mi oído. Un encuentro, un abrazo, una mano tendida en busca de mí. Siento que hay un fuego dentro de mi alma. Suena un canto, escucho una palabra, hay un mensaje oculto en medio de la noche. Dios sigue llamando a muchos a seguir sus pasos, a entregarle la vida, de una manera diferente a como tenían ellos pensado. A dejarlo todo para recibirlo todo de nuevo multiplicado, mucho más de lo que dieron. Renunciando para vivir una vida diferente, plena. Abrazando el presente sin temer el incierto futuro. Agradeciendo por la historia sagrada que Dios teje en cada alma. Viviendo sin rencores, con el corazón en paz, pues es todo cuestión de amar y dejarse amar y permitir que el alma se quede en el camino hecha jirones. Porque ese es el sentido de toda vocación, cada uno a su manera, desde su lugar en medio de la muralla: «Su primera carta alimentó en mí la semilla de una vocación: tratar de encontrar sentido a mi vida ayudando a que otros encontraran sentido a la suya, curar a otros para poder curarme yo»[2]. La vocación de curar a otros permaneciendo yo herido. La misión de dar confianza a muchos desde mi propia desconfianza. Desear abrazar a todos necesitando yo un abrazo. Es la vocación que sigue resonando hoy en el aire como un misterio inabarcable. ¿Por qué sigue llamando Dios de esta manera? ¿Qué sentido tiene vivir célibe en este mundo entregando la vida? ¿Y si luego sale mal y no lo hago bien o no soy pleno, o no amo dando libertad, o abuso del poder de un Dios que viene a habitar en mi vida? Dios sigue llamando y me conmueve su voz. Como si deseara que muchos entendieran que la vida merece la pena cuando hago aquello para lo que Dios me llama. Si soy dócil a sus deseos y me dejo hacer en sus manos firmes que me sostienen. Hoy sigue resonando esa voz. Y muchos la siguen. Algunos por un tiempo, otros por años, a veces se cansan y lo dejan y ya no la siguen, otras veces permanecen fieles hasta el último aliento. Con temor y temblor, confiados. Me sigue emocionando el sí alegre y confiado del corazón que asiente a la llamada, que se pone en camino confiado y no siente un miedo que llegue a paralizarlo. Me emocionan las vidas entregadas de tantos jóvenes que sigue resonando en mi propio corazón. Y puedo ser infiel a la llamada de muchas maneras. Porque toda vocación va unida al desafío de la fidelidad. Como esos dos novios que se prometen amor eterno. Y luego la vida es tan larga. Y hay tantas barreras y dificultades que lo dificultan todo. La fidelidad es volver cada día al primer amor, a su destello, a su pasión. Ese momento sagrado en el que Jesús se volvió hacia mí y me dijo: Sígueme. Y yo no daba crédito pero creí. Me llamaba a mí y sabía quién era yo, conocía mi pasado, sabía cuáles eran mis límites y mis carencias. Y me seguía llamando con su firme voz. Por misericordia, no por mérito. No me quería a su lado porque yo fuera especial sino porque era yo mismo. Sabía que yo tenía algo que dar. Todos lo tenemos. Sabía que podía ser fiel. Todos podemos. Sabía que tenía una sonrisa escondida y mucho amor guardado, mucha ternura. Y quería que la sacara. A su lado, recorriendo caminos nuevos, dando esperanza a los desesperanzados. Confiando en ese misterio de la llamada que no alcanzo a comprender con mi pobre mirada. Tendrá sentido, pienso, en ese plan misteriosos de Dios que se me esconde. En esa forma suya de entender la vida que no se parece mucho a la mía. Me sigue llamando, como a muchos, a vivir de otra manera. En el mundo sin ser del mundo. Entregando la vida, perdiéndola. Amando y dejándome amar. Abrazando sin querer retener. Y recorriendo caminos que parecen imposibles, siempre de su mano. Esa vocación sigue resonando en el aire con fuerza, en mi alma. Es como un fuego que enciende los corazones. ¿Escucharán siempre su voz? Confío. Él lo sabe todo y hace nuevas todas las cosas. Siempre serán nuevas en sus manos.

Los discípulos habían pescado toda la noche sin obtener nada. Lo habían intentado con mucho esfuerzo y sacrificio y los resultados habían sido miserables. ¡Cuántas veces en la vida tengo la misma sensación! Me esfuerzo, invierto mi tiempo y mi creatividad. Lo doy todo por conseguir lo que sueño y las cosas salen al revés. No logro lo que quería, no sé por qué las cosas no salen bien y por qué los míos no valoran mi esfuerzo. Es como si no lo vieran o viéndolo no lo apreciaran. Y entonces me cuesta aceptar que luchando no triunfe, que intentándolo no lo consiga. Pedro confía en Jesús y hace lo que le dice, echar las redes a la derecha. Se fía de un desconocido, de un maestro que sabe predicar, pero no pescar. Y confía. En ocasiones me resisto a dejarme aconsejar por otros. No quiero aceptar lo que me dicen, las correcciones que me hacen, los consejos que me dan. Pongo en duda sus capacidades y defiendo las mías. ¿Acaso no hago yo bien todas las cosas? No por hacerlo todo bien consigo el resultado deseado. ¿Por qué dejo que entonces me invada la rabia y el malestar? Leía el otro día: «La mejor forma de respetar a nuestros hijos no es crear una cultura de autopromoción o modestia, de expectativas cumplidas o incumplidas, sino una cultura que se congratula de los éxitos. La alegría del esfuerzo. La alegría de alimentar nuestros talentos. No porque tenemos que hacerlo, sino porque somos libres de hacerlo. Porque se nos ha dado el regalo de la vida»[3]. Quiero alegrarme por el esfuerzo más que por el éxito. La mayoría de mis actos serán esfuerzos sin éxito. Trabajaré sin recompensa. Entrega silenciosa sin reconocimiento. Si cada vez que doy la vida espero que los demás se alegren y lo aprecien, nunca seré feliz, no estaré en absoluto satisfecho. Porque no lo verán o yo mismo no seré consciente. Es importante reconocer que no siempre habrá una pesca milagrosa en mi vida. Y no lograré todos los éxitos. Incluso puede que aquellos a los que yo amo no aprecien mi entrega. Buscaré ser valorado de forma enfermiza. Competiré con Dios por llegar a ser perfecto, a hacerlo todo bien: «Eres perfeccionista, estás compitiendo con Dios. Y tú eres un ser humano. Vas a cometer errores. No intentes vencer a Dios, porque siempre ganará. No hace falta valor para buscar la perfección. Pero sí hace falta valor para ser del montón, para decir: – Me contento con cómo soy. Me vale»[4]. Me gustaría alegrarme por ser como soy. Por mi entrega discreta y no tan valorada por los demás. Me gustaría aceptar que no siempre voy a ganar allí donde juegue. No importa. La vida se compone de muchas derrotas y algunas victorias. No van a recordar mi paso por esta tierra como un éxito continuo. No es la idea, a pesar de mi obsesión por ser valorado. Por ser reconocido. Por experimentarme amado en lo más hondo de mi ser. No siempre sucede y la pesca no es abundante. No obtengo éxitos por mi entrega. Miro a Jesús que me dice que confíe. Que vuelva a echar las redes, que vuelva a intentarlo. Parece fácil y no es tan sencillo. Levantarse después de una difícil caída es casi un milagro. Seguir caminando, inventando nuevos caminos después de haberlo intentado antes de muchas maneras. Dudo de la efectividad de esa entrega. Decía Toni Nadal, entrenador del tenista Rafael Nadal: «Hacer todo lo que toca no nos garantiza el éxito. No hacerlo, casi con toda seguridad, nos garantiza el fracaso». Quiero seguir haciendo cada día lo que me toca. Dándolo todo, esforzándome por echar las redes, recorriendo caminos nuevos y también esos otros muchas veces hollados. Así de fácil. Dar la vida y saber que merece la pena esforzarme en las cosas cotidianas, las pequeñas. Me piden que lo haga de nuevo, y lo vuelvo a hacer. Pongo todo de mi parte para ello. Lo intentaré de nuevo, pero mejor. Lucharé en otro escenario cambiando cosas en mi forma de actuar. Lo más importante, dejaré de esperar la validación, el reconocimiento y la aceptación de todos y en todo lo que hago. Sé que no siempre va a ser así y por eso quiero enfrentar la vida con más paz. Echaré las redes de nuevo confiando en los milagros. Y seguiré caminando aun cuando todo parezca que no va a resultar bien. Me alegraré con las victorias pequeñas de cada día, esas que muchos no aprecian. Un paso, un día, una hora, un pequeño logro, casi invisible. Todo vale, todo importa. Lo que Dios quiere es que no pierda yo la esperanza y la alegría en la entrega. No quiere que me conforme con lo que tengo. Quiere que lo dé todo sin pensar en la pesca final. Me alegro por lo que he conseguido y seguiré luchando como si fuera el primer día. Esa actitud es la que nunca quiero perder. Que la rabia no me invada el alma. Que el rencor y el resentimiento hacia los que me hicieron daño no me llene de angustia. Quiero tener paz en mi interior. Sé que los logros no son míos y la victoria más importante es la de Dios en mi propia vida. No esperaré de los demás lo que no pueden darme. Y no por eso el odio y la rabia se adueñarán de mi voluntad. Eso no es lo que yo deseo.

Yo sólo deseo que Dios me bendiga. No entiendo de maldiciones. Pero es verdad que, si me alejo de Dios y opto por el mal, me encuentro lejos de su amor. Y siento que no todo va como deseo. Hoy escucho: «Esto dice el Señor: – Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita». Me secaré si vivo lejos de la fuente, lejos del mar de misericordias en el que quiero ganar la vida. Pienso en los charcos de los que bebo, las fuentes vacías en las que me vuelco. No logro saciar la sed que tengo. No logro calmar el ansia del alma. Hoy Jesús desde el monte me dice: «Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas». Pienso en estas afirmaciones tajantes y duras de Jesús. En ocasiones me siento saciado. De comida, de bebida, de bienes materiales. He optado por buscar mi felicidad en las criaturas, en los bienes que parecen saciar por un tiempo mi sed de infinito. Saciado, lleno, completo sólo por un tiempo. Porque las necesidades vuelven después de haber sido saciadas. Y siento dolor en el alma. Porque he sido saciado por bienes que me llenan por un tiempo pero sólo de forma temporal, no permanente. La sed de infinito no se puede saciar con bienes materiales. Yo lo intento. Busco calmar mi hambre finita, mi sed finita. Vivo satisfecho o queriendo estar satisfecho. Como si calmar mi mente fuera el sentido de mi vida. Decía el P. Kentenich: «Son los dos tipos que se dan en la primera conversión. Si hemos de caracterizarlos nuevamente, podemos decir que la índole del primer tipo se caracteriza porque él, principalmente, cultiva los sentidos. Es el hombre franca y marcadamente inclinado a dar satisfacción a los sentidos. Cumple, en verdad, con su deber, pero sólo los deberes necesarios y, por lo demás, está enteramente entregado a sus sentidos, a la avidez de sus sentidos»[5]. Trato de satisfacer mis sentidos, estar lleno, satisfecho, contento con las cosas pequeñas de cada día. La dopamina brota en todo aquello que no me llena, sólo me distrae y me saca de lo realmente importante. El cerebro siempre recuerda lo que le calma, lo que le excita, lo que lo satisface. Y siempre quiere más, necesita más. Satisfacer mis necesidades, mi búsqueda de placer. Creo que la felicidad está más dentro de mí pero yo la busco con frecuencia en la satisfacción de mis sentidos. Jesús me dice que tendré hambre aun estando saciado. Necesitaré mucho más porque mi ansia es de infinito, no de cosas materiales. Me gustaría ser más libre de todo lo material. Saber renunciar y sacrificarme. No satisfacer todas mis necesidades para seguir aspirando a las alturas. No apegarme a los bienes que me traen sólo una felicidad aparente, una sombra de plenitud. Me habla de la risa. Pero no es la risa sana, buena que Dios quiere que reine en mi alma. No es la risa del que está alegre y feliz. No es la risa ingenua e inocente. Es una risa diferente, más sarcástica, más irónica. Una risa que se ríe de todos y de todo. Una risa que ya siente que lo sabe todo. Una risa del hombre satisfecho y contento consigo mismo. Pero yo no quiero sentirme así. No quiero pensar que ya lo sé todo o que lo hago todo bien. No quiero despreciar a mi hermano ni reírme de él. No deseo vivir juzgando con ironía a los demás. No me río de ellos, ni de sus vidas. Quiero reírme con inocencia, con verdad. Alegrarme con mi vida y con la vida de los demás. Una risa que no se burla de nadie. Los acepta a todos, los ama a todos sin juzgar ni sus intenciones ni sus defectos o debilidades. La sonrisa alegre me sana y me libera. La otra risa me llena de dolor y de angustia. No quiero reírme de nadie, ni juzgar a nadie, ni resaltar lo negativo de las personas que me rodean. Si supiera reírme en Cristo. Hoy Jesús me dice que lloraré. Que si vivo riéndome con esa risa falsa acabaré llorando de pena, de angustia, de dolor. Y por último me dice Jesús que tenga cuidado si todos hablan bien de mí. ¿Será cierto? Corro el peligro de desear que todos hablen bien de mí. Que no me critiquen nunca, que no me juzguen. Quiero que hablen bien en todo lo que hago. Hoy Jesús me dice que tenga cuidado. Me siento como un falso profeta al que todos elogian. Tal vez porque no denuncio o me callo lo que veo mal en los demás. No corrijo a mi hermano. No busco ayudarle a crecer. Me callo lo que veo en ellos y caigo en esa actitud de los falsos profetas. No soy tan sabio, ni tan de Dios. Ay de mí si todos hablaran bien de mí y me elogiaran siempre. Ay de mí si sólo estoy alegre cuando me elogian y dicen de mí cosas buenas. Trato de estar bien siempre y que todos estén contentos conmigo. Me obsesiono y pierdo la paz. Me gustaría ser más libre y aceptar las críticas y los juicios. Dejar que hablen mal de mí, que me juzguen, que me consideren incapaz de muchas cosas. Me gustaría hacerlo bien, pero no sé si lo lograré un día. Aceptar las críticas y juicios de los demás es un bien para mi vida. Creceré y seré más maduro.

Hoy las lecturas me hacen reflexionar sobre la verdadera felicidad. ¿Cuándo soy realmente feliz? ¿Cuál es la felicidad que busco cada día? Hoy escucho: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto». Seré bendito, bienaventurado y no maldito, si confío en Dios. Si dejo que el Señor me llene de paz. Seré bendito si logro una confianza ciega en el amor de Dios. Creer en ese amor que me sostiene pase lo que pase. Pongo mi confianza en el Señor, no en mí mismo, no en mis bienes propios. Quiero ser como un árbol plantado junto al agua. Alarga las raíces a la corriente. No teme la sequía ni el calor. No dejaré de dar fruto. Me conmueve esa imagen del árbol frondoso. Un árbol que toma el agua del cauce lleno de agua. El agua de Dios calma mi sed de forma auténtica. Un árbol que no morirá, porque sus raíces son muy hondas, llegan a los veneros que se encuentran bajo la tierra. Me impresionan esos árboles frondoso en medio del desierto. ¿De dónde les viene el agua? No del cielo, sino de lo profundo de la tierra. Son pozos que me dan la vida verdadera. La felicidad de verdad es algo muy valioso. La felicidad anclada en Dios, en la confianza que me da la paz verdadera. Necesito vivir con esa felicidad que descansa en lo más hondo de Dios. ¿Dónde están las fuentes de mi felicidad? ¿Qué cosas me dan paz y serenidad? Comenta el Papa Francisco: «Si te encierras en tus comodidades eso no te dará seguridad, siempre aparecerán temores, tristezas, angustias. Quien no cumple su misión en esta tierra no puede ser feliz, se frustra. Entonces mejor déjate enviar, déjate conducir por él adonde él quiera. No olvides que él va contigo. No es que te lanza al abismo y te deja abandonado a tus propias fuerzas. Él te impulsa y va contigo. Él lo prometió y lo cumple: – Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo»[6]. Si no cumplo mi misión en la tierra no seré nunca feliz, no seré pleno, no tendré paz. Viviré buscándome a mí mismo, me quedaré en mi comodidad y en ella sentiré tristezas y angustias. No por no moverme seré feliz. Satisfacción no es sinónimo de felicidad. Saciar el hambre me hace feliz un rato, pero no me da una felicidad permanente, no me llena de una dicha profunda. Continúa el Papa: «Santa Teresa del Niño Jesús lo vivía como parte inseparable de su ofrenda al Amor misericordioso: – Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas. Esa también es tu misión. Cada uno la cumple a su modo, y tú verás cómo podrás ser misionero. Jesús se lo merece. Si te atreves, él te iluminará. Él te acompañará y te fortalecerá, y vivirás una valiosa experiencia que te hará mucho bien. No importa si puedes ver algún resultado, eso déjaselo al Señor que trabaja en lo secreto de los corazones, pero no dejes de vivir la alegría de intentar comunicar el amor de Cristo a los demás»[7]. Quiero dar a los demás el amor de Dios que me consume. Me gustaría contagiar esa alegría que me viene de lo alto, de lo más profundo. Esa felicidad que el mundo no me puede quitar. Sed de almas. Sed de Dios en mi alma. Sed de un amor más grande que calme mi sed de infinito. Esa es la felicidad verdadera. Sentir que lo que hago tiene un sentido. Que camino en una dirección correcta. Una persona decía: «Estudié una carrera, conseguí un trabajo, me casé, tuve un hijo, tenía la vida llena de compromisos. Hasta que una persona me preguntó a mis treinta: ¿Eres feliz? vi que no lo era. Lo dejé todo, rompí mi familia, dejé el trabajo y ahora me encuentro llena». Me llamó mucho la atención. Pareciera que los compromisos me secan y me quitan la felicidad. Parece entonces que es incompatible asumir con alegría las responsabilidades de la vida y ser realmente feliz. ¿Seré feliz si dejo todo lo que me ha llenado hasta ahora para iniciar otro camino? ¿Me dará más felicidad un camino diferente al mío? Pienso en mi vocación, en mi camino de felicidad. Entiendo que la responsabilidad y la felicidad van de la mano. No por las exigencias de la vida que llevo soy menos feliz. La felicidad brota en lo hondo de mi alma, en mi tierra profunda donde mana el agua infinita de Dios. Allí Dios me habla y me calma. No espera que dé satisfacción a todos mis deseos. Sólo quiere sostenerme, y que tenga paz en medio de mis preocupaciones y problemas. Dios me da la felicidad verdadera que necesito. Que me sepa acompañado por Él en todo lo que hago. Me levanta y calma mis miedos. Me dice que no desconfíe. Estará conmigo en todas las circunstancias de mi vida. Su mirada sobre mí me llena el alma y me da su paz. Es la felicidad que necesito, la que viene con su bendición. Me calma y me dice que puedo ser feliz en medio de las circunstancias de mi vida. Ellas no pueden determinar mi felicidad. Es mi actitud ante los problemas la que lo cambia todo. Es mi manera de enfrentar la pérdida, el dolor, los límites y las ausencias. Es esa actitud mía, libre y confiada, la que puede teñir de esperanza todo lo que me rodea.

Si confío en el Señor seré dichoso, bendecido, feliz. Hoy escucho en el salmo: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal». Hoy Jesús habla con todos los que le escuchan y les dice por primera vez las bienaventuranzas. Serán felices si hacen ciertas cosa, si son de una determinada manera: «En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: – Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas». Dichosos los pobres de espíritu que confían en Dios. Los que son humildes y no tienen grandes pretensiones. Los que no pretenden tener siempre la razón y son capaces de renunciar a los primeros lugares en favor de otros. Los que han llorado y se han levantado. Los que han consolado a los que estaban tristes. Los que pasan hambre y no viven saciados. Los que se han sabido odiados por otros. Los que han sido insultados y perseguidos por amor a Cristo. Mi recompensa final será en el cielo. Pero aquí en la tierra estoy llamado a ser feliz, a sentirme colmado, a anhelar el cielo en la tierra. Puedo ser una bienaventuranza para mi hermano. Puedo traer paz en lugar de guerra. Puedo dar alegrías en lugar de entristecer a los demás con mis comentarios. ¿Qué aporto yo cuando me encuentro en una comunidad? ¿Qué les regalo con mi vida a los demás? ¿Cómo vivo las contrariedades de la vida? ¿Cómo enfrento los problemas y los desafíos que tengo por delante? Debería ser capaz de escribir mis propias bienaventuranzas. Quisiera saber cuál es mi camino de felicidad. Qué cosas me hacen feliz y cuáles me angustian. Quisiera tener un corazón calmado para calmar a los inquietos. Un corazón pacífico para pacificar al que está en guerra. Un corazón alegre para hacer sonreír al triste. Un corazón anclado en Dios para permitir que muchos se anclen en mi interior. Un corazón puro para purificar a los demás con mi mirada. Es verdad que puedo ser causa de división o de unidad. Puedo sembrar esperanza o desesperanza. Todo está en mi interior. Puedo regalar alegría a los que me rodean. Para eso tengo que poseerla en mi interior. Quisiera estar siempre en paz. ¿Qué me quita la alegría? A menudo son las críticas y los juicios de mi hermano. Son las correcciones que me hacen cuando sigo otros caminos. Otras veces pierdo la alegría cuando mis planes no salen como tenía previsto, como esperaba. Deseaba lograr ciertos éxitos y no los consigo. Me quitan la felicidad en ocasiones cosas muy pequeñas. Pérdidas insignificantes en las que tenía puestas mis expectativas. Y sufro por ello. Mi alma está inquieta y necesita estar en paz con todo lo que me rodea. Quisiera estar tranquilo con la vida que llevo. Me superan las circunstancias y no soy capaz de resolver todos los problemas. Miro al cielo y pienso que Dios me sonríe y me dice que no tenga miedo, que confíe. Ese Dios de mi vida que camina a mi lado. No quiero que mi orgullo me quite la felicidad. Cuando no me valoran como esperaba, o critican todo lo que he hecho. En esos momentos miro al cielo y escucho a Dios apoyando mi vida, lo veo sonriendo. Eso me da paz porque ese Jesús en el que creo, como me recuerda hoy S. Pablo, está vivo y me sostiene: «Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto». Estoy de paso en esta carne humana. Y estoy llamado a ser feliz aquí para alegrar la vida de los que me rodean. Quiero amar a los que están a mi lado. Y sonreír a los que me rodean. Dar sin guardar. Esperar sin desconfiar. Aceptar a todos sin juzgarlos. Buscar la felicidad de los otros antes que la propia. Me gustaría ser más libre para hacer las cosas mejor, sin buscarme a mí mismo. Bienaventurado si me dejo hacer por Dios y permito que su amor resucitado venza en mi vida.

[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[4] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[5] J. Kentenich, Terciado 1952

[6] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[7] Carta encíclica dilexit nos, Papa Francisco, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo