Deuteronomio 30, 10-14; Colosenses 1, 15-20; Lucas 10, 25-37
«¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Él dijo: – El que practicó la misericordia con él»
13 julio 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Dios se detiene y me alcanza, vuelve sobre sus pasos y me abraza. Susurra mi nombre para que yo lo oiga y sepa que a su lado todo será más fácil, la vida más grande y mis sueños eternos»
Vivir con paz en el alma es un don de Dios. Y es al mismo tiempo una manera de vivir la vida. Es algo tan sencillo como vivir en presente. Lo he escuchado muchas veces pero me cuesta mucho lograrlo. La enfermedad de este tiempo es la ansiedad ante el futuro incierto. Porque todo el futuro es incierto. El presente es volátil. Lo que hoy parece seguro puede que mañana no lo sea. ¿Cómo puedo vivir sin preocuparme por cómo voy a vivir mañana? ¿Es posible asegurar tanto la vida que los miedos desaparezcan de golpe? Me gustaría poder liberarme de esa angustia e incertidumbre. Quisiera conocer el futuro. Llamar a alguien que me diga cómo me va a ir en la vida. Saber con certeza si la decisión tomada es la correcta y el camino que sigo es el que Dios quiere para mí, para que sea feliz. Siento que la paz es un don de Dios. Vivir la santa indiferencia es algo que anhelo todos los días. Me gusta la mirada del Hermano Rafael Arnaiz: «Tiempo perdido son los minutos, las horas, los días, o los años que no hemos vivido para Dios. ¡Qué grande es la alegría de vivir cuando se tiene a Dios, y solo a Dios! ¡Qué pequeños resultan los problemas que la vida nos presenta, problemas cuya solución está solo en Dios!». Cuando vivo en Dios todo es más fácil. Aprendo a liberarme de mis expectativas, de mis deseos, de mis sueños. Sé que lo que venga, sea lo que sea, será para dar mayor gloria a Dios. Será una oportunidad para agradecer por todo lo que tengo. La santa indiferencia me hace estar feliz con la suerte que me toca, con la victoria y la derrota, con la pérdida y la ganancia, con la lluvia y la sequía. Estando aquí mismo o en otra parte. Sufriendo la enfermedad o viviendo feliz en la salud. Si pudiera agradecer por todo lo que me toca vivir. Si pudiera caminar confiado, sabiendo que lo que venga será para un bien más grande. No siempre será fácil, porque me da miedo lo que pueda suceder y no soy tan libre como para estar dispuesto a perder lo que ahora poseo. Quisiera abandonarme, ¿cómo lo hago? Pienso en lo que me retiene ahora y me impide ser capaz de soltar las riendas y el timón de mi vida. Me falta confianza. ¿Acaso no me dijo Dios que iba a estar conmigo todos los días de mi vida? No me prometió que todo iba a salirme tal como deseaba. No me dijo que mi vida no iba a tener contratiempos. Sí me dijo que me iba a sostener siempre cuando estuviera a punto de caer, cuando mi barca estuviera a punto de hundirse llevada con furia por la tormenta. Pienso en todo lo que hoy me angustia. ¿Cómo me vestiré mañana? ¿Cómo me alimentaré? ¿Seré feliz en lo que haga? Si tuviera la libertad de los hijos de Dios. Suelto las amarras que no me dejan volar. Suelto el peso que me duele en el alma. Retengo lo que poseo y me importan mucho más las cosas de este mundo que las cosas de Dios. La vida no está libre de cruces y pesares. Sería infantil pensar que me va a ir bien en todo lo que haga. La santa indiferencia y la verdadera santidad consisten en ser capaz de sacar un bien de un mal, una enseñanza de una derrota, una ganancia de una pérdida, la vida de la muerte, la alegría de la tristeza, la paz del dolor más grande. Hay muchas cosas que están en mi mano: «Por muy pequeños que seamos en el gran plan del universo y el tiempo, cada uno de nosotros es un pequeño mecanismo que hace que la rueda gire. ¿Y qué propulsaremos con la rueda de nuestra propia vida? ¿Seguiremos presionando el mismo pistón de pérdida o pesar? ¿Repetiremos y recrearemos las penas del pasado? ¿Abandonaremos a las personas que amamos como consecuencia de nuestro propio abandono? ¿Haremos que nuestros hijos paguen por nuestras pérdidas? ¿O sacaremos el máximo provecho de lo que sabemos y dejaremos que nazca una nueva cosecha en el campo de nuestra vida?»[1]. Aprender de las derrotas es ya ganar. Vivir con paz en medio del dolor es una enseñanza. Un hombre me sonreía desde su cama. Había perdido un brazo, una pierna y apenas veía por su diabetes. No tenía nada, llevaba seis años postrado en cama. Y era capaz de sonreírme y agradecerle a Dios y a la Iglesia por seguir con vida después de tanto sufrimiento. Al ver su cruz sentí que mi propia cruz era insignificante. Al compararme con mi hermano en su dolor dejé de darle importancia a las pequeñeces que a mí me preocupan. Dios hace milagros en mi vida si me dejo tocar por su gracia, si me abro a su misericordia. Todo es don y no tengo derecho a exigirles nada ni a Dios ni a los hombres. Sólo puedo alabar por lo que tengo y lo que no tengo y acostarme cada noche dándole gracias.
A veces quiero ver a Dios cara a cara. Es lo que más deseo en el alma. No porque me falte fe en su presencia, o en su amor. Sino porque Quiero sentirlo dentro de mí y notar su proximidad. Quiero su abrazo, necesito su paz, su gracia, su misericordia. Que me diga que mi vida vale la pena y tiene todo sentido. Todo brota de una inquietud del alma. Algo así como la insatisfacción a la que llega mi vida cuando se encuentra lejos de Dios. Cuando vivo desparramado fuera de mí como decía S. Agustín: «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti». Y así me vuelco en el mundo creyendo hallar a Dios en sus creaturas y retenerlo en la carne fugaz que abrazo y se me escapa en un grito final de desespero. Vivir dentro de mí da sentido a mi existencia. Busco a Dios en lo escondido de mi alma. Quiero ver su rostro pero sólo alcanzo a ver la espalda de ese Dios a quien sigo. No me detengo, no me quedo plantado al borde del camino. Quiero seguir a Jesús mirando aunque sea su espalda en el camino. Leía el otro día: «Cuando dejas de pelear y resistirte, tienes más energía e imaginación para plantearte: – ¿Y ahora qué? Para seguir adelante, en vez de quedarte inmóvil. Para descubrir lo que quieres y necesitas ahora mismo y a dónde quieres ir a partir de ahí»[2]. No me paralizo, sueño y espero, me pongo en camino hacia ese Dios que le da sentido a todo. Es cierto que me asusta ver que a veces corre más que yo, mientras lo intento alcanzar con mis propios méritos. Descubro al descansar, que sólo cuando me detengo, lejos de mis prisas, Él se detiene y me alcanza, vuelve sobre sus pasos y me abraza y susurra mi nombre para que sólo yo lo oiga y sepa que a su lado todo será más fácil, la vida será más grande y mis sueños serán eternos. Quiero seguirlo a Él, a ese Jesús humano que me enseñó una forma de vivir tan concreta. Una mirada que traspasa el alma y ve lo bello de cada persona y, rechazando la apariencia despreciable, es capaz de ver lo que más vale, la dignidad escondida. Esa mirada de Jesús es la que yo anhelo. Quiero mirar como Jesús, venciendo mi repulsión y mi asco, mis miedos y mi torpeza. Quiero mirar con ojos claros, limpios, puros. Con una mirada divina que traspasa la piel humana y desvela el rostro de Dios escondido en cada hombre. Quiero mirar a los hombres dejando de mirarme a mí mismo, o las cosas que me rodean y he convertido en mis pequeños dioses paganos a los que adoro en mis ratos escondidos. Quiero mirar con el corazón y traspasar el velo de las apariencias y los engaños, de la superficialidad de la vida y las mentiras. Mirar más allá de los gestos y de las palabras, superando los pecados y las habladurías de otros que tejen una imagen falsa de aquellos a los que miro. Quiero aprender de esos ojos grandes que a mí también me miran. Jesús se detiene ante mí y me dice quién soy cuando yo mismo desconozco mi verdad, mi propia esencia. Quiero abrazar el cielo cuando me miran así, de esa manera que le devuelve a mi vida una dignidad perdida. Quiero seguir a ese Jesús que abraza con manos limpias, puras, trasparentes, humanas. Con manos ágiles y hábiles. Con brazos fuertes que hacen sentir en paz a quien abrazan. No quiero retener con mis propios brazos. No quiero despreciar con mis manos rápidas. No quiero pasar de largo al que espera tocar a Dios en su vida. Mis propias manos ungidas, que son las de Jesús en mí, casi sin que yo lo entienda. Porque en ese abrazo es Él quien abraza y no yo buscándome a mí mismo. Es Él quien se da, y no soy yo el que retiene queriendo llenar mis propios vacíos. Dejar ir sin retener, dejar seguir al otro a quien le doy esperanza con mis manos tan torpes. Esas manos de Jesús en mis propias manos dibujando las esperanza sobre la arena. Una esperanza que anhela el corazón que ha pecado y se siente tan indigno. Un perdón que todos necesitan, yo el que más, al ver mi propia miseria, mi culpa que se agarra con sus garras a mi alma para recordarme que soy de barro y estoy hecho para el cielo. Mis manos hechas de gestos torpes que hacen posible a Cristo sobre un altar sagrado. Mis manos que retienen la gracia que dan a manos llenas. Quiero seguir a Jesús con pasos ágiles, con pies descalzos. Sin importarme la dureza del camino. Ni sus bajadas ni subidas. Ni sus piedras, ni el calor del camino. Seguirlo aun cuando me sienta desfallecer y necesite hacer un alto en el camino. Esos pies que no quieren cansarse de seguir sus huellas. De recorrer caminos y cañadas. De descubrir su luz en medio de las sombras y su esperanza cuando todo parezca oscurecerse.
Me gustaría ayudar a todos los que sufren. Curar las enfermedades como hacía Jesús con su palabra, con sus manos. Me gustaría sacarlos de sus dificultades económicas, de sus angustias y sus miedos. Quisiera abrirles el horizonte para que vieran mucho más lejos de lo que sus ojos ven. Ayudarles a formar su corazón y su mente. Animarlos en su desánimo y sacarlos de sus angustias. Me gustaría salvar a todos para que todos se sientan salvados. Siento la impotencia dentro del alma, porque la mies es demasiado vasta y el mundo inmenso. Y mis fuerzas son muy pocas para llegar a tantos. No es posible tocar el corazón de todos los que sufren con solo mi corazón y con mis palabras y gestos. ¿Cómo se sana al que está enfermo? ¿Cómo se le devuelve la esperanza al que la ha perdido? ¿Cómo se anima a seguir luchando al que no tiene nada? ¿Cómo se le insufla una vida nueva al que parece estar muerto? Me siento como queriendo meter el mar dentro de un cubo. O me veo intentando salvar a todas las estrellas de mar que descansan en la orilla del mar esperando su muerte. Una fábula cuenta de ese niño en la playa que, al ver estrellas de mar varadas en la orilla esperando su muerte, las lanza de vuelta al océano. Una a una, paso a paso. Un hombre lo observa escéptico y le dice que no importa lo que haga, que es inútil su esfuerzo, que hay demasiadas estrellas para salvarlas a todas. Le intenta disuadir, es imposible, no lo va a lograr. El niño le responde que para la estrella que él salva, sí que hace la diferencia. Una estrella cuenta, una persona que sonríe después de haberla abrazado es bastante, una mirada de gratitud después de un encuentro alegre, la paz que queda en un corazón atormentado cuando le doy la paz que viene del cielo. ¿No se pueden salvar todas las estrellas? No importa, porque es el reino de Dios, es su obra, son sus milagros. No es mi reino, no es mi obra, no es mi milagro. Yo sólo voy por la orilla como un niño con mirada inocente lanzando estrellas de vuelta al mar. Intento salvarlas a todas y por eso me agoto dándolo todo. Sé que sólo salvaré algunas. Intento llegar a todos y sólo algunos conocerán a ese Dios que salva a todos, ama a todos y los espera a todos. Tengo muy claro que merece la pena el esfuerzo aun cuando sólo sea para salvar una sola estrella de mar, una sola persona, un solo enfermo. El esfuerzo no se discute. No quiero dejar de intentarlo una y otra vez, porque merece la pena. No dejaré de acercarme, de dar esperanza, de ponerme en camino aun cuando piense que no se justifica tanto esfuerzo. No quiero callarme y guardar en silencio mis palabras. No quiero dejar de correr por la orilla riendo, alegrándome por estar vivo. Hoy escucho una pregunta que me conmueve: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Y pienso que lanzando una estrella al mar estoy marcando la diferencia. El esfuerzo es algo sagrado. Mi entrega silenciosa vale la pena aun cuando nadie conozca mis actos, mis obras, mis omisiones o mis silencios. No es necesario que publique lo que hago. Yo quiero la vida eterna y para eso quiero entregar mi vida aquí en la tierra. Tengo pocos días y quiero ponerlos en las manos de Dios. Él sabe que vale la pena hacerlo. Me desgasto por amor. Mi entrega no es inútil, es importante. Dios no quiere que dé un poco de mi tiempo, un poco de mis fuerzas. Quiere que me desgaste y me dé por entero. Es cierto que no puedo llegar a todos y que el reino de Dios es gracia que se derrama. Pero no dejo de luchar y de amar, no dejo de entregarme cada día. ¿Qué tengo que hacer? Hoy quiero profundizar en ese misterio. Lo primero que tengo que hacer es amar como me pide Jesús: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? El respondió: – Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Él le dijo: – Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». tengo que amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma y todo mi ser. Y al prójimo como a mí mismo. Pero en primer lugar colocar a Dios en el centro de mi vida. No es tan sencillo porque a menudo me veo con otras prioridades. No escucho lo que me pide. Prefiero encerrarme en mi mundo y buscarme a mí mismo. Deseo hacer las cosas a mi manera y me pierdo. Quiero que todo gire en torno a mí pero no es posible. El amor a Dios quiere ser el centro de mi vida. Que todas las decisiones que tome pasen por el corazón de Dios. Que todo lo que sueño y deseo esté tocado por el amor de Dios. Quiero hacerlo todo bien y no lo consigo. Amar a Dios con toda mi alma cuando hay tantas cosas que interfieren, tantos afectos desordenados, tantas esclavitudes y dependencias que me atan. Quiero dar la vida, y en lugar de darla, me la guardo, pienso que así está más segura y no avanzo. Quiero llegar más lejos y me quedo a medio camino. La vida se juega en la decisión que tomo cada día de amar a Dios por encima de todos los ídolos que me he construido. Esos dioses falsos que me prometen una felicidad temporal que parece satisfacer mis deseos más inmediatos. Quisiera poner en el centro a Dios, pero para eso tendría que vaciar el corazón de todo aquello que no es de Dios, porque no le pertenece, porque no me lleva al cielo.
Seguir el camino de Jesús no parece tan fácil. Como si tuviera que hacer algo imposible. Pero hoy escucho que para Dios nada es imposible: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley, y vuelve al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma. Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: – ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? Ni está más allá del mar, para poder decir: – ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas». Lo que Dios me pide está dentro de mi corazón. Dentro del alma, allí tatuado desde siempre y para siempre. Me conmueve pensar en todo lo que Dios ha pensado para mí. No quiere que me pierda y por eso me da un camino de vida. Los mandamientos no son algo fuera de mí. Es un camino que me da vida. Amar a Dios sobre todas las cosas. Ponerlo a Él en el centro de todo. No a un lado, no dejándolo aparte cuando vea que no tengo tiempo para todo lo demás. Quiere que primero busque el reino de Dios y lo demás se me dará por añadidura. Y es que seguir a Jesús es lo más importante que puedo hacer en esta vida. Pierdo el tiempo siguiendo a otros, despistado buscándome a mí mismo de forma obsesiva. Jesús me mira y me pide que lo ame a Él por encima de todo y a mi prójimo como a mí mismo, con el amor que Jesús me ha demostrado. Es ese amor imposible al que aspiro. Un amor sin medida. A menudo mi amor propio se impone y entro en guerra con mi hermano. O es mi falta de amor a los demás la que me lleva a buscarme de forma egoísta. Vivo centrado en mis gustos y aficiones y así pierdo la vida dejando pasar el tiempo y la oportunidad de amar a todos. Los mandamientos son sólo pilares para construir relaciones sólidas. En el que el respeto a la familia y a la propia tierra sea algo sagrado. El respeto a aquellos que me han dado la vida. El amor a la vida y por tanto el deseo de dejar todo lo que me lleve a matar la vida de los demás, lo que es vida para ellos. La verdad como ese valor fundamental que me constituye dejando a un lado las mentiras. El amor a mí mismo, porque si me quiero bien no voy a desear lo que no es para mí. A menudo me comparo y deseo la vida de otras personas. Lo que ellos viven, lo que tienen, cómo son y el amor que otros les profesan. Y pienso que la envidia me hace desear lo que ellos son y tienen. No es ese el camino. Los mandamientos me llevan a comportarme con humildad, a no tratar mal a nadie, a no ofender ni hacer daño. Un amor profundo a mis hermanos, a Dios me hacen mejor persona. Cuando hago el bien algo de ese bien se me queda pegado en el alma. Los mandamientos de Dios me piden que siembre paz, que no hable mal de mis hermanos, que no juzgue a los demás sino que los mire con misericordia, sin condenarlos, sin desear nunca su mal. El bien es más grande y el deseo de crecer es importante. Los mandamientos me dan raíces y alas. A veces siento que me constriñen pero es todo lo contrario. Son un camino posible porque Dios lo hace posible. Es Él quien puede hacerme capaz de lo imposible. Sólo Él quien me levanta del barro y me hace soñar con las alturas, con el cielo. Jesús no cambia ninguno de eso mandatos de Dios en el Sinaí. Le da plenitud a la ley que le dio Dios al pueblo de Israel. Decía el P. Kentenich: «Un mandamiento nuevo. ¿Qué es un mandamiento nuevo? Se lo pregunto al Señor: ¿es que los hombres no se han amado unos a otros antes de ti? ¿Qué responderá la historia? ¡Se han amado, y cuánto! ¿O será que Cristo quiere decir: hasta ahora no habéis utilizado correctamente el mandamiento, y por eso insisto nuevamente en él? No. Este no es el sentido. Los hombres se amaban unos a otros. Pero ¿qué es lo que impulsa naturalmente a amar? Es la sangre o bien, al menos, puede ser la sangre; puede ser también el erotismo, como en el caso de los griegos; puede ser asimismo la humanidad, como en la era estética; puede ser la conciencia de solidaridad, tal como se ha practicado más adelante. Todas estas cosas pueden entrar en consideración para nuestra vinculación recíproca. El mandamiento es nuevo en cuanto a la amplitud. ¡Vean cómo amó el Señor a los hombres! Los amó a todos, y dice: – Amad también a vuestros enemigos»[3]. Jesús, con su mandamiento nuevo, amplía algo tan fundamental para el pueblo judío como era el amor a Dios y el amor a los hermanos. Claro que había amor antes de que llegara Jesús. Pero Jesús le da una hondura y una amplitud nueva. Rompe los moldes, ensancha las expectativas y les da una visión nueva. Me conmueve este mandamiento nuevo que viene a romper con mi comodidad y mi estrechez. Amplía mi horizonte y me hace mirar la vida con más optimismo y esperanza. Los mandamientos me dan vida. Quiero mirarlos y pensar que a través de ellos llegaré a ser sin duda una mejor persona, más honesta, más pura y más libre.
Hoy Jesús responde a una pregunta fundamental: «¿Y quién es mi prójimo?». Es una pregunta que siempre me hago. ¿Hasta dónde tengo que amar? ¿Mi amor tiene que ser igual para todos? ¿Tengo que estar disponible para aquel que no conozco? ¿Es necesario llegar a tener que dar la vida en el amor? Son preguntas que duelen. Me gustaría tener la respuesta adecuada en todo momento. Jesús me cuenta una historia: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: – Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva». No sé si es algo que realmente ocurrió. O simplemente una anécdota que me ayuda a comprender hasta dónde ha de llegar mi amor. Lo primero que me cuenta Jesús es que hay una injusticia. Un hombre es asaltado en medio del camino y abandonado al borde de la senda. Nadie lo socorre. Hoy hay tantas personas tiradas al borde del camino. Escuchaba hace unos días que hubo hace unos años una gran ola de calor en Francia y murieron muchas personas deshidratadas. Me sorprendió el dato. ¿Acaso no tendría que ver con la gran enfermedad de este tiempo que es la soledad? Mucha gente vive sola, no tiene demasiados vínculos y los que mantiene es a través de las redes sociales. Muchas personas cuentan sus dramas personales en redes sociales tratando de recibir una respuesta, una muestra de apoyo, habrá alguien al otro lado de la línea. Me impresiona pensar que esa soledad pueda llevar a la muerte. El silencio obligado. La necesidad que tiene el corazón de poder ser escuchado y contar lo que le pasa. Esa necesidad la tengo yo. Necesito contarte cómo estoy, cómo me siento, qué me está pasando. Esa necesidad tan humana hoy queda insatisfecha. Es la gran pobreza de este tiempo. Mucha gente tirada al borde del camino y nadie se detiene. No sólo mendigos, que también son muchos. Sino aquellos que viven solos y no tienen a nadie. La soledad buscada puede ser un bien para el alma. Porque necesito el silencio y callar. Dejar que decanten las cosas que me han pasado y escuchar esa voz de Dios que me habla en un susurro. La soledad con Dios es una ganancia, un don. A veces puedo buscar la soledad huyendo de los hombres. Como decía Santa Teresa, hay una causa para buscar la soledad que no es tan buena: «La segunda causa que me parece causa este sinsabor, es que como en la soledad hay menos ocasiones de ofender al Señor (que algunas, como en todas partes están los demonios y nosotros mismos, no pueden faltar), parece anda el alma más limpia; que si es temerosa de ofenderle, es grandísimo consuelo no haber en qué tropezar. Y, cierto, ésta me parece a mí más bastante razón para desear no tratar con nadie que la de grandes regalos y gustos de Dios». Huyo de los hombres para no pecar. Huyo de los encuentros personales para no caer. Me aíslo confesando mi gusto por Dios, pero es más mi miedo al vínculo, al encuentro. Esa soledad provoca falta de paz. Igual que la soledad en la que caigo por miedo a que me hagan daño. Porque he sufrido antes y no quiero volver a sufrir. Porque el amor duele demasiado. Y al final prefiero estar solo que vivir sufriendo junto a alguien que me puede herir. La ausencia de vínculos profundos me relega a una soledad no deseada. Temo los vínculos y también temo el abandono. Muchas personas viven esta soledad en su vida y no son felices. Porque lo que me sana es la amistad. Vínculos con personas con las que pueda compartir la vida, mis miedos, mis preocupaciones. Con los que pueda mantener conversaciones profundas que me permitan crecer como persona. Es un bien pensar en la compañía de los amigos. Pero hoy faltan amigos. Hay muchos amigos ocasionales, por el trabajo, o por las redes sociales. Amigos que no me dejan el corazón en paz. Quiero preguntarme si mis vínculos son sanos, si mis amistades son profundas y van a durar siempre. Al mismo tiempo me pregunto qué hago yo con aquella persona que se encuentra sola. ¿Me acerco al que está solo al borde del camino? ¿Cómo reacciono ante la necesidad del que requiere mi presencia, mi ayuda, mi compañía? La soledad hace daño. Y yo puedo paliar ese dolor, aminorarlo, hacer que esa persona que grita desesperada al borde del camino me encuentre. Siempre tendré razones para no acercarme al que sufre. Tendré prisa, o habrá otras personas con las que ya me he comprometido. Algunos necesitarán más mi ayuda, seguro. Pero mientras tanto alguien grita y yo me tapo los oídos, sigo de largo, no escucho, no me detengo. El sacerdote y el levita conocían a Dios y se sabían amados por Él. Eran buenos, misericordiosos, generosos. No sé los motivos que tenían para no detenerse. Simplemente no lo hicieron y el hombre herido quedó al borde del camino sin ser atendido. No sé si sintieron culpa o remordimiento. Sólo sé que nadie parecía ver al que estaba solo y abandonado. Porque a veces no veo al que me necesita. O no quiero verlo, o no logro verlo.
Después de contar esta historia, Jesús les hace esta pregunta: «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Él dijo: – El que practicó la misericordia con él Jesús le dijo: – Anda y haz tú lo mismo». Es una pregunta difícil, porque la respuesta que dé tendrá consecuencias. La pregunta me hace ver no tanto quién es mi prójimo, quién es el más cercano a mí, sino más bien para quién yo soy cercano y próximo. El samaritano justamente se convierte en prójimo del hombre abandonado al borde del camino. Para él ese hombre era tan extraño como lo era para el levita y el sacerdote. Él no era su amigo, ni su familiar. No lo conocía. Era un extraño. Pero en su corazón se despierta la compasión ese día y se acerca. Desde el momento en el que yo me aproximo al que está herido cambia todo. La perspectiva es diferente. Comienzo a apreciar los rasgos de ese hombre ensangrentado. Miro su rostro, oigo su voz desesperada. Siento su necesidad y la hago mía. Me importan su dolor y su angustia. No me es indiferente. Cuando me acerco al que necesita ayuda me convierto en su prójimo. Dejo que me toque su dolor. Huelo su necesidad. Palpo sus heridas y noto su presencia. A partir de ese momento ya no puedo pasar de largo porque me acabo de involucrar. El hecho de acercarme lo cambia todo. Al verlo de cerca me comprometo. Se convierte en hermano ese desconocido, en amigo aquel que era un extraño. Eso me gusta de la actitud del samaritano. Se detiene y se acerca. Va al encuentro del que necesita ayuda. Me conmueve su gesto humilde. Sirve a quien más lo necesita. En ese momento caen los horarios y las prisas. Me descubro a menudo siendo un sacerdote o un levita corriendo a satisfacer el cumplimiento de mi agenda. Importa más lo agendado que el imprevisto. Me convierto en un esclavo atado a los horarios y las necesidades de los demás. Me preocupan los que han solicitado ayuda más que la urgencia. Pero cuando me descentro y salgo de mi burbuja, de mi mundo, todo cambia. Me pongo en camino hacia el herido caído al borde del camino. Este gesto de acercarse es el que me salva de mi comodidad, de mi tendencia al inmovilismo. Me gustaría acércame para poder ver mejor al que necesita ayuda. ¿De quién tengo que ser prójimo en mi vida? ¿Quién me saca de lo agendado para abrirme de forma flexible a lo inesperado? Dios tiene planes para mí que desconozco. Tiene sueños que escapan a mi control. Dios puede convertirme en un discípulo enamorado que es capaz de dejarse tocar por la necesidad del que era un hombre lejano, hasta que venzo la distancia y me acerco. Jesús quiere que sea como ese Dios que no se olvida de su pueblo, del pobre y abandonado y escucha su súplica: «Mi oración se dirige a ti, Señor, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia, por tu gran compasión, vuélvete hacia mí. Yo soy un pobre malherido; Dios mío, tu salvación me levante. Buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. Dios salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá». Dios lo escucha. Y Jesús me pide que yo haga lo mismo que el samaritano, lo mismo que Dios con los que le suplican salvación y le piden su ayuda. El buen samaritano es un hombre de Samaria. Y es esta una tierra no tan querida para los judíos. Una tierra de extranjeros. Justamente es el extranjero, el no querido, el que actúa con misericordia y compasión. Se apiada del hombre herido, y hace mucho más de lo estrictamente necesario. Actúa con ternura y generosidad. Cura sus heridas, lo lleva a una posada, y paga todos sus gastos. Su amor misericordioso es un amor sin medida. Justo aquel del que no se podía esperar tanto, lo da todo. Aquellos hombres de Dios, el levita y el sacerdote, miembros del pueblo de Israel, no eran extranjeros y tendrían que haber sido misericordiosos. Pero no lo son. No actúan con amor, siguen su camino y no miran. La mirada lo cambia todo. Cuando te miro ya dejas de ser alguien ajeno a mi vida, dejas de resultarme indiferente. El extranjero se hace prójimo, próximo, cercano, solidario. Me gustaría tener esa actitud. Vencer todas mis reticencias y temores. Dios puede cambiar mi corazón para que quepan todos. Aquellos a los que amo y a los que no amo. Los que son conocidos y los desconocidos. Dios puede darme un corazón de carne para dejar a un lado el corazón de piedra. Me gustaría tener un corazón tan grande y generoso. Me gustaría buscar a los que son extraños y necesitan ayuda. No cerrarme en mi carne al amor a mi hermano.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor