Exodo 17, 8-13; 2 Timoteo 3, 14 – 4, 2; Lucas 18, 1-8

«¿Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

19 octubre 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Puedo cambiar lo que voy a hacer a partir de ahora. No puedo alterar lo que me hicieron, o lo que yo hice. No puedo cambiar las circunstancias, pero sí la forma de enfrentarlas»

Amo el mundo en el que vivo. Amo la naturaleza que me rodea. Tiene mucha belleza. El mar, la brisa, las invenciones del hombre, las montañas, el arte, la música, los bosques, la paz de un lago, la danza, el amor, la alegría, el deporte. Son muchos los valores que me atraen de este mundo que me rodea. Lo amo, no puedo despreciarlo. Lo amo porque saca lo mejor de mí y puede hacer de mí una mejor persona. Me asombro ante un paisaje lleno de luz, me conmuevo ante un amor que se expresa con ternura, un bebé recién nacido me muestra un misterio inabarcable, el de la vida que no controlo. Una persona que por amor renuncia y se entrega a otro sin poner condiciones. Una música que calma todas mis ansias y mis miedos. Una luz que penetra mi ser acabando con todas las sombras. ¿Cómo no voy a amar el mundo en el que vivo? Estoy hecho para vivir aquí en la tierra. No puedo dejar de soñar con vivir aquí en plenitud. Es hasta comprensible que muchos hombres no vean más allá de esta vida terrena y piensen que al morir todo acaba para siempre. Pero yo sí veo que, detrás de este mundo que es efímero, hay una trascendencia que le da un sentido a todo. Este mundo es precioso y lo amo, pero no es perfecto. No todo en él es bello, también hay fealdad. No todo es correcto, también hay corrupción. No todo es armónico, también hay desorden. No todo es alegría, también hay tristezas. A mi alrededor veo mucho desorden, no todo es armonía, no siempre reina la paz, no todo está en orden, alineado, no sucede cada día lo correcto y no todo encaja perfectamente en un plan. La vida que vivo corre veloz, sin pausa, el mundo no se detiene. Una persona muere y todo continúa, los días se suceden uno tras otro. Este tiempo que corre tan rápido no me deja espacio para mirar en mi interior. Sólo me invita a ocuparme de lo exterior, de las apariencias, de cómo me veo, de lo que muestro a los demás, de lo que los demás piensan o esperan de mí. Vivo en un mundo que es fundamentalmente visual, de apariencias y de acciones exteriores. Acabo viviendo un poco por inercia. Se podría decir que al final no vivo, sino que sobrevivo. Funciono en piloto automático. No miro dentro, sólo me pierdo en la bastedad de mi mundo. No descanso, siempre estoy haciendo algo, aprovechando el tiempo, me digo. Ya no sé qué hacer para mejorar mis relaciones personales, sobrevivo tan solo. Me cuesta cuidar esas relaciones que están aseguradas por su permanencia, mi cónyuge, mis padres, mis hijos, mi familia. En el trabajo puedo llegar a ser muy creativo y entregado. Frente a los míos sólo reacciono, respondo a estímulos, me pongo nervioso cuando algo no funciona y entonces sí decido actuar. Pero vivo fuera de mi centro. En mi interior no hay paz. Soy un mar en ebullición. Cuando no hay orden en mi interior puedo llegar a verlo todo negro. Y lo peor es que no solo echo a perder mi vida, sino también la vida de los otros. Creo tensiones porque no tengo paz. Ataco y hiero porque no hay alegría dentro de mí. Como no perdono no me libero y el rencor me acaba enfermando. Quisiera sanar mis heridas y aceptar las emociones que habitan en mi interior. Decía S. Agustín: «Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera; y por de fuera te buscaba, y arrojábame, nada hermoso como era, sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo». Vivo fuera de mí, volcado en un mundo al mismo tiempo bello y desordenado, porque hay pecado original. Y en ese vivir fuera de mí, como me recuerda S. Agustín, me pierdo. Pierdo el centro de mi vida y me descentro. Y no logro entender entonces tantas emociones de mi alma que bullen con fuerza. Al igual que en un ordenador se va guardando todo lo que visita, a menos que lo borre, en mi interior se acumulan todas las impresiones y vivencias. No lo puedo borrar. Todo queda en el subconsciente. Por eso es necesario el sueño, para procesar lo que vivo cada día. Y el mundo de los sueños, es el modo de procesar y de vincular sin lógica los estímulos y sensaciones guardadas. Todo estímulo queda registrado y necesita ser digerido, rumiado. Todos. Incluso los menos perceptibles conscientemente. ¿Cómo podré traer la paz a mi mundo interior revuelto y en guerra? ¿Cómo podré calmar los miedos inconscientes, los deseos inconfesables, las ansias irreprimibles? Soy un desconocido para mí mismo cuando se abre una pequeña compuerta y salen a la luz sentimientos irreconocibles como propios. Pero sí, también soy ese que hiere, que grita, que desea lo que no le corresponde. Soy yo el que guarda ira, celos, rencor. Soy yo el violento y el pacífico, el triste y el alegre, el lujurioso y el lleno de ansiedad, el cobarde y el valiente. Todo eso está dentro de mí, lo bueno y lo malo, lo sublime y lo más sucio. La belleza y la fealdad. La impureza y la pureza. Quisiera que Dios viniera a mi alma a poner en orden todo lo que está desordenado.

Me quedo mirando a María en el Santuario. Me detengo en sus ojos y creo que me mira. Su mirada me da paz. Sin palabras me dice que no tema, que confíe, que tenga paciencia, que persevere, que sea fiel en esas pequeñas cosas de cada día. Uno de los primeros congregantes le escribía al P. Kentenich desde el frente: «Muchas veces recuerdo la hermosa conferencia que nos dio en la Capilla en el último encuentro. Con todo el corazón nos consagramos a María y no me arrepentí en ningún momento. No, precisamente el pensamiento: – María te protege, a Ella le perteneces por entero, en Ella puedes confiar en todo momento – me regala el mejor apoyo y consuelo. Así lo he experimentado muchas veces. A veces paso horas tristes pero, cosa extraña, entonces recuerdo mi oración de consagración, entono un canto mariano y todo se mejora». Deseo que todo sea así de sencillo. Alzo la mirada a María y dejo que mi alma repose en su pecho. En su regazo descanso, duermo, medito. Y no me arrepiento del paso que di un día cuando sellé sin saber esa primera alianza. Y se hizo realidad lo que este joven escribe desde la guerra. Entre bombas y oscuridades. Allí donde parecía que Dios se había ausentado dejando con su ausencia soledad, destrucción, odio y vacío. Otro congregante escribía: «Cuántas veces estoy espiritualmente en Schoenstatt en la querida Capillita de la Congregación, a los pies de nuestra querida Madre Tres Veces Admirable, ante la que me he arrodillado tantas veces, a la que confío mis penas y preocupaciones, y donde siempre encontré consuelo». María hace milagros en el corazón de aquel que se entrega sin barreras. Me cuesta hacerlo a veces y pongo barreras, sobre todo cuando veo que el futuro no parece halagüeño, más bien lo contrario y tengo miedo. Otro congregante escribía: «¡Mater habebit curam! Sí, mi Madre celestial se preocupará de mí. Si mi madre terrena se preocupa tanto de mí en esta grave enfermedad, mucho más se preocupa mi Madre Celestial… ¿Podré volver a estar sano nuevamente? Mi juventud se rebela contra la muerte. ¡Tan joven y destinado a la tumba! No, no, quiero vivir!… pero la confianza en mi Madre Celestial me dice: Ella hará todo bien. Hace algunos días que no pido por mi salud, sólo pido: – Madre, como tú quieras, paciencia y más paciencia». Dan miedo la muerte, el sufrimiento, la ausencia, la pérdida. Asusta el futuro incierto en el que me abruma todo lo que no controlo y me cuesta vivir en presente sin sentir ansiedad al pensar en lo que ha de venir. Y es que no consigo ponerle un freno a mi vida que se dirige hacia el abismo. ¿Lograré entregárselo todo a María cuando me sienta débil y no sepa cómo dar el siguiente paso? ¿Lograré confiar en su amor sin pretender que siempre se hagan realidad todos mis planes? Me da miedo la oscuridad de la muerte y el silencio que acompaña mis fracasos. Y siento un peso en el pecho que me hace retroceder sin saber qué camino seguir. Como si no quisiera dárselo todo a Dios. Me asusta soltar lo que retengo con mis manos. En la noche miro a María, me detengo ante el cuadro de mi Madre, confiando en su mirada. Quiero soltar lo que me pesa, dejar que se vayan mis miedos y todo lo que me abruma. Soy consciente de todo lo que retengo como un náufrago aferrado a su madera en medio de las olas. Me cuesta tanto soltar y entregar esas bolas de oro que pesan en mi pecho. Es lo último que quiero dejar ir. Porque lo amo, porque me hace bien. ¿Aceptar incluso la posibilidad real de la muerte en el momento en el que menos la deseo será posible? ¿Darle el sí a que mis planes no se cumplan y en su lugar sucedan cosas que no deseo? ¿Soltar el control y dejar ir a los que más quiero? ¿No querer sujetar las riendas de mi vida aun cuando antes se las había entregado a Dios de mil maneras, en mil oraciones? Retengo mi vida para que no se escape por la pendiente, mis días para que no pasen fugaces, mi felicidad para que no se escape como un pájaro en su vuelo. Me aferro a lo que es mío tratando de eludir futuros aciagos que no me convienen, no me hacen feliz y me entristecen por perder lo que ahora tanto amo. Ante el cuadro de María vuelvo a arrodillarme confiado. Porque quiero ser libre y le digo: – Madre, aquí estoy, toma mi voluntad. Le digo de nuevo, temblando, que me dé la fuerza que necesito para pronunciar mi Fiat. Paciencia, le pido y mucha paz para enfrentar la vida. Me agobia la oscuridad sin sol que me rodea cuando no todo es como esperaba. Sólo la mirada segura de María, abrazando mi vida, sosteniendo mis días, es suficiente para hacerme sonreír en este presente fugaz que es mi vida. Ella se preocupará de mí con sumo cuidado, pase lo que pase. Entonces, ¿por qué tengo miedo? ¿No me lo prometió un día en el silencio de mi corazón cuando me dejé tocar por su mano? Y ahí comenzó esa historia de amor con Ella. Pasan los años y surgen nuevos temores, nuevas ansiedades y angustias. Y me asusta no querer dejar ir la barca hacia dónde Ella quiera, rumbos escondidos bajo las olas. Me asustan las corrientes profundas y frías que ignoro, los vientos recios que aún no conozco, los caminos sobre las aguas que se confunden en medio de las olas. En medio de todo siento la compañía de un abrazo que me pide que confíe. Una mirada de mi Madre que me levanta de mi dolor. Y su voz suave entonando un canto que resuena en mi alma haciéndome vibrar. Sí, iré, donde tú quieras, como tú quieras. Fiat.

Creo que poner en el centro de mi vida algo concreto, hace que esto se convierta en lo fundamental. Cuando en el centro estoy yo, siento que el mundo debe girar en torno a mí. Todo me molesta y siento que hay derechos que tengo y no consigo exigir en todo momento. Si el centro es la política, todo serán peleas y luchas de poder o, en el mejor de los casos, una preocupación por el bien común. Si en el centro está el deporte, no seré capaz de hablar ni compartir sobre otros temas. Entraré en luchas por ver quién es mejor y me afectarán las derrotas y los éxitos, propios y de los otros. Si en el centro está el dinero todo girará en torno a este tema. Me importará ganar más dinero cada día y acabaré consumiendo cada vez que tenga la oportunidad. ¿Qué hay en el centro de mi vida? ¿Qué es lo que de verdad me importa? En el centro de mi alma está lo que es importante, lo que me preocupa, lo que me ocupa. El otro día leía que le preguntaron al Papa Francisco en una oportunidad: «¿Usted quiere llevar a cabo la reforma de la Iglesia?». Y él me miró fijamente y me dijo: «No, yo lo que quiero es poner a Cristo en el centro de la Iglesia. Luego será él quien haga las reformas»[1]. Si pongo en el centro de mi vida a una persona egoísta y que tiende a la autorreferencia, yo acabaré siendo parecido. Dos personas que se aman se parecen más al final de su vida. El compartir la vida con otra persona hace que lo suyo acabe siendo también mío. Los que se aman se parecen, podría decir. Poner en el centro de mi corazón a otro es una decisión trascendental. Acabaré pensando, soñando y actuando como aquel al que amo. El Papa Francisco llegó y muchos pensaban que iba a cambiarlo todo en la Iglesia. Muchos se alegraron. Otros muchos tuvieron miedo. Porque cuando alguien llega y cambia las cosas me pongo nervioso. Salvo que me encuentre en una situación difícil, querré que las cosas sigan como hasta ahora. Alguien que lo quiere cambiar todo, puede ser una persona molesta. Demasiado inquieta. Continuamente pensando en aquello que se puede mejorar. Y en realidad los cambios no son necesariamente buenos. Pasar de ser libre a esclavo no es agradable. O perder la posición y el dinero del que antes disfrutaba. Pasar a llevar una peor vida no es lo que yo deseo con los cambios, todo lo contrario. El que quiere cambiar las cosas es quien piensa que puede estar mejor de lo que está ahora. Pero lo que de verdad importa es saber distinguir qué cosas sí se pueden cambiar y cuáles no. Leía al respecto: «No puedo curarte, ni a ti ni a nadie, pero puedo felicitarte por la decisión de desmantelar tu prisión mental ladrillo a ladrillo. No puedes cambiar lo sucedido, no puedes cambiar lo que hiciste o lo que te hicieron. Pero puedes decidir cómo vivir ahora»[2]. El pasado no puede cambiarse y tampoco mi forma de ser, mi verdad más íntima. No puedo cambiar y dejar de ser como soy. Hay muchas cosas en mí y en mi vida que no pueden cambiar. Aprender a ver lo que sí puede cambiar y lo que no me ayuda es fundamental. Puedo cambiar lo que voy a hacer a partir de ahora y no puedo alterar nada de lo que me hicieron, o de lo que yo hice. No puedo cambiar las circunstancias que vivo, pero sí la forma de enfrentarlas. No puedo cambiar mi esencia y sí mis accidentes. Puedo mejorar, puedo despojarme de los apegos que me enferman. Hay cambios que me vienen bien, me mejoran, sacan lo mejor de mí. Y otros cambios que implican pérdidas difíciles de soportar, y esas pérdidas puede que me hagan peor. Puedo ser mejor que ahora. Puedo luchar aun cuando las fuerzas se acaben. Puedo cambiar si dejo que Cristo se coloque en el centro de mi vida. ¿Qué implica colocar a Jesús en el centro? Significa darle su lugar. Hacer que todo lo que pienso pase por su corazón. Preguntarle a Él antes que a nadie qué es lo que tengo que hacer y cómo tengo que hacerlo. Si Jesús es el centro de mi vida cualquier decisión que tome tendrá que ver con Él. Cuando el centro son otros, o el dinero, o el vicio, todo lo que haga estará marcado por esa realidad. Por eso decía el Papa Francisco que quería colocar a Jesús en el centro. Si lo conseguía, Él cambiaría todo lo demás. Colocarlo en el centro es hacer que todo lo que tenga que ver con Él sea mi prioridad. ¿Realmente Cristo está en el centro de mi corazón? ¡Qué difícil lograr que Él mande en mi interior! Me rebelo y deseo ser yo el centro del universo. Vivo pensando en mí, en lo que me conviene a mí. Tener los pensamientos de Jesús, sus sentimientos, supone tener que dar un salto en el vacío. Sentir como Él, emocionarme con lo que a Él le emociona, optar por lo que a Él le importa, es algo demasiado grande que supera mis capacidades. Yo soy pequeño y no puedo encasillarlo en mis medidas a Jesús que no tiene medidas y que vive sólo en las almas grandes, en los corazones magnánimos. Ojalá la Iglesia tuviera siempre a Jesús en el centro. Ojalá yo mismo, que soy Iglesia, dejara que Jesús reinara en mi corazón.

La fidelidad, la perseverancia, la constancia, el tesón son palabras que expresan un espíritu firme y recio. Y es que la fidelidad exige mucha fuerza en el alma. Hay que ser constante para mantener firmes los impulsos que brotan de la juventud. Cuando el corazón se apasiona y toma decisiones tal vez algo precipitadas. Es la convicción de que es ese el camino que se ha de seguir. El deseo de mantener firmes los pasos, el ánimo, el camino. La fidelidad es una forma de vida. Hoy escucho cómo Moisés ha de mantener en alto los brazos para que puedan vencer sus hombres en la batalla: «En aquellos días, Amalec vino y atacó a Israel en Refidín. Moises dijo a Josue: – Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón de Dios en la mano. Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec. Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo, a filo de espada». Mantener los brazos en alto es exigente. Fiel en medio de la batalla. Fiel cuando todo alrededor flaquea y se derrumba. Dios no me pide que tenga éxito, sino que sea fiel, decía Santa Teresa. No me pide que triunfe en las empresas que emprendo, sino que siga paso a paso el camino marcado. Un día a la vez. Una hora de camino y la siguiente. Siempre con la mirada puesta en lo alto de la montaña, allí donde se dirigen mis pasos sobre piedras afiladas que amenazan con herir. Una subida dura hacia el corazón de María, hacia Dios. Con la certeza de saber que sólo los fieles llegarán a la meta. No siempre vencen los que tienen más talento, sino los que perseveran en medio de las dificultades. Es tan difícil ser fiel siempre. El corazón tiembla. Me gustaría mantenerme fiel en los brazos de María. Ella lo sabe todo y conoce mi fragilidad. Sabe que soy infiel, que no siempre estoy a la altura esperada. Sabe que mi vida está en sus manos y mis sueños no son pequeños, son bastantes grandes, pero mis fuerzas sí que son pocas. María conoce todo lo que he hecho y sabe todo lo que anhelo. Me pide que no sea rígido, que no piense que en la vida todo es blanco o negro. Hay grises y matices que no tienen que ver con la tibieza. Me da pena creer en un Dios hecho a mi medida. Un Dios de acuerdo con mis gustos y apetencias, o en un Dios rígido y exigente como puedo llegar a serlo yo mismo. Porque proyecto en Dios mis defectos y virtudes. Un Dios demasiado humano, demasiado finito y frágil, como yo mismo. Una batalla en la que Dios sólo me pide que permanezca fiel, con los brazos en alto, alabando. Elevar los brazos al cielo buscando a Dios. Él vence en las batallas, en todas las luchas que emprendo. En el salmo escucho: «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel. El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre».
Tocar un lugar santo es promesa de eternidad. Se me regalan gracias especiales para el camino. El auxilio me viene del Señor que lo hizo todo. Hizo el cielo y la tierra, hizo mi vida como es. Yo tomo decisiones y camino en la dirección que Dios pone ante mí. No tengo miedo, porque Dios va conmigo, porque me ama con locura. No me deja solo, sostiene mis pasos, mis brazos alzados al cielo esperando su misericordia. Sabe que mi fidelidad es frágil y me faltan las fuerzas. En medio de mi camino va a poner personas que me ayuden a tener más fe. Va a colocar a quienes tengan la fuerza para sostener mis brazos en lo alto. Es tan difícil ser fiel en lo poco. Tan complicado mantener mi paso firme. Dios me ha hecho de carne para que me apoye en la carne de mis hermanos y persevere. Sin la fuerza de la comunidad no podría caminar. Por eso me alegra ver a tantas personas fieles que caminan al encuentro de Dios. Tantas vidas rotas que se levantan de su dolor y vuelven a confiar. Tantas infidelidades perdonadas. Tantos síes repetidos en medio de la tormenta. Me gustaría ser capaz de apoyar a muchos en sus dudas. Capaz de dejarme ayudar por otros para poder perseverar. La vida es muy larga y necesito tener mucho valor para no perder nunca la esperanza. Más allá de mi humanidad hay un Dios que le da sentido a todo lo que estoy viviendo. Un Dios que me alienta a seguir caminando por encima de las piedras, luchando aun cuando flaqueen mis fuerzas y necesite a alguien a mi lado que sea más fuerte, más fiel, más de Dios, más niño. Si persevero yo sé que muchos otros podrán hacerlo. Mi testimonio y mi vida ayudarán a otros en su fidelidad diaria. No camino solo, voy con muchos. No soy yo solo en la búsqueda de un Dios que pueda sostener mi vida para siempre. La fidelidad es ese don que pido cada mañana.

Hoy Jesús me invita a perseverar en la oración. Me anima a insistir día tras día sin desfallecer. ¿Podré hacerlo? Me cuenta una parábola: «En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer: -Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: – Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo». Me compara a Dios como un juez injusto, pero al final lo aclara: «Y el Señor añadió: – Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Dios no es injusto, no actúa de forma arbitraria. Es un padre bueno que me cuida. Se preocupa por mí y me quiere hacer justicia. Quiere que me vaya bien en todo lo que emprendo. A veces me cuestan esos cuadros que reflejan a un Dios juez que condena al infierno a los que no se comportaron de manera intachable. Un juez que no acepta el error y trata de ser justo aplicando castigos ejemplares. Un cielo como premio para los que perseveran y triunfan. Un infierno de oscuridad y de odio para los que no estuvieron a la altura. Yo no sé cómo será todo ese día en el que cruce la puerta que lleva de la vida a la muerte. No sé qué sentiré en esa última hora ni cómo será ese cielo soñado del que tanto he hablado y que tanto he esperado. Pero ver a esas almas empujadas al abismo me desconcierta, me entristece. No quiero actuar por miedo a una condena que yo no he deseado. No quiero portarme bien sólo porque tema que Dios me aleje de su presencia. No quiero que Dios actúe con la justicia de los hombres. ¿Dónde quedaría entonces la misericordia? Si no hay misericordia no me queda nada a lo que apelar. Nunca mereceré el cielo, el abrazo de Dios, el consuelo eterno. Nunca amaré con un amor tan grande como el amor con el que Dios me ama. Soy pequeño y débil, vulnerable, frágil. No hago al final del día el bien que deseo hacer y es el mal el que realizo con insistencia. Es injusto mandarme al cielo cuando todo lo que hago no tiene que ver con Dios. En ese momento oscuro de mi vida no merezco la gracia, ni el perdón, ni la misericordia. Cuando he negado el cielo con mis obras, ¿sería justo acabar yendo a ese cielo que no he deseado? Es una paradoja. Obligado a estar con ese Dios al que no he amado. Tal vez porque no lo he conocido, porque no me he dejado amar por Él. Definitivamente me cuesta entender la misericordia de Dios que entra en colisión con mi idea de justicia. Yo no soy tan misericordioso. Cuando actúan mal conmigo, cuando no son justos y me difaman, cuando me juzgan y condenan, cuando me desprecian y me siento aislado, brotan dentro de mí la ira o el odio. Pero no surge la misericordia. Con mis pecados soy condescendiente. Los veo pasar ante mi vista y le pido a Dios perdón. Pero luego, al pensar en mi propia vida y en las injusticias que sufro, no perdono, guardo rencor y resentimiento. Quiero venganza o hacer que mi hermano sufra un daño semejante al mío o aún mayor. La misericordia es un salto en el vacío. Leía el otro día: «Pues bien, en el momento supremo, Dios se le reveló a través de un medio humano; pues Dios ya no hace milagros; quizá, en el primer momento, pues los ojos velados por las lágrimas necesitan un tiempo para abrirse del todo, no comprendió esa misericordia infinita del Señor; pero, finalmente, tuvo paciencia y aguardó. Un día, salió milagrosamente de la tumba, transfigurado, rico, poderoso, casi un dios»[3]. Ese conde de Montecristo sufrió la injusticia, la cárcel que no merecía. Un Dios misericordioso lo acabó sacando de ese lugar por medios humanos. Porque es así cómo Dios ejerce su misericordia conmigo. Manda personas que a mi lado me regalen un abrazo de misericordia. Lo harán de forma incompleta, torpemente, pero lo harán y dibujarán en el aire el rostro incompleto de ese Dios que me ama con locura. Y yo sabré entonces que Dios existe y es bueno. Aun cuando los hombres me parezcan malvados y mezquinos y yo mismo me lo parezca. Y aun así, habrá personas que me amarán torpemente y me darán lo que no merezco. Sin juzgarme me abrazarán. Sin alejarse de mí caminarán a mi lado. Tomarán mi vida en sus manos y me recompondrán cuando esté roto, por tantas heridas sufridas. Y sabré entonces que Dios, en su infinita misericordia, mandó gestos humanos para decirme que me quiere con locura, que nunca tengo que dudar de su amor infinito. Porque son lazos humanos los que lanza a mi vida para elevarme sobre mis huesos rotos y salvarme, cuando sienta que me hundo en lo más profundo. Porque es su vida más pura que yo mismo y en la misma impureza humana que me abraza estará ese amor tan puro e infinito que me ha prometido el cielo y hace posible que el amor humano que recibo sea un reflejo de su mirada más honda y humana.

El juez injusto de la parábola no actúa porque quiera hacer justicia. Eso me duele. Actúa porque quiere librarse de una viuda insistente. Me cuesta pensar en una actitud así. Actúa por cansancio, por hastío, para que lo dejen tranquilo. Actúa porque no soporta a esa mujer y quiere librarse de su insistencia. El juez injusto no busca que se haga justicia: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme». A veces me veo yo actuando de esa manera. No quiero hacer justicia. No quiero hacer las cosas bien. Quiero que me dejen tranquilo, que no me importunen. Hay dos actitudes en esta vida que me producen rechazo y dolor. Una es la indiferencia. El desinterés hacia el que sufre, hacia los problemas de los demás. La otra es una actitud que me lleva a hacer las cosas con desgana. Actúo sin interés real, sin querer el bien del otro. Actúo sólo para que me dejen en paz, para que no me molesten. Este juez no ama a la viuda. En realidad no quiere hacer justicia. Sólo quiere que la viuda se vaya y así perderla de vista. ¿No es eso lo que yo hago en ocasiones con las personas? Imparto sacramentos para que me dejen tranquilo. No pienso en el milagro que está ocurriendo en ese momento por obra de Jesús. No le doy valor a lo que está sucediendo en el alma de esa persona. Algo está cambiando en su corazón. Algo importante está sucediendo y yo sólo quiero que pase ese momento para seguir ocupado de mis cosas, de mis problemas. Escucho a los demás sin escucharlos realmente. Les hablo sin interés. Los abrazo para que sigan su camino. Los despacho y despido sin sufrir, sin que el corazón me duela. El juez injusto está muy lejos de ese Padre misericordioso en el que creo, de ese papá que sólo desea mi bien, se pone en mi lugar, y quiere que se haga justicia en mi vida. Ese Dios misericordioso es aquel en el que creo. Al mismo tiempo me veo a mí mismo suplicando, pidiéndole al cielo que se me haga justicia, que me llegue la misericordia. Hoy escucho: «Permanece en lo que aprendiste y creíste, consciente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina». Dios quiere que persevere en mi oración, en mi súplica. Puedo pedir, suplicar, insistir. No sé si sucederá lo que pido. Pero no quiero dejar de hacerlo. Insisto, pongo todo de mi parte. Hay una expresión asociada al santuario de Schoenstatt que me conmueve: «Nada sin ti, nada sin nosotros». María hace una alianza conmigo y se compromete a acompañarme en el camino. Sólo desea que le entregue mi corazón, que le abra mi vida, que le muestre mi docilidad. A cambio Ella hará milagros en mi vida, me salvará, reconstruirá mis sueños rotos. Sólo necesita que insista, que me ponga manos a la obra, que no desespere, que no me deje llevar por la procrastinación. Quiere que lo dé todo de mí como si absolutamente todas las cosas dependieran de mí. Y al mismo tiempo me pide que lo haga todo como si todas las cosas dependieran totalmente de Dios. Es decir, acción y confianza. Me pongo en camino y al mismo tiempo dejo que Ella y Jesús me abran el camino. No quiero tener miedo. Dios puede hacerlo todo bien si le dejo actuar en mi vida. Me pongo en sus manos e insisto. Si un juez injusto actúa para que la viuda se vaya, cuánto más el Dios en el que creo que es infinitamente misericordioso. Hoy le pido a Dios que me dé esa libertad interior. Quiero hacer justicia, quiero hacer las cosas bien y al mismo tiempo le pido a Dios que haga milagros, que salve mi vida, que llene mi corazón de esperanza. Sólo Él lo puede hacer en mi alma. Un Juez que es justo y misericordioso. Un juez que me ama con locura. A mí me queda poner de mi parte lo que tengo. Mis sueños y mis pocas obras. Mi pobreza y algunas de mis palabras. Pero la pregunta de Jesús me duele. ¿Encontrará tanta fe en la tierra? ¿Encontrará esa fe en mi corazón? Me falta fe en el poder de Dios, en sus milagros. Me falta fe para creer que lo imposible puede llegar a ser posible. Quisiera ser capaz de vivir de esa forma. No lo consigo. Me falta fe en el poder de Dios, en ese nada sin mí. Y es que el poder de Dios es el que me salva. Su fuerza, su misericordia me levantan de mi indigencia, de mi nada.

 

[1] El loco de Dios en el fin del mundo, Javier Cercas

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo