Hechos de los Apóstoles 13, 14. 43–52; Apocalipsis 7, 9. 14b-17; Juan 10, 27-30
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano»
11 mayo 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gusta conocer a los míos por sus nombres, saber sus preocupaciones, ocuparme de sus vidas. Reconocer cuándo sufren, cuándo padecen. Estar pendiente de sus necesidades y sus miedos»
Quisiera aprender a ser como un niño. Jesús me dice que de los que son como niños es el reino de los cielos. Los que tienen una mirada pura e ingenua, los que enfrentan las dificultades de forma confiada. Los que creen en el poder de sus padres y no pestañean. Los que sólo lloran si sienten la ausencia de sus seres queridos. Un corazón de niño para enfrentar las dificultades de la vida. Un corazón grande para amar sin importar nada más. Los niños se asombran con los cuentos más sencillos. Y se ríen, con risa floja, de las cosas más pequeñas. Saben disfrutar el momento, el presente que Dios les regala. Un corazón de niño es un corazón virgen, nuevo, tierno. Un corazón lleno de abrazos y palabras bonitas. Me gusta pensar en ese niño que tengo escondido en mi alma. Un día en el pasado sufrió, tuvo miedo, le hicieron daño. Quiero mirarlo en mi interior y abrazarlo. Él no tiene la culpa de nada. No es responsable de las cosas que pasaron. Ese niño escondido en mi interior está herido y por eso no sale a la superficie. No se atreve a exponerse y sufrir de nuevo el rechazo o el abandono. Prefiere huir a menudo para que no le hagan daño. Ese niño esquivo que me habita es el que me alegra de verdad la vida. Porque soy un niño y quiero que mi voz de niño se oiga. Quiero amar con alma de niño. Quiero entregarme con la ternura de un niño. Quiero ser transparente con la transparencia de un niño. Quiero tener la inocencia y la pureza en la mirada de los niños. Quiero entregarme sin poner excusas, con la franqueza y la grandeza de los niños. Me gustan los juegos y las risas. Las bromas inocentes y las sonrisas valientes. Me gustan los niños que se abrazan a mis piernas. Que sueñan con el cielo y ven la luz que llena de paz su alma. Quiero ser como ese niño que un día fui. Busco en mis recuerdos ese rostro de niño. Sé que no fue tan valorado como esperaba, tan amado de forma incondicional como le hubiera gustado. No lo amaron siempre, no lo respetaron siempre. Pero tuvo un hogar en el que echar raíces. Unos padres que fueron lugar de su reposo. Pienso en ese niño que, dentro de mí, quiere ser importante en mi vida. Lo abrazo y le doy toda la ternura del mundo. Pido por todos los niños que no reciben amor. Son heridos, despreciados, ofendidos, abandonados. Pienso en todos esos niños que han perdido la inocencia y la pureza por culpa de algunos adultos que no los amaron. Pienso en esos niños abandonados que no fueron capaces de llegar a ser adultos sanos. Hoy rezo por todos esos niños no amados, que no tiene familias sanas en las que crecer. Por todos los niños enfermos que han experimentado la vulnerabilidad física desde el comienzo de su camino. Por todos los niños incapaces de defenderse por sí mismos. Rezo por todos los niños que viven solos y se vuelven adultos antes de tiempo. Por los que han sufrido el dolor de la guerra y la pérdida de sus seres más queridos. Por los que no han tenido el regalo de ir a la escuela y llevar una vida normal de niños. Los que no han podido jugar con sus juguetes y soñar con sus cuentos de niños. Pido por todos los niños que aún pueden tener la oportunidad de rehacer su vida y salvar su camino. Por todos los que pueden dar a sus hijos un amor incondicional que salve sus vidas. Porque el amor que no le damos a un niño deja una huella inmensa, un dolor que no sana tan fácilmente con el paso del tiempo. Pienso en todos esos niños que necesitan encontrar su camino a casa y aprender a vivir de una manera diferente. Rezo para que yo pueda recuperar ese niño escondido en mi interior, que grita por ser libre y quiere ser amado haga lo que haga, en toda circunstancia y de forma incondicional. Quiero ser ese niño que se ríe de la vida, que sonríe sin malicia, que hace bromas inocentes y no juzga, no condena, no guarda rencor ni resentimiento. Me gustaría recuperar la inocencia perdida y la ternura que tal vez un día me arrebataron. Quiero recuperar a ese niño que ha llorado lágrimas de amargura y no cree ni confía porque lo han engañado tantas veces. Quiero abrazar a ese niño que necesita un abrazo puro y sano, un abrazo tierno y santo. Quiero mirar la vida como los niños que ven ángeles caminando entre los hombres. Hoy pido por todos los niños del mundo que necesitan amor y cariño.
Miro a María en este mes que se me regala. La contemplo en su santuario. Allí me espera, allí quiere estar conmigo. Me busca, me elige. Ha puesto su mirada en mí. Siempre pienso que María me persiguió por los caminos y me llamó por mi nombre. Se abrazó a mi espalda para recordarme que soy hijo suyo, el hijo de sus entrañas. Sabe cómo soy, conoce mis debilidades, ha visto mi pobreza. Y aun así quiere hacer una alianza conmigo. Desea que sea su aliado, que acepte recibir todo su amor. Tal vez sabe que el corazón humano, cuando está herido, no sabe recibir amor de nadie. Se niega a sentirse amado cuando es eso justamente lo que más necesita. Siento que Dios no llama a los más capacitados. María no elige a los más dignos, a los más puros, a los más brillantes y capaces. Esa no es su mirada, no es su expectativas. No espera de mí que lo haga todo bien. Me conoce. Las palabras del P. Kentenich siempre me sorprenden: «En mi fanatismo por la verdad me preocupé de todos que estuvieran en la placa del santuario. Ven cuántos somos, somos muy capaces. 80 % son ruinas. Una generación averiada. Un fracaso. Eso es la famosa generación fundadora. Yo lo sabía desde entonces. A todos los dirigí. El más bonito monumento a favor de María. Ella creó esa obra con instrumentos averiados. El 80% personas heridas, frágiles. Con ellos construyó María Schoenstatt»[1]. La primera generación de Schoenstatt, los primeros que estuvieron allí en el santuario ese primer día, eran una generación herida, frágil, rota. Una generación indigna. Yo me afano siempre tanto por ser digno, por estar a la altura, por lograr lo que esperan de mí. Quiero brillar y que todos vean cuánto valgo. Vanidad de vanidades. Todo es vanidad. Yo también estoy averiado, estoy roto. Soy parte de una generación herida, dañada por el mal, por el odio, por el pecado. Quizás no necesita Dios que yo lo haga todo bien. María quiere hacerlo todo bien en mí. Ella quiere construir a partir de mi barro una obra de arte. A partir de mis ruinas un santuario sagrado. No necesita que sea perfecto en mi forma de hacer las cosas. Sólo quiere que esté dispuesto a decir que sí con un corazón alegre, sencillo, de niño. Todo es más fácil si me dejo hacer por María. No tengo que hacerlo yo todo, tengo que dejarme hacer. Ella puede lograr milagros a partir de mis ruinas, de mi casa derruida, de mi vida empantanada. Tan sencillo y al mismo tiempo tan bello. Es el milagro de Dios en mi vida, de María, mi Madre, mi esperanza, mi luz. Llego en estos días a esta tierra de esperanza, al corazón de María. Allí coloco todos mis miedos, todas mis inseguridades, todas mis incapacidades. Le pido a Ella que haga nuevas todas las cosas en mi vida. María puede hacerlo. Me siento como un niño en sus manos de Madre. Me cobija, para que experimente que no importa en absoluto que todo a mi alrededor se hunda, mientras yo permanezca unido a Ella. Como ese pájaro que ve que tiembla la rama en la que posa su leve peso, pero no le importa, porque tiene alas. María me da alas. María me educa en lo más hondo para que mire la vida con ojos nuevos, con pureza, con alegría. María es Madre. Una Madre que me entregó Jesús en Juan desde la cruz. Una Madre que se viene a vivir a mi casa y yo a la suya. Una Madre que me ampara en su regazo para que no tenga miedo, para que no sufra ansiedad. El otro día hubo un apagón de luz en España y Portugal. Se fue la luz en todo el país. Todos se encontraban incomunicados. Mucha gente sufrió ansiedad en ese momento. No podían comunicarse con nadie, estaban aislados. Solos en medio de la tormenta del momento presente. En ese momento me doy cuenta de la inseguridad en la que vivo. Dependo de la luz para todo. Necesito estar volcado en el mundo, vuelto sobre los demás. Espero una llamada, un mensaje, una señal. No aguanto esa soledad conmigo mismo. Ese abismo que se abre ante mis ojos, fuera de mí. Me hundo en mi interior, en lo más hondo y ahí siento un miedo profundo. Abrumado por el vacío por estar desconectado, miro a María. Ella siempre está, no necesita la tecnología ni la luz eléctrica. Siempre está dentro de mí cuidando mi alma y todo lo que hay en mi corazón. Ella me limpia y evita que sufra ansiedad. No tengo miedo, no sufro, no me angustio. Confío en su poder de Madre que me ampara. Ella sabe mejor que nadie que mi vida es valiosa. Estoy roto, soy una ruina, estoy herido, soy una persona averiada. No importa, necesita mi barro, mi incapacidad para hacer las cosas bien. Se trata de cambiarme por dentro y Ella lo puede hacer si yo me dejo. Si me detengo en silencio en su santuario. Si dejo que su amor me cambie en medio de la paz de ese lugar santo. En el santuario se rompen todos mis dolores y angustias. En el Santuario me encuentro con el Dios de mi historia caminando en mi interior. Quiero llevar a otros la luz que procede de María. Quiero soñar con un mundo más bello y puedo ser yo un instrumento roto que María utilice para lograrlo. No tengo más miedo, no sufro ansiedad, porque confío en el amor de una Madre que nunca me suelta de la mano, no me deja solo. Ella me abraza por la espalda para que me sienta seguro en sus brazos.
Quiero agradecerle a la vida que me ha dado tantas cosas. Tantos sueños y tantos momentos. Tantas alegrías y algunas tristezas. Doy gracias por el camino y por la pausa, por el cansancio y la risa, por los abrazos hondos con lágrimas y esos otros con risas. Gracias por el silencio de las noches y las voces de la mañana. Gracias por los profundos bosques por los que se adentran mis caminos. Por los campos de girasoles, por las aguas caudalosas de los ríos, por los sembrados verdes o marrones, depende de los tiempos. Doy gracias por esa mirada cómplice y esa otra teñida de lágrimas. Me alegran las canciones conocidas y esas otras que me enamoran porque tocan de repente fibras sensibles. Doy gracias por el cariño que recibo sin merecerlo, no como pago por el mío, sino como un don que de repente me sobrecoge. Y es que recibir mucho más de lo que me merezco a veces me produce desasosiego. Y siento que soy demasiado afortunado. Gracias al cielo por su lluvia y también por ese sol que hace que ría tranquilo. Gracias por la sonrisa de un niño, porque está feliz y parece incluso que es a mí a quien sonríe. Gracias por poder contener las lágrimas del que sufre, sin querer evitar que sufra, sin querer parar el surtidor de su alma. Gracias porque Dios algún día colmó mi sed y la llenó de vida. Y otros días me dejó caminar por el desierto sediento sin darme ningún oasis. Me alegran las estepas tranquilas y los montes eternos que me hacen escalar con pie ligero. Siento que no he vivido lo suficiente para sentirme sabio. Y al mismo tiempo llevo en mis pies cansados el polvo de muchos caminos. La enfermedad a veces me ha tocado, más de lo que hubiera querido, mucho menos de lo que era posible. Agradezco la fortuna y las sonrisas. Los vientos que me empujan para llegar antes y los otros que pugnan por ralentizar mis pasos. Agradezco a los que me dicen lo que piensan sin buscar eufemismos para edulcorar las verdades. Por los que no ponen paños calientes evitando el dolor del que los escucha. Me gustan las miradas francas y los pensamientos sencillos, no esos que se enredan en bosques demasiado complejos. Me dan paz las conversaciones sencillas, sobre temas diferentes, sin querer llegar necesariamente a alguna parte. Amo las tardes de paz mirando el mar, buscando la otra orilla. Y me entusiasma también el sudor del trabajo bien hecho, las palabras que salen de lo más profundo de mi alma y la sensación de estar poniendo una piedra más en alguna catedral escondida. Disfruto los juegos y las victorias, correr y sentir el cansancio en mi cuerpo y la vida que se vuelve más plena a cada paso que doy, buscando alguna cima. Me da paz ayudar al que busca ayuda y estar para el que necesita ser escuchado. A veces me rebelo contra mis egoísmos y las búsquedas enfermizas de la paz de mi alma. Mis silencios me gustan, y no necesitar hablar para decir muchas cosas. No me gustan las peleas, las tensiones, las habladurías, aun cuando yo mismo pueda caer en ellas. Me gusta sonreír, escuchar y sentir que mi vida tiene algún sentido. No necesito el reconocimiento del mundo para ser feliz, menos aún sentir que todo lo que hago está justificado y vale la pena. Sé que la mejor decisión es la que ya he tomado. Y quiero ser fiel a lo decidido, por fidelidad al primer amor y porque sé que sólo por Jesús merece todo la pena. Me asustan los desafíos que superan mis fuerzas, y a veces creo que tengo que vencer demasiados gigantes para llegar a una meta que, tal vez, sólo yo me he impuesto a mí mismo. No necesito hacerlo todo bien para llegar al cielo. Y sé que sólo el que se arriesga vive de una forma que merece la pena. Arriesgarme y salir de mí mismo. Romper mis comodidades y reventar los diques que contienen mi agua. Saber que todo comienzo tiene un final y que hay hábitos que no duran eternamente. Tradiciones que mueren y costumbres que cambian. Me gusta cambiar y ser fiel a mí mismo. Escuchar una canción y cantar otra en una puesta de sol, cuando el mundo se guarda, con algo de nostalgia en el alma. Agradezco a tantas personas santas y buenas que llevo en el alma. Me marcan el camino y me enseñan que vivir como ellos lo hacen merece siempre la pena. Sigo siendo un apasionado de lo humano, de la vida de andar por casa, de los caminos sencillos de ida y vuelta. Me apasionan las tormentas que llegan de improviso y llenan mi vida de incertidumbre y olor a tierra mojada. Me intriga cómo viven los hombres y conocer sus preguntas y sus miedos. Tal vez Dios me dio un día el oído para escuchar sus cuitas y estar al pie de la batalla aguardando, esperando a que el sol se levante de nuevo otra mañana. Tengo claro que no sé la respuesta a todas esas preguntas que me hacen, que yo mismo me hago. He sentido vértigo frente a un acantilado mirando hacia abajo, a lo lejos, un mar embravecido. Mi barca se ha desviado a veces de su ruta y en esos momentos tiemblo, queriendo caminar sobre las aguas. Me asustan las amenazas y las mentiras que intentan manchar las famas de los hombres. He aprendido a regar plantas para que no pierdan las hojas. Y mi sueño es cuidar un árbol que dé muchas y cubra con sus sombra a los que buscan amparo. Sé que tengo que profundizar para encontrarme conmigo mismo. Y no me engaño si digo que no me conozco del todo, me queda aún toda una vida.
Jesús conoce mi voz y yo conozco la suya: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco». Siempre me ha gustado la imagen del pastor y las ovejas. No porque yo sepa mucho de campo y esté acostumbrado a ver rebaños de ovejas. Es cierto, por lo que dicen los que saben, que el pastor habla con las ovejas y ellas siguen su voz. Si es otro el que habla ellas no reaccionan. El pastor conoce a su rebaño. Se sabe sus nombres, conocen cómo son. La voz es algo que me caracteriza. Me llaman, escucho la voz de la persona amada, y reacciono. La voz de mi madre, de mi padre, de mis hermanos, de mis amigos, de mi cónyuge. Es una voz que no se puede confundir. Cuando me habla esa persona a la que yo quiero, reacciono con atención. Cuando el que habla es un desconocido, o alguien que no es precisamente mi amigo, no reacciono de la misma manera. Cuando habla alguien a quien admiro, atiendo a lo que dice sin dejar escapar una palabra. Me interesa lo que dice. Su voz me seduce. ¿Dios tiene voz? Sí, una voz que no es humana, pero sí una voz que se introduce bajo la piel del alma. Una voz que penetra por la hendidura de mi corazón roto. Una voz que dice cosas que antes no estaban en mí, no existían. Es la voz de Dios la que rompe las barreras que yo coloco. Esa voz no tiene límites. Pasa por las puertas cerradas, por las paredes de las casas que me impiden avanzar. Esa voz de Dios es penetrante, como espada de doble filo. Es la palabra de Dios en el Evangelio. Es la palabra de Dios hecha susurro que insinúa caminos y me llama para ir a lugares donde no pensaba ir. La voz del pastor es esa voz de Dios que me guía en medio de las turbulencias de la vida. Una voz firme que me lleva al desierto para seducirme. Me llama por mi nombre. Me busca en medio de los caminos. La voz que Dios me dio es algo sagrado. Puedo poner voz a palabras que dan vida o a palabras que matan. Mi voz rompe los silencios y puede sembrar paz o alegría en el alma de los que me escuchan. La voz es poderosa. Penetra los lugares cerrados. Entra donde el alma se resiste a escuchar. Hay una conexión entre esa voz y el que escucha. La oveja sólo sigue al pastor que conoce. Un grito, una llamada. Hoy escucho la palabra de Dios que se deja escuchar en el desierto en boca de los apóstoles iluminados por el Espíritu Santo en esa primera Iglesia: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: – Yo he te puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra. Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y creyeron los que estaban destinados a la vida eterna. La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región». La Palabra de Dios se difunde por el mundo entero. Los que hablan, los que escuchan. ¿Qué palabras hablo yo en mi vida? ¿Cómo son las cosas que digo? ¿Hablo palabras salidas del corazón de Dios? El verdadero pastor habla palabras salidas de Dios. Yo puedo dar esperanza con mis palabras o sembrar temores y angustias. Puedo unir o dividir. Hablar y escuchar, siempre es la misma dinámica. La oveja escucha y el pastor habla. No quiero banalizar. No quiero ser superficial en mi forma de hablar. Quiero sembrar luz con mi voz, y con mis silencios. Hoy escucho en el salmo: «Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño. Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios. que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades». Soy la oveja de un rebaño que tiene un pastor que es Cristo. Que tiene en el Papa el pastor que guía a su pueblo en el nombre de Cristo. Necesito estar lleno de Dios para hablar palabras que estén llenas del Espíritu Santo. Quiero escuchar lo que Dios me quiere decir en diferentes lenguajes. En mi alma, con esa voz suave que seduce. En los que representan a Cristo, el pastor, cuando me sugieren caminos nuevos para mí. En las cosas que me pasan, en las que Dios quiere mostrarme su voluntad e invitarme a seguir sus caminos, rompiendo las barreras y dejándome seducir. Las ovejas tienen miedo a quedarse solas. Se buscan unas a otras. Se acompañan en esa búsqueda de la voz que las calme y lleve al lugar correcto. Quiero ser oveja que escucha y pastor que habla. Quiero ser oído atento al querer de Dios en el mundo y al mismo tiempo esa voz que muestre caminos de plenitud a quien le escuche. Me gustaría tener mejor oído para saber lo que tengo que hacer en todo momento. Y, al mismo tiempo, me gustaría hablar con mesura, con profundidad, acercando siempre a las personas al corazón de Dios. Como ese buen pastor que sólo desea el bien para sus ovejas. Las llama para que no se pierdan, para que no sigan otras voces que no son las del pastor. Porque en el mundo en el que vivo hay muchas voces, muchas palabras que me invitan a entregar la vida de forma diferente. Y me pierdo siguiendo la voz de extraños. Si Dios no es mi pastor acabaré teniendo otros pastores que no sean Dios. Y es verdad. Esos pastores falsos no me darán la alegría que necesito para vivir: «Los discípulos, por su parte, quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo». Es la alegría del Pastor resucitado la que llena con su voz el alma de sus ovejas y estas saben que ya no tienen que hacer nada más, sólo descansar en Dios.
Me gusta la historia de la primera Iglesia que se mueve en la fuerza del Espíritu Santo y evangeliza. Una Iglesia misionera que se pone en camino y no se repliega en la comodidad de los bienes materiales. Una Iglesia que se describe con detalle en los hechos de los apóstoles: «En aquellos días, Pablo y Bernabé continuaron desde Perge y llegaron a Antioquia de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Muchos judíos y prosélitos adoradores de Dios siguieron a Pablo y Bernabé, que hablaban con ellos exhortándolos a perseverar fieles a la gracia de Dios. El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra del Señor. Al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo. Entonces Pablo y Bernabé hablaron con toda valentía. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas, adoradoras de Dios, y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies contra ellos y se fueron a Iconio». Pablo y Bernabé no se dejan amedrentar por los judíos. Tienen fuerza y no temen por su vida. Me parece a veces que me quejo demasiado o vivo pensando en mi comodidad, en lo que a mí me preocupa e interesa. Mi Iglesia se acomoda y teme salir para no acabar accidentada. Ahora se decide quién será el próximo Papa. Dentro de unos días ya estará. Para el mundo la elección del Papa es un acontecimiento de grandes repercusiones. Creyentes y no creyentes seguirán lo que pase en el cónclave. Algunos se quedarán en el morbo. O en ver si el Papa electo es de una u otra línea o tendencia. Dios sabe mejor quién es el que le conviene a esta Iglesia de santos y pecadores, que perdura en el tiempo y se mantiene activa entregando la vida. Una Iglesia de santos de andar por casa. De santos humildes que entregan su vida por amor a Dios. Me gusta pensar en esta Iglesia de mártires de los primeros siglos. Una Iglesia llena de vida, radical. Una Iglesia en la que muchos estaban dispuestos a morir mártires y no temían arriesgar su vida por amor a Jesús. Si los echaban de un lugar buscaban otro lugar donde desearan escuchar el mensaje de Cristo. Pienso en la Iglesia en la que vivo. A veces les echo la culpa a los demás. La culpa de mi propia dejadez y desidia. Busco excusas para no dar la vida. Argumento que son los curas, los obispos y el Papa los que deben hacer las cosas. Yo soy uno solo, un cristiano, un seguidor de Jesús, nada más. Se me olvida la fuerza evangelizadora de una voz en el desierto, de una semilla que arraiga en buena tierra. Me olvido de todo lo que es capaz de lograr un corazón enamorado, radical y generoso. La Iglesia que tiene que pastorear el Papa que sea electo, es una Iglesia que siempre está en camino. Siempre rumbo al cielo. Siempre soñando con las alturas. Una Iglesia que no se arredra ante los imprevistos del camino, ante las dificultades que puedan surgir. Una Iglesia que no busca ganar dinero sino entregar la vida. Una Iglesia que propone un mensaje de misericordia y de paz, de esperanza en medio de tantas guerras y frustraciones. Quisiera ser parte de una Iglesia siempre misionera que no deja de creer en el cielo. Según esas palabras que hoy escucho: «Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y uno de los ancianos me dijo: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos». Una Iglesia en la tierra camino al cielo. Han blanqueado sus vestidos con la sangre del Cordero. Me parece una descripción tan bonita de los santos. Han lavado sus vestidos en la sangre de Cristo. Y esa sangre ha permitido que su vida sea blanca y pura. Me alegra pensar que la misericordia es siempre la puerta de entrada al cielo. Y que el que peca y se aleja, en realidad se está perdiendo lo más importante de su vida en Cristo, que es pasar el tiempo con Dios, caminar con Él y soñar con las estrellas. Me gusta el cielo de la Pascua que vive la Iglesia aquí en la tierra. Porque somos ciudadanos del cielo. Echo raíces en esta tierra, amo y me enamoro, doy la vida y la guardo, me entrego sin reservas y soy fiel. Todo esto en un camino en el que Dios me muestra lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer por Dios. Claro que importa quién es el pastor que conduce mi Iglesia. Importa cómo es su alma, cómo su entrega, cómo su corazón herido y generoso. No importa si piensa como yo o piensa distinto. Lo que importa es que es Dios el que lo elige y lo llama a dar la vida por su pueblo. Un Pastor con olor a vejas que no tenga miedo de ser fiel al evangelio en todo lo que le pida el Señor. Me gusta pensar que al Papa sí quiero seguirlo, porque en su rostro y en sus palabras estará brillando el rostro de Cristo, y se oirá su voz llamándome a mí a ser fiel a su Iglesia.
Jesús me mira y quiere que lo siga. Me invita a seguirlo hasta la vida eterna: «En aquel tiempo, dijo Jesús: – Ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno». Jesús me invita a seguirlo para siempre. Nadie podrá arrebatarme de su mano. Nadie podrá alejarme de su presencia. Sólo yo me dejo tentar y sigo caminos falsos. Jesús me da la vida eterna. Me enseña a vivir con Él. Yo tiendo a seguir a muchos. Me dejo llevar por su forma de pensar, por sus criterios. Hay caminos en esta vida que no me hacen feliz y aun así los recorro de forma obstinada. Quiero ser feliz a toda costa y choco una y otra vez con la frustración que me entristece. El amor verdadero me hace feliz. El amor incondicional que me recuerda quién soy y hacia dónde camino. El mundo me ofrece felicidades perentorias. Pasan, se esfuman, duran poco como el placer, que sube y baja rápidamente. Me gustaría una felicidad eterna en la tierra. Y es que hay algo en mi alma, en mi corazón, que se resiste a la muerte, al final. Decía el Papa Francisco: «No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz»[2]. Hacerme feliz no es algo sencillo. Tengo demasiadas expectativas y exigencias. Le pido a la vida y al mundo que me den mucho más de lo que pueden darme. Y me frustro en el rebaño del Señor sin ser feliz. Me gustaría oír siempre su voz pronunciando mi nombre. Ser capaz de seguir al que me llama con voz suave invitándome seguirlo por amor. El buen pastor es el que está dispuesto a dar su vida por salvar a sus ovejas. Siento que no soy tan buen pastor. Me protejo, cuido mi tiempo y mi espacio. Me guardo para que no me hagan daño, para que no me exijan más de lo que es necesario, de lo que puedo dar. Siento que me duele el alma si me doy por entero, si abusan de mí. Pongo barreras y no quiero oler a oveja. Cuido el olor en mi entrega. Cuido lo que tengo, lo que soy. Cuido mi espacio personal. Pobreza del alma. Quisiera ser un pastor verdadero que hace lo que dice sin cargar pesadas cargas en el hombro de sus ovejas. Me gustaría conocer a los míos por sus nombres, saber sus preocupaciones, ocuparme de sus vidas. Reconocer cuándo sufren y padecen. Estar pendiente de sus necesidades y sus miedos. Me gustaría ser más valiente para dar la vida. Estar atento a todo lo que hay a mi alrededor. Salir a buscar ovejas fuera de mi redil. No quiero conformarme con guardar a los que están seguros, no deseo vivir peinando ovejas. Me gustaría salir a buscar a la oveja perdida. Al que está enredado en el bosque y no sabe cómo regresar a casa. Quisiera ser más humano en mi entrega y no vivir desde mi escritorio. Deseo estar en contacto con la vida, ser consciente de lo que el mundo hoy necesita y busca. Quiero luchar contra ese miedo que tengo a mostrarme vulnerable ante los demás. Un pastor herido, frágil, que se siente fracasado y aun así sale al encuentro de sus ovejas que necesitan un pastor. Un referente roto, como ese Pedro que era una roca que estaba quebrada. Leía el otro día: «Un ministro no es un médico cuya primera misión es quitar el dolor. Más bien profundiza en él hasta un nivel en el que pueda ser compartido. Cuando alguien llega al ministro con su soledad, puede esperar solamente que su soledad va a ser comprendida y sentida, de tal manera que ya no tiene por qué correr para liberarse de ella, sino que puede aceptarla como una expresión de su condición humana»[3]. El pastor no sana, no cura, no quita el dolor, no evita el sufrimiento. El pastor acompaña al que sufre, al que está solo, al que está enfermo y le da el consuelo de la esperanza. Le hace ver que en la vida la cruz siempre me acompaña. Forma parte de mi camino y tengo que aprender tan solo a vivir con esperanza y amor en medio de las dificultades de la vida. Me gusta pensar en ese pastor que se involucra con mi vida, no para que sea mejor, sino para que mi forma de vivir cambie y acabe mirando a las alturas, a las estrellas. Sueño con el cielo abierto, con la luz que ilumina mis sombras quitándome todo lo que me entristece. Lucho para ser pastor creíble, coherente, fiel. Pastor que abrace y muestre el cielo. Pastor que cometa pecados y tenga debilidades. Pastor que sueñe con los imposibles, sufriendo en sus propias fragilidades. Me gustan esos pastores humanos que dan la vida por entero desde su vulnerabilidad.
[1] José Kentenich, 1952 Terciado en Brasil
[2] Esperanza. La autobiografía: Memorias del papa Francisco
[3] Nouwen, El Sanador herido