Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo»

1 junio 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero pedirle a Jesús que me libere de lo que me empequeñece y me saque de lo que me ata. Que logre ver con sus ojos para librarme de lo que no me deja sacar lo mejor de mí»

Las desilusiones llegan cuando tengo demasiadas expectativas ante a la realidad. Quiero lograr que todo encaje en los planes que he ido trazando y no siempre funciona todo como yo espero. Y me pregunto si para obtener los resultados que deseo, estoy dispuesto a sacrificar muchas cosas. Un tenista profesional se preguntaba si quería renunciar a todo para obtener éxito a cambio de no ser feliz. ¿Es compatible el éxito con la felicidad? ¿Me hace feliz ganar, tener éxito y ser reconocido? ¿Vivo obsesionado con el éxito y el reconocimiento? ¿Estoy preparado para vivir la exigencia? ¡Cuánta gente a mi alrededor no sabe lo que quiere hacer con su vida! No saben si quieren esforzarse tanto por hacer lo que todos hacen y luchar por aquello por lo que muchos luchan. ¿Qué quiero hacer con mi vida? ¿Qué espero conseguir con lo que invierto? Los jóvenes se cansan pronto de sus trabajos. Necesitan motivación, nuevas metas, nuevos desafíos. La fidelidad en lo pequeño no se valora tanto. Estar donde tengo que estar año tras año. Luchar por un objetivo concreto aun cuando no sea el mejor de los objetivos. Una libertad que implique compromiso. Leía el otro día: «Estamos abrumados por la pérdida y creemos que nunca recuperaremos el sentido de identidad y de realización, que nunca mejoraremos. Pero, a pesar de las dificultades y las tragedias de nuestras vidas y, en realidad, gracias a ellas, todos tenemos la posibilidad de adoptar una perspectiva que nos transforme de víctimas en triunfadores. Podemos elegir asumir la responsabilidad de nuestras dificultades y nuestra curación. Podemos elegir ser libres»[1]. Me confronto con mi vida tal y como es y elijo qué actitud tomar. Libremente elijo este camino que trae renuncias y limitaciones, fracasos y contratiempos. Como no lo puedo tener todo a la vez en esta vida me siento frustrado. No puedo estar fuera y dentro al mismo tiempo, solo y acompañado, en un lugar y en otro, haciendo una cosas y otra totalmente distinta. El tiempo pasa para todos y en ese tiempo las opciones cambian, las decisiones posibles dejan de ser tantas, disminuyen a medida que voy eligiendo. Yo mismo maduro, envejezco, crezco y las cosas las veo de forma diferente. Y no sé si he perdido el tiempo o ha merecido la pena todo el esfuerzo invertido. Veo resultados que no siempre se corresponden con los que hubiera soñado. El camino se va estrechando y soy más libre, porque me comprometo. Soy más hombre y más niño al mismo tiempo. La libertad es un don caro y exigente. Ser libre en un mundo que esclaviza no es sencillo. ¿Estoy dispuesto a renunciar para lograr un objetivo a largo plazo? Soy libre para elegir y renunciar, para dejar de hacer y hacer. Pero no siempre tengo fuerzas para seguir luchando. Me canso, me hastío, me aburro. El tiempo pasa y ya no tengo las fuerzas de antes para enfrentar la vida. Y nada es tan bueno como yo quisiera. No sé aceptar las renuncias en el amor, ni los sacrificios. Necesito recordar lo importante en mi vida. Para qué estoy vivo, para qué he nacido. El sentido de mi vida vuelve a brillar ante mis ojos cuando escucho estas palabras: «El testimonio más convincente de esta esperanza nos lo ofrecen los mártires, que, firmes en la fe en Cristo resucitado, supieron renunciar a la vida terrena con tal de no traicionar a su Señor. Ellos están presentes en todas las épocas y son numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la vida que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda nuestra esperanza»[2]. Quisiera ser yo también como esos santos mártires que viven hoy como confesores de la fe. Es el testimonio vivo de una esperanza que no defrauda nunca. Quiero que mi esperanza no me abandone. Quiero levantarme una y otra vez para seguir luchando. Sin miedo al fracaso, sin temer el esfuerzo. Me costarán las cosas, algunos días más que otros, pero no desistiré de mis sueños. Me levantaré y seguiré caminando hacia Dios. Volveré a elegir su voz, sus pasos, su camino. Volveré a ponerme en su piel para caminar como un peregrino de la esperanza. No tengo miedo, elijo libremente lo que quiero ser.

Me gustaría vivir siempre en la verdad. Aceptarme tal y como soy, en mi pobreza, en mi indigencia.  Sólo desde mi verdad puedo darme a los demás: «Sólo se llega a ser uno mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra con el otro quien puede reconocer y aceptar la propia identidad»[3]. Miro mi verdad y no siempre me gusta. Busco los maquillajes para disimular por fuera lo que guardo dentro. No quiero que otros sepan lo que hay porque creo que no les va a gustar lo que ven. Pero no es así. Quizás tengo que aprender a vivir en paz conmigo mismo, con mi verdad: «Al mismo tiempo, el corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real, enteramente propio»[4]. Soy único y esa verdad está escondida bajo mil capas, bajo el maquillaje que disimula mis arrugas, mi vejez, mi indignidad. Soy muy crítico conmigo mismo. La única forma de madurar es aceptar mi originalidad como lo más bello que tengo, lo único que de verdad merece la pena cultivar y entregarles a otros: «Se podría decir que, en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas. El algoritmo en acto en el mundo digital muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No así el corazón»[5]. Me quedo en el lugar donde me aceptan tal y como soy, donde me quieren sabiendo que no siempre pienso como los demás y no estoy necesariamente de acuerdo con sus ideas. Pero me quieren porque conocen mi corazón, lo más íntimo que hay dentro de mí y me aman. Me aceptan de forma incondicional, sin hacer depender su mirada de mis logros o de mis fracasos. Hoy el mundo es muy exigente y me pide lo que no puedo dar. Si hago bien algo alguna vez, los demás quieren que lo haga bien siempre. Si fallo en algo me condenan, me critican, me insultan. Puede ser que pongan en mí una meta que ellos no logran alcanzar. Si uno no es capaz de ser puro e inocente les exige a ciertas personas que lo sean. Si no logró ciertos éxitos en su vida, se lo exige a sus hijos, a sus amigos, a los que admira. Y si le fallan, lo ve como un fracaso personal. Me siento en casa cuando no me exigen portarme siempre bien, estar siempre a la altura, sonreír en todo momento. ¿No te pasa a veces que te sientes usado por las personas? Puede ser así. Mientras les valgo y les resulto útil, me buscan. Cuando ya no les haga falta, me dejarán a un lado. ¿Qué pasa en este mundo en el que los ancianos ya no son necesarios? ¿O aquellos que sufren alguna enfermedad o tienen una discapacidad? ¿Qué sucede con los que no han estado a la altura y han pecado públicamente o no han sido fieles hasta el final, respetando las expectativas creadas? No cuentan, no valen, no sirven. Los aparto de mi camino porque no me aportan nada, no suman, no son ya importantes como lo eran antes. Paso por alto lo que siempre pienso que es fundamental, lo que hay en el corazón de cada persona. Y juzgo a las personas por sus actos, por sus fracasos. Ya no me sirven, no me alegran, no justifican que los ame por algún motivo. El amor incondicional parece imposible y es justamente eso lo que anhela mi corazón. La verdad es que no les puedo exigir a los hombres, que me aman con un amor finito y condicionado, que llenen el vacío infinito de mi corazón. Allí es sólo Dios el que puede colmar mis ansias y ordenar mis desórdenes. Porque es en mi corazón donde sucede todo, lo bonito y lo feo, lo difícil y lo fácil: «El corazón también es capaz de unificar y armonizar tu historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos, pero donde todo puede tener un sentido»[6]. En mi corazón todo se une porque Dios entra, habita, hace morada dentro de mí y llena con su presencia todos mis vacíos existenciales. Nadie, ninguna persona puede responder a todas mis expectativas y deseos. Nadie puede hacer posibles todos mis sueños. Es imposible que logren calmar mis miedos y apaciguar mi llanto. Pero sí necesito amar mi corazón para poder entregarlo. Desde sus límites e incongruencias, desde sus debilidades y grandezas. Soy único, lo que los demás no aprecian es lo verdadero. Se dejan tentar por mi maquillaje. Me pinto para disimular la tristeza. Tal vez no me quiero tanto como debiera. Dios me ha creado por amor. Me ha hecho a su imagen y semejanza, eso es maravilloso. Si me lo creyera de verdad todo sería muy diferente. Si creyera que soy la mejor versión de su grandeza. Que soy un reflejo tenue y bello de su pureza. En mi corazón está escondida toda mi verdad. Allí puedo ser yo mismo y desde esa verdad es desde donde puedo amar. Sólo algunas personas entrarán en ese santuario sagrado del corazón. Y los que lo hagan lo harán de rodillas, con inmenso respeto.

El otro día me preguntó una persona: «No acabo de comprender cómo educa María». Me quedé pensando en mi propia vida. María es madre. Antes que nada es madre de Jesús y madre mía. Y hace todo lo que una madre hace. ¿Acaso no puedo decir que mi madre en la tierra ha educado mi corazón? Me abrazó, me contuvo, me esperó y fue formando mi propia vida. Conocí a Dios en sus manos. Porque mi primera imagen de Dios es mi madre al pie de mi cama despidiéndose de mí cada noche. Mi madre era la sonrisa y la ternura de Dios. En su amor incondicional, en sus palabras de ánimo y de consuelo estaba María educándome, guiándome. Mi madre es el reflejo del amor de Dios desde niño. Como madre le preocupaba que yo estuviera bien, que encontrara mi propio camino, que fuera feliz. Siempre me esperaba y no me echaba en cara mis ausencias, o mis silencios. Y es que una madre educa con cariño. Y el amor abre todas las puertas de mis resistencias, haciendo posible lo imposible. Una madre sostiene mi dolor y mi desdicha y me ayuda a confiar y creer en todo el poder escondido dentro de mi pecho. Cuando yo no creo en mí, ella sí que cree en mi verdad. Una madre no se olvida de su hijo, no lo abandona, una madre que esté sana busca el bien de su hijo antes que el propio. Todo eso que se aplica a mi madre en la tierra, lo tiene mi Madre en el cielo de forma excelsa. Descubrir el poder educador de María es el camino de toda mi vida. Una madre no sólo cobija, apapacha, sostiene. Una madre me educa para que sea mejor persona, para que dé lo mejor de mí, para que no me conforme con una vida mediocre. Me avisa de los peligros que pueden acarrear mis decisiones, sin llegar a prohibirme nunca que las tome. Aprenderá de sus errores, piensa. Una madre me hace ver mis equivocaciones para que mejore, para que aprenda de mis caídas, para que no vuelva a reincidir en lo que he hecho mal ya una vez. Una madre construye mi personalidad a partir de lo que hay, haciéndome ver que siempre puedo dar más. El poder educador de María, que es mi Madre en el cielo y en la tierra, es infinito. Ella puede educar mi corazón si yo se lo entrego sin reservas, si dejo que entre, si no pongo resistencias a su presencia en mi vida. María me quiere transmitir su pureza, su amor, su bondad. Quiere que brille en mí todo lo que brilla en Ella. María de Guadalupe, en su cuarta aparición a Juan diego, cuando este trataba de evitar el encuentro con Ella, porque su tío Juan Bernardino estaba enfermo, le dice: «Oye y ten entendido hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí?, ¿No soy tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No soy yo tu salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has menester?». María me hace ver que no tengo nada que temer. ¿Por qué sigo temiendo? María aumenta mi fe, mi confianza, me hace creer en lo imposible. El poder de María es el de una Madre que nunca me va a dejar solo, no se desentiende de mí, me busca allí donde me encuentro y me pide que no huya, que no evite la responsabilidad. Porque tengo la tentación de evitar aquello que supera mis fuerzas. Esos temas difíciles que no sé enfrentar ni resolver. Me siento tan pequeño en mis necesidades y veo que no puedo caminar solo. María me sostiene entre sus brazos. Me toma y me pide que confíe. ¿Acaso no es el poder de una madre suficiente para educar mi corazón? Me gustaría ser como mi Madre en el cielo. Hay una oración que refleja todo lo que yo quiero tener de María: «Aseméjanos a ti y enséñanos a caminar por la vida tal como tú lo hiciste, fuerte y digna, sencilla y bondadosa, repartiendo amor, paz y alegría. En nosotros recorre nuestro tiempo preparándolo para Cristo Jesús». Un amor así transforma. María cambia mi corazón para que viva en su presencia y me deje guiar por Ella. El poder educador de María es grandísimo. Puede regalarme la paz que necesito, para no vivir alterado, para que el miedo no me paralice, para que la ira no tenga lugar en mis reacciones. La paciencia de María, su humildad, su mansedumbre. La libertad para enfrentar las dificultades con alegría. Hoy hay poca tolerancia a la frustración. Y muchas personas dejan de luchar por sus objetivos ante los primeros problemas e inconvenientes. Nadie me ha asegurado que el camino sea fácil. Lo que sí sé es que tengo que ser fiel en esos pasos que doy. La expresión para siempre me queda grande. Pero no por ello dejo de creer en un amor que dure toda mi vida. No quiero tirar la toalla cuando las cosas no salgan como yo quería. María guardaba todo en su corazón y me pide que haga lo mismo. Ella creyó cuando parecía imposible creer porque no conocía varón. Y el ángel le pidió que no dudara, que creyera, que no temiera. María educa mi corazón para que no me deje llevar por el desánimo, para que la tristeza no sea en mi interior más fuerte que la alegría. En el regazo de mi Madre del cielo puedo construir un mundo nuevo. Puedo hacer posible lo imposible. Puedo cambiar hábitos, costumbres, formas de hacer las cosas. El cerebro humano siempre se puede reinventar. El corazón siempre puede ser mejor de lo que es ahora. No estoy condenado a repetir siempre los mismos errores. Puedo dejarme educar por María para tener más calma en mi interior. Puedo guardar más silencio como Ella para que mis palabras no me traicionen.

Después de cuarenta días Jesús asciende al cielo y abandona en la tierra a sus discípulos: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Dios asciende entre aclamaciones que se escuchan en el cielo. Es esta una fiesta marcada por un doble sentimiento. En el cielo hay plena alegría, en la tierra abundan la pesadumbre y la tristeza: «Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista». Quisiera centrarme en la alegría de esta fiesta. Hoy el ángel me muestra una mirada diferente: «Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: – Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo». Los ángeles me invitan a alegrarme, a soñar con las alturas, con el cielo. Los apóstoles se alegran hoy en el templo: «Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». Se alegran y bendicen a Dios porque es grande. Jesús, en su carne mortal, resucitado, asciende al cielo. Una parte de mí entra en el cielo. Un cuerpo como el mío, un cuerpo que sufre el dolor, el hambre, el abandono, la muerte. Entro con la cabeza que es Cristo. Si Él entra en el cielo seguro que yo estoy llamado a vivir con Él para siempre, en la eternidad. Me conmueven estas palabras. Se postran y viven en el templo adorando y bendiciendo a Dios. Me gustaría tener ese don de saber bendecir a Dios en mi vida. Alabarlo, darle gracias porque ha hecho posible lo imposible. Ha hecho un milagro en mi alma. Me ha prometido que estaré con Él para siempre. Además no sólo me promete lo que vendrá, sino que me asegura que se quedará conmigo en la tierra. En la fuerza del Espíritu Santo que me regala como un don. En la fuerza de la eucaristía, ese pan que es su cuerpo, ese vino que es su sangre. Su presencia permanente a mi lado me trae consuelo y esperanza. Ya no voy a estar solo nunca. Me siento tranquilo al saber que su amor es más grande que todos mis miedos. Y su abrazo más poderoso que todas mis soledades. La alegría de hoy marca el comienzo de un nuevo tiempo. Dios quiso hacerse carne en un tiempo concreto, en un espacio determinado. A partir de la ascensión comienza una nueva época. Jesús va a estar presente pero de forma diferente. No va a estar en su cuerpo mortal, sino en ese pan que es su presencia viva que cambia el corazón de quien lo recibe. Y al mismo tiempo su Espíritu va a encender mi corazón porque es lo que necesito. Me hace falta su voz en mi alma. Necesito su presencia que ilumine mis pasos. Así es como permanecen diez días más en Jerusalén, escondidos en el Cenáculo con María, hasta que desciende sobre ellos el fuego del Espíritu: «Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Ellos, que habían visto el sufrimiento y la muerte de Jesús, también habían contemplado su resurrección y ahora lo veían partir al cielo. Eran testigos de ese amor inmenso de Dios por los hombres. Hoy es un día de alegría porque sé que lo último en mi vida no será la muerte. Hace poco escuchaba hablar a un ateo que estaba orgulloso por creer que todo acabaría con la muerte. Silencio y oscuridad para siempre. Sin continuidad, sin vida eterna. Me dio pena escuchar sus palabras. Mi fe se empieza a construir sobre la vida de un hombre que muere en la cruz y resucita. Y luego se aparece resucitado y glorioso. Y después asciende para enviarme el Espíritu que me llene de vida. Me gusta pensar en ese Dios conmigo para siempre. No quiero imaginar el vacío y la oscuridad después de la muerte. Creo en la luz, en la esperanza, en la vida que todo lo llena. Creo en ese amor inmenso que Dios me tiene y por eso no puedo concebir que el final de todo sea la oscuridad de una muerte caduca que no resucite. Después de tanto dolor y sufrimiento que veo en esta tierra, no puedo pensar en un Dios tan cruel que no me regale una vida para siempre. Mi corazón está hecho para el infinito. Y nada puede llenarlo si no es infinito. No se calma con amores caducos, con días con término. En mi alma hay un grito que habla de cielo. Un deseo incontrolable de amar para siempre, de vivir en plenitud, de encontrarle un sentido a todo lo que me sucede. Y sé que muchas cosas no tienen sentido en la apariencia de esta tierra. ¿Cómo va a tener sentido un amor que muere, una vida que se acaba demasiado pronto, un odio que destruye la felicidad de los hombres? Mirar a Jesús ascender en Gloria al cielo me llena de esperanza y alegría.

Soy impaciente. Me gustaría que las cosas salieran como yo quiero y cuando yo quiero. No sé esperar pacientemente a que el fruto maduro se desprenda de su rama. No me gusta esperar a que llegue mi turno aguardando en una fila que no tiene fin. Quiero llegar rápido a todos los sitios a los que quiero llegar. Y luego de ahí al siguiente sitio. Tal vez si le pido a Dios paciencia me enviará oportunidades para practicarla. Creo que así suele ser en mi vida. Oportunidades para ser paciente. Respetando esos tiempos de Dios que no son los míos. Hoy los discípulos también quieren saber los planes de Dios. Le preguntan sus discípulos si ya ha llegado la hora: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?». Ellos están viviendo con Jesús un momento de Gloria, de felicidad. Un momento en el que el corazón se llena de alegría. Jesús ha muerto y ha resucitado. Jesús está vivo y la muerte ya no tiene poder sobre Él. Ya nadie podrá acabar con su vida. Aparecerá y desaparecerá. Estará presente y se esconderá. Podrá estar en cualquier parte, donde Él quiera. Nadie podrá con Él porque es invencible, inmortal, eterno, es Dios. Y Jesús se lo aclara: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad». Sólo Dios conoce el futuro, lo que vendrá, porque ya ha visto mi vida en su totalidad. No porque esté predestinado a tomar ciertas decisiones. Sino porque está en el tiempo y fuera del tiempo. Y sabe todo lo que hay en mi camino. Sus tiempos no son mis tiempos. Y lo que yo quiero que suceda hoy tal vez suceda mañana, no ahora, no cuando yo lo deseo. La tristeza puede anidar en mi corazón al no saber lo que va a venir. O al sufrir desgracias que no controlo, porque la cruz es parte del camino: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – Así está escrito: el Mesías padecerá». La cruz forma parte de mi presente y de mi futuro. De mi historia. Sé que el final no será la muerte, ni la oscuridad, ni la falta de vida: «Resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén». La esperanza me habla de vida, de resurrección, de esperanza. Pero vivir el presente no es tan sencillo. Aguantar el dolor, la tristeza, la pérdida, la ausencia, la destrucción de los sueños, la muerte de las alegrías. Porque puede que en el camino me tropiece con muchas tristezas y sinsabores, con muchos dolores que me hagan sufrir. Puede que no todo sea un camino de rosas y que Dios no respete mis tiempos ni mis sueños. Y alzaré la mirada al cielo esperando que se cumpla la promesa de felicidad que Dios me ha hecho. Lloraré confiando en que las sombras de la noche y las nubes de la tormenta pasen y dejen paso al sol radiante y a la vida que llena el corazón de alegría. Me gustaría vencer todo lo que en mí se vuelve difícil. Me gustaría acabar con tantas lágrimas vertidas. Ante el dolor que vivo no quiero perder nunca la esperanza. No quiero dejar de construir mi vida a partir de las ruinas que han dejado mis sueños rotos. Leía el otro día: «En mi experiencia, las personas que son víctimas se preguntan: – ¿Por qué a mí? Las que son supervivientes se preguntan: – ¿Y ahora qué?»[7]. No quiero vivir instalado en la queja y en el remordimiento. No quiero que el resentimiento me quite las fuerzas para seguir luchando. Los triunfadores, como siempre me dicen, no son los que siempre vencen y nunca caen derrotados. Son aquellos que perdiendo, cayendo, sufriendo derrotas, son capaces de ponerse en pie y seguir luchando. Esa actitud ante la vida es la importante. La de aquel que no se desespera cuando las cosas no salen como esperaba. Cuando los sueños no se cumplen. Y es que en el camino siempre hay decisiones que pueden ser errores. Y pasos que tal vez no eran los mejores. Pero no pierdo ni la alegría ni la esperanza. «Por esto digo que en cada crisis hay una transición. Las tragedias suceden y nos duelen en el alma. Y estas experiencias desoladoras también brindan la oportunidad de reagruparse y decidir qué queremos para nuestra vida. Cuando decidimos responder a lo que ha pasado avanzando y descubriendo nuestra libertad, nos evadimos de la cárcel del victimismo»[8]. Las tristezas del presente me hablan de las alegrías del pasado y de las del futuro. No pienso que siempre va a ser así. Respondo a lo que me sucede avanzando, mirando hacia delante, confiando en lo que está por venir. El futuro siempre me dará nuevas oportunidades. Y esté donde esté encontraré los caminos para ser feliz, de vivir con esperanza y paz en el alma. Por eso miro cómo Jesús asciende. La tristeza de la pérdida duele. Pero la promesa del Espíritu que mandará aviva la alegría en el alma.

Jesús me envía a ser testigo de la esperanza. Testigo de la alegría que despierta su ascensión a los cielos y la promesa de eternidad: «En cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra». Los bendice mientras asciende a los cielos. Y les promete la venida del Espíritu Santo. Así lo escucho en el relato de los Hechos de los apóstoles: «En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino: aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Serán bautizados en el Espíritu Santo. Y se llenarán de vida. Así nacerá la Iglesia: «Todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos». Cristo es la cabeza y ya está en el cielo. El cuerpo que es la Iglesia está en camino en esta tierra. Es un pueblo peregrino rumbo al cielo. Hoy escucho: «El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro». Cristo resucitado enviará la fuerza del Espíritu sobre su Iglesia para que sean capaces de llegar a todos los pueblos. Jesús me recuerda en esta fecha que me conviene que se vaya. Porque si Él se queda no llegará sobre mí el Espíritu Santo. Es difícil de entender. A menudo hay cosas en la vida que me quitan la alegría, me matan lentamente, me obsesionan. Son cosas que temo perder, que no quiero que acaben, que desaparezcan. Quiero que el amor sea eterno en la tierra y que las personas a las que amo permanezcan siempre a mi lado. Quiero que mi vida sea lineal, sin altibajos, sin cruces innecesarias. No comprendo nada de lo malo que me sucede y me encaro a Dios para recriminarle la desdicha que vivo. Me gustaría que las cosas fueran de otra manera, me gustaría inventarme otro mundo, otro cielo dentro de mí. Me gustarían muchas cosas que no suceden. Y Jesús les dice a los suyos, que lo aman hasta el extremo, que les conviene que se vaya. Igual que si un día un ser querido me dice lo mismo en su lecho de muerte. No, no me conviene que se muera nadie, que fracasen mis sueños. No me conviene que aquello que deseo no se realice. Si pienso de forma egoísta creo que me conviene todo lo que me hace bien. Y es bueno para mí todo lo que saca de mí la mejor versión. Lo que me gusta, lo que me da placer, lo que me hace sentir en casa, lo que me da paz. No me conviene lo que me estresa, lo que me angustia, lo que me produce incertidumbre, lo que me entristece, lo que me hace sentir vacío y me enferma. No me hacen bien la pérdida, la soledad, el dolor, los gritos y el odio de los que me rodean. Me hace mal enfrentar situaciones complejas, de tensión, de guerra, de lucha. No me conviene todo lo que me hace estar infeliz. ¿Por qué dice Jesús que les conviene que Él no esté con ellos de esa nueva manera si precisamente eso es lo que le da sentido a su existencia? Ellos necesitan saber si ya se va a instaurar el reino definitivo en sus vidas. Quieren saber si ha llegado la hora en que por fin el reino de Dios va a estar presente entre los hombres. Antes, cuando no era inmortal, todo era incierto y Él no quería que su reino fuera de dominio público. ¿Y ahora que había vencido a la muerte? Ya no había enemigos poderosos que pudieran acabar con su poder inmortal. Todo está en orden. Ha vencido. Y entonces Jesús les dice que no. Que les conviene que sea de otra manera. Que sean ellos los testigos. Que ya no necesitan estar bajo su manto protector. Tendrán el mismo poder de ese Jesús resucitado. Porque el Espíritu Santo los hará poderosos, invencibles. Les conviene que Él no esté en su cuerpo aun siendo glorioso para que una fuerza espiritual lo penetre todo y cambie los corazones. Para crecer ellos Jesús tiene que ascender a los cielos. Hay cosas en mi vida que no me convienen aunque me gusten y atraigan. Hay esclavitudes que no me hacen bien aun cuando yo crea que son lo mejor para mí. Me conviene perder aquellas cosas que no me dejan dar lo mejor de mí. Es una conveniencia que sólo ve Dios, yo no la veo. Quiero pedirle a Jesús que me libere de lo que me empequeñece y me saque de lo que me ata. Que logre ver con sus ojos para librarme de lo que no me deja sacar lo mejor de mí.

[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[2] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco

[3] Carta encíclica dilexit nos, del santo padre Francisco sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[4] Carta encíclica dilexit nos, del santo padre Francisco sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[5] Carta encíclica dilexit nos, del santo padre Francisco sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[6] Carta encíclica dilexit nos, del santo padre Francisco sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo

[7] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger

[8] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger