Isaías 66, 10-14c; Gálatas 6, 14-18; Lucas 10, 1-12. 17-20
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos»
6 julio 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero mirar con misericordia, con compasión. Mirar a mi hermano que está haciendo su camino, recorriendo sus días a su manera. Quiero mirar con alegría al que está a mi lado»
En ocasiones corro el riesgo de creer saber lo que los demás piensan o sienten. Leía el otro día: «Nunca puedes saber cómo se siente otra persona. No te está pasando a ti. Hay que mostrar empatía y apoyar a la gente, no ponerte en su piel como si fuera tu propia vida. Esa es solo otra manera de privar a los demás de su experiencia y de condenarlos a seguir atascados»[1]. Lo que el otro sufre es suyo. A él le pasa, en su piel, en su vida. Sufre de acuerdo con sus circunstancias y características. No puedo pretender saber cómo se siente. Quiero aprender a ser empático. Me gustaría saber lo que los demás sienten. Ponerme en su lugar sin estarlo. Intentar aproximarme a su realidad. No juzgar, no condenar, no tratar a los demás como si ya supiera lo que están pasando. No lo sé en realidad. Juzgar es un hábito que tengo arraigado en el alma. Nada de lo que sucede a mi alrededor me es indiferente. Opino sin saber, juzgo sin conocer todas las circunstancias, condeno sin entender. Como si fuera fácil hablar a partir de lo que veo en los demás. No quiero engañarme a mí mismo. Es un peligro presuponer algo. Puede que me esté equivocando al interpretar la realidad. No siempre las cosas son las que parecen ser. Veo un comportamiento y siento que hay una intención detrás. No siempre esa intención que presupongo es verdadera. Hay deseos ocultos e intenciones que desconozco. No puedo ponerme en la piel de mi hermano por mucho que lo conozca. No sé lo que siente en lo más hondo de su alma. Intento buscar la verdad de su vida y puede que me equivoque. El juico sobre la realidad es algo habitual. Yo creo saber cómo tienen que ser las cosas y pretendo que la realidad se ajuste a mi expectativa, a mi deseo, a lo que yo creo que es lo válido, lo bueno, lo verdadero. Creo que las cosas tienen que ser de una determinada manera y si no lo son me indigno. Doy consejos que debería aplicármelos a mí mismo pero que tal vez no son válidos para otras personas. No por estar viviendo lo mismo lo vivimos de la misma manera. No por haber nacido en circunstancias similares tendremos la misma forma de enfrentar la vida. Interpreto y juzgo. Opino y busco tener razón en mis puntos de vista. Me equivoco con frecuencia. Leía el otro día: «Se trata, por lo tanto, de un juicio diferente al de los hombres y los tribunales terrenales; debe entenderse como una relación en la verdad con Dios amor y con uno mismo en el corazón del misterio insondable de la misericordia divina. En este sentido, la Sagrada Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu misericordia» ( Sb 12,19.22). Como escribía Benedicto XVI, «en el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría»[2]. La misericordia es lo más importante. Más valioso que cualquier juicio. Podré tener opiniones diferentes. O pensar que mi manera de hacer las cosas es la buena. Y aun así la misericordia es antes que el juicio. Es lo que importa. La misericordia al mirar a mi hermano. No sus acciones, sino su corazón frágil y dividido. No juzgar ni condenar. La misericordia es creer en la buena intención de todo lo que hace aquel que me hace daño. Aquel que no hace las cosas como yo le aconsejé. No quiero juzgar ni condenar. Quiero mirar con misericordia, con benevolencia, con compasión. Mirar a mi hermano que está haciendo su camino, recorriendo sus días a su manera. Quiero mirar con alegría al que está a mi lado. Quiero aprender a respetar, a escuchar, a no hacerme la idea de nada antes de escuchar lo que alguien quiere decirme. No interpreto. Sólo la misericordia me salva. Es la mirada de Dios sobre mi vida la que la levanta de su barro. Es la mirada de Dios la que me sostiene y me hace pensar que mi vida merece la pena. Es su misericordia la que me recuerda que estoy herido y que no tengo cómo defender mi causa. Sólo Dios salva. Sólo su mirada merece la pena. Su amor es mucho más fuerte que mi pecado. Su misericordia mucho más honda que todas mis fragilidades y defectos.
Seré más feliz si vivo despreocupado y confiado en lo que Dios tenga pensado para mí. La verdadera pobreza de espíritu tiene que ver con el abandono en las manos de Dios. Escucho en Mateo 6, 25-34: «Por eso os digo, no os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas? ¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida? Y por la ropa, ¿por qué os preocupáis? Observad cómo crecen los lirios del campo; no trabajan, ni hilan; pero os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de estos. Y si Dios viste así la hierba del campo, que hoy es y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe? Por tanto, no os preocupéis, diciendo: – ¿Qué comeremos? o ¿qué beberemos? o ¿con qué nos vestiremos? Porque los gentiles buscan ansiosamente todas estas cosas; que vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas estas cosas. Pero buscad primero su reino y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Por tanto, no os preocupéis por el día de mañana; porque el día de mañana se cuidará de sí mismo. Bástele a cada día sus propios problemas». La pobreza espiritual es un don que le pido a Dios cada mañana. Quiero vivir libre de apegos enfermizos, de dependencias insanas. Libre de todo lo que me ata y esclaviza. Buscando los bienes de arriba que son los que me salvan por dentro. Libre para poder entregarme. Siempre me ha gustado la espiritualidad del pobre de Dios. Anawin es un término hebreo que se refiere a los «pobres de Yahvé» o «los humildes de Yahvé». Esta espiritualidad está marcada en primer lugar por la humildad. El pobre de Dios es consciente de su fragilidad, de su indigencia. Sabe que no puede con sus propias fuerzas. No se arroga ningún derecho porque reconoce todo como inmerecido. No puede, no sabe, no es capaz. Aceptar en la vida que no soy capaz es el primer paso para sincerarme con mi historia, con mi camino, con mi verdad. No puedo caminar, no puedo volar, no puedo conquistar todas las metas que hay ante mis ojos. Soy vulnerable y estoy herido. No soy mejor que nadie. Para sentirme de verdad pobre de Dios tengo que reconocer al mismo tiempo que soy amado de forma incondicional. La vulnerabilidad me lleva a dar un paso más: la dependencia de Dios. Sin Él no puedo nada, con Él todo es posible. Puedo subir a las cumbres más altas porque Dios puede hacerlo posible en mí. La humildad es verdad. Reconozco mi pequeñez y también la grandeza que ve Dios en mí. Soy dependiente de su mirada. En ese mismo momento me hago más libre de las miradas de los demás y comienzo a valorar lo que tengo como un gran tesoro. Si las comparaciones son fuente de grandes tristezas, el hecho de valorarme como soy y reconocer la verdad como un don precioso, me alegran el corazón. El pobre de Dios no se compara con nadie. Sabe que no es justo porque todos son mejor que él. Pero no le importa porque Dios no deja de mirarlo como un enamorado de su pobreza. Esa certeza es la que le permite caminar seguro por la vida, sin miedo, sin la tentación de la tristeza cuando experimente los fracasos, los desprecios y las pérdidas. Muchos no valorarán su vida, sabe que Dios siempre lo hará. El pobre humilde no deja de confiar en el amor de Dios. Sabe que depende de Él para todo lo que se proponga. Desde la humildad a la conquista de grandes logros. Dios lo hace posible en su corazón. Al mismo tiempo la espiritualidad del pobre está centrada en la sencillez. Es todo muy simple en su vida. No hay complicaciones y tampoco él mismo se complica con los problemas de la vida. Al mismo tiempo todo en él es sencillo. Cuando dice algo es lo que piensa. Cuando calla es porque no tiene nada importante que decir. Es transparente. No malinterpreta las intenciones de los demás. Y él tampoco tiene otras intenciones que las que muestra con mucha sencillez. Si dice sí es que sí y si dice no es que no. No engaña, es veraz en todo lo que muestra y dice. No se esconde detrás de ninguna máscara. No desea que los demás se confundan. Todos lo miran y saben cómo es. No hay doblez, no hay engaño en sus labios ni en su corazón. Su sencillez lo salva porque todo en él parece demasiado simple. El pobre de Dios sabe que todo le viene dado sin merecerlo. Es consciente de la gratuidad que vive cada día. Desde que se levanta hasta que se duerme descansa en Dios y entiende que todo lo bueno que le pasa y lo malo que sucede es un don. Nada es fruto de sus fuerzas. Ha vivido la gratuidad en forma de misericordia. Dios lo ama de forma incondicional y a él le gustaría amar a todos de la misma manera. Le gustaría amarlos sin condiciones, con un corazón grande, sin exigirles cambios que a lo mejor no pueden lograr. Amar desde el principio, sabiendo que sólo el amor verdadero logra cambiar a las personas. Ser consciente de lo gratuito en su vida hace que el pobre de Dios sea siempre agradecido con todo lo que tiene. Da gracias por la vida que Dios le regala, por los bienes que puede disfrutar. Vive el presente porque se ha abandonado en las manos de Dios y nada teme. No se angustia al pensar en el futuro porque confía en un amor providente que supera todas las expectativas. El pobre de Dios se sabe amado y agradece. Ama y agradece. Vive en el hoy sin temer nada, confiado, abandonado y agradece todo lo que tiene hoy aun cuando sepa que puede que mañana no lo posea. Agradece de igual manera porque todo es un don gratuito de Dios.
María lleva el timón de mi barca cuando yo mismo no sé el rumbo que tengo que seguir. Para eso tengo que escuchar su voz y seguir sus más leves deseos. Parece tan sencillo y no lo es. Miro a María a los ojos. Ella sostiene mi mirada y me ayuda a confiar. Miro su corazón inmaculado. En algo se parece su corazón al mío cuando yo era niño. Cuando mi mirada inocente reinaba en mi interior. Miro los ojos de los niños y veo en ellos reflejada la pureza de María. Su corazón inmaculado, sin pecado, limpio. María me mira con los ojos de una niña. Se alegra al verme y sonríe. Su corazón es un trozo del cielo en la tierra. El ser inmaculado de María me impresiona. María no tiene manchas, nunca fue herida ni manchada. No está rota, en Ella reina la armonía, el orden perfecto. No ha vencido el pecado en su corazón. No se ha dejado llevar por las seducciones del mal. No ha triunfado en Ella el demonio. Sobre Ella no tiene ningún poder el que divide y siembra discordia. Siento que María ha educado mi corazón. Hay todavía mucha oscuridad en mi alma, muchos miedos, culpas y resentimientos. Me gustaría no pecar nunca para no romper más lo que tendría que estar unido en mi interior. Porque el pecado me rompe por dentro. No hago el bien que deseo y acabo haciendo el mal que no busco. Rompo mi vida y la de aquellos que me rodean. Mi pecado me enferma y ese daño sólo Dios lo puede reparar. Miro a María que es Madre, educadora y guía. En Caná se fijó en todo lo que faltaba en una sencilla boda: «Como llegara a faltar el vino, María le dijo a Jesús: Ya no tienen vino». María ve todo lo que falta en mi propio corazón que no es inmaculado, está dividido y herido. Sabe que no tengo el vino que necesito para vivir. ¿Qué me falta en mi corazón para tener paz? ¿Por qué vivo desparramado por el mundo sin encontrar la alegría? Sin recogimiento en mi corazón nunca voy a encontrarme con mi camino de vida. Necesito descansar dentro de mí mismo en Dios. Necesito dejar que las aguas se calmen en mi interior. ¿Cuáles son los miedos que María puede calmar? Miedo a la pérdida, al futuro incierto, a las desgracias, a la soledad, al desamor, a que me hagan daño. Miedo a las personas que no me quieren bien. Miedo a los que se pueden aprovechar de mi fragilidad. Miedo a los poderosos, a los que se sienten con derechos sobre mí. Los miedos me hacen daño, me bloquean, me hacen vivir en un estado continuo de ansiedad, de alerta, viendo peligros por todas partes. El miedo me rompe, me ata, me esclaviza. María mira mi corazón. ¿Qué me falta? Me falta paz y siento culpa por cosas que no he hecho, por no ser capaz de responder a las expectativas que todos tienen sobre mí. Culpa por la suciedad que hay en mi alma, de la que ni siquiera yo soy culpable. Culpa por lo que hice y por lo que no hice. La culpa es como un veneno que mata la inocencia. Tengo que perdonarme por mis faltas. ¿Qué culpas arañan mi alma? Son culpas que reconozco y por las que pido al Señor que me regale su misericordia. A veces no me siento digno, me siento sucio, herido, roto. Y puede que no logre mirarme con orgullo. El niño que hay en mi corazón está herido y necesita ser abrazado. Miro a María y Ella me mira con compasión, con misericordia. Hoy hago mías las palabras de Jesús: «Mujer. ¿qué podemos hacer tú y Yo? Todavía no llega mi hora. Pero Ella dijo a los que servían: – Hagan lo que él les diga». María me pide que haga lo que Jesús me pida. ¿Qué quiere que haga? Algo muy sencillo: «Había allí seis tinajas de piedra, de unos cien litros cada una, que servían para las purificaciones de los judíos. Jesús dijo a los que servían: – Llenen de agua esas tinajas. Y las llenaron hasta el borde». Sólo es necesario llenar las tinajas de agua. Llenar mi vida de agua. Algo que tengo, que existe. Sólo agua aun cuando mi agua esté sucia. Dios puede hacer el milagro, sólo me pide Jesús que llene las tinajas. Después lo convertirá en el mejor vino: «Llamó al novio y le dijo: Todo el mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente. Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora». Un milagro tan innecesario como determinante: «Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así mostró su gloria y sus discípulos creyeron en Él». Creo que los milagros que María puede hacer con mi vida. Sólo me pide que entregue lo que tengo. Incluso cuando en mi agua haya miedos, culpa, rencores y pecados diversos. Aun cuando experimente cada día la incapacidad para hacer el bien. María conoce mi alma y me abraza. Ha visto mi pobreza y me ama como soy, en mi pequeñez. No me exige la perfección. En realidad nadie que me ama de verdad me exige la perfección. Porque me aman por lo que soy, no tanto por lo que hago. No me aman sólo si me porto bien. El otro día una persona me decía que le dolía mi actitud, que esperaba otra cosa de mí, que hubiera deseado que lo hiciera distinto. No le reprocho que me lo diga, me alegró su valor y su confianza. Eso sí, me sorprendió su expectativa. ¿Tenía el derecho a esperarlo? ¿Yo tenía que haberme comportado de tal manera que ella se sintiera contenta con mi actitud? No lo sé. Lo que tengo claro es que nunca voy a estar a la altura de lo que tantos esperan de mí. No voy a comportarme como ellos creen que debería hacerlo. Puede que ni siquiera esté pecando cuando los defraudo sin intención. Simplemente ellos sufren porque yo no cumplo lo que esperan. María no es así. Sólo desea que yo sea feliz y me ama como soy, haga lo que haga, incluso cuando me alejo me sigue amando. Me ama antes de que yo llegue a amarla. Me espera siempre sin reproches guardados. Me ama más de lo que yo pueda amarla nunca a Ella. Ese amor me salva y me sana en lo más hondo.
Hoy Jesús me manda a llevar la buena nueva a los pueblos. Quiere que anuncie el amor de Dios en medio de los hombres: «En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él». Lo que más me gusta es que los manda a esos mismos lugares a donde luego pensaba ir Él. Jesús no me abandona a mi suerte. Me busca, me protege, va conmigo siempre. Va a esos mismos lugares a donde yo voy. En ocasiones tengo miedo de la misión. Me asusta lo que puedo encontrar. Como si, al abrirse las puertas ante mí, no fuera a ser acogido por los que viven en esas casas. Jesús quiere que vaya casa por casa repartiendo paz: «Cuando entréis en una casa, decid primero: – Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros». En un mundo de guerras quiere que yo siembre paz. La paz es un don de Dios. Hay personas que traen paz con su mirada, con sus palabras, con sus gestos. Hay otras personas que siembran la guerra a su paso. Lo más importante de la misión parece ser la paz. Jesús quiere que pacifique con mi vida a los que encuentre. Quiere que esté a su lado y los consuele cuando se desesperen. Tengo miedo al rechazo, a la violencia y al desprecio. Jesús les dice a los suyos, me lo dice también a mí: «Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: – El reino de Dios ha llegado a vosotros. Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: – Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros». Me quedo en esa casa en la que me reciben. Donde me siento amado y acogido. De ahí soy y me quedo con ellos curando y hablando de la presencia del Reino. Es bonito pensar que mi anuncio es tan concreto. El reino de Dios ya está en medio de los hombres. Ya ha llegado la salvación. No tengo que vivir con miedo porque el Mesías ya ha traído la salvación, la libertad. ¿Cómo es ese reino de Dios? Los mismos discípulos no entendían cómo era el reino de Dios. Pensaban que sería la liberación de la opresión de los romanos. La liberación del pueblo de Israel. El Mesías no podía ser un hombre sencillo y sin fuerza, sin poder político ni económico. Y pese a ello el anuncio es ese, el reino de Dios ya está en medio de los hombres. La esperanza ya está aquí. No hay que tener miedo porque Jesús está vivo. Yo también me confundo y calculo el éxito. Pienso en ese reino que traerá una paz política. Y no es esa la paz que trae Jesús. Es una paz distinta que comienza en el corazón porque ahí mismo comienza el reino, en la decisión que tomo dentro de mi corazón para seguir sus pasos. Mi corazón quiere ser igual al corazón de Jesús. Un corazón puro, misericordioso, pacífico, alegre, entregado. Un corazón sin fronteras y sin límites. Un corazón valiente, capaz de entregarse hasta dar la vida. Quiero tocar las puertas de muchos hogares donde los hombres viven solos, angustiados, tristes y sin paz. Quiero que la paz de Dios penetre este mundo y lo transforme. El sentido de la paz es hacer visible el reino de Cristo. Ese reino comienza cuando dejo que haya paz en mi propia alma. Cuando he dejado que el odio, el rencor y el resentimiento desaparezcan. En ese momento ya no está el demonio tomando posesión de mi vida, sino sólo Dios. Y al tener esa paz dentro del alma, también vence en mí la alegría, como escucho en el salmo: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella. Todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: – Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado, se manifestará a sus siervos la mano del Señor». Ese reino de Dios alegrará mi corazón. Dejaré de tener miedo y no me dejaré llevar por la tristeza. Si pudiera sembrar la alegría en los corazones con los que me encuentre. El verdadero misionero tiene una alegría que le viene del cielo. Tiene un poder que no es suyo, viene de lo alto. Tiene una paz que no es la ausencia de guerra, sino la presencia de Dios en su corazón. Así quiero ir yo a las casas que resisten con las puertas cerradas. Quiero entrar y traer la paz a todos.
La misión es lo más importante en mi vida. Jesús quiere que siempre esté en misión. Decía el Papa León XIV: «Tenemos que buscar juntos cómo ser una Iglesia misionera, una Iglesia que construye puentes de diálogo, siempre dispuesta y abierta a recibir, como esta plaza, con los brazos abiertos a todos. A todos los que tienen necesidad de nuestra caridad, de nuestra presencia, de diálogo y amor». No sólo cuando me voy de misiones. Cada día es misión, en cada momento de mi vida doy testimonio del amor de Dios. No importa lo difícil que sea el camino, yo no desfallezco. Lucho hasta el final y estoy dispuesto a amar sin poner freno, sin excusas. Soy misionero las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. No dejo de llevar a Cristo a los que no lo conocen. Hay tanta gente que vive como ovejas sin pastor. Tantas personas que están perdidas, abrumadas por la vida que llevan, solas, angustiadas. Me gustaría llevarles siempre la esperanza, hacerles ver que su vida merece la pena. Decía S. Pablo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús». La cruz es el contenido de la misión que llevo en mis entrañas. Quiero llevar esperanza y tengo las marcas de Jesús en mi alma, en mi cuerpo. Sé que no puedo escabullirme, esconderme. Estoy llamado a llevar luz a muchos corazones: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos». Me pongo en camino para llevar luz a los que viven en tinieblas, alegría a los que están tristes, esperanza a los que han perdido la confianza en el Dios de sus vidas. Me da miedo cansarme, perder yo la fuerza y la alegría. Me asusta predicarme a mí mismo y no a ese Dios que cambia la vida. Sólo quiero alabar a Dios y aclamarlo por todo lo que ha hecho en mi corazón: «Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria. Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres. Los que teméis a Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo». Dios es grande y hace milagros en mi historia. No es que me conceda todo lo que le pido. No soluciona todos mis problemas. No me rescata de todos mis peligros. Pero eso sí, no me suelta de la mano, no me deja solo. En medio de las tormentas es la luz del faro que sigue mi barca. Es el abrazo que me rescata cuando me estoy cayendo. Es la palabra que me da ánimos cuando pierdo la paz. Me alegra pensar que Jesús no me deja solo en la misión. Me manda en medio de los lobos, pero no me dejará morir. Me dará fortaleza, palabras de sabiduría para lidiar en esta vida con el mal. Porque el mal no desaparece, pero sí me da poder para enfrentarlo. El bien es más fuerte que el mal. En este mundo tan roto, donde se confunde el bien con el mal, yo puedo dar esperanza a los que viven atormentados. La misión no acaba nunca porque el hombre siempre está en camino hacia su salvación. No quiero creerme que soy yo el que convierto a las personas, el que logra un cambio en sus corazones. Es Jesús dentro de mí. Es Él a quien yo señalo entre los hombres. Que lo vean a Él a través de mi torpeza, de mi fragilidad, de mi alma enferma. Que lo vean a Él actuar en mis obras torpes, en mis gestos inútiles. Dios hace milagros con el misionero. Lo convierte en su testigo. Eso me da esperanza. Pienso en todas las barreras que yo pongo en la misión. Me dejo llevar por la comodidad y no me pongo en camino. Doy un rodeo como aquel sacerdote que no quiso atender al enfermo al borde del camino. La mies es demasiado grande. La misión parece imposible. No acabaría nunca de predicar, de acercar a los hombres el rostro de Dios. No quisiera cansarme de dar la vida. Experimento a menudo mi pobreza y mi pequeñez. Siento que no doy la talla para ser misionero. Jesús me dice que no desfallezca, que confíe. Que habrá lobos y yo voy como una oveja entre ellos, pero que no debo tener miedo. Vuelvo a confiar en lo que Dios puede hacer conmigo. Nada es imposible para Dios. Él puede hacer posible lo imposible. El envío a la misión es para todos. No necesito tener una preparación especial. Basta con que esté enamorado. Eso sí lo necesita Jesús. Quiere que sea capaz de amarlo con toda el alma, con todo el corazón. A Dios no le gustan los tibios. Al demonio sí le gusta mi tibieza. Jesús quiere que viva apasionado, feliz con la vida que me ha regalado. Quiere que mi alegría sea constante y esté sustentada en lo más hondo de mi tierra, de mi alma. La misión consiste en llevar la paz a los corazones en guerra y hacer posible que brote la alegría donde reina un ambiente de pantano, de tristeza. La misión me consume por dentro, nunca dejaré de luchar hasta el final de mis fuerzas. Le pido a Dios que me sostenga en mi debilidad, en mi cansancio. Al final del camino podré descansar, mientras tanto es grande la mies y es mucho lo que yo puedo hacer. Cada uno desde su originalidad. Porque Dios me necesita como soy, con mi carácter, con mi fuerza, con mi pasión y mis debilidades. Necesita mi tierra para sembrar luz y esperanza. No puedo dejar de creer en esa misericordia de Dios que me envía para llevar a los hombres el perdón de Dios.
Jesús me pide que vaya a la misión libre de todo lo que me pesa: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino». Quiere que no lleve bolsa para ver si me falta algo en el camino. Quiere que no me detenga con los que me hablan. Tengo un objetivo, una meta. No quiere Jesús que me distraiga por el camino, que preste atención a aquellas voces del mundo que me tientan para que me aparte de lo importante. Voy a un lugar determinado a evangelizar, nada me puede detener de esa misión. Voy centrado en lo que Dios espera de mí. Esa actitud me gusta. El corazón está alegre, liviano, dispuesto a servir donde Dios me pida. Es la actitud que quisiera conservar siempre. A veces tengo cosas que me pesan en el ánimo y en el corazón. Me pesa lo que dejo atrás, mi pasado, mi historia, mis decisiones, mis errores, mis heridas. Quiero dejarlo todo para llevar la luz de Dios a muchos corazones. Quiero sembrar esperanza y siento que no puedo ir cargado. Quiere el Señor que sea dependiente de Dios, no de mis bienes, no de mis seguridades. La alforja significa seguridad, confort, comodidad. Quiero ser libre de todo lo que me ata. Al mismo tiempo sencillez y simplicidad. Sin temer el futuro y lo que pueda ocurrir mañana. En ocasiones quiero tenerlo todo planificado, delineado en mi papel, todo claro por si surgen imprevistos. Esa actitud me vuelve demasiado rígido y Dios quiere que sea flexible, que esté dispuesto en cualquier momento a cambiar mis planes, mi agenda, mi forma de hacer las cosas. Y después de entregarlo todo llegaré hasta Jesús feliz y lleno: «Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: – Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Tengo la felicidad de un niño cuando llevo a cabo la misión que Jesús me ha confiado. Llego contento porque veo el bien que he podido hacer y el mal que he logrado evitar. Veo frutos, pequeños, pero sí, alguno, y sonrío. Como ese niño que sabe que le vida se juega en llevar a término lo que le pide su padre. Estoy alegre y aun así Jesús me dice: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». La realización de mi misión, el cumplimiento de lo que Dios me pide puede que traiga frutos, alegría, esperanza. Mi corazón se llena y pienso que puedo dar mucho más si me esfuerzo. Estoy lleno por todo lo que he podido hacer. Esa alegría es válida, porque Dios me ha dado poder para vencer el mal. No he sido yo, ha sido su Espíritu el que me ha levantado y ha logrado hacer obras grandes en mí, a través de mis manos, mis gestos, mis palabras, mis silencios. Tengo derecho a estar alegre. Aun así hay algo muy importante, tengo que estar más feliz porque mi nombre está inscrito en el cielo. Me parece maravilloso. Dios ha escrito mi nombre en el cielo para siempre, pase lo que pase, haga lo que haga. Su amor es tan grande que me espera en el cielo para siempre. No quiere que viva con temor. No desea que me angustie en el camino. Quiere que viva entregándolo todo. Pero con la certeza de saber que la victoria es de Jesús en la cruz. Él ya ha vencido a la muerte para siempre y me ha salvado. Yo hago las cosas en el nombre de Jesús. Actúo por Él, me muevo por Él. Su nombre es el que le da sentido a mi misión, a todo lo que hago. Y luego es mi nombre el que queda inscrito en el cielo. Pero no como consecuencia de mis méritos, de mi esfuerzo, de la luz que yo logro dar a otros. No son mis logros los que llegan al cielo. Es mi humanidad salvada, mi fragilidad elevada, mi vida colmada. Me alegro porque es Dios el que hace obras grandes en mí. Yo no soy capaz de llegar tan lejos, de lograr lo que nadie me ha dado sin exigirme nada a cambio. No soy yo el que vence, es Cristo quien vence en mí. Es su poder en mi impotencia, su luz en mi oscuridad, sus palabras en mi voz, sus caricias en mis manos. Es Él y yo soy feliz de estar inscrito para siempre en el cielo. La voz de Dios me levanta por encima de mis miedos y me lleva a lo más alto del cielo. Yo sólo me pongo en camino. Es lo que Jesús necesita de mí. Que no me deje detener por mis miedos. Que no deje que mi fragilidad se convierta en barrera que me impida avanzar. Estoy alegre porque Dios ya ha vencido aun cuando me parece que mi vida siga en riesgo permanente. Confío.
[1] En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad, Edith Eger
[2] Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025, Papa Francisco