Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4; 2 Timoteo 1, 6-8. 13-14; Lucas 17, 5-10
«Le dijeron al Señor: – Auméntanos la fe. El Señor dijo: – Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: – Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería»
5 octubre 2025 P. Carlos Padilla Esteban
«La vida es sagrada y siempre puedo comenzar de nuevo. Los que sobreviven no son los más fuertes, ni los más inteligentes, sino los que mejor se adaptan a las circunstancias»
La amabilidad es un don, un regalo que le hago al que está a mi lado. La sonrisa abre puertas y ensancha el alma. Si sonrío, haga lo que haga, seré más feliz. Mi felicidad no puede estar determinada por el éxito o el fracaso de los demás. Para ser feliz tengo que estar contento conmigo mismo, con mi vida. No quiero caer en la vanidad ni en la arrogancia. Quiero vivir con humildad, aceptando mis errores y debilidades, reconociendo mis capacidades y mis dones. Quiero amar y sonreír, cuidar a los que están a mi lado con amabilidad. Hay algo en mi corazón que no desea ser rechazado. No quiero que me excluyan de un grupo. Por eso sonrío y soy amable. Pero quiero hacerlo de forma genuina, creíble. Habrá días malos en los que no me salga una sonrisa y tenga rabia en mi corazón. En esos momentos comprendo que no podré estar a la altura. En mi interior las emociones no siempre están en orden. Deseo el bien que no hago. Y me ato a esclavitudes buscando la satisfacción de mis deseos, creyendo que seré más feliz, incluso más libre. Comenta Jonathan Benito: «Ser amable es un camino para ser feliz. La persona más amable suele ser la más inteligente». Y sin duda también la más estable emocionalmente. Las personas que hieren son personas heridas, con baja autoestima y con miedo al rechazo. Cada uno carga su historia llena de contradicciones y dramas. No quiero juzgar a nadie por sus reacciones sin conocer su pasado. Detrás de sus reacciones hostiles hay un deseo casi enfermizo de ser aceptado, amado, abrazado. El que más te golpea es el que necesita más abrazos. No es el mejor camino el que sigue pero es el único que consigue recorrer. Si quiero ser aceptado y amado sólo hay un camino, el de la amabilidad, el de la sonrisa. Comenta Jonathan Benito: «Hay que tener una amabilidad asertiva. Intentad ser amables. La sonrisa es el mayor signo de inteligencia social que hay. Las neuronas espejo reaccionan. Se despierta la alegría y el bienestar. Regalando una sonrisa le damos al otro un chute de bienestar emocional y nosotros nos vamos a sentir mejor si sonreímos». Quiero sonreír más cada día. Una sonrisa abre el alma de las personas. No quiero caer bien a todo el mundo, no es eso. Quiero ser yo feliz en el grupo en el que me encuentre. Y la sonrisa es el camino más rápido para conseguirlo. Es algo que se educa, que se trabaja. Para eso tengo que estar en posesión de mi propia vida. La madurez no consiste en reprimir la emociones o en matar los ideales y los sueños. Comenta Albert Schweitzer: «La expresión ‘maduro’, aplicada al ser humano, ha sido y sigue siendo todavía para mí algo inquietante. Al escucharla, oigo resonar como disonancias las palabras empobrecimiento, atrofia, pérdida de sensibilidad. Lo que habitualmente se presenta ante nuestra mirada como madurez en una persona es una resignada razonabilidad»[1]. Y añade: «La madurez hacia la que hemos de desarrollarnos consiste en trabajar en nosotros para llegar a ser cada vez más sencillos, más veraces, más puros, más pacíficos, más bondadosos, más compasivos»[2]. Yo quiero una madurez que implique aceptación de mi verdad, de mi vida como es, de mis talentos y dificultades, de mi historia, de mi presente y de mi futuro. Supone darle un sí a todo lo que hay en mí. Soy imagen de Dios, soy precioso a sus ojos y sin duda también a los míos. Me gusta ser como soy y no dejo de explotar ese don sagrado que Dios ha sembrado en mi alma. No quiero matar ese ideal que me ayuda a levantarme cada mañana. No quiero dejar de ser joven y aspirar a las alturas. Decía el P. Kentenich: «Lo que aquí se rechazaba instintivamente es esa madurez desdeñosa, pobre e insensible que, en lo más profundo, es inmadurez. Un sonoro cántico de alabanza de lo que nosotros llamamos “infancia espiritual”. También para él constituye un supremo ideal llevar intactas hasta la vejez las estrellas que iluminaron la infancia y juventud»[3]. Los niños guardan en sus ojos el brillo de Dios. Y sonríen. No se defienden, no buscan ser aceptados por todos y en todo momento. Saben que son valiosos aun cuando el mundo no se lo recuerde. Aman y son amables. Sonríen y sueñan con grandes metas que iluminan sus ojos. No reprimen lo que sienten. Lo elevan a las alturas y confían en que Dios va a hacer con ellos grandes milagros. Esa mirada es la que yo deseo y esa sonrisa que brota al ver la paz que hay en la propia alma. Sonreír en medio de mi vida agradeciendo por todo lo que Dios me ha regalado.
El otro día escuchaba una reflexión a partir de un dicho popular y me pareció interesante. Comenta Jonathan Benito después de una intervención en la que le citan un dicho conocido, «cuando hay crisis unos lloran y otros venden pañuelos». Él explica: «¿Qué es lo más efectivo para sobrevivir? Lo que quieren todas las especies es reproducirse para no extinguirse. Cada uno tiene sus estrategias. La evolución enseña que todo cambia. Cambia el escenario ambiental, de recursos, todo. Sobreviven los que se adaptan mejor a estos cambios. Ni los más fuertes, ni los más inteligentes, sobreviven los que mejor se adaptan a los cambios. La mariposa de los abedules es blanca. Pasa desapercibida y sobrevive. Mimetismo críptico. No la ven y no se la comen. Un mutante, de color hace que sean melánicos, gris oscuro. Esas morían. Hasta que comenzó la revolución industrial en el siglo XVIII. Los abedules por el hollín se tiñeron de oscuro. Y las melánicas sí pasaron desapercibidas y desplazaron a las blancas. La amabilidad también hace sobrevivir, el homo sapiens sobrevivió, mientras que el neandertal, no lo hizo». Yo no quiero sobrevivir, quiero vivir. Pero es verdad que quiero superar las crisis que se me presenten. Esas crisis ante las cuales unos sólo pueden llorar y otros sacan beneficio y venden pañuelos. ¿Qué hago yo en medio de las crisis? Cuando vino la pandemia, esa locura que paralizó al mundo tanto tiempo y provocó tantas muertes, nos enfrentamos todos con una crisis mundial. ¿Qué hice yo en medio del sufrimiento? ¿Sólo lloré por lo que no tenía, por lo que no podía hacer o me inventé una forma de adaptarme a las nuevas circunstancias? La mariposa blanca no supo adaptarse a la tragedia del hollín que cubría los abedules y sucumbió. En medio de esa pandemia muchos se reinventaron y encontraron un camino de esperanza. Puedo quejarme, rebelarme, indignarme. Puedo maldecir mi mala suerte y pensar que todo me pasa porque Dios no me ayuda y no pone ante mí las circunstancias ideales para que sobreviva. Pero Dios me dio la creatividad y la capacidad de adaptación. Me podrán quitar las rutinas y tendré que luchar por inventarme otras nuevas. No quiero echarles la culpa a las circunstancias de mis fracasos. No quiero buscar excusas cuando las cosas no me resulten. No vale culpar a la mala suerte, al destino o al mismo Dios. No es válido. Sólo tengo que levantarme, volver a empezar, reconstruir mi vida desde cero. Las circunstancias cambian, todo cambia. Y no por eso dejo de pensar en positivo. Busco soluciones, me invento nuevos caminos. La creatividad es un don que le pido a Dios todos los días para no cansarme de buscar nuevas estrategias para sobrevivir, mejor, para vivir de verdad, en plenitud. Ser amable y empático también es un camino para sobrevivir, porque no quiero caer mal ni provocar guerras. No busco la aceptación pero sé que una sonrisa abre más puerta que mil gritos. Las exigencias sin amabilidad, sin una sonrisa, suenan a mandatos desnudos que hieren las almas sensibles. Y todos somos sensibles, yo mismo me siento muy sensible a la agresión, al grito, al rechazo. No soporto que me traten mal y no sean amables conmigo. Quiero crear un mundo diferente y para eso busco hacerlo desde lo que tengo en mis manos. No busco soluciones que no son posibles, trato de interpretar la realidad y ver en ella lo que Dios está deseando para mi vida. Por eso no me precipito a la hora de tomar decisiones, no digo lo que pienso sin filtro, espero, tengo calma y sé cuándo tengo que decir las cosas de la forma correcta. No todo lo que deseo es posible y no todo lo posible es lo que deseo. Quizás la felicidad consista en hacer que desee lo que es posible. No puedo vivir de ensoñaciones irreales que me sacarán de mi centro. Al desear lo que no es posible viviré continuamente de frustración en frustración. Por eso prefiero que me digan que no soy capaz de lograr alguna cosa, después de haber experimentado el fracaso con frecuencia. Es cierto que mis fracasos me ponen en mi lugar, pero incluso en ese momento, a lo mejor necesito alguien que me aconseje y me muestre lo que podría hacer con mi vida para ser más pleno. No tengo miedo de tirar a un lado lo que no me ha resultado. No me asusta quedarme solo ante las dificultades. Dios tiene un plan escondido que será lo mejor para mí, eso no lo dudo. Aun cuando en ciertos momentos pueda parecer que no lo estoy logrando. Lo importante es ser fiel a las decisiones tomadas hasta que vea que no son las que le dan respuesta al grito más hondo y verdadero de mi alma. Aun entonces le pediré a Jesús que me siga mostrando el siguiente paso para no errar el camino, porque es duro confundirme y tener que desandar demasiados pasos. No tengo miedo a la verdad, que me pone en mi sitio. No me asustan los cambios ni tampoco experimentar los límites. La vida es sagrada y siempre puedo comenzar de nuevo. Los que sobreviven no son los más fuertes, ni los más inteligentes, sino los que mejor se adaptan a las circunstancias. Así quiero vivir yo mi vida.
En la vida hay una sola certeza, saber que voy a morir. Los monjes en su convento cavan el lugar en la tierra en el que descansarán cuando llegue el día. Aun sabiendo que el cielo será su morada permanente, excavan la tierra. Porque el lugar en el que va a descansar mi cuerpo o mis cenizas es tierra sagrada. Es un lugar de oración y silencio. Aun sabiendo que al morir viviré para siempre en un cuerpo glorioso como el de Jesús. Y habrá entonces, en ese día ya sin tiempo, una coherencia entre lo vivido aquí y lo que allá viva. Me llevaré lo que más he amado y dejaré mi amor como testigo. Porque lo que amé en la tierra se queda y mi recuerdo perdurará en todos los que han tejido una historia eterna conmigo. Dolerá la separación, más para el que me despide cuando me vaya, o para mí cuando soy yo el que me quedo. Porque decir adiós a quien he amado es demasiado duro. Es una losa que pesa en las entrañas. Cuesta tanto cortar y dejar ir, soltar y agradecer. Y en ese lugar sagrado donde descansan mis seres queridos se unen mi llanto y mi dolor con la alegría en el cielo. Aunque no entienda todavía, por estar vivo, que la muerte pueda ser alegre al otro lado del velo. Y sé que lo verdadero, lo justo, lo bueno perdura, no muere, nunca se acaba. Tengo claro que mi verdad, mi historia sagrada no desaparece al acabar mis años. Escribo letras que nunca dejarán de estar plasmadas en el libro de la vida. Entrar en un lugar de cenizas, de difuntos me conmueve. Ahí veo con nitidez lo cerca que están el cielo y la tierra. En lo profundo de la tierra descansan los que se han ido, lloran los que han perdido y siguen amando los que han amado. El amor no pasa nunca. Y la vida bella siempre quedará guardada en lo profundo de la tierra. Es sólo un lugar de paso, de oración, de pausa. Un lugar de lágrimas y sonrisas. Un espacio para seguir diciendo te quiero, en cada momento, en cada hora. Esperando ese cielo de sonrisas y abrazos. Porque tengo claro que, cuando llegue allí, podré abrazar de nuevo a los míos, a los que tanto lloré un día al despedirlos, y será posible entonces compartir la vida con ellos para siempre. Porque ya no habrá que enjugar las lágrimas, no habrá penas, ni dolor, ni angustia. Desaparecerá la ansiedad y no tendré enfermedades, sólo habrá salud y para siempre. Me gusta pensar en esa vida que me espera en la que seguiré viviendo cerca del mundo de los vivos, pero en otra dimensión, de otra manera. Y me consuela saber que ya están ahí los que un día se fueron. Estarán aguardando, descansando, sonriendo, sin que los vea, sin que los oiga, pero más vivos que nunca. Estando ya en el cielo para siempre no me cansaré de acariciar a los míos sin tocarlos y les hablaré sin que me escuchen y los velaré sin que me vean. Y sabré que todo habrá tenido un sentido aquí en la tierra, porque al otro lado del velo que cubre la vida terrena, todo será más sencillo. Habrá más respuestas que preguntas. Más paz, porque no habrá guerras, ni divisiones, ni odios, ni resentimiento, ni heridas, ni deseo de venganza. Bueno, sí habrá cicatrices de las heridas sufridas, sólo eso. Ya no echaré de menos a nadie y no dejaré de hacer aquello que quiero hacer, será todo tan sencillo, todo será posible. Abrazaré con brazos de cielo y sonreiré con la luz del amor más puro. Ya no habrá tinieblas a mi alrededor, sólo la luz clara del nuevo día. No existirá el miedo, sólo la contemplación de una vida con sentido. Siento que a veces tengo ansia de cielo y al mismo tiempo me da ansia el tiempo que vivo y se me escapa entre los dedos, sin poder retenerlo Quiero contenerlo todo y al mismo tiempo quiero dejarlo ir. Quiero dejar ir la pena, y la angustia, quiero confiar. Quiero sonreír en la tormenta y dejar que la lluvia me empape mientras sueño, mientras sonrío, mientras corro. Hay acantilados desde los que el mar me parece pequeño, casi como el patio de mi casa. Y veo tanta luz a mi alrededor que mi pecho se inunda de alegría y desaparecen las sombras. María me ayuda a vivir en la antesala del cielo. Porque logra crear en mi vida una atmósfera que me sugiere esa eternidad que tanto anhelo: «Ella tiene el carisma de difundir a su alrededor una atmósfera sobrenatural purificada, ideal, a fin de mantenernos eternamente jóvenes y frescos, maleables y abiertos, para darnos un fino olfato para todo lo auténtico, para todo lo grande según la visión de Dios, para conservar ideales, para fortalecerlos y hacerlos actuar en nosotros. Éste es el mundo en el que vivimos alegres y sin cohibiciones, y que consideramos tan obvio»[4]. Quiero vivir en la tierra respirando el cielo. Quiero vivir en el barro de mi vida anhelando las alturas. Quiero amar el mundo, y mi cuerpo, y mi vida y la vida de aquellos a los que amo. No dejo de arraigarme en tierra firme, amando hasta el extremo, y no dejo de volar surcando los cielos de mi vida. Anhelo esos ideales que siguen siendo fuente de mi corazón, porque aparecen grabados en piedra. Y espero un día morir para nacer de nuevo. Dejar mi piel caduca para revestirme, surgiendo de las cenizas, de una esperanza nueva, de una vida plena, para siempre.
Ante las dificultades y las crisis la fe se tambalea. Tiemblo y clamo a Dios para que me oiga: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas?». ¡Cuánta gente pierde la fe cuando les sucede algo inesperado! No contaban con una desgracia y les llega. Como escuchaba el otro día en un testimonio: «A todos nos pasan cosas malas y buenas en la vida. Lo importante es la actitud con las que enfrento ambas cosas». Y es verdad. Ante la adversidad el corazón sufre. La oración nace desde la queja, desde el dolor, desde la impotencia. Habacuc me enseña que se puede rezar con sinceridad, incluso puedo llegar a gritar a Dios por todo lo que no entiendo. La fe no consiste en acallar las preguntas, sino en atreverme a ponerlas en las manos de Dios. Yo también escucho que hay crímenes, opresiones y contiendas. Hay impunidad e injusticia en mi entorno. No todo es justo. No siempre recibo lo que merezco. Hay cosas difíciles que no comprendo y me rebelo, me indigno. Me gustaría que todo fuera bien, que hubiera justicia y paz. No es así, porque la violencia hiere el corazón. y la violencia surge en cada persona, en cada familia. Yo soy responsable de lo que pasa a mi alrededor. No puedo detener la guerra en Rusia o en Gaza pero sí puedo dejar de pelear con mi familia, con mi cónyuge, con mi hermano, con mis hijos, con mi amigo, con mi enemigo. Dentro de mí hay un pacificador y un guerrero. Y el orgullo es lo que despierta la violencia y el deseo de venganza. Quiero hacer daño, quiero vengarme, quiero que se haga justicia y lucho por ello. Y esa lucha me enferma. La violencia acaba con mi alegría, saca de mi corazón la esperanza y me quita la paz. Hay violencia, tanta violencia que dejo de tener fe. Llegará el día en el que la paz se imponga sobre la guerra. Es necesaria la humildad para que no quiera yo mantener encendida la llama de la lucha. Tendré que guardarme el orgullo para no querer prevalecer con mi opinión, con mis juicios. No es tan sencillo. A veces me parece que Dios no interviene. Hay tanta maldad, y tanto odio en el mundo que parece que Dios se esconde y no hace nada. Deja de mirar al hombre, como si no le importara. Hoy el profeta me dice que no es así. Dios no es indiferente. Pero el tiempo de Dios no siempre coincide con mi impaciencia: «Me respondió el Señor: – Escribe la visión y grábala en tablillas, que se lea de corrido; pues la visión tiene un plazo, pero llegará a su término sin defraudar. Si se atrasa, espera en ella, pues llegará y no tardará. Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá». Yo quisiera que todo se resolviera de golpe. Que el mal y todas sus consecuencias fueran vencidas por el bien que también brota en el corazón del hombre. Dios parece no actuar. La indiferencia aparente me duele. ¿Acaso no me ama tanto? ¿Por qué permite que el mal sea más fuerte que el bien a mi alrededor? Sufro. Mucha gente me dice que, si ese Dios en el que creo existiera, no permitiría tanto mal. Y al pensarlo casi que les doy la razón. ¿Cómo puede permitir el daño a niños inocentes y las injusticias que hieren el alma? Me cuesta entenderlo. La existencia del mal no es suficiente para rechazar la existencia de Dios. En todo caso es una tentación. Me tienta pensar que no existe, porque si existiera haría algo. Parece un Dios paralítico, sordo, mudo y ciego, que no se mueve, no actúa, no interviene. Y es que ese Dios en el que creo respeta mi libertad. Sabe que yo puedo optar por el bien y puedo, al mismo tiempo, dejarme llevar por la tentación y acabar haciendo el mal. Lo que yo deseo es que no se endurezca mi corazón: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: No endurezcáis vuestro corazón». Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Ojalá escuchéis hoy su voz: – No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». Quiero que mi corazón sea de carne y se enamore de un Dios que viene a salvarme. El corazón de piedra no acepta a Dios, lo rechaza. El corazón enamorado mira la vida de otra manera. Aun cuando parezca tardar ese Dios en el que creo y al que amo, al final llegará. Dios no falla nunca. Actúa a su manera y en sus tiempos. La Palabra de Dios no desaparece, es Palabra viva, es memoria que sostiene la esperanza. Ante tanta violencia y tanto odio no me dejo llevar por esa corriente de mal que veo a mi alrededor. Esa es la contracorriente en la que creo. La fe en un Dios que puede salvar, a su manera y en sus tiempos. Un Dios que me sostiene cuando me caigo y siento que el miedo se apodera de mí. Quisiera tener un corazón de carne, humano, roto, capaz de acoger a Dios en mi interior. En el desierto confiaré en que Dios es capaz de sacar agua de una roca y hacer de mi desierto un oasis. Él puede hacerlo porque tiene poder y no deja que el mal acabe con mi alegría, con mi vida.
El Espíritu Santo es el que me da la vida y enamora mi corazón. Hoy me dice el apóstol: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros». Quiero tener un corazón valiente, capaz de enfrentar las adversidades de esta vida. La cobardía es una tentación. Tiene que ver con el miedo a perder, a que me hieran, a fracasar. Y como tengo miedo me acobardo y no lucho, no avanzo, no amo. No quiero compromisos porque temo ser infiel. A veces no quiero decir que sí para que luego, si no cumplo, no me lo echen en cara. Me da miedo que me hagan daño y huyo. Veo a mi alrededor tantas infidelidades. Y no quiero ser yo también infiel cada vez que emprendo un camino. Soy débil, frágil y, al no ser poderoso, el miedo se hace fuerte dentro de mí y me acobardo. Me gustaría ser valiente. El otro día escuché un rasgo de los valientes que me sorprendió: «El perdón es la virtud de los valientes»[5]. Los valientes son los que perdonan. Los cobardes los que se quedan anclados en el resentimiento. El perdón me libera aunque me siga pareciendo que el que me ha hecho daño debería pagar el precio. Ese precio no siempre se paga. Y el que hace el mal muchas veces recibe bien a cambio. No siempre que actúo con violencia recibo violencia. A veces el violento se impone y vence, sometiendo al más débil. Quiero ser cobarde para perdonar al que me ha ofendido. Valiente para adherirme a la verdad aun cuando esta no me convenga. Reconocer mis errores es de valientes y los cobardes son los que siempre quieren quedar bien con todos y temen la confrontación y el rechazo. Cobarde el que culpa a otros. El valiente no teme perder la vida si la arriesga por un bien más grande. El valiente no defiende su fama por medio de mentiras. El valor para la lucha, para la vida, es un don que le pido a Dios cada mañana. Aun cuando caiga muerto al final del día quiero sentir que lo he dado todo. He entregado la vida sin guardarme nada. He dicho lo que pensaba cuando era verdad y no quería dejarme llevar por mentiras fáciles. El valiente no tiene miedo al rechazo, ni al juicio, ni a la crítica, ni al abandono. Ama la verdad en su vida y es auténtico. No miente a nadie, se muestra como es y da a todos lo que lleva dentro. No busca componendas ni arreglos fáciles que no ayudan. El valiente no tiene miedo al futuro y si se lo tiene sabe que ese miedo no podrá nunca paralizar sus pasos. Ser valiente es una decisión y sé que puedo serlo aun cuando a veces me sienta impotente y demasiado pequeño para enfrentar una realidad difícil. En circunstancias adversas es cuando más valor necesito para salir de mi cueva y exponerme a quedar herido. El Papa Francisco me invitaba a salir, a pertenecer a una Iglesia en salida que corre el riesgo de accidentarse. Un corazón pusilánime es el que no se pone en camino para encontrarse con Dios en el camino. Quiero seguir sus pasos e ir a dónde Él me llame. Me arriesgaré a caer en medio de la vida. No estoy solo, Él va conmigo. El valor no es mío, le pertenece a Dios. Yo soy sólo un servidor, un instrumento débil en sus manos: «¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: – Enseguida, ven y ponte a la mesa? ¿No le diréis más bien: – Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: – Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Seré siempre ese criado fiel que hace lo que tiene que hacer. Lo haré con miedo, con temblor, pero no dejaré de ponerme en camino hacia Dios. No dejaré de enfrentar las dificultades de la vida. Aun cuando no sepa qué va a pasar al final del día, haré aquello en lo que creo, aquello que veo que Dios me pide. Esa verdad es la que sostiene mi vida. Soy un siervo inútil y sólo haré lo que tengo que hacer. Eso basta, permanecer al lado de Dios cada día, caminando a su lado aun cuando no sepa dónde estará el final del camino. No pretendo que Dios me sirva, no necesito que se cumplan todos los planes que sueño. Dios tiene mi vida en sus manos y yo soy un siervo fiel. Sé lo que tengo que hacer, lo que me toca en cada momento. Como un siervo inútil.
Hoy los discípulos le piden a Jesús un don para sus vidas: «En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor: – Auméntanos la fe. El Señor dijo: – Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: – Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería». Me uno hoy a esa petición. Yo también reconozco que mi fe es pequeña, y le pido al Señor que la haga crecer. La fe no se mide en cantidad, sino en confianza. Y me falta confianza. Me canso de creer, de esperar, de confiar. Dudo de lo que pueda ocurrir. No creo que Dios lo pueda todo y pueda hacer milagros en mi vida. A veces recurro a Dios cuando está todo perdido o cuando temo que algo pueda salir mal. Entonces grito desde mi orilla a ese mar revuelto implorando a un Dios que traiga la paz y calme la tempestad. Pido un milagro inmediato, una curación, una mano amiga que me saque de las aguas profundas en las que me hundo. Me gustaría tener fe como un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas. Si mi fe fuera así de pequeña. Porque esa semilla permite que nazca un árbol gigante bajo cuya sombra muchos podrán cobijarse. Quiero tener fe en que lo pequeño puede transformarse en algo grande. Pienso en mi fe, ¿cómo es? La fe tiene que ver en primer lugar con creer de verdad en ese Dios que se ha manifestado en mi vida. ¿Me habré engañado a mí mismo al pensar que era verdad su llamada, su búsqueda, su deseo de permanecer a mi lado? ¿Habré inventado una fe para sobrevivir, para tener alegría, para confiar? Es un misterio. La fe es creer en lo que no se ve. Porque creer en lo que se ve no es fe. Cuando toco algo que veo sé que es real, no me lo invento. Pero creer en un Dios a quien no veo y estar seguro de su amor es algo intangible que sucede en lo secreto de mi corazón. ¿Cómo es mi fe? Puedo perder la fe cuando el corazón se enfría y el amor. Amor y fe van de la mano. Amo aquello en lo que creo y no dejo de caminar de la mano de ese Dios que me ama, a quien amo, en quien creo. El amor mantiene viva la fe. Y la fe en Dios sostiene mi amor a la trascendencia. Creo en un Dios que se hace carne en Jesús para caminar a mi lado. Creo en ese Dios que me ha llamado a seguir sus pasos rompiendo todos mis planes y deseos primeros. Creo que ese Dios quiere caminar conmigo y hacer milagros en mi vida. Sé que con la poca fe que ya tengo, Dios puede obrar maravillas si confío en Él. La fe se une a la confianza. Me ayuda a pensar que puedo ser feliz aquí y ahora si me dejo hacer por Dios. Creo que ese Dios que me llamó un día me quiere como soy. Y su misericordia abraza mi miseria para levantarme y seguir creyendo. Pienso que mi fe tiene que ver con mi disponibilidad para hacer mi camino de su mano. Mi fe es una fe activa, práctica, no se cansa de ponerse en camino. Ser discípulo es estar dispuesto a servir sin esperar recompensa. Soy un servidor inútil al que Dios llama. Si tuviera la fe de una semilla creería en lo imposible. Porque tener fe es creer que puedo llegar más lejos, más alto, más hondo. Comenta Albert Schweitzer sobre los hombres que han dejado de creer en los grandes ideales. Esta reflexión me dio qué pensar: «Creían en la victoria de la verdad, pero ya no. Creían en los hombres, pero ya no. Creían en el bien, pero ya no. Se consumían de celo por la justicia, pero ya no. Confiaban en el poder y la validez del espíritu conciliador, pero ya no. Podían entusiasmarse, pero ya no. En mi juventud escuché conversaciones de adultos que me transmitían una tristeza que me oprimía el corazón. Ellos recordaban el idealismo y la capacidad de entusiasmo de su juventud como algo precioso que se debería haber conservado. Pero, al mismo tiempo, consideraban como una suerte de ley natural el que no fuese posible. Fue así como me dio miedo de tener que mirar, también yo alguna vez con tristeza, hacia el pasado. Por eso decidí no someterme a ese trágico volverse razonable. Y lo que me juré en casi adolescente terquedad, he tratado de llevarlo a cabo»[6]. Me impresionaron esas palabras. Yo tampoco quiero que con el paso de los tiempos mi mirada se vuelva triste. Deje de creer en lo imposible porque no es razonable, no es lo prudente, no es posible. Justamente la fe me hace pensar que lo imposible es posible. Y al mismo tiempo, mientras más grande es la fe, más sencillo y humilde se vuelve mi corazón. Creo y espero desde la humildad. No siento que yo pueda ser capaz de todo. Más bien creo que Dios sí es capaz de lograrlo todo en mi vida. Él puede hacer milagros con una luz pequeña que brille en mi interior. Basta con su poder, basta con su mirada. Yo sólo tengo que creer y confiar en el amor de Dios, en su fuerza, en su capacidad para hacer posible lo imposible.
[1] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[2] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[3] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[4] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.
[5] Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo
[6] King, Herbert. King Nº 5 Textos Pedagógicos.