Hechos de los Apóstoles 5, 27b-32. 40b-41; Apocalipsis 5, 11-14; Juan 21, 1-19

«Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: – ¿Me quieres? Y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero»

4 mayo 2025    P. Carlos Padilla Esteban

«Me invitó a no ser autoritario, a escuchar a todos y construir con todos una Iglesia unida en la diversidad. Porque todos somos distintos y al mismo tiempo nos une un mismo amor a Cristo»

La partida al cielo del Papa Francisco deja un vacío en el alma. Es algo así como perder esa presencia física de Jesús a mi lado. Un referente constante que no me dejaba estar tranquilo. Porque su vida no fue un mirarlo todo desde la ventana. Como él dijo muchas veces, es necesario salir de uno mismo, de mi comodidad, de mi calma. Él prefería una Iglesia accidentada antes que una Iglesia acomodada. Su radicalidad en la entrega cuestiona mi mediocridad y deja fuera de lugar todos mis pretextos para no hacer nada. El Papa Francisco siempre quiso que armara lío y confiaba en la fuerza de los jóvenes que son capaces de romper los esquemas y no quedarse acomodados en su butaca. Su cristianismo fue de a pie de calle y la santidad que buscaba era la de los santos de andar por casa. Esa santidad exenta de adornos y frases bonitas. Una santidad concreta, tangible, hecha de palabras y sobre todo de gestos. Su grito contra las guerras, contra el odio, contra las diferencias sociales sigue resonando en mis oídos. Y no quiero volverme indiferente. Como Caín, decía él, que no se hace responsable de la vida de su hermano Abel. Gritan los pobres y necesitados y yo puedo acallar mis oídos, seguir de largo, pasando al lado del hombre herido al borde del camino, sin siquiera mirarlo. Me gustaría tener la autenticidad de Francisco, su fuerza para decir las cosas, su coherencia. Una vida coherente desde la cuna. Una entrega fiel a Jesús desde que se encontró con Él en el camino. Me da miedo vivir acomodado, mirando la vida desde mi ventana, sin correr riesgos, sin llegar a accidentarme por vivir muy protegido para no ser atacado por otros. Una vida en la que me importe más mi buena fama que la vida de mis hermanos. Una forma de vivir el seguimiento a Cristo que se convierta en un peinar ovejas, como repetía él tantas veces. Y decía que el pastor tiene que oler a oveja. Tiene que bajarse a la calle para buscar a la oveja perdida. Tiene que dejarse «misericordiar» por Dios para poder ser él un signo de la misericordia. Porque el Papa que hoy nos deja sabía hablar con todos, sabía escuchar y entrar en diálogo. No se exasperaba cuando no le daban la razón. Sabía callar y escuchar y preguntaba con frecuencia qué es lo que le preocupa a los demás. Buscaba la comunión, la unidad, el encuentro. Buscaba una paz hecha a base de diálogo, de comprensión, de aceptación. Una vida en la que merezca la pena ser de Cristo porque eso es lo que marca la diferencia. Pero no una diferencia que me lleva al rechazo y a la condena de los que no piensan exactamente como yo. Un Papa alegre que sabía reír con todos. Que se acercaba a los más vulnerables, a los más heridos y siempre tenía una palabra de consuelo. No lo hizo todo bien, yo tampoco, también yo me confundo y caigo a menudo. El Papa Francisco me dijo que no tengo que quedarme en mi burbuja de consumismo. Me invitó a no ser autoritario, a escuchar a todos y construir con todos una Iglesia unida en la diversidad. Porque todos somos distintos y al mismo tiempo nos une un mismo amor a Cristo. Me invitó a despojarme de mis títulos, de mi rango, de mi estatus, para poder estar a la altura del más necesitado. Me animó a buscar siempre la paz, y a hacer de la Iglesia la casa de Dios en la que todos tengan un lugar. La humildad como insignia sin pretender vencer siempre en todas las disputas. Me animó a aceptar con humildad las derrotas y a perdonar al que me ha hecho daño para no vivir en una guerra continua con el mundo. Me invitó con su vida a vivir la simplicidad del Evangelio, es todo tan sencillo, y yo me dejo llevar por lo mundano, buscando en las cosas la felicidad que viene de Dios. No quiero balconear la vida, como él decía. No quiere que me quede mirando desde la ventana. Me invitó a soñar con lo más alto, a no conformarme, a no vivir estancado y atado a normas y formas que me acaban quitando la vida. No quiero ser parte de una Iglesia que se mira el ombligo, que vive en las cuevas y en la sacristía. Quiero ser audaz como él lo fue, un hombre de mucho coraje para enfrentar la vida y sus desafíos. Me pidió que mi sacerdocio no se atara al poder, no buscara dominar sino servir, lavar los pies a todos, especialmente a los más necesitados. Quiere que me deje envolver por la ternura de Dios, por su misericordia que me limpia por dentro y me ama de forma incondicional. Su forma de vivir a Cristo me conmueve profundamente.

Es más fácil poner barreras que construir puentes. Más fácil cerrar puertas que abrirlas. Más sencillo callar que decir algo bueno, constructivo, positivo. Es menos peligroso marcas las distancias, evitar que entre en mi casa quien no quiero que entre. Más cómodo compartir con los que piensan como yo, hablan mi mismo idioma, comulgan con mis ideas, son de mi misma religión. El corazón cuando no quiere sufrir se aísla. Levanta barricadas y se aleja. No sonríe, no habla, calla y el silencio gélido marca las distancias. Hombres como el Papa Francisco no hay muchos. «Con caridad y claridad todos estamos llamados a vivir en solidaridad y fraternidad, a construir puentes que nos acerquen cada vez más, a evitar muros de ignominia, y a aprender a dar la vida como Jesucristo la ofrendó, para la salvación de todos»[1]. Él fue capaz de entrar en diálogo con otras religiones. Entabló diálogos con judíos, con musulmanes, con los ateos y personas fuera de la Iglesia. No se angustió al escuchar posturas diferentes a las suyas. Mantuvo encendido el afecto y el respeto. No condenó a los diferentes, los incluyó. Para él era más importante la misericordia que la condena, la aceptación que el rechazo. A mí me cuesta convivir con los que no piensan como yo, con los que cuestionan continuamente mis principios, las bases de mi estabilidad. Me da miedo exponerme y arriesgarme. Sé que eso es lo que trae esa actitud que tiende a abrir puertas y a construir puentes que venzan los muros que separan y alejan. Me asusta el que no comulga con mis ideas. Me da miedo que me vean con él y piensen todos que estoy en connivencia con su pecado, con sus actitudes, con sus pensamientos. Los constructores de puentes sufren más que los que levantan barreras. El otro día leía: «También aprendí a interpretar el lenguaje corporal de mis pacientes y a utilizar mi propio cuerpo para comunicar mi amor y aceptación incondicionales. No cruzo los brazos ni las piernas, me abro. Busco el contacto visual, me inclino hacia delante. Creo un puente entre mis pacientes y yo, de manera que sepan que estoy con ellos al cien por cien»[2]. El lenguaje corporal que uso es mucho más importante que el otro lenguaje. Más importante lo que no digo que lo que digo. Y es que a veces mis palabras y mis sentimientos no van de la mano. Pretendo aparentar calma cuando estoy lleno de rabia. O misericordia cuando el perdón no llega a mi corazón. No siempre mis palabras expresan mis sentimientos. No siempre son puentes que hacen llegar al que escucha lo que hay en mi alma. He construido barreras con mi cuerpo. Soy hostil con mis gestos. Cuando lo que importan son los gestos de mi cuerpo. Mi rostro serio, mi mirada fría, mis manos tensas, mi cuerpo cerrado. No lo controlo totalmente. Digo algo que no se corresponde con lo que de verdad pienso y siento. Las palabras pueden ser falsos puñales. Pueden ser rocas que levantan paredes inaccesibles. Aun diciendo cosas aparentemente bonitas no siempre estas tienen que ver con la realidad de mi corazón. Para construir puentes hay que saber comunicar lo que hay en mi interior. Con modestia, con humildad, sin soberbia, desde la pobreza de mi opinión: «Según yo, a mí me parece, yo creo». Me abro a la posibilidad de que otros no piensen como yo y expresen cosas diferentes que me pueden hacer daño. Saber escuchar es fundamental. Cambiar de opinión al escuchar a otros puede ser de sabios. Quiero escuchar lo que hay en mi corazón para saber qué quiero yo de verdad: «¿Qué quieres? Esta pregunta solo es sencilla en apariencia. Concedernos permiso para conocernos y escucharnos, para alinearnos con nuestros deseos, puede ser mucho más difícil de lo que creemos. ¿Con qué frecuencia, al responder a esta pregunta, decimos lo que queremos de otro?»[3]. Escucharme para saber lo que realmente pienso y quiero. Y luego me abriré a lo que piensa el otro. Lo escucho. Yo escucho todo a su alrededor. Escucho las voces de los hombres. La primera actitud para construir puentes es escuchar bien, con humildad, con apertura. No escuchar para replicar acto seguido. No escuchar para luego defenderme. Escuchar con sencillez, sin corregir lo que me dicen, sin exigir nada. Sólo escuchar y acoger. Que mi lenguaje corporal me ayude y abra puertas. Que sepa decir con mesura lo que pienso. O simplemente calle ante lo que escucho. El diálogo no persigue imponer mi opinión. Es una experiencia de fraternidad. Estoy a tu misma altura para que pueda haber un diálogo verdadero entre los dos. Enfrento las mismas dificultades que tú y no te exijo que cambies de opinión, que dejes atrás tus principios, tus puntos de vista. Sólo quiero que escuches lo que yo pienso igual que yo escucho tus ideas con respeto y amor. El afecto es fundamental para que el diálogo sea constructivo. Un puente construido con amor es mucho más duradero, más firme. Es un puente para siempre.

Con frecuencia no sé lo que de verdad deseo. No sé lo que quiero. Busco y acabo haciendo lo que los demás esperan de mí. Corro para lograr expectativas. Como leía el otro día: «¿Quién lo quiere? Esta es nuestra obligación y nuestra difícil tarea: entender nuestras expectativas acerca de nosotros mismos en lugar de cumplir las expectativas de otros sobre nosotros»[4]. Quiero saber cuáles son mis propias expectativas, lo que yo deseo de mi vida. Quiero ser feliz y lograr mis objetivos. Sentir que mi vida vale la pena, que lo que hago es un aporte para otros, que puedo ser un camino para que muchos encuentren a Dios. Puedo lograr tantas cosas si me dejo hacer por Dios y no le pongo trabas. Me detengo en silencio y me pregunto qué es lo que de verdad quiero, lo que deseo, aquello con lo que sueña mi alma desde niño. Busco en mi interior a ese niño dormido, aletargado, callado y sumiso. Ese niño que se ha acostumbrado a acallar las propias voces de su alma. esos gritos desgarradores que de repente lo desvelan y lo sacan de su sueño. Pero luego vuelve a acallar, a calmar la voz más honda. Porque hay decisiones ya tomadas, y expectativas creadas. ¿Qué es lo que sueño en mi interior? ¿Cuáles son mis anhelos más auténticos? Hago silencio para escuchar la voz de ese niño que es apenas un susurro en mi interior. Busco dentro de mí la verdad que me mueve. Quisiera aprender a escuchar mis voces interiores. Antes de que, por no escucharlas, mi cuerpo diga basta. Porque el cuerpo es sabio y decide parar cuando ya no puede más. Cuando la rabia en su interior es muy fuerte, o el resentimiento, o la desesperación. Y en ese momento se produce un cortocircuito en mi cuerpo, un basta ya dicho desde dentro. No quiero seguir viviendo como un sonámbulo o como un ciego que no ve hacia dónde va. No veo el precipicio al final del camino. Me detengo al borde de la vida. Incapaz de dar un paso más sin un sentido. Sé hacia dónde voy cuando me callo e indago. Cuando busco dentro de mí las verdades más mías, más bellas, más hondas. Sé que he nacido para amar y dar la vida, para entregarme con ternura, para abrazar con fuerza. He nacido para recomponer hogares rotos y familias desunidas. No soy el salvador de nadie y eso me consuela. No soy imprescindible y eso me libera. Si no estoy yo el mundo no se hunde, tantas veces lo he comprobado. No soy fundamental en la vida de nadie y al mismo sí soy importantes en la de muchos. Soy necesario para gestar un mundo mejor porque lo que yo no aporte se quedará sin ser aportado por otros. Creo en mi originalidad, en el fruto único que nace de estas raíces que tengo, de este viejo tronco que ya muestra el paso de los años y de esas raíces que quiero que sean cada vez más hondas para llegar a pozos olvidados de los que puedo vivir si desciendo a las hondonadas de mi alma. Creo que soy más libre y dueño de mi destino cada vez que elijo desde lo que yo soy, no desde lo que los demás esperan. Cada vez que respondo al grito ahogado de mi voz. Cada vez que me pongo en camino al centro de mi alma. Soy más libre cuando dejo de apegarme a todo lo que me esclaviza. Soy dueño de mi vida. Soy sólo esclavo de Dios al que sirvo y busco en todo lo que hago. Creo en la resurrección que saca mi vida de la tumba para que se quede vacía de muerte y de dolor, de resentimiento y de odio. Creo en ese Dios que, como un viento huracanado, cambia todo lo que en mi interior está seco y podrido. Y rompe mis silencios para llenarlos de vida con su presencia de amor infinito. Creo en la resurrección que hace posible un amor incondicional en un mundo totalmente condicionado, en un hombre egoísta que no es capaz de amar a nadie sin esperar algo a cambio. Pero súbitamente veo vidas entregadas que me conmueven y me hablan de ese amor imposible que parece sólo de Dios. Pero que es también de sus hijos cuando estos se dejan amar por ese amor paternal que les cambia la vida. Porque la Iglesia vive en la fuerza del Resucitado cuando engendra en su interior hombres y mujeres capaces de dar su vida para servir a los demás sin buscarse a sí mismos, para ponerse en los últimos lugares dejando que sean otros los que destaquen, para servir sin esperar nunca el reconocimiento ni el halago. Creo en esa Iglesia que es misionera y al mismo tiempo lugar de encuentro, familia, hogar, espacio para descansar, donde no hay máscaras, ni rechazos, ni odio. Esa Iglesia de hombres santos y pecadores que caminan en la fuerza del Espíritu Santo hacia la plenitud de un Jesús que ha dado su vida por mí para siempre. Creo en el poder de los santos que no desfallecen ni siquiera cuando parece que se ha perdido toda la esperanza. Escucho esa voz en mi alma que me pide que no me conforme viviendo en la mediocridad. Porque Dios quiere que salga de mi cueva y me ponga en camino al encuentro de mi hermano. De nada vale rezar oraciones bonitas si mi propia vida no es un lugar de descanso en el que muchos pueden encontrarse con Dios y mirar las estrellas cada noche.

Hoy Jesús me muestras esta escena conmovedora: «En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: – Me voy a pescar. Ellos contestan: – Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada». Pedro vuelve a lo que sabe hacer, siempre supo pescar. Los demás lo siguen en esta aventura de siempre y fracasan. Pasan una noche entera sin pescar nada. La soledad y el abandono. Los sueños que se rompen. Ni siquiera logran pescar. Están tristes y eso que Jesús ya se les ha aparecido dos veces con anterioridad. Pero aun así no es fácil reconocer a Jesús en la vida y cobrar ánimo. Tienen dudas y la pesca nocturna no calma sus heridas, ni sus dolores. Lo peor del fracaso no es fallar, no son las expectativas que se quedan incumplidas, no es ni tan siquiera el dolor del orgullo herido. Lo peor de un fracaso es hundirse y no ser capaz de levantar la cabeza. Cuando fracaso y pierdo la vista de la meta que persigo. Cuando me dejo llevar por esa voz interior que me repite que soy un desastre, que mi vida no vale la pena, que no estoy a la altura de lo que se espera de mí. El único camino de salvación cuando fracaso es mirar más alto, más lejos. Levantarme con alegría y buen ánimo después de una caída. Cuando están cabizbajos, bajando las redes de la barca, un hombre les habla: «Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: -No. Él les dice: – Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Una petición extraña. ¿Tendrá sentido? A pesar de todo Pedro le obedece: «La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: – Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces». Obedeció a alguien que sabría menos que él de pesca. Estaba amaneciendo. No iban a pescar nada pero lo hace. Y el resultado es sorprendente. Siempre me ha gustado mucho esta escena. Muchos peces, emoción, éxito. Y Juan que observa todo. Y ve a Jesús detrás de la piel de ese hombre. Es el Señor. Siempre en la vida necesito a alguien que me muestre dónde está Dios. Dónde camina Jesús ante mí sin que lo vea. Porque me duele mi incredulidad y la dureza de mi corazón. No veo a Jesús oculto bajo la piel humana. No lo veo escondido en los acontecimientos de mi vida. No percibo su vida, su luz, su verdad. No creo a mis amigos cuando me hablan de Dios vivo. Pedro sí creyó en Juan y se lanzó al agua. Me gusta esa confianza de Pedro. Se acerca a Jesús, no duda. Se fía. Me gustaría fiarme de mis amigos, de los que ven más que yo, de los que confían con más fuerza. Para eso tengo que ser muy humilde y aceptar que los demás ven y creen más que yo. Y eso me alegra mucho. Confiar más en los demás que en mi propio criterio. Me cuesta, pero quiero hacerlo. Quiero confiar, quiero creer a los que me dicen algo. Basta un grito de Juan para que todo cambie: Es el Señor. Está detrás de todo lo que me pasa. A veces me cuesta descubrir a Jesús oculto. Y necesito que alguien a mi lado me grite que es el Señor para que yo lo vea. Hace unos meses me detectaron un tumor maligno en la próstata. En ese momento me costó distinguir a Jesús detrás de algo que no era bueno. Un amigo tuvo que decirme a mi lado: Pero ¿acaso no lo ves? Es el señor. Yo me enojé con ese Dios que se ocultaba detrás de un tumor. ¿Qué falta me hace un tumor en este momento? Le grité. Cambios de planes, operación, incontinencia, secuelas. ¿Para qué quería yo todo eso? ¿Dónde estaba Dios oculto en la enfermedad? ¿Acaso no es el Dios de la salud? Esa frase: Es el Señor, me ha acompañado durante toda mi vida. Especialmente cuando no lo encontraba en el camino. Pero es verdad que en ese momento de la enfermedad me costaba verlo. Gracias a esa persona empecé a descubrirlo oculto, visible. Y corrí hacia él como Pedro hoy al bajarse de la barca. Porque era Jesús el que estaba oculto detrás de un mal. No me lo enviaba Él en absoluto, así no es Dios. Pero gracias a Jesús, a quien pude descubrir a tiempo, tuve paz. Gracias a Él tuve esperanza y luz en esos momentos. Gracias a Él pude sonreír y me reí de mí mismo en el dolor, lloré y reí al mismo tiempo. Y pude sentir desde la vulnerabilidad que era el Señor caminando a mi lado. Era el Señor sosteniéndome cuando a mí me faltaban las fuerzas. Era el Señor riendo cuando a mí me costaba reír. A veces en la vida es difícil encontrarlo, sobre todo cuando las cosas no funcionan como yo quiero. Detrás del fracaso de una pesca de una noche entera es imposible descubrir al Señor. Es un hombre en la orilla el que me dice que eche la red a un lado. Es una persona la que me habla y me dice que confíe y crea. Me cuesta pensar que es Jesús. Porque es algo malo, un fracaso, un dolor. Y en ese momento necesito que alguien más me ayude a descifrar los signos, a entender los enigmas, a descubrirlo en los misterios. Me gustaría también ser yo para muchos esa voz en medio del desierto que dice: Es el Señor. Y en los momentos de dolor y en los momentos de éxito. Siempre es el Señor. Siempre está Él, ahí oculto, escondido, apoyando, sosteniendo, levantándome. Me gustaría gritar con fuerza y verlo más a menudo, aprender a descubrirlo. Y sobre todo creer en mis hermanos. Para que el Señor no me diga que soy incrédulo y que tengo duro de corazón. Para que pueda creer en aquellos que me dicen con su testimonio, con su vida, que ahí está el Señor. Me gustaría decirlo con mis gestos más que con mis palabras. Me gustaría gritarlo con mi sonrisa más que con mi voz. Me gustaría hacerlo visible yo mismo con mi dedo diciendo: Míralo, es Él. Necesito tener una fe más honda, más profunda, más verdadera y auténtica para descubrirlo a Él cuando la apariencia me muestra una cosa diferente. Detrás de todo lo que me pasa está el Señor. Detrás de lo bueno y detrás de lo malo. Está oculto, escondido y acompañándome. Para darle sentido a todo lo que me pasa aunque me cueste encontrarle un sentido. Él siempre está.

La red está llena de peces. Parecía imposible. Pero es un milagro. Logran el éxito, hay muchos más frutos de los esperados. Expectativas cumplidas con creces. No necesitaban tantos peces. Jesús es el Dios de la sobreabundancia. «Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: – Traed de los peces que acabáis de coger. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: – Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos». Cuando sé hacer algo bien espero obtener buenos resultados. Normalmente lo que hago bien me resulta. Pedro sabía pescar. Tenía que ser de noche, y así la pesca sería grande. Pero esa noche no resultó nada bien. Lo que tenían previsto no salió adelante. Y se encontraron sin ningún pescado después de haber estado trabajando toda la noche. Creo que experimentar fracasos en la vida me hace madurar. Sobre todo cuando se trata de aquello que suelo hacer bien. Siento que lo domino y, por lo tanto, me confío. Y no conseguir el resultado me hace experimentar la fragilidad. Siempre recuerdo a San Oscar. Era monje, pero el obispo decidió mandarlo a la misión en los territorios no evangelizados del norte de Europa. Este hombre salió a misionar y obtuvo grandes éxitos. Construyó iglesias y formó grandes comunidades de fieles. Pero después vinieron de nuevo los bárbaros y lo destruyeron todo. Regresó al monasterio. En otras dos ocasiones le pasó lo mismo. Acabó regresando al monasterio, sintiendo que su misión había sido un fracaso. Y cuando veía los números sin duda podría pensar que había sido un fracaso. Después de muerto, cuando fue canonizado, se le nombró patrón de las iglesias del norte de Europa. Es cierto que levantar un templo, o formar una comunidad cristiana, no es un éxito. Puede pasar el tiempo y no quedar nada de lo que tú pensaste que era un fruto para siempre. Quizá el éxito el hombre lo mide de otra manera. Tiendo a pensar en números, cantidades, conquistas. Y puede que después de una vida entregada no quede nada de lo que sembré. Parece un fracaso absoluto. Es como la pesca fallida de Pedro y sus amigos esta noche. No había fruto, no había logros, no había éxito, no había peces. Habían sido grandes pescadores, y ahora ni siquiera eso sabían hacer. Están desorientados. Pero ese día hicieron algo incomprensible, le hicieron caso a un desconocido. Hicieron algo que no era prudente. Se pesca durante la noche. Al amanecer ya no tenía sentido. Sin embargo le hacen caso. Hay una intuición en Pedro que le dice: Hazle caso. Y él le hace caso. En un gesto impresionante, echa las redes a la derecha, porque se fía de la palabra de aquel hombre desconocido. Me gustaría tener esa libertad interior para fiarme de lo que me dicen aquellas personas que aparecen en mi vida. Incluso cuando lo que me dicen, parece en contra de lo que yo pienso, de lo que yo haría. Fiarme de otros, confiar en otros, es un paso muy grande. Aunque piense que no tienen las capacidades que yo tengo, aunque crea que no saben tanto como yo. Hace falta mucho humildad para echar las redes a la derecha después de no haber pescado nada. Hace falta una actitud profunda, más de niño, más confiada. Pedro creyó y echó las redes y entonces ocurrió el milagro. Unas redes llenas de pescados y un hombre en la orilla, que era Jesús, que les invita a comer con Él algunos de esos pescados. Tan humano, tan de piel, tan de carne. Se habían fiado de un hombre que era Jesús. Porque detrás de cada hombre, detrás de cada carne humana, se esconde Dios. Y Dios me quiere decir algo a través de esas personas, a través de aquellos que me rodean. Dios me quiere invitar a fiarme, porque la pesca milagrosa es un don, no es fruto de mi entrega, no es consecuencia de mi generosidad, no es por mis méritos, no es por mis capacidades. La pesca milagrosa ocurre sin que yo haga nada más que obedecer. Y sucede lo inesperado. Aquello que no esperaba encontrar. Me gusta pensar en la sobreabundancia de los milagros de Jesús. Los que superan todas mis expectativas. Y luego todo para algo tan sencillo como comer a su lado.

Jesús se aparta con Pedro: «Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Él le contestó: – Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: – ¿Me quieres?» Y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: – Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Dicho esto, añadió: «Sígueme». Pedro, esa noche de jueves santo, sintió la mirada de Jesús después de haberlo negado tres veces. Sintió en su alma un perdón inmerecido. Seguramente los demás discípulos conocían sus negaciones. Jesús no le dijo nada. Hasta ese día en el lago cuando no esperaban que apareciera. Se lo llevó a un lado y le habló. Hasta tres veces le preguntó si lo amaba. Una pregunta sencilla. ¿Me amas? ¿Me quieres? Es una pregunta obligada en una relación. No porque se dude del amor, sino porque yo necesito escuchar que me quieres, que soy importante en tu vida, que me necesitas de alguna forma. Jesús necesitaba esa mañana escuchar a Pedro. Se dice que cada afirmación era por cada una de las negaciones de aquella noche. Jesús necesitaba que Pedro tomara conciencia de su amor. ¿Realmente amaba a Jesús? ¿Realmente yo lo amo? Amar implica una elección. Elegir a quien amor. Optar por él por encima de todos los demás en el mundo. Amar significa estar dispuesto a renunciar a lo que sea para que la persona amada sea feliz, esté bien, tenga paz. A menudo uso el verbo amar en vano. Digo que amo pero no es cierto. Me amo más a mí mismo, mis intereses, mis deseos. Tengo mis elecciones marcadas por mis gustos y mis aficiones. El amor entonces a los demás está supeditado al amor a mí mismo. El yo está por encima del tú. Lo que yo deseo por encima de lo que tú quieres. Pienso en mí mucho antes que en ti. Me elijo a mí mismo antes que elegirte a ti. ¿Me amas? Cuando Jesús me pregunta hoy como a Pedro si le amo, me siento muy pequeño. Siento que no estoy a la altura de lo que el amor de Dios en mi vida espera de mí. El amor de Jesús despierta mi amor. Como me sé amado por Él de forma incondicional, estoy dispuesto a amar. Es lo que le pasó a Pedro ese día. En ese momento, ante esa pregunta, lo que supo de nuevo con mayor certeza es que Jesús lo amaba mucho. Lo elegía con un amor de predilección. Quería que apacentara a su rebaño, a sus ovejas. Quería que se pusiera en camino para guiar a los suyos. Pedro mira a Jesús y le dice que lo ama. Que lo ama más que a sí mismo. Su amor a Jesús es más grande. Sólo tiene palabras. Poco antes lo ha negado y no puede decirle: «No ves cómo te defendí, cómo quise dar la vida por ti». Eso no puede decirlo porque no lo hizo. Lo negó, se escondió, tuvo miedo. Cuando el amor no tiene obras sólo tiene palabras. Y a veces las palabras no bastan. El amor necesita gestos, obras. Las palabras se quedan vacías si no hay gestos que lo sustenten. Un amor fuerte se expresa en la renuncia, en el sacrificio, en el apoyo silencioso y presencial. Tengo que sentirme amado por ti, no me basta con que me lo digas una y otra vez. Si me amas, apacienta a mis ovejas. Si me amas, déjate la vida amando a mis hermanos. Los santos supieron amar hasta el extremo. Amaron a Dios y así fueron capaces de amar a sus hermanos. Amar a Jesús y amar a su rebaño son un mismo amor. A menudo le echo la culpa a las circunstancias, a mi debilidad. Busco excusas para no amar con todo el corazón. Y me digo que estoy disculpado, que no tengo otra opción. Santa Francesca Cabrini, una santa misionera, era una mujer débil de salud. Esa mujer fue capaz de luchar con todas sus fuerzas a favor de los inmigrantes italianos en Estados Unidos. En una ocasión quisieron desanimarla de su empresa con la excusa de su debilidad física. Con rotundidad afirmó: «Puedo elegir estar al servicio de mi debilidad o de mi propósito». Creo que a veces pongo excusas para no amar, para no exigirme, para no arriesgarme. Digo que no puedo, que estoy enfermo, que soy vulnerable, que no tengo fuerzas, que estoy cansado. Y eso parece bastar para no amar tanto. Pedro también podría poner excusas esa noche. Podría decir que sintió miedo, que había demasiada gente, que podía haber muerto. Siempre puedo encontrar justificantes para no dar la vida. El amor duele. Y a nadie le gusta el dolor. Hoy Jesús quiere que me arriesgue, que le ame hasta que duela. ¿Estoy dispuesto a amarle de esa manera? ¿Me amas de verdad? Me pregunta.

[1] Carta a los obispos americanos, Papa Francisco

[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[3] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz

[4] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz