Qué marzo hemos vivido. Cambio de gobierno, post-terremoto, réplicas que nos han quitado el sueño y aumentado el nervio. Para los cristianos ha sido también tiempo cuaresmal, acompañando al Señor hacia su pasión, muerte y Resurrección. La verdad, como país hemos hecho un «via crucis» muy «vivido», con varias estaciones -casi las mismas catorce del camino de Cristo-, donde, cual más, cual menos, hemos contemplado el dolor, la angustia, pero también la esperanza, la solidaridad, el empuje de un pueblo que poco a poco se levanta. Un calvario difícil de comprender aún, que dará materia de reflexión por meses sino años.
En segundos, nos cambió la vida, la agenda, los sueños. Pero despertaron otros, más sólidos, seguros, realistas. El terremoto nos deja muchas lecciones. Por de pronto, la conciencia de interdependencia, de solidaridad en esta estrecha franja de tierra. Es un solo barco en que nadie sobra. El terremoto golpeó a ricos y pobres. El bien de unos repercute en otros y viceversa. Es tan injusta como ilusa la pretensión de un bienestar personal aislado del resto. Es en esa solidaridad donde descubrimos héroes anónimos que han regalado lecciones de humanidad y entereza sobrecogedoras. No caerán en el olvido. Son la savia y sangre necesarias que alimentan y vigorizan nuestra patria.
El terremoto nos invita a vivir en mayor austeridad; a aprender a gozar de lo sencillo de la vida, a no esclavizarnos a los bienes materiales ni caer en una codicia que ciega. Nos llevó a recordar lo esencial de la vida: los amigos, la familia, la patria, Dios. Es fácil caer en frivolidades, acumular por puro egoísmo. De un santiamén comprobamos que son pocas las cosas materiales que realmente nos importan. Lo suntuario, lo accesorio e irrelevante puede ocupar peligrosamente nuestra mente y apartarnos de las fuentes de la felicidad.
Hemos aprendido a cultivar la verdadera alegría. Si bien pasamos momentos de enorme tensión, aprendimos que la verdadera alegría nace y se alimenta de la simplicidad, de los detalles sencillos de la vida. Por último, hemos tomado mayor conciencia de que, sin Dios, la vida no significa nada. La naturaleza se nos descubrió frágil e imprevisible. Todas nuestras seguridades se evaporan ante su fuerza avasalladora. El «mar que tranquilo nos baña» no fue, por algunas horas, fuente de progreso y alimento sino de desolación y muerte. Quizá por lo mismo, debemos mirar ahora nuestro entorno con respeto y sabio temor. Así como nos da muchísimas alegrías y es fuente de prosperidad, aceptamos las desventuras que nos puede traer. Esto obliga a una convivencia sabia y un cuidado respetuoso. Somos administradores, aves de paso en esta creación, no sus dueños. Semana Santa se ofrece como oportunidad de renovar esa convicción. Solo en ella seremos felices.