El 12 de diciembre se acaba el mundo. Ésa es la lectura que algunos, en un alarde de genialidad, han hecho del calendario maya. Y de eso hace festín una parte de la industria cinematográfica, que gusta explotar estos signos apocalípticos hasta la saciedad con películas que resultan buena carnada para un público hambriento de sensacionalismos.
Pero no se preocupe. De acabarse el mundo, no será porque lo diga una lectura antojadiza de fechas, lo que nos movería a una preparación histérica del fin. Ésa y otras interpretaciones confusas nos conducen a derroteros tan estrambóticos como hilarantes. Desde que el ser humano tiene uso de razón, la idea del fin se le presenta no sólo como desafiante, sino como fuente de temores oscuros y augurios terribles. Mirar al futuro resulta, no pocas veces, causa de incertidumbre. Vista la explotación irresponsable de los recursos naturales, los pronósticos hollywoodenses no se alejan de lo que, potencialmente, podría sucederle a este pequeño mundo nuestro en unos siglos; o sea, a la vuelta de la esquina. La extendida idea de una lucha entre el bien y el mal invade buena parte de las concepciones religiosas, y se tiende a dar preeminencia a la idea del mal sobre el bien.
Pero la perspectiva cristiana lleva a otra lectura de la realidad y cambia este paradigma pesimista. Al final del túnel no hay un fin dramático, sino una luz de esperanza, de la vida en plenitud. En efecto, una mirada sobrenatural a la vida, cimentada sobre supuestos religiosos sanos, lleva a la convicción de que «el todo» de la Creación no desemboca en un fin trágico, sino en un fin pleno. Hay esperanza.
Pero pareciera que eso no se condice con el proceso autodestructivo en que hemos caído como humanidad. Los datos más sobrios muestran un panorama preocupante. De seguir la explotación de los recursos naturales al ritmo de los últimos lustros, la mayoría de ellos se acabarían en algunos decenios. Como botón de muestra, basta mirar la desertificación de extensas zonas donde hasta hace unos años reinaba el verde. Y no son datos alarmistas, sino evidencia pura y dura.
La mirada cristiana da luces para no caer en una angustia paralizante. Se hace cargo de lo grave de una conducta enemiga de la creación e invita a hacer un uso responsable y amigable de los bienes, el único uso verdaderamente humano. Sobre todo, contempla el futuro con una mirada esperanzadora, da «razón de la esperanza» (1Pe 3, 15), explicando con la vida cuáles son los cielos nuevos y la tierra nueva (Ap 21,1) hacia la que se dirige el hombre; su sentido último, que se hace presente aquí y ahora en su propia vida, anticipando la bondad, la belleza y la verdad que nos espera. Sí, a pesar de los signos desconsoladores, hay más de vida y esperanza.
Se dice que le preguntaron al gran san Francisco de Sales qué haría si supiera la fecha de su muerte, que para el caso sería lo mismo que este anunciado fin del mundo. Nada, se dice que respondió. Seguiría en lo mismo, trabajando como si fuese el último día. Y la pregunta se le plantea al hombre una y otra vez. Y podemos responder lo mismo. «Igual plantaría un árbol», respondería Martin Luther King.
Para quien la vida no se agota en la contingencia, sino que continúa en un más allá que sí se presenta como definitivo, la vida es acicate para entregarse a los demás y aprovechar al máximo lo que se ofrece. Se vive más serenamente, sin dejarse abrumar en exceso por la contingencia. Es más, esa mirada trascendente ayuda a contemplar lo inmediato con una sana distancia, la que permite abordarlo con mayor sabiduría. Quien vive sabiéndose transitorio, ave de paso, y con los ojos puestos en la eternidad, vive mejor: actúa como si fuese el único que puede emprender algo, pero con la confianza en el otro, que continuará igual la tarea. Ya que sabe que, finalmente, todo depende de un Creador que tiene el timón de la barca y fija el curso del viaje.
Sólo tenemos esta vida para hacer el bien. «El mundo de hoy tiene más necesidad que nunca de redescubrir el sentido de la vida y de la muerte en la perspectiva de la vida eterna», dice Juan Pablo II en un discurso a los jóvenes. Palabras plenamente vigentes. Mientras más frágil sentimos esta pequeña Tierra nuestra, tanto más requiere el hombre de un asidero en la trascendencia, de una ligazón en lo perenne, que le ayude a vivir con sentido la propia vida y, lo más importante, a darle sentido a la de los demás.
Con o sin fin del mundo maya, esta vida nuestra aquí y ahora se vive más en plenitud si se la aprovecha bien. Cada día, cada paisaje, cada momento, como el primero y el último.