Evangelio según Lucas 1, 39-45
Tercer sábado del tiempo de adviento
María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
Meditación de Juan Francisco Bravo Collado
“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá”
Es como si María me dijera: “Aquí está la clave de la plenitud. Y esa plenitud descansa en las promesas de Dios. Ven conmigo a cultivar una profunda Fe Práctica en la Divina Providencia. Ven conmigo a ser de los que se suman a la incomodidad y al heroísmo, a los felices por haber creído. Y no te sorprendas que yo venga a ti para servirte, cuidarte y alegrarme contigo cuando Dios transforme tu infecundidad en abundancia. Más bien alégrate tú también y bendice conmigo el fruto de mi vientre”.
¿Qué me dice la actitud de María sobre la idea, tan de moda, de que debemos vivir para ser felices? Que ella no se la compra. María no vive para ser feliz. Vive para ser plena, y su felicidad llega después, como consecuencia de las promesas del Padre. Dar un sí a un embarazo fuera del matrimonio; cruzar embarazada las montañas de Galilea; recibir como profecía que una espada le traspasará el alma; ver al propio hijo ser juzgado injustamente, presenciar sus torturas y ver cómo lo matan… es todo lo contrario de ‘vivir para ser feliz’. Y eso no significa vivir amargado, sino que confiar en las promesas de Dios.
Querida Madre: Gracias por mostrarme tu forma de experimentar los regalos de Dios. Enséñame a salir, como tú, con prisa por las montañas a alegrarme con los que confían en sus promesas. Que siempre pueda poner la plenitud por sobre la comodidad. Que, siempre que enfrente el dolor y la dificultad, pueda anteponer la esperanza y la filialidad a mi miedo. Ayúdame a mirar con sencillez y distancia mi resentimiento, mi enojo y mi vergüenza; y que pueda ponerlos con anhelo en las manos del Padre. AMÉN