Lo que sucede en Taizé es un milagro de comunión religiosa, cultural, generacional y social inaudito.
“Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”
(Jn 17, 21).
Llegué a Taizé con mucha ilusión y una gran curiosidad, mi puerta de acceso eran los cantos, algunas imágenes, uno que otro conocimiento y mucha ignorancia. Todo sobrepasó lo esperado: lo que ha sucedido en este pequeño pueblo de la campiña borgoñesa llamado Taizé es un milagro de esperanza y confianza, de “sencillez, alegría y misericordia”. Estas últimas tres palabras están en el corazón de esta irrupción del Espíritu Santo en medio de la iglesia y del mundo: brotaron del corazón del Hermano Roger, su fundador, y han acompañado la vida de esta comunidad y su irradiación apostólica desde el año 1949, cuando otros hermanos se unen al fundador comprometiéndose para toda la existencia en la vida en común, el celibato y una gran sencillez de vida. Al comienzo fueron sólo hermanos protestantes, con el tiempo se unieron hermanos católicos.
Lo que sucede en Taizé es un milagro de comunión religiosa, cultural, generacional y social inaudito.
El hermano Roger, protestante, llega a Taizé en la frontera franco-suiza, en plena segunda guerra mundial, y se queda con la convicción de crear un espacio de reconciliación en medio de las atrocidades y divisiones de la guerra, que partiendo del reencuentro entre los cristianos, pudiera abrir caminos de reconciliación para la humanidad. Si bien, en su raíz estuvo el buscar la comunión de las iglesias cristianas, especialmente protestante y católica, con el devenir del tiempo se ha extendido a las iglesias ortodoxas a través de pequeños pero elocuentes signos de encuentro, y hoy se abren caminos de encuentro con otras religiones no cristianas y entre los pueblos, como consecuencia de una necesidad apremiante ante el escenario de violencia religiosa del último tiempo y la llegada de miles de refugiados a Europa, la mayoría de ellos musulmanes.
Lo primero que llama la atención es la sencillez de todo. Venía de París con toda su grandeza y majestuosidad, y ya desde el tren y luego el bus, me adentré en lo que llamaríamos la Francia rural: pequeños pueblos, campos, vacas, caballos, riachuelos, viñas, sembrados, uno que otro castillo medio en ruinas: mitad casa, mitad hospedaje. Taizé es un pueblo ínfimo de pocas casas y una iglesia románica pequeña y entrañable por su sobrecogedora atmósfera, que domina el paisaje desde lejos, y que al acercarse da paso a un portal rematado con varias campanas de un fuerte y melodioso canto, que se despliegan libremente tres veces al día.
En “La Morada”, lugar de acogida, somos recibidos por jóvenes voluntarios de todo el mundo quienes, junto a algunos de los hermanos de la comunidad, nos introducen en lo que será una semana vivencial en Taizé. Una semana que girará en torno a la oración y la Palabra de Dios, el canto y el silencio, el intercambio fraterno y el trabajo. Se trata no sólo de descubrir el espíritu del lugar y sus extendidas ramificaciones, sino de atreverse a ahondar (o descubrir por primera vez) el sentido de la vida, el proyecto de Dios para cada uno, que lleve a un renovado y personal compromiso por la comunión de los pueblos y la construcción del Reino de Jesús en medio de “las alegrías y tristezas, esperanzas y angustias de los pueblos”.
Hay un hecho inaudito en la historia de Taizé: su novedad atrajo desde fines de la década del `50 a muchos jóvenes, primero franceses, luego europeos en general. La sed de un mundo más justo y la necesidad de una renovación de la iglesia para hacer frente a los desafíos de un tiempo de cambio, movió a cientos de jóvenes a peregrinar a este lugar atraídos por su liturgia sencilla, por su mensaje de comunión y reconciliación, por su apertura al foro y el diálogo, la búsqueda y el cuestionamiento. El hermano Roger no antepuso el temor y la desconfianza ante la fuerza y la actitud de una juventud que confrontaba el modelo de sociedad y de iglesia reinantes. Pareciera que también aquí se anticipó el aire nuevo del Concilio Vaticano II, y se posibilitó una expresión cristiana de la juventud, que en otros rincones del orbe se expresó con la revolución de las flores y el hippismo, los movimientos sociales más contestatarios y combativos, la revolución cultural del `68 y de mayo en la misma Francia. La juventud buscaba expresarse, confrontarse, rebelarse ante el modelo social existente y aquí lo hizo cara a Dios, lo que dio a este impulso y a esta necesidad una fuerza trascendente, que ha hecho perdurar ese espíritu hasta nuestros días. Hoy, en pleno siglo XXI, siguen llegando miles de jóvenes a esta pequeña colina: para Semana Santa se esperan 5000, para después de Pascua 8000, en verano son cientos los que pasan por Taizé. En los encuentros anuales en diversas partes del mundo, son miles los jóvenes asistentes.
Las estancias son semanales idealmente, con la posibilidad de extenderla una semana más. Durante mi semana éramos cerca de 150 los que habíamos llegado, y a nosotros se sumaban voluntarios de todas partes del mundo. Hay un acento en los jóvenes, y si bien los adultos también participamos de los impulsos diarios, el intercambio lo hacemos con nuestros pares adultos, ya que durante la semana se forman pequeñas comunidades estables para el intercambio del tema de la mañana y el proceso que se va desarrollando. Por las tardes está la posibilidad de aprender cantos de Taizè, de trabajar en el lugar (limpieza, huerta, orden, preparación de los espacios para recibir a multitudes), la participación en talleres diversos, como por ejemplo: la relación cristiano-musulmana, iniciativas de promoción social en África, América Latina y Asia, el uso de tecnologías al servicio de la promoción humana, apreciación artística, escuchar un concierto o simplemente para dejarse un espacio para la contemplación junto a una pequeña laguna, caminar hacia los alrededores o pasear hacia un pueblo cercano (me fui caminando un día a Cluny a unos 12 kilómetros de distancia).
Para alojar, hay espacio para todos, divididos en barracas para varones y para mujeres, y un gran campo donde se levanta un inmenso campamento con decenas de carpas de gran capacidad, cuando la multitud lo requiere.
Siempre está la posibilidad de conversar con algún hermano de Taizé o alguna de las religiosas de otras comunidades, las que se han ido integrando a través de su servicio.
La impresión de la comunidad de hermanos es la de una comunidad monacal abierta, en la que la oración, el trabajo, la fraternidad y el encuentro con los peregrinos van articulando la vida diaria. Son cerca de 100 y de ellos unos 60 están en Taizé. Impresiona el verlos llegar a la iglesia de la Reconciliación: el espacio litúrgico que alberga las celebraciones y que partiendo de una construcción original central, ha ido creciendo en una consecución de salones que, si es necesario, se integran al espacio mayor para que todos podamos sentirnos parte del encuentro litúrgico.
Son hermanos provenientes de diversas partes del mundo, y como era de esperarse y fue una gran alegría, había no uno sino dos chilenos: el hermano Cristian de Santiago, que lleva casi diez años en la comunidad y el Hermano Claudio de Concepción, que lleva dos. A ellos se suman otros americanos, europeos, asiáticos y africanos. A la diversidad cultural se suma la diversidad religiosa, pues hay hermanos católicos y protestantes. Me tocó compartir la mesa de la comunidad un día y era impresionante estar hermanos, voluntarios y huéspedes en torno a una misma gran mesa, compartiendo primero en silencio la comida y, luego, en una relajada conversación con los que teníamos a nuestro lado. Estar allí hace posible pensar en ese “un solo corazón y una sola alma”, en esa “unidad en la diversidad”, en “ese encuentro” como signo anticipado de la mesa del Reino. Es la misma experiencia que hacemos los que llegamos a Taizé por una semana: de todas partes del mundo vamos vivenciando una auténtica fraternidad humana, a través de la vida de oración, del intercambio y la reflexión en común, del compartir la mesa y el pinchaje, el trabajo y los encuentros espontáneos.
Lo determinante en la comunidad de hermanos, es haber ido descubriendo y conquistando un estilo de vida que integra toda esa diversidad (que es también religiosa), y donde el principio fundamental no es la renuncia de lo mío o de lo tuyo para estar contigo, sino el dar desde lo mío para encontrarme con lo tuyo.
El Hermano Roger y ahora el Hermano Alois (el superior, luego de la trágica muerte del fundador), han peregrinado de la mano de diversos papas, quienes los han alentado en este camino de unir la diversidad, de integrar lo que humanamente separamos o confrontamos, de poner lo común por sobre lo particular sin negar lo propio. Juan XXIII en una conversación con Fr. Roger y ante la pregunta de éste último sobre el lugar de Taizé en la iglesia, le respondió: “la iglesia católica está hecha de círculos concéntricos cada vez más amplios”. Esa apertura dio una gran tranquilidad y la certeza de estar en el interior y no en la periferia del camino. Incluso el Papa Bueno lo llamo “Taizé, esa pequeña primavera”. Cada año hay una audiencia con el Santo Padre. El P. Juan Pablo II visitó Taizé en 1986 y les dirigió estas palabras a los jóvenes presentes: “al igual que ustedes, peregrinos y amigos de la comunidad de Taizé, el Papa está de paso, pero por Taizé se pasa como se pasa cerca de una fuente”. Esta cercanía al Obispo de Roma, se da también con los Patriarcas de las Iglesias Ortodoxas de Rusia y Constantinopla, así como con las autoridades de las Iglesias Protestantes y Anglicana.
La liturgia permite, por su sencillez e integración cultural e idiomática, que todos nos vayamos haciendo parte. Impresiona como los jóvenes, cada uno con realidades, intereses, experiencias religiosas y humanas tan diversas, se van integrando a un ritmo de oración y meditación exigentes dentro de su simplicidad y belleza.
Primero el espacio litúrgico: como lo mencioné antes, es un gran espacio principal rectangular al cual se accede por todas partes y que tiene la posibilidad de agrandarse para que sean muchos los que quepan. El puro espacio central puede recibir a un par de miles. En el espacio del altar unos lienzos rojos cual velas dan espacialidad y movimiento; son siete, con lo que podemos suponer que son expresión del Espíritu Santo, que une en la diversidad de la comunidad que celebra. Delante de estas velas hay un grupo escultórico conformado por cuencos de diversos tamaños con cirios encendidos en su interior, el altar de madera al centro cubierto en este caso por una tela morada. A un costado la cruz con un Cristo pintado de estilo románico muy sencillo y un par de íconos(de la Resurrección y otro del Cristo Misericordioso). Al otro costado, un ícono de la Virgen y el Niño junto a un pequeño tabernáculo muy simple, cubierto por una tela blanca yla luz perpetua. Un detalle de singular belleza: al lado del altar, la cruz procesional es de metal sin crucifijo y rematada en cada punta con un corazón.
Los hermanos se ubican al centro, la mayoría en pequeños bancos para arrodillarse, unos pocos (los mayores) en sillas y están al mismo nivel que todos los demás participantes, sólo separados por una ornamentación de macetas con hojas verdes. Nosotros nos ubicamos donde queramos o podamos; no hay sillas, sólo algunos banquitos individuales para arrodillarse, las escalas a los costados y unas pocas bancasen torno a este gran espacio central. El suelo está totalmente alfombrado para sentarse, arrodillarse, postrarse o lo que el espíritu y el cuerpo permitan.
La liturgia de los hermanos, en la cual participamos todos los que estamos vivenciando Taizé, tiene tres momentos durante el día. En los tres los ejes son: la Palabra de Dios y la meditación en torno a ella, el canto y la alabanza, el silencio y el gesto de comunión. En la oración de la mañana el gesto de comunión está dado por la comunión sacramental bajo las dos especies, previamente consagradas en una misa de rito católico, o el recibir un trozo de pan bendecido si por cualquier motivo no se recibe la comunión sacramental. A mediodía el gesto de comunión está dado por la oración en diversos idiomas e intenciones del mundo y en la noche por la posibilidad de encontrarse más personalmente con Jesús, a través de la cercanía de la cruz o de algún ícono y del diálogo en la confesión o el acompañamiento espiritual.
Esta realidad para ser vivida, en libertad y confianza, supone abrirnos con fe a una nueva forma de expresión religiosa integradora de diversas vertientes cristianas: tanto el protestante como el católico y el ortodoxo pueden encontrar su espacio, desde su historia y vivencia religiosas, formas y símbolos. Incluso el no creyente puede encontrar su lugar, a través de las diversas expresiones de encuentro natural y humano (naturaleza, conversaciones, cantos, trabajo, gestos), que en Taizé se viven.
En la semana que estuve se acercaron dos jóvenes judías a conversar acerca de su vida, sus anhelos, inquietudes y heridas. El alma humana es la misma: necesitada de amar y de ser amada. Directa o indirectamente, la respuesta a esa necesidad y capacidad la va dando Jesús durante los días de la semana, a través de su palabra, de su presencia sacramental, de la fraternidad, del vivir una experiencia de encuentro consigo mismos y con los demás, a través de un vínculo auténticamente religioso (aquel que une lo que estaba separado: Dios y la persona, la persona en sí misma, la persona con los demás y su entorno), desconocido vitalmente para muchos, pero posible de ser vivenciado.
Los cantos merecen un párrafo aparte, son mundialmente conocidos: “donde hay amor y caridad…” “nada te turbe, nada te espante…” “misericordias Domini…” “Blessthe Lord mysoul…” Son simples y fáciles de cantar, tomados del Evangelio, de frases de los Padres de la Iglesia, de místicos y santos. De la tradición ortodoxa se recoge la repetición continua, que ayuda no sólo a aprenderlos, sino también a internalizarlos como la respiración. Durante las liturgias y celebraciones todos vamos haciéndonos parte, a través de estos simples cantos, bonitos, en diversos idiomas y con fuentes distintas. Son expresión de una oración comunitaria y universal.
En cuanto al intercambio grupal, es significativo lo que se da. De partida hay que pensar en la diversidad cultural. Durante la Semana que estuve el grupo total estaba conformado en su mayoría por alemanes, a los que se sumaban ingleses, escoceses, holandeses, croatas, ucranianos, coreanos e indios. En mi grupo de los mayores éramos: siete alemanas, un alemán, una india y yo chileno, de los cuales dos eran consagradas católicas que trabajan en Londres con refugiados y enfermos, tres eran feligresas de una iglesia católica, dos eran protestantes, otra pastora de una iglesia reformada, un médico católico y yo el único sacerdote.
Los impulsos los daba un hermano tomando como base un texto bíblico: el primer día del antiguo Testamento (la promesa a Abraham) y los demás días textos del Nuevo Testamento (multiplicación de los panes, el diálogo de la madre de los hijos del Zebedeo con Jesús acerca de los primeros puestos y el servicio, el joven rico, la oración en el huerto de los olivos y el encuentro del resucitado con sus discípulos y su envío). Después de una buena introducción, cada grupo tenía el resto de la mañana y antes de la oración del mediodía, para compartir el sentido personal de la cita bíblica, las impresiones a partir de ciertas afirmaciones sugeridas, responder preguntas sobre el texto mismo y otras de aplicación a la vida. Era una lectio divina que aterrizaba en la vida, partiendo de lo personal a lo comunitario, llevando siempre a un renovado y concreto compromiso con el mundo. Detrás, en la perspectiva de los jóvenes, está el preguntarse por un proyecto de vida que no sólo busque la propia realización, sino la comunión en servicio y amor hacia los demás.
Los hermanos preparan cada año este material de trabajo, en base a la Palabra de Dios, los signos de los tiempos y los acentos de su espiritualidad.
Algo hermoso y novedoso de este paso por Taizé, fue una nueva certeza de algo que me ha venido acompañando durante este peregrinar: la experiencia de fraternidad por sobre todas las cosas. Yo soy un peregrino llamado a ser hermano de las realidades en personas, lugares y vivencias que me toca compartir. Sólo así puedo abrirme sin recetas ni prejuicios, sin condiciones ni exigencias, a lo que el camino va mostrando. Hay cosas que llegan más, otras menos, hay algunas con las que me identifico más, otras menos. Pero si hay algo grande en esta comunidadde la Francia Rural, es que no se trata de convencer a nadie que cambie de vida e ideas para ser y sentirse parte, sino que la fuerza del encuentro personal con Jesús y las personas en su alteridad y pluralidad llevan a un cambio de actitud de vida: más abierta, más receptiva, más complementaria y complementable, menos reactiva y más propositiva, menos defensiva y más confiada, menos excluyente y más inclusiva, más servicial que exigente, más humilde que autosuficiente… pero por amor. No por ideología o conveniencia, por inseguridad u oportunismo, por condicionamiento o interés, sino por amor.
Jesús vino a mostrar y a revelar el rostro del Padre, fue el ícono del Padre, pero lo hizo asumiendo nuestra humanidad fraternalmente y vinculándose con nosotros fraternalmente. No desde la superioridad nos redimió, sino haciéndose semejante a nosotros, menos en el pecado; lo que significa que no pecó, pero sí que asumió todo lo que el pecado conlleva como consecuencia (dolor, soledad, marginación, abandono, violencia, división, muerte). Ser hijos nos permite confiar, ser padres servir, ser hermanos compartir nuestra humana existencia con toda su belleza y también su complejidad, sus posibilidades y límites, sus realizaciones y frustraciones, sus anhelos y búsquedas, su precariedad y fuerza. Nos hace solidarios con todo el género humano… una semilla que crece vivencialmente en esta pequeña colina de Taizé.