Montserrat es un lugar de encuentro con Dios en medio de su geografía, con senderos que llevan a diversos puntos entre bosques agarrados firmemente a los acantalidados; lo es también por la liturgia, los cantos y el oficio benedictino de la Abadía que descansa a sus pies desde hace casi 1000 años.

«Y vio Dios todo lo que había hecho,
y he aquí que era bueno en gran manera»
(Gn 1).

Llegar al Santuario de Montserrat en Cataluña impresiona no sólo por la geografía del lugar: un macizo montañoso perfectamente delimitado en el horizonte, con picachos sinuosos, cual manos extendidas hacia las alturas, cual dedos largos, cortos, anchos, delgados, manos empuñadas, abiertas…da la sensación que la plegaria que se elevaría desde este lugar inspiró al Creador para formar, en centenares de siglos, este espacio único, sólidamente anclado en el suelo y abierto, en encaprichados ademanes, al cielo.

Desde lejos más bien parace una zarza ardiendo, usando la imagen bíblica: un fuego que ilumina, atrae, susurra y envía, sin consumir lo que quema ni a quien se acerca.

Montserrat es un lugar de encuentro con Dios en medio de su geografía, con senderos que llevan a diversos puntos entre bosques agarrados firmemente a los acantalidados; lo es también por la liturgia, los cantos y el oficio benedictino de la Abadía que descansa a sus pies desde hace casi 1000 años; también porque representa todo un símbolo de la identidad catalana y lo es, aún más, porque en la Basílica está «La Moreneta», la imagen de la Virgen María con el Niño en sus brazos, que según la leyenda fue hallada en este lugar en el año 880.

Tener acceso a la clausura es un privilegio. Es traspasar un misterio que se desvela en muros, jardines, vitrales, imágenes… por sobre todo en sus habitantes: una comunidad activa, viva y presente de monjes de diversas generaciones. Una llave maestra conduce a los rincones y pasillos interiores, permite llegar con paso sigiloso y prudente a la sobria elegancia de sus salones y altares.

Hay tres dimensiones que resaltan para el peregrino que llega: la belleza, la hospitalidad y la cultura. Tenemos que sacar de nuestro imaginario colectivo la caricatura monacal del monje gordo tomando vino o la imagen sombría de la clausura contemplativa medieval. En Montserrat se respira el aire que llevó a los benedictinos a ser luz en la oscuridad en la historia de Europa, antes de la decadencia de Cluny, la reforma del Cister y las necesarias renovaciones ante las vicisitudes históricas.

La belleza. «Y vio Dios que todo era bueno», bello, podríamos agregar. La belleza tiene que ver con la armonía, con el equilibrio. En Montserrat esa belleza no sólo la aporta naturalmente el paisaje, se vive en la ligurgia, en los espacios sagrados, en la estética de los lugares: desde un afiche informativo hasta un rincón de expresión de piedad. Cruzar el pasillo lateral donde se depositan las velas conmemorativas, es cruzar un caleidoscopio de colores que iluminan la oscuridad de la roca, que sobrecoge e invita a hacerse parte, depositando nuestra propia ofrenda y petición.

La señalética para acceder a los diversos recintos es simple y hermosa, en diversos idiomas y con una grafía clara y estilosa. El atrio de entrada con su pórtico es sobrio y majestuoso, una rara combinación de lo aparentemente contradictorio. El camino hacia La Moreneta es un recorrido por diversas expresiones artísticas que se mezclan en un sorpresivo equilibrio, hasta llegar a la imagen misma que sorprende por su belleza y la picardía en la mirada de la Madre y el Niño. El camarín de la Virgen no resulta recargado, porque uno se detiene ante Ella y ese encuentro ocupa todo el espacio.

Participar de la liturgia en el oficio divino y en la eucaristía, es otra oprtunidad para la belleza en los movimientos, los cantos y las voces, en la música y en la austera elegancia de los ornamentos y talares.

Traspasar la clausura y tener la posibilidad de visitar y contemplar los jardines interiores es un canto a la belleza, como signo de equilibrio y paz para los sentidos: las fuentes, el agua que corre, los cipreses que enmarcan y elevan el paisaje, la armonía entre la edificación y la montaña, los grupos escultóricos, la integración de los despojos de algunas edificaciones arrasadas por las guerras napoleónicas o salvadas del olvido después de cada restauración. El jardín, como ocurre en nuestros propios jardines, es un reencuentro con la belleza primigenia, aquella del Edén perdido, donde la armonía invita al reposo o al trabajo laborioso, pero edificante.

Ese jardín del claustro nos recuerda nuestro propio mundo interior, nuestra intimidad, hoy tan manoseada y desprotegida, tan expuesta al morbo. Este jardín secreto nos recuerda que hay que cuidar y cultivar esa belleza, que sólo Dios conoce y aquellos que Dios ha puesto en nuestro camino para compartir nuestra intimidad. Porque ese espacio supone respeto y pudor, acogida y valoración. Espacio que no es en primer lugar físico, sino espiritual: el mundo de nuestros anhelos, de nuestra originalidad y mismidad, de nuestros límites y debilidades. Tener un espacio sagrado no es ocultismo ni mojigatería, es renococer que somos realidad, pero también misterio, somos seres concretos pero también en proceso.
Y es un jardín concientemente cuidado; un cuidado que supone poda, abono, desmalezamiento, ciega y espera. Lo mismo ocurre con nuestro mundo interior: necesita cuidado, trabajo y maduración.
El hecho de ser un jardín al cual no todos pueden entrar también tiene su sentido: el preservarlo y cuidarlo, así como dejar un espacio sólo para Dios. ¿Acaso no pasa lo mismo con nuestra clausura interior? hay que cuidar ese mundo y purificarlo permanentemente de la imaginación que perturba, de la compensación que lo desorienta y de la contaminación externa que lo ahoga o confunde.

Belleza que se muestra y belleza que se preserva. La belleza se cuida, se trabaja, se busca y se cultiva. Esa armonía interior se conserva por la gracia de Dios y nuestro trabajo diario.

Junto a la belleza, la hospitalidad. Otro pilar de este lugar. Una hospitalidad directa: a los huéspedes se les acoge muy bien y al visitante peregrino también, para muestra un botón: para las horas de oficio de laudes y vísperas que se hacen en el coro central siempre están indicados los cantos y salmos, junto a sus antífonas, y un monje se acerca amablemente para facilitarnos el libro correspondiente, los que en una buena y suficiente cantidad, están disponibles en un mueble perfectamente ordenado y abierto para quien lo desee. La acogida también en diversos ofrecimientos que se hacen en retiros, formación, acompañamiento y guía.
Hoy los monjes no darían a vasto para atender a la gran cantidad de vivitantes, por eso un centro pastoral ubicado al lado de la Basílica atiende cualquier inquietud o pregunta, es un espacio luminoso, bonito y con información personal y también escrita. La acogida no sólo es tolerar al que visita, pasa por el buen acceso a la información y a los lugares, por la posibilidad de ser guiados o movernos autónomamente si así lo deseamos, por el cuidado de la limpieza y la dignidad de los espacios (desde los baños hasta los lugares de culto), por la cercanía e integración de las manisfestaciones de piedad, llámense velas votivas, ex votos, recuerdos o intenciones.

Hospitalidad en formas y también en el contenido: si bien los oficios son en catalán, con los textos en la mano se hacen asequibles, la eucaristía va acompañada de una buena homilía concreta para la vida, y la folletería tiene un diseño bien hecho y un contenido claro.
Hospitalidad que se vive en la hospedería: buenas habitaciones, cómodas instalaciones, buenos accesos y una comida sana y rica. En el refectorio de la clausura, donde si bien reina el silencio, hay dos gestos contundentes de hospitalidad: al huésped se le conduce a su lugar y se le despide al salir, no sólo por el monje hospedero, sino por el abad.

Belleza, hospitalidad y cultura. La cultura siempre ha sido un pilar en la espiritulidad benedictina. Ya no se trata de la irrupción de los pueblos bárbaros y el preservar en sus muros la cultura cristiana occidental, resguardándola a través del arte, las letras, la liturgia y las ciencias; pero vivimos en un momento cultural donde se hace necesario enfrentar, confrontar y complementar el secularismo reinante y, muchas veces, violento. Las manifestaciones culturales son un arma generalmente más efectiva que la agresividad mediática o los discursos grandilocuentes.
En Montserrat hay un museo de arte con instalaciones modernas e integradas al paisaje geográfico y espiritual. Hay un Instituto de Arte y Espiritualidad en el antiguo monasterio de Santa Cecilia, y que se define a sí mismo como «un centro de promoción de valores artisticos y humanos de diferentes maneras, donde se habla y plasma de espiritualidad no en primer lugar referido a una confesión religiosa concreta, sino al ámbito y confluencia de la emoción estética, del presentimiento de lo sagrado y el sentimiento religioso…busca encontrarse con el humus cultural del hombre europeo: la cultura grecorromana, la cu!tura judeocristiana y el pensamiento surgido desde la Ilustración, tres tradiciones que no pueden estar en contradicción dialéctica y excluyente , sino que son consideradas unidas en la base para un humanismo integral». Una sorprendente integración, a través del arte y la cultura, de vertientes que generalmente, contraponemos.

Junto a este Instituto está «la escuela musical de Montserrat». La Escolanía de Montserrat se remonta al siglo XIV, la más antigua de Europa y aún sigue vigente con una escuela de música y canto de alto nivel. Uno tiene el privilegio de escuchar a los alumnos en dos momentos del día: a mediodía y después de las vísperas. Se preserva, promueve y trasmite la belleza del canto religioso y la música sacra.

A la cultura pertenece la identidad de un pueblo o viceversa, por eso Montserrat ha sido un espacio para defender y promover la identidad catalana, de allí que su influencia política e intelectual es innegable en momentos críticos de la historia del pueblo español y catalán. Esperamos que lo sea para promover la integración y unidad, más que la division en el actual escenario de Cataluña y sus relaciones con el resto de España.

La espiritulidad benedictina, a través de la belleza, la hospitalidad y la cultura, sigue brillando desde las alturas de Montserrat, como un faro entre las luces y también las tinieblas de nuestro tiempo.