Dejé Tierra Santa con la alegría de haberme encontrado con Jesús en lugares, personas y vivencias; en la historia y en la tradición, en la vida comunitaria, en los Evangelios y relatos orales, en la liturgia y en la fe del peregrino y, porque no decirlo, también en mi corazón.

«Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó:
te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has revelado estas cosas a los pequeños…»
(Lc 10, 21).

Dejé Tierra Santa con la alegría de haberme encontrado con Jesús en lugares, personas y vivencias; en la historia y en la tradición, en la vida comunitaria, en los Evangelios y relatos orales, en la liturgia y en la fe del peregrino y, porque no decirlo, también en mi corazón.

Cuando pienso en Jesús, si bien tengo plena conciencia de que Pasión y Cruz preceden a la Pascua, lo veo alegre y lleno de esperanza. El solo contacto con la vida, por mínimo que sea, distiende al alma: paisajes, personas, realidades diversas. No se trata de una visión romántica y compensatoria de las visicitudes de nuestra humana condición, sino de creer que Dios todo lo hizo bueno y, que si bien el pecado está y rompe el equilibrio de nuestra urdimbre de vínculos, estamos hechos para amar y ser amados, para encontrarnos y complementarnos, para descubrir, animar y valorar ese misterio tan grande y tan cercano a la vez: fuímos hechos a imagen y semejanza del Creador, y Dios es, ante todo, bondad, belleza y justicia. Dios es amor. Y por la fuerza de ese amor nos sana, levanta y anima.

Por eso en Tierra Santa, más allá de los conflictos y tensiones, diferencias y defensas, la vida vive y sigue su curso: hay sonrisas y esperanzas. Un ejemplo radical son los muchos niños que circulan, juegan, corren, lloran y ríen. Se podría argumentar sociológicamente diciendo que es un fenómeno que se explica por la necesidad de apropiarse y perpetuarse, territorial y culturalmente; se podrían dar argumentos desde la demografía y se diría que sin control de la natalidad, no puede ser de otra manera; o bien, desde otro rincón, argumentar que en culturas machistas y de sumisión de la mujer, considerándola sólo como sujeto de procreación y crianza, la consecuencia es una gran cantidad de infantes.

Todo es posible, lo cierto es que hay niños y niñas, hay risas, hay complicidad entre los amigos de juego y picardía en las miradas. Eso es Pascua, pero también es simple y sencillamente, humanidad. Ni la represión ni las armas, ni las diferencias y distancias han logrado acallar la alegría. Incluso detrás del muro hay bailes, mucho colorido, muchos sabores y olores que sorprenden y deleitan los sentidos.

Un representante de esa alegría de vivir es Samy: en plenas callejuelas de Belén un hombre sencillo y risueño, con un servicio de te a la mesa y a la mano que ni en Buckingham Palace se ofrece: va de aquí para allá con su bandeja portátil llevando un maravilloso brevaje a los comercios cercanos y a los paisanos. A uno, como transeúnte, le ofrece el mejor lugar: sencillamente la vereda (o bajo un portal si está lloviendo), con un par de sillas y un banco que él mismo trae de su salón de te (un cuchitril pequeño y oscuro). Y su te es maravilloso: romero, menta, hierbabuena, gingibre, miel, manzanilla y canela. Como buena persona que es, nos da la receta sin guardarse ningún ingrediente, con la sonrisa en los labios y un abrazo de amistad. Incluso más, a la pregunta ¿cuánto te debemos Sam? responde sin atisbo de trampa o regateo : «lo que tú quieras mi amigo».

«Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo». Me lo imagino riendo y celebrando la vida y los encuentros, agradeciendo a Dios y a las personas la vida compartida, con la certeza de su mensaje de esperanza.

También en la cruz brotó una sonrisa , parece una locura, pero es lo que ví después de Tierra Santa: la Providencia a través de sus instrumentos (que no han faltado en este peregrinar), permitió sumarme a una peregrinación de familias y jóvenes de Schoenstatt a Javier, la tierra de San Franscisco Javier. Fueron mas de 30 km entre los paisajes bellisimos de Navarra. Algo de nieve, mucho sol y verdor, la alegría y sencillez de los peregrinos. Al llegar a la iglesia junto al castillo de Javier, después de la misa de rigor junto a otros grupos de peregrinos, subimos por una rampa hacia la imagen del Cristo de la Sonrisa. Sí, crucificado y todo, pero sonriente. No se trata de una carcajada, sino de una suave sonrisa. Insólita en el arte románico, tan hierático y sobrio, pero es una sonrisa. ¿Habrá visto el rostro de su madre? ¿ habrá contemplado los primeros ecos del triunfo pascual? ¿habrá visto como la tierra se movía para rescatar con su amor a los que vivían en tinieblas y sombras de muerte? ¿sería la certeza de su misión de amor llevada hasta el final? ¿acaso habrá escuchado nuevamente en su corazón «tú eres mi Hijo amado»? …

Se desconoce la motivación del artista, pero supo captar un segundo de la esperanza pascual en Cristo: el Amor es más fuerte que la muerte.

De allí seguimos el camino, ya no a pie, sino movilizados. Tuve el inmenso regalo de ir con Paloma, Mica y Antonio, todos de la familia de Schoenstatt de Madrid, quienes fueron muy acogedores y generosos. Fue sentirme en casa. Parada de rigor en el reino de los huevos fritos y las morcillas, buenísimos. Y, como coronación a esta experiencia de la alegría, la visita a una nueva comunidad femenina en La Aguilera: «Iesu Communio». Un impacto al compartir en el locutorio mayor con cerca de 200 mujeres, la mayoría muy jóvenes, consagradas a Dios, alegres de vivir y compartir su experiencia, con una fuerte vida de oración, comunidad y acogida al peregrino. Es toda una nueva irrupción del Espíritu Santo, que no deja de renovar a su Iglesia en el dinamismo de los carismas diversos. Surgen de un grupo de clarisas quienes, luego de confirmar su originalidad, fundaron una nueva comunidad.

Hay una constante en ellas y que también percibí en las comunidades de consagrados y laicos en Tierra Santa: la fuerza del testimonio que se comparte y anima. No se trata de estar hablando de sí mismos narcisistamente, sino del valor de nuestro encuentro personal con Jesús que se renueva, se confirma, se complemeta y se enriquece cuando se comparte. A veces compartimos tantas cosas sin descanso y sin filtro: información, críticas, consumo, chismes, tonteras…pero no hablamos necesariamente del Dios de nuestras vidas y como nos ha transformado la existencia. La vida del Cristiano se funda en el testimonio de nuestro encuentro con Jesús o de cómo fuímos encontrados por Él. Sin que necesariamente tengamos que ir a pararnos a las esquinas, hay que superar el pudor y, a veces la vergüenza, de hablar del Dios de la vida y de nuestras vidas. Que se exprese más libre y generosamente. Una sociedad pluralista como la que vivimos manifiesta un contrasentido innato: todo menos Dios o sus valores trascendentes; pero no cedamos a la tentación de callar, por respeto o temor, lo que Jesús conquistó con su Vida, su Cruz y su Pascua.

Cristo nos sonríe a cada uno y ha llenado de sentido nuestras vidas, lo sigue haciendo en cada persona, en cada circunstancia, en cada acontecimiento y lugar. Lo hace con la esperanza de encontrarse con nosotros y de renovar su mensaje de amor en cada realidad espacio temporal. Porque el amor de Dios es concreto como esos niños en Tierra Santa, como Samy y su maravilloso te, como las Carmelitas de Haifa («piccola, piccola, piccola», decía la más pequeña de estatura y la mayor en años, solo así se entiende ser Carmelita en tierra de misión), como esos peregrinos de la Javierada al encuentro del Cristo de la sonrisa, como esas mujeres sencillas y alegres en La Aguilera, como cada uno de nosotros cuando aprendemos a vivir desde ese encuenro con Jesús, que coloreó de esperanza nuestras vidas y nos enseño a sonreír y a reír, aún en las tribulaciones, porque Él está con nosotros y en medio nuestro, dando sentido a todo lo que vivimos.