Al meditar este paso como peregrino en Fátima, hay tres palabras y experiencias vitales que me ayudan a integrar este acontecimiento en mi corazón y en mi fe: filialidad, fraternidad y felicidad.

“Dios mío yo creo, adoro, espero y te amo.

Te pido perdón por los que no creen, no adoran,

no esperan ni te aman”

(del Ángel de la Paz, apariciones)

Estos días tuve el privilegio de sumarme a una peregrinación organizada por la Rama de Familias de Madrid a Fátima, uniéndonos a una magna peregrinación anual organizada por la Familia de Schoenstatt de Portugal; todo en el contexto del Centenario de las Apariciones.

Fue una experiencia de mucha alegría y también de grandes sorpresas. Para ser honesto, Fátima no estaba dentro de mis devociones y siempre lo he visto muy unido a corrientes tradicionalistas de iglesia, en las que se acentúa muy unilateralmente la piedad al rosario, el juicio de Dios, la penitencia y la salvación de las almas; unido al velo de misterio que rodeó siempre a los famosos secretos de Fátima, los que (mereciendo todos mis respetos, especialmente en la persona de San Juan Pablo II), me generaban en la infancia curiosidad y temor, y en la adultez  distancia por el morbo y la especulación en torno a ellos.

Lo maravilloso de peregrinar  a un lugar es que las realidades más hondas y verdaderas se revelan en la sencillez y el esfuerzo del camino, en el contacto y la convivencia con los peregrinos, en la vida misma y en la observación de lo que ocurre, y no en primer lugar en la intelectualización o espiritualización del acontecimiento fundante.

En Fátima la Virgen se apareció a tres pastorcitos: dos niñas, Lucía y Jacinta y un niño, Francisco,  en una aldea perdida del Portugal profundo. Incluso los preparó primero, ya que antes que Ella fue el Ángel de Dios (como Ángel de la Paz, de Portugal y de la Guarda), el que se les apareció.

Los niños transitaron de una vida simple donde la fe, la creación y la amistad se daban la mano cotidianamente, y donde la vida del pueblo en torno al campo y al pastoreo, la parroquia, la familia y los vecinos lo era todo, a estar en la mirada providente de Dios y en el ojo escrutador del mundo.

Resulta misterioso no el que se revelara a pequeños en edad y en condición (forma parte de la pedagogía y el amor divinos), sino la dureza del mensaje revelado dirigido a un mundo en llamas, en el preámbulo de un siglo desangrado por  guerras mundiales, genocidios, hambrunas y violencia, y de una iglesia que experimentará persecuciones y desacralizaciones, junto a un abismo entre el Evangelio y el devenir cultural. Paralelamente será el siglo de los grandes avances científicos y tecnológicos, comunicacionales y económicos, junto a una iglesia que tendrá que sufrir desde dentro sus propias miserias e incongruencias.

Los destinatarios serán niños, incapaces de comprender en ese momento las consecuencias y coherencias del mensaje con la realidad circundante y venidera, pero lo suficientemente abiertos y sencillos para abrirse, preguntar y asumir a su medida y más, lo que Dios por boca del Ángel y de María Santísima, les revelaba. Esa apertura de fe me sorprendió, casi recuerdan otro diálogo entre un Arcángel y una simple chiquilla de Nazareth, donde las consecuencias tampoco eran medibles ni comprensibles, pero donde las respuestas a las dudas son seguidas de una total disponibilidad. Fue también la forma como la Virgen María dialogó con Santa Bernardita y San Juan Diego.

Al meditar este paso como peregrino en Fátima, hay tres palabras y experiencias vitales que me ayudan a integrar este acontecimiento en mi corazón y en mi fe: filialidad, fraternidad y felicidad.

Filialidad. Ser niños y como niños nos introduce en la espiritualidad de la infancia espiritual: esa actitud de confianza en el amor y en la conducción de Dios, esa fe sencilla que por la fuerza de la experiencia del amor, ve tras cada acontecimiento al Dios providente y, en el caso de los niños, sin que medie un proceso reflexivo, sino más bien creen y confían por tratarse de la persona que les ama y les cuida. De allí que para nuestra imagen de Dios y nuestra actitud de confianza ante la vida y las personas, son fundamentales las experiencias previas o coetáneas de amor y confianza humanos y concretos.

Los pastorcitos vivían una realidad sencilla de pastores, agricultores y tejedores, sin instrucción formal ni grandes conocimientos, pero en medio de sus familias y de sus amigos, entre las calles de su pueblo, de su parroquia cercana y los campos de pastoreo. Ellos mismos eran de una amistad entrañable y sus experiencias familiares eran de cuidado y amor. Si bien Lucía experimentó el dolor de un padre que en un momento dado descuidó a la familia y el dolor de la incredulidad de su madre y hermanas ante las visiones, ella bebió del amor de una madre que le enseñó la fe, la cuidó y veló por ella, y entre una familia (con Jacinta y Francisco eran primos) donde los vínculos suponían apoyo y cercanía, donde se celebraba la vida y la fe todos los días.

Cuando estuvieron prisioneros por causa de las apariciones y el revuelo que causaban, su gran nostalgia eran las caricias familiares. Incluso algo tan chocante para los niños (y para nosotros como adultos), como mostrarles la visión del infierno, no supuso un temor paralizante ni una angustiosa pesadilla, por la tranquilidad y la paz experimentadas al contacto con el Ángel y, especialmente, por la dulzura y ternura de “la Señora” que les hizo sentir todo el amor de Dios hacia ellos y la promesa del cielo.

Tratando de comprender esta dura pedagogía de Dios hacia los niños (mostrarles el mal y el infierno, hacer sacrificios y mortificaciones, separarlos tan pronto con muertes tempranas) sólo me cabe pensar en nuestra propia experiencia de infancia: cuando somos niños la realidad del bien y del mal se viven y relacionan con un imaginario sencillo, pero concreto: la princesa y la bruja, el jovencito y el malo, la luz y la oscuridad. La ingenuidad de la infancia tiene la sabiduría de lo concreto que vemos o imaginamos, todo dentro de la normalidad de la vida en juegos, relatos, fábulas, leyendas, cuentos y cantos; eso nos dispone a creer en esas fuerzas que se oponen y que son concretas y que, desde la fe, se  personifican en Dios y el demonio. No son experiencias traumáticas si se dan en el contexto del amor, el contacto con la realidad, la compañía, el diálogo  y el crecimiento de la propia conciencia; dejan huellas nefastas si son utilizadas para amedrentar y atemorizar, si se absolutizan y se usan para condicionar la conciencia o la libertad.

Si bien, el lenguaje de las apariciones parece de la vieja escuela catequética, sobre todo si va acompañado de la imagen de un Dios castigador y controlador (que lamentablemente ha acompañado por siglos nuestro mensaje), todo se matiza y equilibra porque el diálogo es de una profunda misericordia, de un Dios entristecido por el dolor del mundo, compadecido por el pecado de un mundo que al alejarse de Dios causa tanto daño a sí mismo, en personas y pueblos. La iniciativa de Dios es de salvación y no de condenación, eso busca en este encuentro.

La conversión de los pecadores, la penitencia por un mundo que experimenta guerras y genocidios, la consagración al Corazón Inmaculado de la Virgen, se entienden en la perspectiva de un Dios que busca por todos los medios la salvación del mundo, pero que necesita nuestra colaboración para que sea posible. Esa colaboración, ante la sordera y el mutismo del mundo adulto, la encuentra en la pequeñez y sencillez de estos niños.

En un tiempo en que nos sentimos omnipotentes y autosuficientes por el espejismo del éxito, de  populismos y de liderazgos narcisistas, de la omnipotencia del mercado y la tecnología, pareciera que esta actitud innata en el alma del ser humano de confiar y creer, de abrirse al otro, complementarse y confrontarse, no tienen cabida. Visto así, estos niños tienen mucho que enseñarnos no sólo en ingenuidad y confianza, sino en disponibilidad para dejarnos iluminar y conducir. Pero para que sea posible, no podemos dejar de lado la experiencia previa y coetánea del amor y de la ternura, de la compasión y de la cercanía…sólo así el alma se abre al mensaje del otro.

Fraternidad. Lo primero que sorprende es la profunda amistad entre estos niños, son primos y se quieren como hermanos. Francisco y Jacinta buscan a Lucía que es la mayor, ellos se ofrecen para acompañarla en el pastoreo del rebaño familiar, al que unen las ovejas de sus propias familias. Esos paseos y esa tarea se transforman en el espacio para juegos, cantos y rezos. Será el espacio para que Dios se fije en ellos por boca del Ángel primero y de la Virgen después. Sorprende la entrañable fuerza de sus vínculos: como se cuidan, como se acompañan, sufren y lloran por lo que le pasa a cada uno o lo que para cada uno es dificultad o dolor. Cuánto les duele separarse aunque la promesa sea el cielo, más bien, sólo eso les da consuelo y paz.

Esta amistad, estos vínculos fraternos madurados entre juegos y cantos, entre el trabajo, los rezos y el pastoreo, en sus patios y en medio de la naturaleza, serán la premisa para la profunda solidaridad con el género humano que despiertan las visiones y conversaciones con el Ángel y la Virgen, acerca del dolor de Dios por la humanidad. El ofrecer tanto sacrificio en oración y mortificación por la paz del mundo y por el dolor de Dios ante una humanidad que se autodestruye y lo rechaza, surgen de esa experiencia fraterna de los amigos, de la compasión aprendida entre ellos.

Esa compasión no sólo es mortificación y oración, si así fuese estaríamos ante una manifestación enfermiza y autoflagelante, es generosidad con el pobre y el solo, con el necesitado y el marginado, con el desagradable y el distinto, con el pecador y el no creyente, que Dios va poniendo en sus caminos, antes, durante y después de las apariciones. Esa experiencia concreta del amor al prójimo, es el sustento de una aceptación y búsqueda conscientes del ofrecimiento, en oración y sacrificios, por los demás.

Fraternidad que es el signo de una gran solidaridad con la humanidad, tan necesaria hoy cuando a diario presenciamos el olvido y la indiferencia del hombre por el propio hombre, de diferencias abismales en el uso de los recursos y el reparto de las ganancias, de una brecha profunda entre ricos y pobres, entre incluidos y marginados; con el ejemplo doloroso de la situación de los refugiados y el atropello a derechos mínimos como el nacer, el crecer, el aprender, el alimento, la familia, el techo, el respeto o el trabajo.

Felicidad. Al hablar de felicidad no me refiero a un estado permanente ni a esos episodios positivos que sustentan la vida en medio de las dificultades; me refiero a la felicidad como la armonía con nosotros mismos y con los demás, al equilibrio en nuestros vínculos integradores de una red que toma en cuenta la complejidad, las posibilidades y los límites del ser humano. Equilibrio, armonía, integración, hacen que una vida sea posible y lo sea satisfactoriamente.

En ese sentido pude entender la insistencia de la Virgen en la imagen de su Corazón Inmaculado: ese corazón como realidad humana plenamente redimida es escuela de un auténtico equilibrio, donde la relación consigo mismo, con Dios, con la creación, con los demás, con el pasado, el presente y el futuro, se viven armónicamente, reconciliadamente, integradoramente.

Donde  también los dolores y frustraciones encuentran un lugar y un sentido. Donde el mecanismo no es la huída, la compensación o la negación de la vida con toda su belleza y precariedad, sino una búsqueda y esfuerzo de sentido e integración, dentro de un desarrollo con consecuencias para los demás.

La felicidad en estos niños no fue carencia de dolor ni desilusión, de conflictos ni tensiones, de enfermedad ni muerte, de separación ni rechazo… todas esas experiencias humanas las vivieron, pero integradas por un sentido y misión mayores, y sostenidos por la fuerza del amor que experimentaron entre ellos y del mundo sobrenatural.

Eran niños felices en su sencillez de vida, con las picardías y suspicacias de los niños, con las dificultades propias de una vida rural y estrecha de pueblo. Al comenzar las apariciones todo lo que sucede será un proceso integrador y de transformación: de la propia personalidad en la autoeducación de dificultades de carácter o limitaciones personales; en la generosidad a través de la solidaridad concreta y el ofrecimiento por los demás; en su relación con Dios al fundar ese vínculo en una profunda experiencia de su Amor,  lo que les abre a su conducción y voluntad; con la creación en el cuidado de lo que se les confía en tareas, seres y lugares; en la propia misión de vida, que tiene que ver con amar y ser amados, incluso más allá de los límites físicos y temporales.

Ellos entendieron con el tiempo que su misión era colaborar por la salvación del mundo.  ¿Acaso no es la misión de cada uno de nosotros, con rasgos originales en cuanto originales somos cada uno?

Una felicidad que integra todo lo humano y le da sentido salvífico, ¿cuánta falta nos hace en un tiempo en que hay tan poca tolerancia a la frustración? (especialmente en los niños), en que los conflictos y diferencias en  lugar de resolverlos a través del diálogo y el complemento, los transformamos en distancia y enfrentamiento. En un tiempo con tantos desafíos humanos y ecológicos.

 

Filialidad, fraternidad y felicidad se fueron mostrando entre el paisaje rural de Portugal, su mar inmenso y luminoso, sus habitantes receptivos a los peregrinos que este año jubilar llegan por cientos. Sobre todo en los lugares: el pequeño caserío de Aljustrel, los caminos de Valihnos, la Cova de Iria en Fátima, el primer santuario y la sorprendente nueva basílica. También en los peregrinos que llegan al santuario, muchos de los cuales hacen un tramo de rodillas hasta el lugar de las apariciones; los que llevan sus ofrendas votivas, los miles que acompañan la procesión de las velas cada sábado en la noche.

Y por supuesto, con nuestros peregrinos: la familia de Schoenstatt de Portugal que desde hace 20 años organiza esta peregrinación, la que alcanzó este año el número de 700 personas, a las que nos sumamos desde España 202 más.

El partir con la misa a la orilla del mar para luego internarnos camino a Fátima entre valles, campos y montes. Con momentos de silencio, convivencia, oración, cantos y reflexiones, con la alegría de matrimonios, familias y niños, de personas adultas, de jóvenes y consagrados. Todos al encuentro de estos tres pastorcitos y, de su mano, al encuentro con la Virgen María.

En el camino nos fuimos haciendo niños, aprendimos a ser hermanos y nos sentimos felices al llegar, no porque fuéramos mejores, sino porque en el camino y en el lugar de gracias, nuestra vida cobró un renovado sentido.