El P. Juan Pablo Rovegno estará algunos meses visitando diversos centro de espiritualidad en Europa, con el fin de recoger experiencias y generar a futuro uno en Chile. De esta forma el padre irá compartiendo estas experiencias con todos nosotros…
«Si ellos callaran, gritarían las piedras»
(Lc 19, 40)
Esta interpelación de Jesús al entrar en Jerusalén montado en un burro, aclamado por la gente y ante la suspicacia de los fariseos que ponen en cuestión su condición mesiánica, nos puede servir para captar lo que la historia viva de un lugar como Tierra Santa, despierta.
Lo primero que me llamó la atención al planear nuestro vuelo sobre esa Tierra, fue la cantidad de piedras que se distinguen desde las alturas, las hay por todas partes. Son piedras que van dibujando el paisaje y lo van construyendo entre ruinas, canteras, desechos, modernas edificaciones, muros y templos.
Para el peregrino que llega con ansias de encuentro y con la fe en el corazón, sorprenden las piedras. Muchos lugares santos han sido levantados piedra sobre piedra: la Palestina bizantina fue arrasada, sólo la iglesia de la Natividad en Belén se salvó de la furia del conquistador, porque los reyes representados en los mosaicos estaban vestidos a la usanza persa, según cuenta la tradición. Sin embargo, nuestra fe en la Providencia nos dice que Dios se valió de ese detalle, para que la centralidad de su encuentro con la humanidad: La Encarnación, quedara para siempre asegurada en la geografía de la fe universal.
Volvamos a las piedras: son vestigios algunas, construcciones colosales otras, la mayoría erosionadas por la lluvia y los años, también por las manos y los besos del pueblo creyente, así como por la humana necesidad de llevarse algo entre los pliegues de la ropa: un recuerdo que, si se suman por los siglos transcurridos, pesan toneladas de fe concreta y sensible, tan necesaria en una cultura de la abstracción, de lo pulcro y aséptico, del minimalismo y la blancura.
«Gritarían las piedras» por la fe de siglos, por la búsqueda de sentido y confirmación del claroscuro de nuestra fe. Me atrevo a pensar que, aunque no hubiesen dogmas o arqueología, las piedras hablarían, contarían, gritarían todo lo vivido, lo presenciado, lo recibido en pisadas, plegarias, golpes, encuentros, vida y amor compartidos. Cada lugar ha sido levantado sobre esas piedras y cada etapa histórica ha buscado acercarse al origen. Esas piedras susurran, hablan , dialogan y, si es necesario, gritan, porque en ellas y sobre ellas se ha escrito la historia de nuestra salvación. Pretender esconderlas o destruirlas, sólo aumentaría su misión: comunicar lo que han vivido.
En muchos de los lugares santos vivimos de la fe en esas piedras, testigos de los misterios, las vivencias y manifestaciones de nuestra fe. Un sólo ejemplo: la piedra del Santo Sepulcro, basta entrar en ese mínimo sitio, arrodillarse, tocar, palpar, besar y abrazar esa piedra, para experimentar la certeza pascual: es una piedra testigo del hecho mismo, pero también testigo de la fe pascual de siglos de peregrinos.
¿Cuántas veces pasamos de largo ante las piedras que constituyen nuestra historia? incluso desechamos vestigios y quisiéramos todo nuevo para sentir que las cosas dependen sólo y exclusivamente de nosotros. Es destructivo, ingenuo, pensar que podemos hacer todo nuevo arrasando con todo lo anterior. La fe en las piedras reconoce el valor del pasado sobre el cual nos paramos y desde el cual, también, se edifica el futuro.
Por supuesto que hay realidades que necesitan cambiar, complementarse, renovarse, pero no ayuda el arrasar con todo como si la historia comenzara con nosotros. En Tierra Santa, como ha sucedido también en nuestras ciudades coloniales levantadas sobre los vestigios de los ancestros y pueblos originarios, esas primeras piedras son el sustento para lo que se construye después, incluso sobre ellas. Olvidarlas o destruirlas sólo nos ha empobrecido en nuestra visión de la vida. En ese sentido, no podemos pasar por alto la pedagogía divina: Jesús que «hizo nuevas todas las cosas», lo hizo sobre el sustento de profecías y una prehistoria que anunciaba su novedad.
Aprender a valorar la historia, el paso de los antepasados, el grito de los que nos precedieron, sus alegrías y penas, anhelos y necesidades, sus conquistas y procesos, incluso sus errores y faltas, constituye un gran desafío. La tentación de no escuchar, de no aprender, de partir todo de nuevo y nuevo, nos seduce con la pretensión de la omnipotencia. Si dejamos hablar a las piedras en personas, acontecimientos, vivencias y tradiciones (lo que llamaríamos cultura), construiríamos sobre fundamento firme: sobre la fe de los que nos han precedido, incluso dando su vida por lo que venía.