Daniel 12, 1-3; Hebreos 10, 11-14. 18; Marcos 13, 24-32
«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre»
17 noviembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Creo en ese el cielo que colmará todos mis sueños, todos mis anhelos. Ese deseo tan grande de ser eterno y vivir para siempre en paz conmigo mismo, con los hombres, con Dios»
Trabajar lo que pasa dentro de mí es la clave para poder tener una vida más sana. Reconocer lo que me está sucediendo en este momento. Lo que siento, lo que me pesa, lo que me duele. Saber que hay cosas en la vida que no se pueden cambiar y otras que sí es posible. «El problema, y la base de nuestro sufrimiento constante, es la creencia de que el malestar, los errores y la decepción indican algo sobre nuestra valía. La creencia de que las cosas desagradables de nuestra vida son lo que nos merecemos»[1]. Mis pensamientos son fundamentales en la forma cómo enfrento la vida: «La creencia determina nuestros sentimientos (tristeza, ira, ansiedad, etc.) y nuestros sentimientos, a su vez, influyen en nuestra conducta (comportarnos mal, cerrarnos en banda, automedicarnos para aliviar el malestar). Para modificar nuestra conducta, nos dice Ellis, debemos modificar nuestros sentimientos, y para modificar nuestros sentimientos, debemos cambiar nuestros pensamientos»[2]. Tapar, intentar olvidar, ocultar son actitudes que no me dan paz, me dejan sumido en la angustia. El dolor de las experiencias difíciles vividas está ahí, guardado, almacenado en el subconsciente, en esa memoria en la que no dejo que entre la luz. Quiero olvidarlo y no lo consigo. Entre tanta oscuridad no consigo encontrar pensamientos positivos y alegres que le den sentido a lo que estoy viviendo. Quisiera reconocer lo que me pasa, descubrir el origen de lo que ahora siento. Comprender que mi historia está herida, porque todas las historias de los hombres lo están. Los sentimientos son tan poderosos que me llegan a bloquear por dentro. ¿No sientes ansiedad? Me pregunta una persona ante un momento importante en mi vida. ¿Es posible controlar la ansiedad sin recurrir a una pastilla? No es sencillo, no hay recetas para calmar el alma. Hay caminos que otros han recorrido antes que yo a través de experimentar fracasos y caídas y conseguir levantarse y seguir luchando. Porque la vida tiene sufrimientos que vienen dados con los límites a los que me confronto. Trabajar mi pasado es la llave para comprenderme mejor y vivir de otra manera el presente que es lo único que tengo entre mis manos. No puedo cambiar mi pasado, no puedo volver al instante anterior a la decisión que ha marcado mi vida. Tampoco puedo cambiar las circunstancias que estoy viviendo ahora mismo, son las que son. No puedo controlar lo que se escapa a mi control. Todo lo que me sucede está ahí. Todo lo que me ha pasado forma parte de mi historia. No puedo inventarme otra vida diferente a la que tengo. Puedo cambiar los pensamientos y puedo dejar que la luz de Dios entre en mi alma o puedo seguir viviendo amargado. Dios puede sembrar paz en medio de mis guerras y algo de alegría entre las muchas tristezas que me desbordan. Quisiera vencer el mal que me oprime a fuerza de bien y optimismo. Acabar con esos monstruos que se apoderan de mi cabeza llenándome de ideas que me hacen tanto daño. Deseo escuchar la voz interior del niño que intenta hacerse oír en medio de tantos ruidos y gritos de mayores. Como si quisiera vencer los miedos de los que me insinúan que voy a fracasar siempre que intente salir adelante en esta vida. Son mentiras esas voces de otros que pretenden desanimarme en mis intentos. Quiero escuchar la voz del niño, la voz de mi Dios que me dice que me ama por encima de mis miserias. Si ya lo sé, si ya lo he vivido, ¿por qué me empeño en creer que no puedo conseguir lo que deseo sólo porque antes no lo haya logrado? La realidad de un fracaso no condiciona todos los intentos posteriores. Sí puede ocurrir que lo que acabo pensando y creyendo es lo que realmente sucede. No avanzo porque no creo en mí, en mi fuerza interior, en mi capacidad de lucha y de superación. Cuando pienso de esta manera tan negativa la vida me penaliza porque hace realidad lo que estoy pensando y creyendo. Lo que creo es lo que acabo creando. Las cosas acaban siendo el fruto de mis pensamientos, de mis creencias. Le echo entonces la culpa a los demás que no me quieren y no admiran, no me respetan y buscan. Pongo en los otros la responsabilidad que es solo mía. Yo puedo cambiar muchas cosas dentro de mi corazón. Puedo hacer posible lo que parece imposible conseguir. Puedo hacerlo si creo en mí. Puedo llegar aunque no crean en mí. Es verdad que me ayuda que haya personas que creen en mí. No puedo exigírselo a nadie. Puedo desearlo o yo mismo creer en lo bueno que hay en los demás. Puedo salvarlos a ellos de su negatividad con la fe que tengo en sus capacidades. Es verdad que las personas negativas atraen personas negativas. Y las positivas se rodean de personas positivas. Atraigo lo que yo mismo vivo. Y no logro salir entonces de ese círculo vicioso que no me ayuda. Es posible romper esa dinámica que me hace sufrir de forma innecesaria. Puedo ser mucho más feliz de lo que soy ahora. Puedo vencer esa angustia que hay en mí si confío. Dios no me va a dejar solo en medio de mis luchas. Va a sostenerme en el camino. Va a darme esa paz que necesito.
En la vida me cuesta mucho ser niño. Adopto posturas de adulto o de padre. Me comporto como un señor mayor que desea tener siempre la vida bajo su control férreo buscando seguridades en medio de las incertidumbres. Quisiera aprender a ser más niño, más hijo, más débil y pobre. Sentirme desvalido en medio de una vida en la que todo va demasiado rápido, o llega demasiado lejos. Leía el otro día: «La peor desgracia de nuestro tiempo consiste en haber perdido el sentido de ser niño porque hace imposible la actividad paternal de Dios, desde el punto de vista psicológico, la raíz más profunda de la pérdida del sentido de ser niño se encuentra en la actual sociedad sin padres»[3]. Faltan padres que eduquen en el hijo la infancia espiritual, la pureza e inocencia de los niños. Porque un niño que confía en su padre cree en su poder y se deja hacer en sus manos, es un niño sano. Es un niño que no pretende tener todas las respuestas y sabe que la vida le pertenece a los más pequeños. Dios me ayuda a ser niño en esta vida y me resulta difícil conseguirlo. Me han pedido que me comporte como un adulto, que sea padre, que sea una persona madura. Pero yo sé que si no llego a ser un niño tampoco podré ser nunca un buen padre. No podré aceptar la vida como es. No me asombraré de las cosas pequeñas y grandes que me suceden. No soltaré las riendas de mi vida con alegría porque me costará mucho confiar. Los niños se abren a los misterios de la vida. La palabra confianza es sagrada. Confía el que ha visto el poder en manos de su padre y no pretende tener el poder sobre su propia vida. La experiencia que haya tenido en mi infancia, en mi familia, marcará el resto de mi vida y determinará las actitudes que asuma: «Teresita nació en un ambiente familiar que para ella fue enseguida y de manera permanente, una imagen del cielo. En la familia, en sus normas, relaciones y acontecimientos, aprendió a deletrear, como en un libro de estampas, las realidades del cristianismo. Todo en ese libro era concreto, hablaba directamente, se comprendía de inmediato. Estaba escrito con ese lenguaje que Dios ha inventado expresamente para los niños pequeños»[4]. En mi hogar familiar aprendí a vivir, a confiar, a dejarme hacer. Lo conseguí o no pude lograrlo. Encontré figuras humanas que eran el reflejo del amor de Dios o no hallé a ninguna. Necesito tener un padre que me sostiene, un padre que me abraza con ternura y me lleva a lo profundo de mi alma. Un padre humano con defectos, con carencias, con debilidades. Un padre que no es capaz de gobernar su propia vida con mano firme, pero vive anclado en el cielo y es el poder que le muestra a su propio hijo. Me gustaría tener esa actitud en la vida. Confiar siempre, dejarme llevar siempre por un amor más grande. Sin frenar con los pies el avance de la vida. Tal vez me falta la mirada ingenua de los niños que ve la pureza en las personas y su corazón virginal y lleno de bondad. No se fija en la maldad, no se queda en los defectos de los otros. No juzga desde las apariencias, no condena desde la perfección, no vive descubriendo sombras en la luz que brilla en las demás almas. No critica, no vive exigiéndoles a los demás lo que él mismo no hace. El corazón de los niños es puro e ingenuo. No logra ver debajo del agua. Cree en los demás siempre y se atiene a lo que le dicen. No vive buscando el pecado oculto, la debilidad escondida. No desea el mal de los demás sino su bien. No siente envidia ni desea lo que no posee. Me gusta esa actitud pura de los niños puros que han aprendido a vivir desde las entrañas de sus padres. Tal vez yo no he aprendido a ser niño cuando era un niño. Y con el paso del tiempo me ha costado conservar la pureza de mi mirada. Pienso en todo lo vivido cuando era niño: «Nuestros recuerdos de infancia son a menudo fragmentos, breves instantes o encuentros que, juntos, conforman el álbum de recortes de nuestra vida. Son lo único que nos queda para entender la historia que nos explicamos a nosotros mismos acerca de quiénes somos»[5]. Mi historia marca mi presente. Lo vivido determina cómo vivo lo que llega a mi vida. Me gustaría ser capaz de cambiar mi corazón y no lo logro. La historia no se puede cambiar, pero sí el momento que estoy viviendo. Puedo aprender a ser más niño, más confiado, más inocente, más alegre, más disfrutón de la vida, más capaz de ser imprudente y al mismo tiempo capaz de creer en lo imposible en este momento que vivo. Me gusta pensar que puedo ser más niño si veo a Dios como ese Padre bueno que no me suelta de la mano. Me cuida como un padre lleno de misericordia. Me levanta cuando caigo, me limpia cuando me ensucio. Me lanza al mundo para que aprenda a caminar y volar yo solo y me dice que nunca me soltará de la mano. Creo en ese Dios que es capaz de hacerme sentir feliz en todo momento. Quiero pedirle a Dios que me limpie la mirada. Que haga que la confianza sea muy fuerte en mi corazón. Me suelto de su mano y me mantengo unido a Él. Sólo si soy un niño de verdad podré ser un padre auténtico. Sólo si he aprendido a confiar podré despertar la confianza. Quiero que desaparezcan de mi corazón las nubes que enturbian mi ánimo. Quiero que el sol ilumine mi alma y la alegría se prenda como un fuego en mi interior. Quiero dejar que Dios tome posesión de cada rincón de mi vida. Que sólo Él pueda reinar dentro de mí para permitirme vivir anclado en lo más profundo de su corazón. Me siento hoy como es niño confiado que no puede tomar solo el timón de su barca. Se deja llevar por Dios donde Él quiera llevarlo.
Estar convaleciente, guardar convalecencia, esperar con calma, aguardar sin prisas, pausar el ritmo de mi vida. No hacer mucho, ser improductivo, tan inútil como una barca abandonada en la orilla. ¿Para qué sirve una barca si no es para adentrarse en los anchos mares? La calma del mar acariciando la orilla. La ausencia de vientos, de ruidos, de marejadas. Surge el miedo a perder el tiempo, la misma vida sin hacer nada. Brota el terror a no ser productivo. Y entonces una frase toca mi alma: «Cuando tienes que demostrar algo, no eres libre»[6]. Tal vez soy yo mismo intentando demostrarle algo al mundo, a Dios mismo. Algo que justifique mis deficiencias, que cubra con un manto de belleza mi pecado, mis caídas, mis miedos. Demostrarles que estoy vivo, que he vencido. El tiempo se derrama en hojas caídas de otoño, un sol que languidece queriendo calentar mis entrañas y el miedo a no existir, a no estar presente, visible, en el lugar esperado. El miedo a no ser, a no figurar, a no vencer. El miedo a convalecer sin recuperar nada. Esperar a que la salud llegue al alma. Sé que los tiempos cambian y yo cambio con ellos. Y me detengo a pensar si ser un convaleciente es un cambio suficiente. Si no necesitaré más actividad, más pruebas de mis logros, de mis éxitos. Más conquistas, como si el mundo sólo lo cambiaran los que producen, los que son eficientes o influyen en esta sociedad que vive a un ritmo de vértigo. Cansados todos de existir incluso. Sin ser capaces de sacar adelante todo lo que tienen que enfrentar. Me siento en un banco mirando las hojas caídas de otoño, el agua de una fuente que corre, los niños jugando en el parque, el silencio y el ruido, las voces y las pausas, la paz y la brisa. Las miles de vidas que circulan frente a mí, tan desconocidas, tan diferentes. Vidas que desconozco, vidas que no salvo. ¿A quién tengo que salvar para sentirme satisfecho con mi propia vida? ¿Qué necesito demostrar al mundo? Nada, lo sé, guardo silencio, dejo que el tiempo pase. Convalecer es esperar, recuperar las fuerzas, sanar las heridas, dejar que cicatricen desde lo más profundo. Lograr que cicatricen las heridas del cuerpo y las del alma. Conseguir que se calmen los mares y los vientos. Establecer un río que brote de mi corazón y llegue al mar de Dios. Calmar y no querer responder a todas las expectativas. Las mías son las peores, las que yo mismo me he puesto para pelear por cimas imposibles. Ser asertivo para no tener que estar a disposición de lo que los demás quieren y esperan de mí. No es necesario responder a todo el mundo en sus necesidades. No he venido a salvar a nadie en realidad. El mundo cambia gracias a las acciones invisibles de muchas personas pequeñas que viven haciendo lo que Dios quiere de ellos. Hacen milagros sin ni siquiera saberlo. Me da paz aceptar que no todo está en mi mano. No tiene remos la barca varada en la orilla. No quiero que parezca que estoy esperando a que alguien me eche al mar para navegar de nuevo. No seré yo el que lo haga. No quiero ser impaciente. Dios tiene unos tiempos que no son los míos, sólo son suyos. Tiempos que no me pertenecen. Es sólo Dios el que manda y construye un mundo nuevo desde mi realidad herida, rota, e incompleta. Asumo mi debilidad para emprender un camino de sanación, el mío en primer lugar. Sólo si estoy yo sano podré ayudar a otros. O tal vez no. Aun estando herido, todavía no siendo una persona completamente sana, seguiré estando en condiciones de ayudar a otros a caminar. Si Dios lo permite, usando mi barca varada en la orilla de mi mar. Sin remos, con agua en su interior, inquieto en la espera. Una estrella ilumina mi esperanza. Al fin y al cabo sé que sin esperanza sería imposible reemprender el camino de la libertad: «Llegué a ver la liberación porque mantuve viva la esperanza en mi corazón. Llegué a ver la libertad porque aprendí a perdonar»[7]. Tal vez la sanación más profunda en el alma llega a través de mis perdones, de mi capacidad de abrazar al que me ha herido y levantarme por encima de todos mis miedos. Perdonar y dejar ir al que me hizo daño. O perdonarme a mí mismo que es lo que más me cuesta. Por haberme exigido demasiado, por haber pretendido salvar a la humanidad con una sola vida, con un solo corazón. Queriendo demostrar mi valía tal vez porque alguien antes no me valoró. Y sólo me queda perdonarlo por no haberlo hecho. Sé que cambiar el pasado no es posible, es inamovible. Sólo cabe aceptarlo: «Perdonar es lamentarse por lo que sucedió y por lo que no sucedió, y renunciar a la necesidad de un pasado diferente. Aceptar la vida como era y como es»[8]. Reconstruir mi historia a partir de las piedras rotas que han quedado desperdigadas al destruirse mi ego, mi presente, mi momento. Cuando lo que más valoraba salta en el aire roto en mil pedazos. Y ese miedo enfermizo a que la vida se me escape de repente. Y siento vértigo de no ser capaz de perdonarlo todo y no poder sanar. No es sencillo ese abrazo de Dios en mi alma diciéndome que valgo, que puedo, que soy importante. Ahora en el presente que vivo. Sin anclarme en un pasado inamovible. Sin angustiarme ante un futuro demasiado incierto. Apaciguando mis ansias por hacer algo. Y sintiendo el mismo miedo a morir que a seguir viviendo. Y la paz arremolinada en el vuelo de un pájaro en lo hondo de mi pecho.
En este domingo escucho textos apocalípticos que me hablan del final de los tiempos. El final que ha de venir a traer justicia a los hombres en el momento de su muerte, cuando todo se haya consumado. Y se tomarán en cuenta el bien o el mal que hicieron: «Por aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo; serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad». Se anuncia el final de los tiempos, ¿qué hay después de la muerte? El otro día escuché una entrevista en la calle, un señor de noventa años decía que no había nada después de la muerte. Que la única vida que tenemos es esta y que hay que aprovecharla. Él tenía hijos, nietos y bisnietos y sentía que ya había cumplido lo suficiente en esta tierra. No necesitaba más. Estaba tranquilo y en paz. Pero no creía en un cielo ni en una vida eterna. No pensaba en el fruto de sus obras en el cielo, en las consecuencias de las decisiones tomadas. ¿Cuándo y en quién influyen las cosas que hago y las decisiones que tomo? De mí depende el bien que puedo hacer y el mal que puedo evitar. Soy responsable de mis actos y de las cosas que me pasan, de los pasos que doy, de los que evito. Sé que todo tiene sus consecuencias en esta vida y en la eterna. Porque yo sí que creo en el cielo. No pienso que todo sea producto de la imaginación del hombre que necesita inventarse un cielo para poder vivir. Creo en el bien que hago en esta vida. Y en las huellas que quedan escritas para la eternidad. Yo elijo, yo decido, yo hago y yo omito. Me acerco a la virtud o me dejo llevar por la esclavitud del pecado. Nada es indiferente y lo que deje de hacer en la tierra se quedará sin hacer en el cielo. Lo que no quiero es vivir obsesionado con todos y cada uno de mis actos intentando demostrarle al mundo, a todos los demás, que merezco ser llamado bueno. Me conmovía el otro día leer esta reflexión: «Estoy demasiado avergonzada. “Debería haber hecho esto hace años”, me digo. Lo que en realidad quiero decir, el subtexto de tantas de mis decisiones y creencias es: “No merezco haber sobrevivido”. Estoy tan obsesionada por demostrar mi valía, por alcanzar mi lugar en el mundo, que ya no necesito a Hitler. Me he convertido en mi propia carcelera, me digo: “No importa lo que hagas, nunca serás lo bastante buena”»[9]. Parece que haga lo que haga nunca seré lo suficientemente bueno. Alguien se elevará sobre mi vida y me dirá que no es bastante, que mis pecados enrojecen la pureza de mi vestido. Sentiré la mirada severa de un juez condenando mis miserias, desvelando mi pobreza, haciendo pública mi verdad más íntima. Me sentiré desnudo. ¿Es así cómo me imagino el más allá? No, si fuera así viviría atormentado. No tengo que demostrarle nada a nadie. No tengo que justificar mi existencia. Me basta la mirada misericordiosa de mi Padre. ¿Cómo haré para que estos pensamientos prevalezcan siempre en mi interior y no los olvide nunca? Me da miedo dejarme llevar por la corriente de ese pensamiento tan vivo. No vales hasta que lo demuestras. Y no una vez, sino mil veces, todas las veces. Una vida impoluta y sin mancha. Sin errores y sin caídas. Es insoportable esa perfección que yo mismo he colocado ante mí como exigencia. Miro en mi corazón buscando la misericordia de Dios. Él me ama en mi pobreza, en mis heridas, en mi vulnerabilidad. Me gusta pensar que viene a mí a buscarme cada día. Me llama por mi nombre, por ese nombre que sólo Él conoce. Y me dice que he sido creado para la vida eterna. Nada de lo que tengo es merecido, todo es un don inmenso que sólo puedo disfrutar con alegría cada día. Las palabras del salmo resuenan en mi alma: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha». No estoy hecho para la oscuridad del sepulcro, para las cenizas que caen y se olvidan bajo la tierra. No estoy hecho para ser un puñado de huesos olvidados y una historia medio escondida, mal contada. Soy una imagen viva de un Dios que me ama con locura y sólo desea que le corresponda con mi docilidad, con mi disponibilidad. Con mi sí alegre y confiado. ¿Cuántos años más tendré por delante? No importa, simplemente asumo que estoy hecho para la eternidad. Que el anhelo de infinito que anida en mi pecho no puede ser saciado con días caducos. Estoy llamado a vivir en un cielo en el que me encuentre con mis seres queridos y no me olvide nunca de los que dejo sobre la tierra. La vida no se interrumpe de golpe y para siempre. Se trata sólo de una pausa, de un sí al amor que continuará con un sentido más allá de esta piel que me limita. Allí no habrá sufrimiento, ni lágrimas, ni miedos. Allí todo será luz y verdad, transparencia. No habrá pecado ni capacidad de herir a nadie. Allí seré libre, no esclavo. No habrá rabia ni ira, sólo perdón y misericordia. Creo en ese el cielo que colmará todos mis sueños, todos mis anhelos. Ese deseo tan grande de ser eterno y vivir para siempre en paz conmigo mismo, con los hombres, con Dios. En paz y reconciliado. Con el alma tranquila, asida a los dedos de un Dios que ama por lo que soy, mucho más que por lo que he hecho.
El final del año litúrgico está marcado por estos textos escatológicos que me hablan del final de los tiempos. Cuando sucedan muchas catástrofes, sabré que el final estará cerca: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre». Pese a todo lo que hoy escucho sé que no es tan cierto, no es tan fácil saber el día y la hora del final de los tiempos. Hoy ocurren desgracias, hay muertes y falta la paz. Hay guerras que no se acaban. Catástrofes naturales que parecen el preludio de un final inminente. Nada es cierto ni seguro. Puede que así sea, puede que no. Lo único que sé es que nadie sabe ni el día ni la hora. El corazón se calma. Siempre quiero saber lo que va a suceder mañana. Me interesa descifrar los signos de los tiempos y me ofusco buscando respuestas claras. Quiero saber cuándo llegará el final para estar preparado. Necesito saber si el mañana llegará pronto o muy tarde. Tiemblo al pensar en todo lo que puede ocurrir. No tengo nada cierto, no sé lo que sucederá. Eso me da paz y aun así no logro vivir en el presente. Siento esos miedos que se despiertan al pensar en todo lo que puede suceder. Miedo a perder la vida. Miedo a que la enfermedad sea mortal. Miedo a perder mis seguridades materiales. Miedo a la muerte de mis seres queridos. Miedos a una catástrofe natural que acabe con todo lo que poseo, casa, trabajo, bienes o seres queridos. Miedo al final de todos mis sueños. Sé que vivir con miedo enferma el corazón. por eso busco certezas que me permitan caminar seguro. Que alguien me eche las cartas y me prometa un futuro feliz. Que un sabio me diga que voy a llegar a vivir una vida plena. Que suenen campanas que me recuerden que estoy hecho para la vida verdadera. Signos que me confirmen que voy por buen camino. A veces mirando hacia atrás, al tomar decisiones que cambian lo vivido hasta ese momento, uno pretende justificarlo todo. Mira su pasado y busca razones que le muestre que tomó alguna decisión equivocada. Para así justificar la nueva decisión tomada. ¿Cómo puedo saber lo que Dios me pide cada madrugada? ¿Cómo entender sus planes en medio de la penumbra que me rodea? Incertidumbre y miedo. Y ante eso una única certeza: mi fe en el amor de un Dios que me ama con locura y sólo desea mi bien. Creer en ese Dios me tranquiliza. Pase lo que pase todo será para bien. En el mundo sucederán desgracias terribles. En mi propia vida experimentaré la necesidad, el dolor, la cruz. Y después de todo brotará, de las semillas escondidas bajo un suelo seco sediento de agua, la esperanza que le da un sentido a mi camino. ¿Cómo se puede mantener viva la esperanza cuando el mundo se derrumba a mi alrededor? «Es la primera vez que veo que podemos decidir: podemos prestar atención a lo que hemos perdido o prestar atención a lo que todavía tenemos»[10]. Puedo haber perdido muchas cosas, tal vez demasiadas, no importa. Siempre puedo volver a levantarme y empezar. Puedo recorrer el mundo entero con las fuerzas que me quedan. Me fijo en lo que tengo, no en lo que me falta. Elijo lo que puedo todavía vivir, no me ahogo en ese pasado que ya no puedo cambiar. El futuro comienza con fuerza cada vez que me levanto y me tomo en serio la vida que tengo por delante, sin miedo. Acepto los límites, no me compadezco de mí mismo, no me quedo encerrado en el victimismo, puedo seguir luchando y llegar más alto, más lejos. «Nos convertimos en víctimas, no por lo que nos sucede, sino porque decidimos aferrarnos a nuestra victimización. Desarrollamos una mentalidad de víctima; una forma de pensar y de ser rígida, culpabilizadora, pesimista, atrapada en el pasado, implacable, castigadora y sin límites o fronteras saludables. Nos convertimos en nuestros propios carceleros cuando optamos por limitarnos mediante la mentalidad de la víctima»[11]. Porque a veces siento que no puedo cambiar nada. Que mi futuro no puede ser mejor. Me parece que no tengo fuerzas para empezar a construir un mundo nuevo. Cuando me atrapa mi victimismo pierdo la esperanza y el sentido de mi vida. Quisiera dejar atrás ese papel de víctima y sentir que puedo ir más lejos, subir más alto, soñar con una vida más profunda. Estas lecturas apocalípticas me invitan a no desanimarme. El final de los tiempos no lo conozco. Sé que llegará pero no sé el día ni la hora. Mientras eso sucede quiero estar preparado. Caminar convencido de que estoy haciendo nuevas todas las cosas porque Jesús va a mi lado, en mí.
Las palabras de Jesús no pasarán. Su Reino ha venido para quedarse. Está presente en medio de los hombres. Está presente en mi corazón, en mi alma. Está presente cada vez que me levanto y sigo a Jesús optando por el bien. Cada vez que tengo compasión de mis hermanos. Está presente en mis obras y en mis omisiones cuando hago y vivo lo que Dios me pide. Ese Reino de Dios nace dentro de mí, en mis entrañas y se expande. Ese Reino se hace visible en mi voz, en mi alegría, en la paz que entrego a los demás. Ese reino será el que celebre el próximo domingo de Cristo Rey. En este domingo me prepara con esas palabras que me invitan a guardar la palabra de Dios en mi corazón para que dé vida a través de mí a muchos.
[1] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[3] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo, 1951
[4] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo, 1951
[5] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[6] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[7] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[8] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[9] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[10] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[11] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz