1 Reyes 17, 10-16; Hebreos 9, 24-28; Marcos 12, 38-44.
«Esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir»
10 noviembre 2024 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero aprender a discernir lo que Dios quiere y sé que ese es el camino. Deseo mirar a Dios a los ojos para descubrir su voluntad. Dios es bueno y me ama. Quiere lo mejor para mí»
El mundo sobrenatural está mucho más cerca de este mundo de carne y tierra que toco. Los difuntos están más cerca de mí de lo que creo. «Halloween» se celebra el 31 de octubre. El origen de esta fiesta hoy tan conocida tiene que ver con una fiesta pagana. Era el festival celta de Samhain, una celebración de fin de cosecha y transición hacia el invierno. Los celtas creían que durante Samhain el mundo de los vivos y el de los muertos se acercaban. En este día los espíritus se hacían presentes en el mundo terrenal. Para ahuyentarlos los celtas encendían hogueras y usaban disfraces. Con la llegada del cristianismo esta fiesta pagana fue cristianizada. Para un cristiano el mundo de los difuntos no es un mundo tenebroso sino lleno de luz. Creo en ese cielo en el que los santos están muy cerca de los hombres. No tengo miedo de pensar que esas almas siguen estando cerca de mí. Dejo de mirar esta fiesta con miedo. Es una fiesta de luz, no de oscuridad. En el Día de Todos los Santos recuerdo a los que ya no están y lo hago con alegría. La víspera de esta celebración se conoce como «All Hallows’ Eve», que con el tiempo se transforma en «Halloween». Hoy en día esa noche se asocia más con la diversión: disfraces, dulces, decoraciones espeluznantes. Veo en esta noche una búsqueda de cosas que den miedo. Me disfrazo, me oculto detrás de una máscara para que no me reconozcan. Quisiera tocar el mundo de Dios en todo lo que hago. Decía el P. Kentenich: «En amplios círculos de la Iglesia se reconoce como cáncer de los tiempos actuales el secularismo que avanza continuamente. Hay muchas causas que producen este mal tan peligroso. ¿No habría acaso que mencionar como una de ellas el hecho de que los hombres modernos, especialmente aquellos de la corriente litúrgica, separan muy marcadamente lo sacral de lo profano? ¿Acaso la comunidad espiritual de los cristianos no es algo también sumamente sagrado?»[1]. El cáncer consiste en separar radicalmente el mundo de Dios del mundo material. Como si Dios no existiera cuando está presente en todo cuanto existe. Del mismo modo el mundo de los vivos en la tierra está muy unido al mundo de los vivos en el cielo. La muerte no es un adiós definitivo, es un paso al más allá. Una eternidad que se une con la temporalidad de mis días. Quiero vivir estos días como días sagrados sin miedo al mundo de los que ya me precedieron en el camino al cielo. Lo tangible me habla de lo intangible. Mi oración es un descanso en el Espíritu de Dios, en su corazón sagrado. Quiero recibir su bendición y sentir que su presencia colma mi ser. Me uno a las palabras del salmo: «Alaba, alma mía, al Señor. El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sion, de edad en edad». Creo en ese Dios que actúa en lo invisible de mi vida. Sostiene mi ánimo y me hace creer que todo es posible. Mantiene firme al débil, da libertad al cautivo, hace justicia al oprimido, levanta al que se dobla, ama al justo. Me gusta ese Dios que sale al encuentro del hombre en medio de sus días. Sé que estoy hecho para el cielo mientras camino como Jesús en esta tierra. Sé lo que vendrá porque Él ya me ha precedido: «Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. El destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio. Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan». Jesús me mostró el camino. No es un camino tenebroso. No está lleno de sombras. La última palabra no la tiene la muerte, aun cuando muchos me digan que no hay nada después del último aliento. Creo en la luz, en la vida, en la alegría. Creo en la esperanza de una vida plena al lado de Jesús en el cielo. Por eso no me asusta esa noche, ni me dan miedo los espíritus que me hablan de una vida que va más allá de la carne que habito. Quiero vivir más en el Espíritu, en la fuerza de su amor, para no dejarme llevar por esos temores tan mundanos. Todo es posible para Dios. Él tiene otros tiempos y otros caminos diferentes a los míos. Me da alegría pensar en todo lo que Dios puede hacer conmigo en mi carne mortal. Y a su vez creo en todo ese poder sobrenatural que tiene Dios, al servirse de mí sí dado con alegría. Me hago templo del Espíritu. Un santuario sagrado en el que habita Dios. Dejo que en mi corazón su luz alivie mis temores y angustias. En medio de las noches de mi camino su luz hace que la confianza aumente. La noche de todos los santos es un canto de alabanza a la vida que Dios me ha regalado, a esa vida eterna a la que me ha predestinado.
Quizás hay momentos en mi vida en los que Dios me lo pone fácil para lograr que cambie. Son oportunidades caídas del cielo para enmendar mis pasos, cambiar mis actitudes o mejorar mis relaciones. Creo que no siempre las aprovecho y las dejo pasar. Me da miedo pensar que puedo llegar al último día de mi vida y, al mirar hacia atrás, ver cómo en ciertas ocasiones realmente importantes no hice caso a Dios, no valoré lo que me estaba sucediendo, no me tomé en serio la vida. Dejé pasar los días, recaí en mis debilidades, volví a dejarme llevar por mi ambición, por mi codicia. ¿Qué impulsa al hombre a querer siempre poseer lo que no tiene y a envidiar lo que no es suyo? Es como si me resistiera a dar lo que tengo y entregar lo que es mío. Como si la virtud me resultara imposible. Y el vicio demasiado atractivo como para eludirlo. Hay oportunidades que llegan para que ejercite la paciencia. Si nunca paro y siempre estoy pensando en lo que me falta por hacer, dispuesto a actuar y dejarme llevar por la corriente de la vida, puede que llegue algún día en el que Dios haga que se detengan mis pasos súbitamente. Me sentiré frustrado en ese momento. ¿Sabré aprovechar lo que en ese día se me presente? Y si un día una enfermedad me abruma, ¿lograré que cambie mi corazón? Veo corazones enfermos que no saben amar, están rotos y suplican misericordia exigiendo amor. Piden y demandan y no ven el daño que hacen sus manos, su voz, sus obras. Piensan que los demás están mal y ellos bien. Jamás podrás hacerles una crítica porque le darán la vuelta y el que acusa acabará siendo acusado. Un corazón enfermo no ve la realidad como es, sólo percibe lo que a él le duele. Es como si mi dedo estuviera herido y al más leve roce sintiera un dolor inmenso. No sería capaz de ver las cosas en su verdad. Denunciaría las injusticias de este mundo hacia mi persona y no vería oportunidades en esas ocasiones en las que Dios parece hablarme de forma muy clara. ¿Qué sentido tiene la cruz que en una hora determinada viene sin previo aviso a mi vida? Sé que Dios no se dedica a mandar cruces para que el hombre aprenda. Lo tengo claro. Pero también sé que Dios me pide que en ese instante en el que la cruz me resulta pesada me pregunte, ¿qué podré sacar de todo esto? ¿Será una oportunidad que se me da para cambiar, para mejorar, para entregar la vida sin esperar nada a cambio? No quiero pasar por encima de lo que me sucede sin reflexionar, sin pensar más a fondo, sin preguntarle al cielo qué significa todo lo que me está ocurriendo. Son momentos de Dios, son Kairós que tienen lugar en mi vida y en ellos se me regala la fuerza del Espíritu Santo para interpretar los hechos, para buscar caminos de crecimiento, para ser más humilde y sencillo, para dejar que el amor de Dios me transforme por dentro. Me gusta detenerme a contemplar desde fuera mi propia vida. Sé que no todo está en orden, no hay que ser muy clarividente para verlo. El desorden me asusta y la dureza de mi corazón. Me he vuelto insensible al dolor ajeno y al propio, protegiéndome. Leía el otro día: «La lógica habitual propone que, si algo te molesta o te provoca ansiedad, no lo mires. No te recrees en ello. No vayas. De modo que huimos de traumas y sufrimientos pasados o de incomodidades y conflictos actuales. Durante gran parte de mi madurez, creí que mi supervivencia en el presente dependía de mantener encerrado el pasado y sus tinieblas»[2]. No quiero vivir tapando dolores o justificando fracasos. No quiero ocultar el mal que hice diciendo que son los demás los que han sido injustos conmigo. No minimizo el daño que he causado. No oculto el dolor que he sufrido, el trauma que me ha dejado tan herido. Jesús quiere que deje de mirarme y pensar que todo lo que me sucede no es justo. Quiere que tome en mis manos mi dolor y se lo entregue. Quiere que abra mi herida y se la muestre y le deje acariciarme con su mano llena de bondad y misericordia. Quiere que no rehúya el dolor que me provocará confrontarme con mi historia y descubrir allí todo lo que puedo cambiar, todo lo que es posible mejorar. Desenmascarar lo oculto, y sacar a la luz lo que las sombras tapan. Puedo ser mejor si me dejo hacer por Dios. Puedo tomar otros caminos y adoptar otra postura más positiva ante la vida si confío en Él.
El otro día pensaba en el valor e importancia de los talentos. Esos dones naturales con los que Dios me ha bendecido. Desde pequeño me hacen ver lo que sé hacer bien. Lo malo es cuando se detienen con mucha frecuencia en lo que no sé hacer. Que me digan que valgo para algo me anima a crecer. Si me dicen que no soy capaz de hacer alguna cosa, lo más seguro es que ni lo intente. Pienso que los talentos que tengo son un don de Dios y una tarea al mismo tiempo. Leía el otro día: «Muchos talentos sirven para darnos a los demás; ser consciente de ello nos ayuda a encontrar sentido al esfuerzo, a nuestra vida. El objetivo de desarrollar los talentos no es ser más que otros, sino darme a otros mejor»[3]. Quiero perfeccionar los talentos que tengo. Necesito evolucionar y sentir que avanzo. Ser más creativo y dejarme complementar por otros. No tengo todos los talentos, no lo sé todo ni he llegado al a cima de todo lo que puedo dar. Siempre hay algo más escondido bajo mi piel, en lo más hondo del alma. Puedo crecer, avanzar, progresar. Puedo ser mejor de lo que soy ahora, una versión mejor, más auténtica y fiel. Para eso necesito formarme, invertir tiempo en esos dones que he visto que poseo. ¿Cuáles son? Pienso en lo que sé hacer bien, en lo que me sale fácil. No me conformo con lo que ya he conseguido. Voy más lejos, más hondo, más alto. Y siempre pensando en lo que mis talentos pueden ayudar a otros. Puedo ayudar a más gente si mejoro lo que ahora ya hago bien. No quiero mejorar para ser el mejor, el primero, el que consigue más cosas sino el que más puede ayudar a otros a ser mejores personas. Sacar la mejor versión de mí mismo será un bien para mis hermanos. No basta con saber hacer algo bien, es necesario esforzarme por ello, lograr así que lo que ya sé hacer pueda hacerlo mejor cada día. La labor de mi vida es esa, pulir mi mundo interior, sacar brillo a lo que hago, mejorar, avanzar, esforzarme por ser mejor, en eso consiste la vida. Si me dejo estar y me lleva la pereza no avanzaré nunca. Ser exigente conmigo mismo hará que mejore. Me gustan las palabras de Toni Nadal, tío y entrenador del tenista Rafael Nadal: «Soy más amante de la exigencia que del esfuerzo. El esfuerzo tiene poco recorrido si no va acompañado de la idea permanente de que hay que mejorar y evolucionar. Esta ha sido mi obsesión desde el día que empecé a trabajar con mi sobrino con vistas a lograr grandes objetivos y lo que me ha llevado a ser un personaje con casi nula tendencia al halago y dispuesto siempre a comentar lo que es menos agradable de oír». Para poder mejorar tengo que estar muy abierto a las críticas. Cuando me hablan de lo que hago mal para que trate de corregirlo. Esa actitud es la importante en la vida, la apertura, la flexibilidad y no cerrarme cuando me dicen lo que no hago bien. Una crítica constructiva me ayuda mucho más que cien halagos. Me dicen lo que hago bien pero eso no siempre me ayuda. Porque hace que me detenga, que no quiera avanzar porque ya logro lo que buscaba, gustar, agradar y que los demás estén contentos conmigo. Quiero ser exigente conmigo mucho más que con los demás. A mí me puedo dar el cien por ciento en cada cosa que hago. La vida es muy larga y quiero aprovechar el tiempo. Siento que a veces las redes sociales, el móvil, los videos que aparecen en las aplicaciones me quitan tiempo. Pierdo la vida sin hacer nada productivo por los demás, ni por mí mismo. La pereza hace que me vuelva ocioso y condescendiente con mis propias debilidades. Me permito muchas cosas y así no soy un buen testimonio para nadie. No verán en mí un modelo de superación. Cuando veo a personas que, con alguna discapacidad, luchan para mejorar y salir adelante en sus vidas, siento que yo no estoy a la altura. Me lo han dado todo hecho y no me esfuerzo. Me dejo llevar por la inercia y no salgo de mi zona de confort. Es importante esa apertura al cambio, la disponibilidad para aprender de otros, el deseo de mejorar incorporando cosas nuevas a mi estilo de vida. No todo está bien, puedo ser mejor, puedo dar más, puedo invertir mejor mi tiempo y mis talentos. No quiero llegar al final de mi vida y ver que no he aprovechado todo lo que Dios ha puesto a mi disposición. Hay talentos que conozco y otros que pueden estar ocultos. Algunos dormidos, otros están por perfeccionar: «Todos tenemos talentos que forman parte de nuestra originalidad; unos son innatos y otros se van forjando a lo largo de la vida en función del contexto, la práctica y de una serie de conexiones neuronales. Los desarrollamos con mayor o menor esfuerzo en función de la facilidad natural para ellos y se expresan de forma diferente en cada persona»[4]. Me gustaría ser consciente de mi verdad, de mi originalidad, tener claro lo que yo puedo dar y estar dispuesto a mejorar cada día en todas las áreas de mi vida. El crecimiento siempre es lento y desde dentro hacia fuera. Exigirá de mí toda mi atención. No quiero perder el tiempo. Necesito entrenar y ejercitarme para ser mejor: «El psicólogo Anders Ericsson verificó que se necesitan 10.000 horas de entrenamiento de calidad para convertirse en un experto deportista o músico»[5]. Siempre puedo saber más cosas sobre mí mismo, descubrir más áreas de oportunidad. Me dejo complementar por los demás. Escucho con atención lo que los demás ven en mí. Hay un área de mí que sólo los demás ven. Necesito que me digan qué cosas ven en mí que yo no veo. Hay otra área que ni los demás ni yo conocemos. Esa área es muy importante y puedo dejar que la luz de Dios la ilumine y me muestre lo que hay dentro de mí.
Me gusta la imagen de ese instrumento musical que tengo en mi interior. Si está afinado la melodía que saldrá merecerá la pena. Si no está afinada saldrá cualquier sonido sin armonía. Leía el otro día: «En este contexto el padre Kentenich emplea una hermosa metáfora, el alma humana es como un instrumento musical de cuerdas que no siempre está bien afinado, algunas cuerdas se sueltan, puede ser las ansias de poder, de fama o de gloria que desafinan el instrumento. La afinación plena se logra cuando uno sigue la voluntad de Dios y no la propia»[6]. Hay cuerdas sueltas en mi interior que me hacen desafinar. Veo que el ansia de poder es una de ellas. Me gusta ser yo el que tome decisiones. Quiero que me consulten y me valoren. Busco la fama y necesito que el mundo piense que todo lo hago bien. Noto todas esas cuerdas desafinadas que no permiten que de mi vida salga un sonido bonito. ¿Cómo se pueden afinar esas cuerdas que me quitan la paz? Conozco esas cuerdas que están dentro de mí y me hacen daño. Ansío el poder, la fama y la gloria. Que todos me amen, me necesiten, me busquen. Deseo lo que no tengo, lo que no me corresponde a mí. Duelen la envidia y las comparaciones. Me pesa el afán de sobresalir cueste lo que cueste, aunque tenga que pasar por encima de mi hermano. No me importan las consecuencias de mis actos mientras consiga todo lo que quiero. No tomo en cuenta los daños colaterales de mis acciones. Paso por encima de los que son un obstáculo en mi camino. Pienso en mi forma de enfrentar la vida. ¿Busco sólo mi interés sin importar quien pierda en esa carrera? Hacer ese examen de conciencia es importante. El egoísmo me hace mirar siempre lo que a mí me conviene, lo que me interesa, lo que es valioso en mi vida. No me importan demasiado los demás, sino lo que yo tengo que hacer, lo que me va a traer a mí algún beneficio en esta vida. Cuando me enamoro de una persona y dejo de estar centrado en mis propios intereses, me abro y comienzo a pensar en lo que esa persona quiere en su vida, en lo que le hace bien. Cuando no amo a nadie de forma madura, sólo me importa lo que a mí me hace bien y me alegra, lo de los demás no merece la pena. Hay cuerdas desafinadas que requieren la intervención de Dios. Si me vuelvo hacia Él le encontraré sentido a mi vida y Él me afinará de la forma correcta. De esta forma aprenderé a tomar las decisiones correctas y sabré lo que tengo que hacer en cada momento. Quiero aprender a discernir lo que Dios quiere y sé que ese es el camino de toda mi vida. Deseo mirar a Dios a los ojos para descubrir su voluntad. Dios es bueno y me ama. Quiere lo mejor para mi vida.
¿Hasta dónde tiene que llegar mi generosidad? ¿Hay que ser generoso sólo un poco, dar lo que me sobra, entregar lo que tengo y no necesito? ¿Tengo que dar en la medida en que me dan, ser generoso sólo si los demás lo son conmigo? No es tan fácil. En realidad ser generoso me parece algo divino. Dios es generoso con su amor, con sus dones, con su vida. Me da hasta el extremo, hasta que se desgasta por mí, porque me ama. Pero yo no soy así. Soy egoísta desde que amanezco en esta vida. Retengo la leche de mi madre, el biberón que es mío, mis juguetes y mi cuna. Y así se va formando en mí un apego profundo a las cosas y a las personas. No quiero soltar lo que me pertenece por derecho. No quiero dar más de lo que recibo o amar más de lo que soy amado. Con el tiempo descubro que todo lo que he recibido en mi camino es sólo un don de Dios. Porque Él sí es generoso. Me da incluso cuando me quita. Me sostiene sin dejarme caer cada vez que me abismo en el vacío. Me alienta cuando parece que lo he perdido todo. Me ama no porque crea que yo puedo devolverle todo lo que me entrega, sabe que siempre estaré en deuda con Él. Es imposible de otro modo. Yo a cambio de lo que ahora poseo intento darle mi vida, mi tiempo, mi amor. Pero no siempre lo consigo, no recibo lo que necesito, y la verdad es que siempre deseo tener más. El egoísmo no se va de mi piel, de mis ansias, de mis miedos. Me protejo buscando mi salvación. Y deseo retener todo lo que me da paz y seguridad. Yo creo que he recibido mucho más de lo que muchos han recibido. Me siento demasiado afortunado. Y eso a veces me hace sentir en deuda permanente con Dios y con los hombres. ¿Cómo podré devolver todo lo recibido? Es imposible, pienso mientras acaricio mis bienes, mis dones, mi historia, mi propia felicidad. Aunque lo diera todo seguiría en deuda. Hay tantas personas que no tienen nada, a las que la vida parece haberles quitado todo. ¿Cómo pueden ser ellos generosos? Me parece imposible. A mí me cuesta, ¡cuánto más les costará a ellos! Tal vez me equivoco. Hoy escucho dos testimonios que me conmueven. En el primero el profeta Elías le exige a la viuda de Sarepta todo lo que tiene y le pide tan sólo que confíe. Le pide lo que a ella misma le falta: «En aquellos días, se alzó el profeta Elías y fue a Sarepta. Traspasaba la puerta de la ciudad en el momento en el que una mujer viuda recogía por allí leña. Elías la llamó y le dijo: – Tráeme un poco de agua en el jarro, por favor, y beberé. Cuando ella fue a traérsela, él volvió a gritarle: – Tráeme, por favor, en tu mano un trozo de pan. Ella respondió: – Vive el Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos. Pero Elías le dijo: «No temas. Entra y haz como has dicho, pero antes prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. Para ti y tu hijo la harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: – La orza de harina no se vaciará la alcuza de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda lluvias sobre la tierra. Ella se fue y obró según la palabra de Elías, y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, según la palabra que había pronunciado el Señor por boca de Elías». Esa mujer aprendió del profeta a discernir lo que Dios le pedía. Tenía que darlo todo sin mirar por su propio bien. Dar lo que era necesario para ella y su hijo sin pensar en el día después. ¿Es posible dar de esa manera, amar hasta ese extremo? ¡Qué difícil decidir aquello que no me conviene, que no es bueno para mí, para amar y cuidar a quien Dios pone en mi camino! ¿Será eso lo que Dios me pide aunque yo pierda lo que necesito para vivir? Dios sólo me pide confianza y paciencia. La actitud del que sabe que su vida está en las manos de Dios. Dar de lo que me falta es la actitud más difícil porque hay cuerdas desafinadas en mi interior que me dicen que no puedo dar más porque yo lo necesito, porque me hace falta. En el segundo testimonio escucho acerca de otra viuda. Jesús elogia a esa viuda que da hasta lo que no tiene: «Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos, les dijo: – En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». Esa generosidad siempre me parecerá excesiva. Pero se convierte hoy en un ejemplo de vida. ¿Me pide Dios dar hasta que duela como decía Santa Teresa de Calcuta? ¿No es suficiente con dar un poco como los fariseos, como muchos hijos de Dios? Me pide Dios que aprenda a dar sin importar a quién. Dar hasta que a mí me falte incluso, siempre que los demás tengan lo que necesiten. ¿Será esa la voluntad de Dios para mi vida? Veo que la viuda podría no haberle dado al profeta lo que este le pedía. Podría haber pensado en su propio interés y todos hubieran pensado que estaba actuando bien. O la viuda del templo podría haber dado sólo un poco de su dinero, nadie la hubiera condenado porque ella misma lo necesitaba. En ambos casos lo prudente era dar menos y no esperar luego un milagro que salvara sus vidas. El profeta le pide a la viuda que confíe y ella lo hace. Entrega todo lo que tiene y se queda sin nada. Pero luego ve cómo no le falta el alimento. Sigue teniendo suficiente. No sé qué le pasará a la viuda del Evangelio después de haber dado todo lo que tenía. Sólo sé que Jesús la elogia por su generosidad en ese momento. Tal vez esa actitud es la única que importa en esta vida. Confiar en que Dios no me va a dejar solo en el camino, en medio de mis carencias y va a cuidar mis pasos. Dios va a hacer que no se agote el aceite ni se acabe la harina de mi propio hogar. La confianza en el amor de Dios me sostendrá en medio de mis carencias. No sé si me siento capaz de dar de esa manera. Mi corazón tiembla ante la posibilidad de vivir con el agua al cuello, sin la seguridad que me dan las posesiones, todo el dinero que guardo en un banco porque pienso que ahí estará todo seguro. Me asusta esa sensación de sentirme vacío, sin una red sobre la que caer si todo se desmorona. Siento que no soy tan bueno como quisiera y no logro amar hasta el extremo como Jesús me pide hoy. Dar hasta aquello que no tengo. Dar incluso quedándome yo sin nada. ¿Es posible vivir de esa manera? ¿Seré capaz de ser tan magnánimo en mi entrega diaria? No lo sé. Me asusta este mundo lleno de necesidades que yo no puedo cubrir. Tanta hambre, tantas guerras, tantas enfermedades que no encuentran sanación. ¿Qué hago por todos ellos? Guardo mi harina, guardo mi aceite. Tal vez no a todos les pide Jesús que lo den todo. Tendré que hacer un examen de conciencia y discernir en lo hondo de mi corazón lo que Dios me pide a mí. Pienso en lo que necesitan los que están a mi lado. Son los primeros a los que quiero darles mi vida, mi tiempo, mi amor. Amar hasta el extremo comienza en mi propia familia. En ese entorno quiero dar hasta que me duela. Darlo todo como esas viudas de hoy. Sin esperar recibir lo mismo que entrego. Sin medir, sin compararme.
Las comparaciones siempre hacen daño. Y Jesús me pide que no me parezca a los fariseos. No quiere que viva como viven ellos, llenos de falsedades: «En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía: – ¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa». En alguna ocasión los llama sepulcros blanqueados. Me impresiona la dureza de Jesús al mirarlos. En realidad a Él lo que más le duele en el hombre es la falsedad. Los fariseos son falsos porque dicen una cosa y luego hacen otra. Ponen pesadas cargas en los demás mientras ellos no son capaces de actuar con coherencia. Las máscaras los protegen detrás de una aparente perfección. Ellos se creen en posesión de la verdad y juzgan a los que creen que están equivocados. Me puede pasar a mí. Me puedo convertir en un fariseo. Busco el poder y la gloria. Que me admiren, que me respeten, que me reserven los primeros lugares. Y me pongo máscaras para ocultar mis defectos y debilidades. Bajo un uniforme impoluto se esconde mi fragilidad. No logro estar a la altura que quiero y me subo a unos zancos artificiales aparentando ser lo que no soy. Doy una imagen de seguridad que no tengo. O pretendo saber todas las respuestas que en realidad no poseo. No pido ayudar para no mostrar mi necesidad. Cumplo los requisitos mínimos para que parezca que hago mucho más. Muestro que estoy muy ocupado para que los demás crean que soy una persona eficiente y aprovecho mi tiempo. No quiero que piensen que lo pierdo o que soy un ocioso que no hace nada. Finjo y me muestro inaccesible para que nadie pueda ver en qué aspectos soy vulnerable. Debería haber lugares en los que pudiera vivir sin máscaras. Necesito encontrar personas en mi vida con las que me sienta seguro, sin tener que ocultar nada, sin querer ser distinto a como soy. Leía el otro día: «Si en un grupo de amigos tuviera que adaptarme mucho para ser aceptado, no sería un grupo para mí. No necesitamos estar con gente que piense exactamente igual que nosotros, pero sí donde haya un clima de respeto a la forma de ser de cada uno»[7]. Quiero que me conozcan y me respeten. Que sepan como soy y no tenga que vivir fingiendo ser de otra manera. Me da miedo mostrar mi debilidad. Que sepan cómo soy por dentro, lo que pienso y no saben, lo que siento y no ven. Las máscaras forman parte de mí. No puedo renunciar a ellas y quedarme desnudo. Hay personas y lugares donde puedo ser yo sin máscaras. Hay máscaras que me hacen daño. Me hacen vivir fingiendo. Exigiéndome una perfección que no poseo. Me cierro a las críticas. No dejo que nadie hable mal mí. Me duelen los comentarios negativos. Es como si me descubrieran en mi indigencia. Aceptar las críticas me hace madurar. Veo lo que puedo cambiar y mejorar. Descubro el bien que puedo hacer. Puedo cambiar. Puedo dejar atrás esas máscaras de aparente perfección que me hacen daño. ¿Qué máscaras uso con más frecuencia? La máscara del que no tiene tiempo porque está muy ocupado. La máscara del que no tiene miedo y controla la situación. La máscara del que no tiene dudas y siempre está seguro de todo. La máscara del que lo hace todo bien mientras son los demás los que se equivocan. La máscara del que aprovecha bien su tiempo, para no parecer ocioso. La máscara del que es alegre aunque por dentro viva lleno de tristezas. La máscara del que tiene respuestas para todo para que me pregunten siempre a mí y no a otros. La máscara del que es el que manda, para que la gente me respete y sepan que yo tengo el poder. La máscara de la paz, para que nadie vea las tormentas interiores que me habitan. Esas máscaras son parte de mi vida. me gustaría mostrarme tal como soy y dejar ver mi debilidad. Que sepan que soy de barro, humano, falible. Tengo defectos y no lo puedo hacer todo bien. no puedo solo, necesito ayuda. La hipocresía y la falta de verdad es lo que Jesús más denuncia en los fariseos. Aman a Dios pero desprecian a los hombres. Exigen justicia y ellos mismos son injustos en su trato con los hombres. Me gustaría no caer nunca en la hipocresía y en la mentira. No quiero aparentar que soy distinto a como me muestro. No quiero vivir escondido bajo ropajes que ocultan mi verdad. Acepto los juicios y las críticas de los demás para aprender. En cada juicio sobre mi persona se esconde un área de oportunidad en mi vida. No siempre los demás están mal y yo bien. No suele ser así. El que ve que la culpa es siempre de los demás, no mejorará nunca, no hará introspección ni se preguntará en qué áreas puede mejorar.
[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt de Rafael Fernández
[2] Edith Eger, La bailarina de Auschwitz
[3] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[4] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[5] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo
[6] Patricio Moore Infante. Visitación del Vaticano al Movimiento de Schoenstatt (1951-1953)
[7] Marcos Abollado Rego, INFINITO: Una mirada creativa y humana del liderazgo