Deuteronomio 6, 2-6; Hebreos 7, 23-28; Marcos 12, 28b-34

«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser»

3 noviembre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Santo es el que abraza sin retener, sonríe sin pretender que otros rían, ama sin exigir ser amado. Es el que perdona cuando lo hieren y sabe pedir perdón cuando comprende que ha hecho daño»

Cuesta enfrentar la muerte y aceptar el final de la vida. Cuesta dejar de soñar cuando los sueños hacen que el corazón tiemble y se emocione. Es difícil dejar de sentir, de emocionarse, de alegrarse y sufrir. Porque vivir es amar, gozar, llorar. Es abrazar el presente como un regalo inmenso y luego dejarlo ir como un globo a la deriva. Sí, pese al cielo prometido, a veces me da miedo mi muerte y aun cuando me parece que el cielo promete ser mucho mejor que la tierra. Pero me apego a lo que vivo y disfruto tanto las cosas que me cueste pensar que algún día se acaben para siempre. Ese paseo por la playa con los pies descalzos, la brisa serena en lo alto de un monte mirando la ciudad tendida a mis pies, un abrazo sentido de llegada o despedida o simplemente el sentir el perdón o la paz en los brazos que se enredan. Una mirada cómplice en una tarde serena. Un aleteo de pájaros con cantos que lo llenan todo de luz, en medio de mis noches. Una sonrisa y una risa a carcajadas. Quisiera perpetuar en mi memoria para que fuera siempre presente todo lo que amo. Sé que, seguramente con Jesús en el cielo todo esto dejará de brillar. Esta vida en la tierra duele y despierta tanto placer al mismo tiempo. Acariciar la rosa con sus espinas. Tocar las estrellas y al mismo tiempo experimentar la tempestad. Amar y odiar. Correr y descansar. Perdonar y ser perdonado. Sentir y no sentir al mismo tiempo. Aprovechar oportunidades y dejarlas pasar. Hundirme en las aguas frías y profundas y alcanzar la superficie para poder respirar. Alcanzar las cimas más altas y descender a los infiernos más profundos. Todo eso mientras estoy vivo y los demás, aquellos a quienes amo, los que me aman y rodean, siguen vivos. Dejar de vivir es fácil. Que se corte la trama de mi vida. Que todo se acabe de repente en un último suspiro, un latido final que todo lo concluye, los estertores que me hacen sentir cómo el calor abandona el cuerpo mortal, para siempre. Y la luz que se apaga de los ojos vivos. La noche se parece a la muerte, al cerrarse los ojos y desaparecer todo lo que ahora me rodea. Y seguirán existiendo los días y las noches, la brisa y los vientos, el agua y el fuego. Todo seguirá dando vueltas en ese frenesí de la vida mientras me despido sin palabras, me voy sin notarlo, así, casi sin despedirme de verdad porque decir adiós para siempre duele demasiado. Y quiero retener agarrándolos por sus brazos a los que amo y parten sin consultarme si pueden. Se alejan por los senderos de la vida que llevan a cualquier parte, ya no sé hasta dónde ni cómo llegan. Pero se derraman como las aguas del río en las aguas inmensas del océano. Y desaparecen sin dejar de ser nunca las aguas de mi río. Porque todo es igual y distinto a la vez en esa otra vida que trasciende la que ahora vivo. Me da miedo notar la pesadez del tiempo aplastando mi alma. Como si la levedad del cielo fuera mucho más atractiva. Me pesa el presente más que una montaña caída sobre mi ánimo. ¿Cómo lograré calmar mis miedos, detener mis ansiedades y doblegar mi deseo de ser eterno con un cuerpo mortal que languidece al paso del tiempo? No puedo levantar el mundo entre mis manos. Y la muerte se torna atractiva cuando la vida deja de ser un remanso. Huir hacia delante buscando un final que aliviane el alma. Una escapada fácil que no da paz, sólo algo de consuelo en medio de las luchas sin sentido que llenan todo de inquietud y de miedo. Me asusta enfrentar la eternidad con piel humana. Quisiera saber el día de mi muerte para prepararlo todo. Sentir cómo los días transcurren sin miedo a que se pierdan. ¿Acaso no es el cielo prometido la plenitud de todos mis días? Y los amores que tengo, ¿Cómo se sucederán sin descanso hasta el último día de mi vida? ¿Cómo seguiré amando a los que amo cuando no pueda abrazarlos con mis brazos, besarlos con mis besos, acariciarlos con mis manos, sostenerlos con mis palabras que se escapan entre mis labios? ¿Cómo perpetuaré en la eternidad lo que aquí apenas he comenzado? No es tan sencillo unir el tiempo y la ausencia de tiempo, el cuerpo de carne y ese otro cuerpo glorioso como el de Jesús que no comprendo. Qué incomprensible la plenitud de un espacio que no es un lugar, de una forma de vivir para siempre que no es como la de ahora y al mismo tiempo se le parece. Porque los sueños que ahora sueño llegarán a ser eternos en el seno de Dios que me espera, me ama y me aguarda, como una madre que espera a su hijo para acunarlo eternamente. Y, ¿acaso no tendré cosas que hacer cuando ya no viva? ¿No estarán mis padres merodeando mis días, salvándome en mis necesidades, abrazándome sin que lo sienta? Todo estará mucho más unido de lo que ahora parece. El cielo y la tierra, la eternidad y el tiempo, ese lugar glorioso con sus cuerpos gloriosos y la tierra que piso con mi cuerpo de carne. Todo al mismo tiempo unido en un sinfín de opciones que en el cielo serán eternas. Y ya no habrá miedo, ni angustia, sólo la presencia infinita de un amor que me colme para siempre.

La misión comienza el día en el que comprendo que mi vida sólo tiene sentido si la entrego. Si no espero nada cuando me doy. Si no busco resultados, beneficios, alabanzas o agradecimientos. Todo cristiano es misionero, no puede dejar de serlo. Si no tiene el ansia apostólica en su corazón es que no se ha enamorado de Jesús. No tiene mérito entonces ponerse en camino y llevar a cabo mi misión. Anunciar el Evangelio y la esperanza con mi vida, con mi forma de actuar y de enfrentar las circunstancias exigentes. Y sólo si es necesario hacerlo con palabras. Porque hablar no es convincente. Mis discursos no convencen a nadie. A menudo no aclaran las dudas porque el que pregunta sólo quiere probarme, no cambiar de opinión. Más convincente que argumentos son mis obras o mis silencios. Más que lo que digo importa lo que hago. La manera que tengo de enfrentar la enfermedad y las contrariedades del camino. Mi manera de aprovechar mi tiempo libre. Mi forma responsable de trabajar y cuidar a la familia que Dios me ha confiado. Mi actitud a la hora de vivir el duelo por la pérdida, cuando dejo de tener lo que más amaba. La misión sucede allí donde me encuentro, no en el lugar en el que no estoy, no viviendo una vocación que no es la mía. Santa Teresa del Niño Jesús fue la patrona de los misioneros sin salir del convento. No fue a ningún lado. Vivió con sus hermanas de comunidad en oración y silencio por los misioneros. Se escribió con ellos y los apadrinó en la entrega silenciosa de un convento. No fue aparentemente fecunda. Todo sucedió en el silencio de los corazones que se unen en la oración. El Hermano Rafael, cartujo, contaba: «En mis manos han puesto una navaja y delante de mí un cesto con una especie de zanahorias blancas muy grandes y que resultan ser nabos. El tiempo pasa lento y mi navaja también, entre la corteza y la carne de los nabos que estoy lindamente dejando pelados. Los diablillos me siguen dando guerra. ¡Qué haya yo dejado mi casa para venir aquí con este frío a mondar estos bichos tan feos! Un demonio pequeñito, y muy sutil, se me escurre muy adentro y de suaves maneras me recuerda mi casa, mis padres y hermanos, mi libertad, que he dejado para ence­rrarme aquí entre lentejas, patatas, berzas y nabos. Transcurría el tiempo, con mis pensamientos, los nabos y el frío, cuando de repente y veloz como el viento, una luz potente penetra en mi alma… una luz divina, alguien que me dice que ¡qué estoy haciendo! ¿Que qué estoy haciendo? ¡Qué pregunta! Pelar nabos…, ¡pelar nabos!… ¿para qué? Y el corazón dando un brinco contesta medio alocado: pelo nabos por amor por amor a Jesucristo. Aprovechemos esas cosas pequeñas de la vida diaria, de la vida vulgar… no hace falta para ser grandes santos grandes cosas, basta el hacer grandes las cosas pequeñas». El misionero hace grande lo pequeño. Levanta castillos bajo tierra, castillos que no se ven, pero que cambian el mundo. Sostiene con sus manos rotas todo el universo, con la fuerza que le viene de lo más alto del cielo. Todo por amor a Dios. Todo como si fuera lo más grande, lo más excelso. Tan grande el hecho de pelar nabos como el de dar una conferencia maravillosa que pueden escuchar miles de personas. El mismo bien hace ese nabo en mi mano que le fuerza increíble de las redes sociales que evangelizan. Mi tiempo silencioso ante la cama del enfermo, gesto eterno de amor que nadie ve, sólo el enfermo y a veces ni él lo sabe. El abrazo silente al que lo ha perdido todo, no para devolvérselo, sí para hacerle sentir que no está solo, que Dios lo ama mucho y yo sólo puedo darle un poco de ese amor infinito que Dios le tiene. Mis labios cerrados cuando me critican injustamente en lugar de intentar defender como un loco mi fama, mi honor. Mi humildad para dejar que otro ocupe mi lugar, el importante y yo ocultarme, no con dolor en el alma, sino con alegría. Un pequeño sufrimiento para que otros brillen. Y así es como va sucediendo la verdadera misión. Esa de la que nadie habla. Esa que sucede en lo oculto de los corazones que se entregan y dan la vida sin esperar nada a cambio. Me gusta pensar que soy misionero allí donde me encuentro. No en la vocación de los demás. No en la vida que otros viven, sino en la mía propia, haciendo lo que me toca. Ya sea cambiar pañales de niños o adultos. Ya sea levantarme temprano para ganar el pan de cada día. Ya sea escribiendo a las personas que amo mensajes de esperanza para que no duden de que el amor de Dios es mucho más grande y lo transforma todo. Esa fuerza del amor es la que yo necesito para no desfallecer cuando las cosas no son como yo espero y la vida no suceda donde yo me sentía casi imprescindible. Sujetando en mis manos un sí tembloroso que se resiste porque es doloroso no estar donde uno desea. Y no amar lo que uno ama hasta el extremo. Así, sentado en mi asiento, pelando nabos, como el hermano Rafael, sentiré que la vida se llena de alegría y de esperanza. todo tiene sentido. La grandeza no está en los actos que hago sino en la forma cómo hago los pequeños actos de cada día. Gestos silenciosos, manos que sostienen y la vida que se derrama a los pies de los que sufren. No importa quiénes sean esos hombres heridos al borde del camino. Yo me detendré para curar sus heridas. Sean las que sean, no me importará de dónde vengan, quiénes sean. Sólo ejerceré la caridad y haré carne la misión que Dios me ha confiado allí donde me encuentre, viviendo lo que Él me tenga preparado.

¿Qué sentido puede tener el sufrimiento? ¿Tendrá razones Dios para permitir que el hombre sufra? ¿Habrá razones que yo no alcanzo a conocer con mi conocimiento limitado? Puede ser, no lo discuto, la posibilidad existe. ¿Qué valor tiene el sufrimiento? ¿Por qué unos sufren más que otros? ¿Por qué algunos se curan de su enfermedad y otros perecen? ¿Por qué si uno reza a Dios se salva y otro también reza y muere? ¿Es un Dios arbitrario que a unos salva y a otros los deja morir indefensos? ¿Cómo justificar que es misericordioso cuando yo no noto su bondad en mi vida? ¿Dónde queda esa afirmación tajante de Jesús: pidan y se les dará, porque el que pide recibe y el que busca encuentra? ¿Cómo se cumple eso en esta vida en la que muchos piden y no reciben nada y otros buscan y nada encuentran? Hay milagros, sí, que a algunos alcanzan y a otros no les llegan. A veces el malo obtiene lo que desea y es feliz en esta tierra. El que hace el mal prospera. El que hizo el bien y fue inocente de cualquier mal fracasa y pierde hasta lo que más ama. ¿Quién tiene la culpa de mi sufrimiento? Puede haber personas que me hayan hecho daño. U otras que no me amaron como yo quería y esperaba ser amado. Algunas puede que me amaran un día pero luego dejaron de amarme, me olvidaron. ¿Es justo ese amor que no es eterno? ¿Acaso no está hecho mi corazón para un amor infinito e incondicional? Es así, pero sigue apegándose enfermizamente a amores de barro que pasan con las primeras lluvias. No soporto el sufrimiento y necesito calmantes que alivien los síntomas. Me duele el cuerpo y busco que no me duela. No me importa saber las causas del dolor. No sé lidiar con las razones ocultas en lo más profundo del alma. Eso exige más tiempo, más concentración, más silencio, más dolor. Porque duele conocer los fantasmas que habitan en mi alma. Desenmascarar las mentiras que me alteran. Desentrañar los misterios más intrincados en mi corazón. Me gustaría saber de dónde viene el dolor, su causa última. Hay sufrimientos que no puedo justificar, porque no tienen sentido. Tal vez son apegos desordenados que me hacen sufrir y no merece la pena sufrir por ellos. Otras veces son sufrimientos reales, que sí tienen sentido. Aprender a sufrir es una escuela. Vivir la vida con un dolor sin dejar de sonreír en ningún momento. Aceptar lo incompleto de mis decisiones y de mi camino. Reencontrarme conmigo mismo en medio de esa cruz que parece drenar todas mis fuerzas. Lograré salir adelante aun cuando muchos puedan dudarlo. No importa cómo los demás vean mi sufrimiento es mío y me hace más hombre, me hace persona. Hace que me sienta en paz al amanecer y le pierda el miedo a la noche. Sufrir es parte de mis días que pasan, de este tiempo que vivo. Sufrir y comprender que la realidad es más bella de lo que parece. Puedo luchar y fortalecer mi corazón en la batalla. Los sufrimientos a veces llegan para quedarse y se convierten en una parte esencial de mi camino. Aprendo a reír con dolor, a vivir con sufrimientos, a sonreír mientras lloro. Me abruma tocar el dolor del que sufre. Escuchar sus padecimientos, abrirme al misterio de sus angustias. ¿Quién soy yo para juzgar si es un dolor real o fruto de su imaginación? ¿Cómo puedo medir si este es un dolo más grande que ese otro? Me sorprende encontrar almas que llevan su dolor, su sufrimiento llenos de esperanza. No tiemblan, no se paralizan, no se quejan. No viven echándole la culpa a los demás de lo que padecen. No comparan sus dolores con los de los otros, eso sería injusto. No hay dolores demasiado grandes o pequeños. Tal vez cada uno pueda cargar su dolor pero no el de los otros. Yo puedo cargar la cruz que se encaja perfectamente en mis hombros y en mis brazos. No puedo con otra incluso aunque esta fuera más pequeña. Asumo que mi dolor es mi camino de santidad o al menos la ruta que me va a hacer más pleno y feliz. Me gusta mirar lo que ya he vivido con mucha paz. No me recreo en todo lo que he sufrido. No me quejo ante Dios por lo que ha permitido. ¿Por qué no cambió los planes y me deparó algo bueno? ¿Por qué nunca me dio lo que con tanta insistencia le pedía? Sonrío el pensar en mis proyectos y sueños y la realidad que me ha tocado vivir. Dios sabe lo que me conviene y a veces eso duele. Cuesta caber en ese espacio sagrado que ha pensado para mí. Lo tomo en mis manos y comprendo que no puedo hacer nada más que agradecer. Gratitud es la palabra que acompaña mis pasos, no la indignación, tampoco la queja. Asumo que ser débil es el único camino para dejar que se manifieste el amor de Dios en mi vida. ¿Qué sentido tienen los sufrimientos? En la cruz Jesús vino no a acabar con todos los dolores del mundo. Eso es lo que yo deseaba en el fondo de mi alma. Vino a compartir mi suerte y a morir conmigo. Vino a enseñarme la forma de vivir y morir en la cruz cada día, cuando me cueste encontrarle un sentido a lo que me está pasando. Sé que los sueños son más grandes que todo lo que me duele. Comprendo que puedo aceptar la vida como es en lugar de dejarla caída al borde de mi camino. Acepto el sufrimiento como un peaje por ser tan humano, tan limitado y tan finito. Mis deseos se agolpan queriendo hacerse dueños de mi vida. Y yo sonrío convencido de que pronto llegaré al cielo.

¿Quiénes son los santos que canoniza la Iglesia? ¿Por qué es necesario canonizar a alguien? Cuando la Iglesia declara que alguien es santo es sólo porque quiere mostrar que esta persona con su forma de vivir heroica es un modelo de vida para otros. Quiere elevarlo a los altares para que muchos lo vean. Y su forma de vivir se convierte en un ejemplo, un testimonio de vida en Cristo. Es el milagro vivo de Dios que se ha hecho fuerte en la vida de esa persona. Porque la santidad no es más que el poder de Dios que me cubre por entero. La fuerza de su gracia que se hace visible en mi debilidad. No acabo de acostumbrarme al lodo de mi vida. Prefiero el cielo profundo y hondo que me llena de paz. Quiero ver el cielo reflejado en seres humanos que me hacen creer que es posible. Puedo llevar una vida plena, puedo vivir con un sentido de pertenencia sabiendo que camino al encuentro de Dios. En ocasiones he sentido que la santidad era una lucha constante por mantener limpios mis vestidos que con el paso del tiempo, con la suciedad del camino, perdían su luz inmaculada. Me he ahogado en mis propias exigencias y no encuentro fuerzas para seguir caminando. He tratado de ordenar todas las emociones y no lo he conseguido. Una y otra vez me atrapan las redes que me hacen pensar que de otras manera seré feliz, de manera diferente a como estoy viviendo. Porque soy débil y no logro organizarme y salir adelante. Santidad, me dicen y me parece demasiado heroico, demasiado inalcanzable. Una cima de un monte que no logro alcanzar. Me dan paz las palabras que hoy escucho: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza. Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador: Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu ungido». La santidad se construye desde la vulnerabilidad de mi vida. Me siento indigno, demasiado pequeño para poder caminar solo. Me desborda este mundo demasiado grande y complicado. La mies es abundante y los obreros son pocos. Quiero ser santo, no para que me abran las puertas del cielo, no para que recuerden mi nombre y lo graben en letras doradas. Quiero ser santo para vivir una vida plena en la tierra. Una vida con sentido en la que Cristo tiene un lugar central en mi corazón y me da su vida. Ser santo no es sólo ser bueno, aun cuando la bondad brota del corazón de los santos. Un santo mira la vida con los ojos de Dios, teniendo ojos muy humanos. Tiene la empatía de Jesús para comprender el corazón del que sufre. Santo es el que se detiene ante el necesitado y le pregunta lo que requiere. Santo es el que cae mil veces y se levanta siempre de nuevo con una sonrisa, sabiendo que Dios lo sigue amando, no por sus perfecciones sino precisamente por sus debilidades. Santo es el que escucha mucho y habla poco. El que se sabe amado por Dios haga lo que haga. Santo es el no necesita muchas razones para ponerse en camino a servir la vida de los demás. Santo es el que respeta los procesos de los demás. Los acoge en su corazón misericordioso sin juzgarlos. Los sostiene cuando tiemblan y están a punto de caerse. Santo el que corre hacia el cielo y se detiene para esperar al que le sigue. Santo es el que no juzga ni condena. El que no busca los primeros lugares ni le exige al mundo que lo tome en cuenta. Santo es el que no tiene todas las respuestas, pero conoce muchas de las preguntas que él mismo comparte. Santo es el que es sabio porque ha aprendido a vivir en el camino, a fuerza de golpes y caídas. Santo es el que hace silencio para escuchar a Dios y se queda quieto ante su rostro mudo. Santo es el que se alegra con el alegre y llora con el que sufre. Santo es el que ha comenzado la misma historia muchas veces y nunca se desanima. Santo es el que carga con su cruz cada día sin querer dejarla a un lado. La acepta como un don, la recibe con humildad y no deja de agradecerle a Dios la fuerza que le da para llevarla. Santo es el que se sabe llamado por Dios a una vida plena y no deja de luchar porque sea una vida original, llena de paz y de risas, de sueños y emociones. Santo es el que abraza sin retener, sonríe sin pretender que otros rían, ama sin exigir ser amado. Es el que perdona cuando lo hieren y sabe pedir perdón cuando comprende que ha hecho daño. Santo es el que mira a los ojos a su hermano y descubre lo que hay en su alma. Se arrodilla ante su belleza y reconoce la grandeza de lo que ve. Se siente pequeño, el más débil y no por eso deja de mirar su propia vida con gratitud. Porque todo lo que tiene es don y no se merece nada de cuanto recibe. Santo es el que comprende que la santidad es un don de Dios y consiste en vivir cada momento de su vida con alegría, sabiendo que el presente es gratis y no se puede desperdiciar ni un segundo de los que Dios le confía. En el día de todos los santos doy gracias a Dios por el anhelo de santidad despertado en mi alma. Ese deseo de cielo que me hace no querer conformarme con sucedáneos que no me llenarán nunca. Santo es el que hace lo que Dios le pide, aun cuando eso mismo duela y exija renuncias. Al final jesús lo mirará sonriendo y abrazará su pobreza.

No siempre el que pregunta quiere saber toda la verdad. A veces sólo pretende poner a prueba al cuestionado. «En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: – ¿Qué mandamiento es el primero de todos?». Detrás de una pregunta simple en apariencia se esconde la intención de poner a prueba a Jesús. ¿Dirá la respuesta correcta? ¿Sabrá contestar lo que esperan de él? Y si lo que responde acaba con su muerte. A Jesús no le preocupaba mucho lo que los demás esperaban de Él. Aguardaba tranquilo y respondía en verdad cada vez que le preguntaban aunque sólo fuera para ponerlo a prueba. Tenía esa libertad interior de los santos, de los que se saben amados por Dios y no buscan ser amados continuamente por el mundo. Así era Jesús, un hombre libre, de una pieza, insobornable, no tenía un precio. Hay personas que no tienen precio. No las puedes comprar. No puedes obligarlas a pensar de una determinada manera o a hacer algo con lo que no comulgan, algo que no aprueban. No les vale todo. Hay principios que no se pueden traicionar. Formas de pensar que son suyas y no las van a cambiar aunque se sientan presionados. Hay muchas personas que se dejan llevar de un lago a otro. Responden a los vientos del que manda en ese momento. Se dejan comprar y reciben una ganancia a cambio de renunciar a aquello en lo que antes creían. Hay muchas personas poco sólidas, son personas frágiles que dependiendo de quién tiene el poder piensan de una manera o de la contraria. No es fácil ser sólido, firme como Jesús, quien tenía el corazón bien anclado en su Padre. Vivía en Él y en Él descansaba. Me gusta esa libertad interior, esa paz que procede del cielo. Jesús no se altera, no se inquieta. Sabe que de su respuesta puede depender su futuro, pero no le importa. Responde lo que de verdad piensa, lo que lleva en su corazón, la verdad inamovible que constituye su vida. Me da miedo dejarme llevar por las corrientes. Hay muchas formas de ver la vida, formas de pensar diferentes a la mía. Me asusta ver que renuncio cuando me conviene, cuando puedo ganar algo a cambio de mi renuncia. Me gustaría ser siempre de una pieza, alguien sólido en quien se pueda confiar aunque me traiga problemas esa fidelidad a mis principios. Hay que tener hondas raíces para que los vientos no me saquen de mi centro, de aquella tierra que me da estabilidad. Decía el P. Kentenich: «La raíz irracional de nuestra fe en Dios se encuentra enferma. Esta raíz irracional de nuestra fe en Dios corresponde a la experiencia natural de paternidad que llega hasta la vida psíquica inconsciente»[1]. Cuando tengo una experiencia honda de esa paternidad divina es más fácil tener libertad interior, ser una persona fiable, alguien que no va a cambiar de opinión de un día para otro. Lo que ahora pienso es lo que pensaré mañana. Eso en lo que creo es mi fe ahora y siempre. Esa actitud centrada y firme es la que me gustaría tener siempre. Jesús hoy mira al escriba y le responde lo que hay en su corazón, lo que conoce muy bien como judío, como hijo de Dios: «Respondió Jesús: – El primero es: – Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es este: – Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos». Son dos mandamientos íntimamente unidos. Parecen un solo mandato de Dios. El amor a Dios y el amor al prójimo. El amor a ese Dios que cuida mi vida y el amor al hombre con el que camino. Hace falta también ese amor a uno mismo que posibilita el amor a los demás. No se puede decir que uno ama a Dios sin amar a su hermano. A Dios no lo veo, o lo veo en el rostro de mi amigo, mi padre, mi cónyuge, mi hijo. Es el lado humano de Dios. Como un lazo que me lanza para que a través de él pueda subir más alto. Sin amor al hombre no hay amor a Dios posible. De nada vale que me encierre en mi morada interior buscando al Dios escondido si no soy capaz de amar a los que me rodean. A menudo me pueden criticar que busco mucho a Dios y me preocupo poco de ese Dios escondido en los que sufren. Me refugio en mi interior sin mirar fuera de mí al que quiere amarme.

La primera pregunta tiene que ver con mi amor a Dios. ¿Cómo es ese amor mío al Señor? El pueblo de Israel escuchó el mismo mandato: «Moisés habló al pueblo diciendo: – Teme al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y nietos, y observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días. Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicarlos, a fin de que te vaya bien y te multipliques, como te prometió el Señor, Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel. Escucha, Israel: – El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón». Me da miedo ver que no está en el centro de mi vida. Me gustaría tenerlo cerca siempre, amarlo siempre, buscarlo siempre. Que todo lo que decidiera fuera tomado de su mano. No sé amar a Dios de todo corazón. No siempre le dedico mis mejores momentos del día. No sé rezar ni hacer silencio y me gustaría hacerlo todo mejor. Amar a Dios es importante, fundamental, lo central en mi vida. Cuesta cuando no toco a ese Dios al que digo amar, cuando no siento su presencia en mi alma, ni sus caricias. Decía el P. Kentenich: «Mi propia plenitud dependo totalmente de Dios. De ese modo, me está dado amar a Dios también a causa de mí mismo porque Él significa para mí enriquecimiento y plenificación»[2]. Busco amar a Dios porque me conviene. Su amor es más grande que yo mismo. Me sostiene desde mi fragilidad. Soy pequeño, son niño, soy vulnerable. Su amor es tan grande y en su presencia me siento lleno de su amor. Tengo para eso que dejarlo entrar en mi interior, en mi propio santuario donde Él puede hacerse dueño y señor. Dice el P. Kentenich: «Cristo nos regala tanto de su amor, de su pensar, de sus sentimientos cuanto somos capaces de recibir. Él no puede entrar en mí mientras estoy enfermo, mientras sigo teniendo tanto amor propio y egoísmo en los rincones de mi alma. pero a medida que me voy liberando de mí, en esa misma medida, se convierte mi pensar, mi amar y mi sentir en el pensar, amar y sentir de Cristo y puedo decir: y no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Él obra en mí, él trabaja en mí, sufre en mí, vive y ora en mí»[3]. Cuando estoy enfermo por mi egoísmo no dejo que entre, que pase dentro de mi alma, que habite en mí. El Santuario corazón está vacío de Dios y lleno de tantas cosas que no le pertenecen. Me gustaría dejar ir fuera de mí lo que me esclaviza y ata. Dios es más grande que todo lo que tengo. Me importa más Dios que nada pero luego en mi vida mis prioridades son otras, mi forma de pensar tiene otros principios y busca otros caminos. Mi amor es mezquino y frágil, no como el de Dios. Su amor es mucho más grande que el mío y hace posible que crezca mi amor cuando abro las puertas de mi alma. Me gusta ese Dios inmenso que se repliega en mi interior dándome paz.

El otro amor unido al primero es el amor a mi hermano. ¿Cómo es mi amor a los hombres? ¿Cómo son mis amores familiares, de amistad? En ese amor humano se hace fuerte el amor de Dios. El escriba escucha hoy las palabras de Jesús y se complace porque es lo que deseaba oír: «El escriba replicó: – Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». El amor vale más que cualquier sacrificio. La misericordia antes que el cumplimiento frío y rígido de las normas. Un amor que es misericordia que desciende en el corazón humano. Más importante que nada es el amor al que más necesita mi misericordia, mi bondad. Amar a mi prójimo es el desafío de toda mi vida. Amar respetando, cuidando, abrazando y sosteniendo. Amar dando la vida y renunciando a lo propio por el bien de mi hermano. Amar sin esperar ser amado. Cuidar sin esperar que me cuiden. Sostener cuando estoy cayéndome. Alentar cuando a mí me falte el aliento. Hablar bien de los demás cuando hablen mal de mí. Construir cuando los demás estén destruyendo. El amor tiene algo sanador en el que recibe el amor. Sostiene ese amor al que me ama. Y hace que se sienta en casa, arraigado, querido en lo más profundo. Se trata de amar en toda circunstancia y con el amor que me tengo a mí mismo. Con esa medida que es la que uso para amar mi propia vida. Amarme a mí mismo será siempre un desafío porque me cuesta aceptarme en mi fragilidad, en mis fallos y defectos. Amar mi fealdad es obra de Dios en mí. Necesito dejarme mirar por Dios y así poder mirarme con sus propios ojos.

[1] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo, 1951

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] José Kentenich, Mi santuario corazón