Sabiduría 2, 12. 17-20; Santiago 5, 1-6; Marcos 9, 38-43. 45. 47-48

«No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro»

29 septiembre 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera estar más cerca de Dios para pecar menos. Vivir más en su corazón para no dejarme llevar por ese mal que me hace tanto daño»

No siempre todo lo que haga estará bien hecho. En muchos momentos me sentiré desbordado por la vida y no encontraré soluciones en medio de los problemas. No dejaré de luchar y estar presente. Caminaré, correré, soñaré. Me gustan las palabras de Santa teresa de Calcuta: «Si las personas son irrazonables, inconsecuentes y egoístas, ámalas de todos modos. Si haces el bien, te acusaran de tener oscuros motivos egoístas, haz el bien de todos modos. El bien que hagas hoy será olvidado mañana, haz el bien de todos modos. La sinceridad y la franqueza te hacen vulnerables, sé sincero y franco de todos modos. Lo que has tardado años en construir puede ser destruido en una noche, vuélvelo a construir de todos modos. Alguien que necesita ayuda de verdad puede atrasarte si le ayudas, ayúdale de todos modos. Da al mundo lo mejor que tienes y te golpearan a pesar de ello, da al mundo lo mejor que tienes de todos modos, Dios conoce nuestras debilidades y nos ama de todos modos». Quiero hacer el bien y a pesar de todo me rechazarán o juzgarán mis intenciones. Me dejaré la vida por ayudar a otros y esos otros puede que no valoren mi entrega y me critiquen por lo que hago y por lo que omito. La vida no es justa y no siempre obtendré todo el bien que puedo lograr. Me juzgarán cuando crea estar haciendo lo correcto. No importa, seguiré luchando. Lo que construyo hoy puede que mañana sea destruido, no pasa nada, sigo adelante. Estos mensajes me recuerdan a las bienaventuranzas de Jesús. Parece algo contradictorio y distinto a lo que el mundo me pide. Hay una degradación de la solidaridad en este mundo, como el otro día escuchaba. La solidaridad exige mucho esfuerzo y tiempo y no es tan recomendable. Cada uno va a lo suyo y el presente se ha convertido en un valioso tesoro. Tan valioso que el pasado pasa a pérdida y el futuro poco importa. Es la paradoja de esta sociedad en la que la depresión como consecuencia de un pasado no digerido. Y la ansiedad ante el vértigo por un futuro incierto, se convierten en algo demasiado común. La salud mental es un concepto clave porque hay muchas personas enfermas. Ya no es un bien garantizado. Igual que cuando la obesidad se convierte en algo generalizado. Es necesario unir el deporte con una dieta sana. De la misma forma unas rutinas de vida sana me regalan salud mental. No todo lo que deseo lo puedo obtener. Sobre todo porque a menudo ambiciono lo que no me corresponde, lo que otros poseen por derecho propio. Ahí comienzan todos los males. Y hago las cosas sólo por interés. Me convierto en el centro del universo y pienso que todo tiene que girar en torno a mí. El drama de mi vida es más grande que todos los males del mundo. Parece que sólo puedo ser feliz si se solucionan todos mis problemas. Eso no sucede. Aprender a vivir lo inacabado me da paz. Mi vida nunca estará completa, ni acabada. Siempre quedarán piezas por colocar, capítulos por cerrar, respuestas que dar. Guardo silencio al ver lo ingente de una misión que me desborda. No puedo llegar tan lejos como quisiera, ni tan alto. Los problemas se acumulan ante mis ojos y me siento incapaz de dar una respuesta razonable. Pienso entonces que no valgo, que busquen a alguien mejor que yo. Puede ser que valga y no esté capacitado para responder. Puede ser que tenga que pedir ayuda y dejarme complementar en aquello que no entiendo y no abarco. La vida va de prisa y peco por omisión. Soy cómplice de mil delitos que no comprendo. ¿Cómo se construye un mundo mejor sin hacer nada? No es posible. Tengo que ponerme manos a la obra. Necesito saber que no lo haré todo como se espera de mí. Lo intentaré y aun así me juzgarán. Todos, haga lo que haga. Opte por el bien en el que creo o deje de elegir ese mal que veo. La vida es demasiado compleja y mis problemas no son mayores que los de la mayoría. Sólo Dios sabe lo que hay en el corazón cada persona, en mi propia alma. Él me conoce y me ama sólo por el hecho de existir, no tengo que hacer nada. No necesito llegar a la meta para que me abrace en medio de mi cansancio y me rescate cuando parece que voy a perecer. La respuesta última está escondida en el cielo. Aquí mientras tanto camino despacio convencido del bien que puedo hacer todavía. No será todo el bien posible, quizás no sea suficiente. No importa, sigo adelante. Lo hago por amor a Dios que es quien me impulsa.

Veo gestos, omisiones, acciones. Escucho palabras, comentarios hirientes, veo actitudes que me duelen. Y me pregunto siempre. ¿De dónde vienen, dónde nacen? Leía el otro día: «La mezquindad de una persona no era algo innato, sino que se generaba con el tiempo. Tal vez su tío hubiera soportado sufrimientos que le habían convertido en una persona cruel. De pronto lo vio de un modo diferente. No con rabia, sino con compasión»[1]. Es mi historia, en la que he sido herido, la que me hace ser de una determinada manera. Dejo de amar porque alguien un día decidió dañar mi inocencia, rompió la magia de mi vida, ensució la ingenuidad de mi mirada. Algo sucedió que quedó grabado en mi alma como una herida abierta. Con el tiempo se fue haciendo duro el dolor. Dejé de sentir compasión y misericordia porque yo no había recibido nunca una mirada así. Dejé de amar porque no me había sentido amado. Sin amor en mi alma es muy difícil amar. Cada uno reacciona a partir de lo que ha vivido. No quiero juzgar por lo que veo porque es sólo la punta de un iceberg oculto bajo el agua. Tampoco quiero adentrarme en una historia que nadie ha querido compartir conmigo. Y cuando lo hacen me siento como un intruso, un invitado de piedra, alguien que no se merece estar viendo la intimidad de otra persona. En esos momentos me siento superado. ¿Qué puedo decir ante el dolor que alguien siente? Guardo silencio. No puedo cambiar los hechos. Lo que sucedió es pasado. La historia de cada uno es sagrada. Lo que veo le pertenece a Dios. Yo miro como un extraño y me siento casi culpable de ver en carne viva el sufrimiento de mi hermano. ¿Cómo puedo sanar tantas heridas? ¿Cómo se calma ese dolor que parece insoportable? Me quedo de pie, sin palabras, quieto. No acepto la venganza como actitud pero llego a entenderla. No tolero el mal causado de forma gratuita pero sé de dónde viene. Saber su origen no lo justifica. El mal nunca puede ser justificado por haber recibido un mal antes. No puedo justificar el mal que hago diciendo que yo mismo he sufrido. No es posible, no es justo. ¿Qué culpa tienen otros inocentes de que a mí me hayan robado la inocencia? No tengo derecho a hacer a nadie ese mismo mal. Quisiera hacer todo lo contrario. Abrazar mientras pueda hacerlo. Perdonar incluso cuando no tenga fuerzas. Sostener a otros cuando las prisas quieran llevarme por otro camino. Calmar las ansias de las personas estando yo mismo ansioso. Calmar al que tiene rabia. Pacificar al que vive en guerra. Acallar sus gritos y sus quejas. Me gustaría tanto ser de otra manera. Miro mi historia y siento que hay heridas no curadas y perdones no dados. Quisiera reconciliarme con mi pasado. Aceptar que es como es aun cuando hubiera podido ser distinto. No me importa. Puedo recomponer mi vida y salvar mi alma. Puedo reiniciarlo todo desde un inicio inalcanzable. No importa, siempre es posible dar un paso más en la dirección correcta. Elijo el bien y dejo a un lado ese mal que podía haber hecho. No digo nada o pronuncio palabras amables cuando podría haber dicho cualquier palabra hiriente. La vida es larga y puedo rehacer mi camino. Puedo sembrar alegrías y construir nuevos amaneceres. Me conmueven estas palabras atribuidas a Santa Teresa de Calcuta: «Detrás de cada línea de llegada, hay una de partida. Detrás de cada logro, hay otro desafío. Mientras estés vivo, siéntete vivo. Si extrañas lo que hacías vuelve a hacerlo. No vivas de fotos amarillas. Sigue aunque todos esperen que abandones. No dejes que se oxide el hierro que hay en ti. Nunca te detengas». Quiero actuar, ser el dueño de mi vida. Descubrir el sentido de mis pasos. Hay tantas personas que viven sin un sentido, sin esperanza, sin un rumbo. Van dando tumbos y reaccionando a lo que la vida les exige. Pero no saben qué quieren. Menos aún se preguntan qué desea Dios de ellos, dónde los quiere. Quizás el hombre de hoy ha tapado la voz de Dios en su vida como quien pretende tapar el sol con un dedo. Ha puesto una barrera infranqueable para que Dios no le hable, no le exija. Cuando no sé qué es lo que puedo dar estaré buscando imitar a los que dan algo. Buscaré parecerme a los que triunfan. Ser semejante a los que creo que son felices. ¿Serán felices de verdad? Detrás de su rostro puede que haya melancolía y tristeza. No me lo planteo. Veo sonrisas y quiero imitarlas. Veo éxitos y quiero alcanzarlos. Veo una felicidad de risas y quiero vivir lo mismo. Veo líderes a los que imito y pretendo seguir. No siempre lo consigo. Me quedo a medias y no logro ser como son otros. ¿Es tan malo ser como soy yo mismo? Intento ser aceptado, querido, respetado, elogiado, incluso envidiado. Mi paz puede despertar envidias, hasta odios. O mi libertad interior o mi aparente alegría. Siento que los sueños que sueño no son los mismos que sueñan los que me rodean. La vida dará muchas vueltas y no sé dónde me encontraré mañana mismo. Sigo empeñado en no profundizar y sigo reaccionando, respondiendo. ¿Dónde me habla ese Dios escondido en lo profundo de mi alma? ¿Dónde está ese silencio cargado de respuestas? Reanudo mi viaje sin melancolía. Dios sabrá lo que tiene para mí a la vuelta de la esquina. Sonrío feliz, con mucha paz en el alma.

Las puertas son muy importantes. Cierran y protegen a los que están dentro. Aseguran que nadie entre en mi intimidad sin mi permiso. Al mismo tiempo pueden abrirse de par en par para que muchos entren. No siempre la puerta es resistente. En ocasiones veo puertas débiles que caen cuando pretenden derribarlas. Mientras que hay otras que se sostienen seguras ante la invasión del enemigo. Una puerta firme es el seguro que tengo para saber que en casa, con las puertas cerradas, no corro ningún peligro. Necesito puertas recias, fuertes, altas que me protejan. Puertas gruesas de madera, de hierro, pesadas. Puertas que me den seguridad ante tantos peligros. Puertas que nadie puede derribar, ni la tormenta, ni el frío, ni el calor, ni los enemigos que pretendan entrar sin que yo les abra. Me gustan esas puertas imponentes que bloquean mi entrada y protegen al que está dentro. Esta es la primera reflexión que brota en mi alma al pensar en la puerta. ¿Cómo es esa puerta que protege mi corazón, mi mundo interior? A veces tengo una puerta frágil, parece de papel, y no me protege. No guarda lo más íntimo, lo más mío. Sin pudor lo expongo, lo hago público, puedo llegar a perder la inocencia más mía. No me guardo y dejo que entren otros y pasen por encima de aquello que es lo más sagrado que poseo. Necesito cuidar lo que digo, lo que expreso, lo que publico en las redes sociales. No quiero ser esclavo de mis palabras, prefiero ser dueño de mis silencios. Guardo silencio, callo y dejo que el alma se calme en mi interior. La puerta cerrada me protege y estoy a buen recaudo. La puerta al mismo tiempo se puede abrir con una llave. Algunos tendrán esa llave, no deseo que la tenga cualquiera. Cuando abro mi puerta dejo entrar al que está a la puerta y llama. Dejo entrar a Dios cuando abro mi alma y permito que entre. Dejo entrar a los que amo y les hago un lugar en mi vida, en mi alma. No le abro a cualquier desconocido, no dejo que entren aquellos que no desean mi bien. Cuido muy bien a quién le confío mi vida, mi llave, mis preocupaciones, mis miedos, mi amor. No lo hablo con todos. No permito que entren aquellos que no tienen mi cariño ni mi confianza. Las puertas son un don sagrado que le pido a Dios que cuide. Abrir y cerrar las puertas. Hacer lo posible para que sean sólidas y al mismo tiempo que se puedan abrir. No ante un desconocido abro las puertas de mi alma. Pero sí dejo que aquellos a los que amo se encuentren conmigo en mi interior, en casa, tranquilos, en paz. Pienso que soy puerta abierta y cerrada con los más cercanos. No todo lo que hay en mi interior lo tengo que compartir. A menudo me da miedo que vean mi casa por dentro y descubran el desorden o la suciedad. Me asusta que otros juzguen el estado de mi mundo interior. Descubran pecados inconfesables y vean una fealdad que pensaban que tal vez que no existía. La puerta cerrada evita que alguien pueda profanar lo que es sagrado. La puerta abierta permite que entren la luz, el aire limpio y la esperanza. Cerrar la puerta a todos no me ayuda. Me encuentro solo y aislado por miedo a que alguien me haga daño. He abierto en ocasiones la puerta a personas que me han dejado herido, no me han respetado, no han guardado con sigilo lo que les he confiado. En esos momentos me arrepiento y juro que nunca más me va a suceder, nunca más le abriré a nadie. Luego veo que sí necesito dejar que algunos entren, pero cuidaré mi intimidad. Al mismo tiempo siento que soy la puerta hacia Dios. Muchos pueden encontrar en mí una puerta abierta hacia Dios o una puerta cerrada. Con mis juicios puedo apartar a muchos del camino hacia Dios. Los condeno sin que Él los haya condenado en ningún momento. Me creo yo con razón para vivir como vivo. Y condeno a los que no son como yo, los que no actúan bien, los que no cumplen lo prescrito y no comparten mis ideas. Hago una lista de las cosas que hacen mal y bien los demás. Soy muy exigente con ellos y muy poco conmigo mismo. Soy una puerta cerrada que condena a los hombres. Y me da miedo al mismo tiempo formar parte de los que no viven como creo que se debería vivir. Digo que no pienso como ellos y les cierro la puerta. No hay misericordia. Justamente la puerta del perdón es la que se abre cada año jubilar para expresar la misericordia infinita de Dios con el hombre. Dios perdona siempre. cuando atravieso el umbral de esa puerta recibo su perdón. La verdad es que al hablar de Jesús y ser su testigo me convierto, aun sin yo quererlo, en puerta del corazón de Dios. Algunos se alejarán al ver mi alma cerrada, mi puerta bloqueada que no los deja entrar, mis gritos, mis silencios llenos de violencia y odio. Puedo abrir la puerta que lo cierra todo, puedo dejar que entren y estén conmigo, con los míos, con Dios. Quisiera ser puerta abierta para que muchos lleguen a Dios. Sigo pensando en las puertas. Las hay bonitas y muy feas. Puertas baratas que no resisten las tormentas y puertas caras. Hay puertas seguras que aíslan del frío y del calor, de la luz y del ruido. Y puertas que no me protegen de nada. Hay puertas que no sirven en su función y puertas que cumplen perfectamente el fin que persiguen. Jesús es la puerta. Todos los que entran por Él llegan a su reino, y descansan en su presencia. Él mismo aguarda a mi puerta cubierto de rocío, esperando a que le abra. Si le abro entrará y comerá conmigo. La puerta es seguridad y al mismo tiempo me aísla. Si nunca abro la puerta no creceré en vínculos con los demás. Puedo convertirme en una puerta que no escucha, no acoge, no comprende, no espera. Una puerta que no permite que otros tengan paz en su alma. Quiero ser puerta abierta que acoja al que más lo necesita.

Vivo en un mundo que va a toda velocidad. Todo sucede muy rápido. Las cosas no permanecen. ¿Cuándo fue la última vez que me leí un libro? ¿Cuánto tiempo invierto en la meditación? ¿Cuándo he perdido el tiempo hasta el aburrimiento? ¿Cuándo he escuchado sin mirar el reloj a mi amigo? ¿Cuándo he comido despacio, sin prisa? Como dice Marian Rojas Estapé hoy todo va muy rápido: «Nos ha tocado vivir un presente acelerado, hiper estimulado, le hemos metido fast a la vida: fast food, fast love, fast life. Cuando aceleramos nos enteramos del grueso y perdemos los detalles. La felicidad está en los detalles. Parece que lo importante es consumir mucho, sin reflexionar sobre lo que estamos consumiendo. Constantemente conectados. Drogo dependencia emocional. Imposible estar al día de todo. Consumir sin reflexionar. No podemos disfrutar de los pequeños placeres del diario. Como sin contestar mails. Veo algo y contemplo. Contemplar es mirar lo que hay fuera con ojos nuevos. Ahora se habla de no hacer nada sin culpa». Me cuesta detenerme y perder el tiempo, no hacer nada sin pensar que debería estar en otro lugar trabajando, haciendo algo por los demás. Me da miedo dejar que se me escape la vida sin querer retenerla. Vivir más lentamente, sin prisas, sin correr es una consigna para llevar una vida más sana. Caminar sin acelerar el paso. Callar sin mirar el celular y dejar que mil pensamientos vuelen por mi cabeza. Vivir sin prisas, comer sin prisas, amar sin prisas. No sé hacerlo bien, me agobio e inquieto. Sufro por el pasado y por los mensajes del futuro que dejo sin contestar. Lo malo de todo esto es que vivo sin reflexionar demasiado, no profundizo. Vivo en un mundo de mensajes cortos, donde no hay mucho que leer. Parece que no hay tiempo para estar con aquellos a los que amo, para descansar con mis amigos, para vivir sin prisas. Todo tiene que ser productivo y tener una utilidad en un mundo que me exige cuentas y me pide resultados. Me dan pavor esos días perdidos, semanas que se van, años que pasan. Como si hacer vacaciones y descansar fuera algo pecaminoso. Todo parece que tiene que sumar y valer. Me da miedo quedarme en mi mundo sin avanzar, ni prosperar. Me acostumbro a lo que ya hago bien y no mejoro, no hago nada innovador, no se me ocurren mejores ideas para mi trabajo, para mi vida. Me da miedo estancarme y sentir que no avanzo o repito lo que siempre he hecho durante toda mi vida. Vivo corriendo, tal vez por eso me inquieto. Y entonces me dejo invadir por esa necesidad de calmar mi ansia con drogas emocionales que me hagan sentir feliz, pleno, al menos por un momento. ¿Cómo se hace para hacer todo mejor en mi vida? ¿Cómo detengo mis pasos? He decidido ser paciente, escuchar más y hablar menos. Voy a caminar más. Dejaré tiempo para contemplar y mirar con ojos nuevos el mundo que me rodea. No me quedaré atado en pensamientos dañinos que me quitan la paz. No todo es tan terrible como parece. No siempre voy a hacer las cosas mal, algunas las hago bien. No todos los que me rodean me están exigiendo. Hay personas con las que descanso, no me piden nada, no me exigen, no me necesitan. Están conmigo sólo porque quieren descansar a mi lado. Quiero caminar sin rumbo fijo, escribir lo primero que venga a mi dedos. Dejar que vuele la imaginación como un pájaro en pleno vuelo. Soñar con montañas imposibles y mares que no abarca mi mirada. Dejarme abrazar y aprender a reír a carcajadas. Sonreír a un desconocido. Mirar a los ojos a quien me mira esperando algo de mí. Vivir sin compararme con nadie, seré más feliz. No conozco a nadie que sea feliz cuando se compara y acaba sintiendo envidia en su interior. Me gustaría calmar siempre al que llega a mí con su alma agitada. Hacer que el que se aleja después de verme se sienta mejor con su vida. No siempre tendré el consejo correcto ni la palabra adecuada. No saldrán de mis labios palabras edificante en todo momento. La vida se jugará en el instante en el que aprenda a perder el tiempo sin remordimientos. En el que escuche sin prisas a mi hermano. En el que me deje complementar y sepa pedir ayuda. Cuando reconozca que he cometido algún error y aprenda que lo que hago no es para que me admiren sino para que los demás crezcan y tengan más paz, más vida, más sueños. No todo lo que hago servirá para algo. Incluso aquello por lo que he luchado toda mi vida a lo mejor sucumbe con el paso del tiempo. No me echaré en cara no haberlo dado todo. Aceptaré las cosas como son sin pretender cambiarlas. No negaré el presente, lo tomaré en mis manos y los acariciaré mientras pasa el tiempo por mi alma. Viviré todo lo que pueda y cuando tenga que partir lo haré sin miedo. La vida me ha dado mucho, más de lo que hubiera esperado. Quiero seguir amando sin prisas y sin pausa. Sin ansiedad y sin miedos. No le daré a los problemas más tiempo del que requieren. Me preocuparé menos y me ocuparé más de lo que necesita mi atención. Sin buscar sentirme querido en lo que hago.

Hoy escucho palabras de Dios que me incomodan. «Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado riquezas… en los últimos días! Mirad el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Habéis vivido con lujo sobre la tierra y os habéis dado a la gran vida, habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, el cual no os ofrece resistencia». Como si la voz del apóstol Santiago quisiera conmover mis entrañas y hacerme reflexionar sobre mi forma de enfrentar la pobreza y la riqueza. He puesto mi confianza en los bienes. Pienso que mi dinero me da seguridad. Las cosas, mis posesiones, todo aquello con lo que me siento seguro. No quiero vivir con incertidumbres. Me gustan las certezas y las seguridades en esta vida. Que nadie pueda hacerme dudar. No quiero perder nada de lo que ahora poseo. Pienso en mi avaricia, en mi codicia, en mi egoísmo. He guardado mis tesoros y me siento seguro en ellos. No busco el bien de los demás sino el mío. No comparto mis cosas porque temo perderlas. No quiero dejar de poseer lo que me da nombre, status, una posición. Me sorprende también el deseo de aparentar que veo con frecuencia. La necesidad de codearme con los que más tienen, como si así algo de ellos se me pudiera pegar. Busco una posición que me dé seguridad. Anhelo que los demás giren en torno a mí y me busquen, como si de esa forma todo fuera más fácil. ¿Acaso no es verdad que el dinero abre muchas puertas? Trato de forma distinta al que tiene frente al que no tiene nada. Me siento superior. Como si por vivir con algo más de dinero mi vida valiera más. ¿Dónde he puesto mi seguridad? ¿Dónde se encuentra enterrado mi tesoro? Valoro a las personas por lo que tienen, por su dinero, por su poder, por su posición. Al fin y al cabo el dinero da poder y el poder me da seguridad. Siento que valgo más a los ojos de los hombres. Jesús me invita a vivir con un corazón libre, a no poner mi seguridad en los bienes terrenales, a anhelar los del cielo y estar dispuesto en todo momento a poner punto final a mis días entre los hombres. Quisiera que mis tesoros verdaderos se alojaran en el cielo, donde no hay polilla ni peligro que pueda acabar con ellos. No quiere Dios que desprecie el dinero, porque me permite hacer el bien. Como pensaba S. Ignacio: «Es imprescindible poner los medios para alcanzar el fin, cuando uno entiende que el fin es lo que Dios le propone. Por ello el dinero, que en otro tiempo le quemara como fuego hiriente, lo acepta ahora, sin avidez pero sin incomodidad»[2]. El dinero bien usado tiene su sentido. Lo que me pide Dios es que sea generoso con mis bienes, que no ponga mi seguridad en ellos. Que dé al que nada tiene. Que ayude al que lo necesita. Que no derroche sin sentido. Que proteja al débil y ayude al más desgraciado. Que no valore a las personas por lo que poseen y no busque arrimarme a los que más tienen. Que sea dadivoso y viva con humildad en medio de los bienes que Dios me ha dado. Que sea agradecido y que no viva con angustia pensando que puedo llegar a perder lo que poseo.

Dios regala su Espíritu a quien quiere y donde quiere. Así pasa en el pueblo judío: «En aquellos días, el Señor bajó en la Nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. En cuanto se posó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar. Pero no volvieron a hacerlo. Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque eran de los designados, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento». Y lo mismo sucede entre los discípulos de Jesús: «En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: – Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». El Espíritu Santo sopla donde quiere. Me gusta vivir en una Iglesia carismática en la que el Espíritu sopla donde quiere, con libertad. No soy dueño del Espíritu Santo. No lo guardo como mi posesión. No soy yo el único al que Dios ama con toda su alma. Es cierto que me gusta la exclusividad, el poder absoluto, que me quieran solo a mí por encima de todos. Pero eso no es lo que sucede. Dios da su Espíritu a quien quiere y no hace acepción de personas. Los ama a todos, los elige a todos, los envía a todos. Yo no soy quien decide lo que está mal y lo que está bien. El Papa Francisco desde el principio de su Pontificado hablaba del peligro de convertirnos en guardianes de la gracia cuando se la damos a quien uno cree que lo merece. Guardianes protectores de un Espíritu que viene del cielo. ¿Por qué muchas veces condeno cómo viven la fe mis hermanos y los cuestiono? ¿Por qué pienso que soy yo el que mejor hace las cosas y el único que se merece ser llamado cristiano? Envidia y comparaciones que me hacen daño. Hoy las escucho: «Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: – Eldad y Medad están profetizando en el campamento. Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: «Señor mío, Moisés, prohíbeselo. Moisés le respondió: – ¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!». Y Jesús les dice lo mismo a sus discípulos: «Jesús respondió: – No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro». No tengo rivales dentro de la misma Iglesia. No compito con ninguno y me alegro de sus victorias, de sus éxitos. No cuestiono que otros, como yo, han recibido el Espíritu Santo y han obedecido dócilmente su voluntad.

Hoy Jesús me recuerda algunas otras cosas importantes: «Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te induce a pecar, córtatela, más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehenna. Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehenna, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga». El escándalo es el peor de los pecados. Puedo herir a los más pequeños, puedo causarles daño con mi comportamiento indigno. Puedo herir su sensibilidad y dañar su inocencia. Y entonces Jesús me habla de lo que me puede hacer daño. Mi mano, mi ojo, mi pie. Todo en mí puede llevarme al pecado. Y el pecado es grave porque escandaliza. Más aún si me ha enviado el Espíritu Santo para que anuncie a otros su amor y su bondad. Quiero alejar de mí todo lo que me pueda llevar a pecar y así alejarme de Dios. A veces tendré que sacrificar algo aunque me duela. Hoy escucho en el salmo: «¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado». El pecado me hace daño. Hoy parece que ya nada es pecado. Como si todo valiera y no me hiciera daño. Como si diera igual qué decisiones tomo. Da igual si hago el bien o hago el mal. Pero no es así. El pecado siempre me turba, me envenena, me hiere y me rompe por dentro. Quisiera estar dispuesto a renunciar a cualquier cosa que me conduzca al pecado, aunque sea algo valioso o cercano. Siento que no estoy dispuesto. No quiero renunciar a lo que es mío, a lo que a veces me esclaviza. No quiero dejar de tropezar en la misma piedra. Pienso en mi alma. ¿He perdido la inocencia? ¿Conservo la pureza de mi mirada? ¿Hago el bien a todos mis hermanos? ¿Me dominan la rabia, el egoísmo, la envidia, el resentimiento, el deseo de venganza, la ira, la ambición, la codicia, el ansia de poder? ¿Dónde se encuentra el principal de mis pecados, ese del que me confieso con frecuencia y del que brotan otros? Ese pecado que me aleja de Dios y de los hombres y me hace vivir en guerra. Una guerra que tiene lugar en mi corazón donde luchan unas fuerzas que me impulsan hacia el bien y otras que me llevan a hacer el mal. ¿Qué aporto a los que están conmigo? ¿Les doy alegría o tristeza, siento empatía o autorreferencia? ¿Me preocupo por ellos o vivo centrado en mi egoísmo? Un joven me confesaba el otro día que vivía centrado en sí mismo y que sentía que el mundo giraba en torno a él. Las consecuencias de su pecado: no era feliz y no hacía felices a los que estaban con él. Siento que mi pecado escandaliza. Jesús me advierte sobre la gravedad de hacer tropezar a los que creen en Él. No hay nada peor que hacer caer al inocente, hacer que peque el que es puro en su corazón. Mi pecado, mi fragilidad, mis incoherencias escandalizan. El abuso de mi poder, de mi posición, de mi saber. El abuso de mis ideas que pretenden imponerse a los demás sin respetarlos. Hago daño con mis incoherencias, con mis desatinos, con mis inconsistencias. Quisiera estar más cerca de Dios para pecar menos. Vivir más en su corazón para no dejarme llevar por ese mal que me hace tanto daño. Tengo claro como hoy escucho que «los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma». Seguir la voz de Dios me alegra el corazón. Seguir su voluntad es lo que me da paz. Siento que es así.

[1] La última librería de Londres, Madeline Martin

[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo